martes, 5 de octubre de 2010

Hotel California




…some dance to remember,
some dance to forget.

Eagles, Hotel California


A Manolito Borjas,

en su memoria


Ayer en la mañana mi comadre la Sanmillán dejó en mi muro de Facebook una de las versiones más recientes del Hotel California de los Águilas, aquella canción que es, sin duda alguna y por encima de cualquier otra, hasta de Donna Summer y los Bee Gees, la marca más indeleble de mis tiempos juveniles.
Los recuerdos son un torrente que no podemos controlar. Si la memoria asalta, aun cuando le digamos “detente” ya habrá dejado su huella, que irá creciendo con implacable efervescencia. Así, como avalancha, volví al Santiago de Cuba del final de los setenta, a la secundaria y el preuniversitario, a los primeros amores. Ese lamento de guitarras y voz desgarrada que cuenta la aventura del muchacho que tuvo la desdicha —o la suerte— de tocar a la puerta del Hotel California —such a lovely place, such a lovely face— no faltaba en las fiestas de los sábados, en las bocinas de la playa, en los éxitos de Nocturno, en los casetes grabados directamente del radio, en dondequiera que sonara la música de moda.

“[…] se alejaron hacia la zona donde empezaban a juntarse los bailadores con sus inmensos vasos encerados en la mano, rebosantes de espumosa e insípida cerveza. Rosita, Marta Isela y yo tratábamos de conversar a gritos en medio de la música que ya tenía un volumen ensordecedor. Algunos muchachos se acercaban a sacarnos a bailar y ellas iban a veces. Yo no quería moverme, no quería perder el momento en que Ricardo pudiera salir de la casa de sus tíos y acercarse y tal vez invitarme a bailar Hotel California cuando pusieran la música romántica. Y allí estaba, inmóvil, mirando y volviendo a mirar el espacio abierto de la puerta, tratando de divisarlo.”


Éste es un fragmento del cuento “Nunca más” que, como muchos otros, vive en el anonimato de la ineditez por causa de esa parálisis macabra, esa torpeza, que se apodera de mí al momento en que termino una obra y debo buscarle editor, lanzarla al camino. En él, Mirita y Ricardo desfogan su pasión de carnaval, se reclaman y se entregan, se aman y se interrogan, horas antes de un desenlace inesperado —de ésos trágicos que tanto me gustan—, mientras las notas de Hotel California se cuelan entre los almácigos de un parquecito que mucho se asemeja al de Trinidad, una de las calles del barrio de mis abuelos. Mirita y Ricardo también se parecen a un par de adolescentes de entonces.
Cada vez que la oigo —siempre con esa emoción que retuerce las tripas—, siento que la canción, embrujada, no envejece. Es como la dueña del Mercedes Benz, aquella mujer enjoyada de Tiffany que, mientras se enfriaba el rosado champán, le contó al jovenzuelo la espeluznante historia del hostalito de Todos Santos y le adelantó su suerte, la de todos los allí atrapados, la de todos: “Somos prisioneros de nuestra propia invención”.
Dice Maya que se viven todos los tiempos al mismo tiempo: pasado, presente y futuro en todas sus modalidades y gradaciones. Así, cuando decimos que el pasado regresa a la menor provocación, tal vez es que nunca se ha ido, como aquellos muchachos que bailaban en el patio de la antigua misión —sweet summer sweat—, some dance to remember, some dance to forget.
“Vamos a Todos Santos a ver si es cierto”, me dice Adriana. “Vamos”, le respondo sin dudarlo y pienso en otro hotel, fílmico, en tierras menos cálidas, donde un niño poseído levantaba el dedito ante el espejo y con voz gutural repetía “redrum, redrum”, que no era cuarto rojo ni bebida comunista, sino lo que significa la palabra vista al revés. Y aun evoco la habitación 226 de un hotel más cercano, real, en Aguascalientes hace sólo unos meses, donde dos viejillas blancuzas y desdentadas se me plantaron entre sueño y realidad y no me dejaron pegar un ojo en toda la noche.
El pasado es esa posada de la que nunca podremos escapar. Me pregunto si alguno de nosotros —los vivitos, los coleantes— logró huir del Hotel California y creo que no. Es absurdo negarlo: seguimos atrapados en esas danzas del recuerdo y del olvido. Puedes hacer el checkout cuando tú quieras, but you can never leave.

martes, 28 de septiembre de 2010

Hora 11





…soy sólo la boca de que la verdad se vale para hablar.
SARAMAGO


El miércoles pasado, un encargo imperioso me hizo salir de casa apresurada y refunfuñando. Cumplido el pedido en cuestión pero todavía autosermonéandome con rudeza, caminé despacio hasta La Morena para tomar el transporte que me llevaría al metro Etiopía. Como tardaba, recordé que en la otra esquina hay un Oxxo y fui a comprar algo para el almuerzo. Cuando ya le hacía la parada al taxi, vi que detrás venía el microbús. “Ya ni modo”, me dije y subí al carro.
El locutor de la estación que tenía sintonizada el chofer decía que hay personas en todo el mundo que ven constantemente la cifra 11:11. En sus relojes digitales, en computadoras o aparatos electrónicos, en las placas de los carros, la cuenta del supermercado o cualquier otro lugar por donde posan la vista de pronto y sin previa intención. Como todo pronóstico apocalíptico suele hacerme resplandecer de felicidad, sentí que el oído interno se me ensanchaba a su máxima capacidad para no perder detalle y la oreja crecía como apéndice de bruja.
Comentaba el individuo que desde los inicios de la humanidad esa secuencia numérica, que indica la unicidad con la divinidad, está grabada en nuestra memoria y ADN como especie, lista para ser activada. Que por estos días, con la inminencia del cambio de era que tantos confunden con el fin de los tiempos, se repite ese código como señal de que es hora de despertar.
El taxi llegó a Etiopía en un suspiro y no pude saber más. Pero mientras hacía mi cotidiano trayecto subterráneo, pensé que nada sucede por casualidad. Fue necesario que alterara mi rutina matutina, que subiera al edificio adonde fui, que luego cruzara a comprar la merienda y que decidiera no esperar el microbús, para que tomara precisamente ese taxi, no el anterior ni el siguiente, justo a la hora en que el chofer escuchaba el programa sobre el 11:11.
Llegada a mi destino, desde lo alto de la escalera de la estación Universidad paseé la mirada por el paradero e inmediatamente me topé con el 1111 en los últimos dígitos del teléfono de Locatel, pintado en los autobuses para reportar cualquier queja. “Lo importante no es ver el número, sino tener conciencia de él”, me dije mientras adivinaba la silueta del Ajusco completamente cubierto de nubes, como si no existiera.
Cuando subí al siguiente taxi, en el radio sonaba una banda sinaloense, con ese clarinete que siempre me ha parecido tan especial. “¿Por qué para la música?”, preguntaba una voz dentro de la pieza, y otro, con tono ebrio, le respondía: “¡Qué siga la música!” El taxímetro volaba más rápido que el Correcaminos, pero ni me inmuté: no entablaría discusión con aquel muchacho que tenía todo el cuerpo tatuado de serpientes y una inscripción asomando por el cuello, que oía banda norteña y tenía la mirada torva y los ojos extrañamente enrojecidos para la hora. Le pagué los 17 pesos que me cobró y me dije “¡Qué siga la música!” segundos antes de escribir 11:11 en la barra de Google y apretar el botón de “Buscar”.
Lo que vi me dejó atónita. Páginas y páginas, imágenes e imágenes en torno al asunto. “¡Pero cómo no sabía esto!”, me preguntaba incrédula, pensando que aunque soy consciente de que las matemáticas son el lenguaje del universo, generalmente estoy más atenta a las secuencias alfabéticas. “Adónde ha andado esta cabeza…”, insistí antes de transitar de inmediato a las teorías conspiratorias: “¿O acaso alguien me está nublando los ojos para ocultarme información? ¿Qué traman?”…
Según algunos, 11:11 es el código que permite el acceso a otros campos dimensionales hacia los que nos dirigiremos después del 21 de diciembre de 2012, fecha profusamente mencionada y reconocida en los tiempos recientes por ser, según la cuenta larga del calendario maya, el final de nuestro actual ciclo de vida planetaria. Cuentan que, según previsiones y cálculos del Observatorio Naval estadounidense, el solsticio de invierno de 2012 ocurrirá el día de marras… ¿saben a qué horas?... Pues a las 11:11 del meridiano de Greenwich.
Uno de los tantos modos de medir el tiempo terráqueo se llama precesión de los equinoccios, también conocido como año platónico. El alineamiento del ciclo de precesión del solsticio de invierno y el centro de la galaxia, que ocurrirá alrededor de la fecha mencionada por los mayas y durante las décadas siguientes, representa el “punto cero” del reloj cósmico, inicio de una nueva era en la conciencia humana, lo cual quiere decir que un nuevo ciclo galáctico ha comenzado. Ése que algunos dan en llamar Era de Acuario.
Para otros, sin embargo, la insistencia en la visibilización del guarismo en cuestión es un recordatorio de la existencia de 1111 espíritus guardianes, llamados también intermedios; guías entrenados para auxiliarnos en el cambio de curso del planeta, entidades esenciales no necesariamente cariñosas, amables y ñoñas, como suele imaginarse equivocadamente a los ángeles. Una especie de ejército que no tendrá reparos en hacer lo que tenga que hacer.
Pero ya dejo de atormentarlos con mis previsiones agoreras. Como dijera aquel muchachito nazareno, tan locuaz él, cuyos mensajes quedarán descifrados, dicen, precisamente en la próxima era: el que pueda entender… ¡que entienda! Ahí tienen la punta del iceberg. Si les interesan estos temas, pónganse buzos caperuzos —es decir, atentos— y averigüen. Porque como le dije al Knito hace unos días a propósito del Anticristo, nadie nos salvará más que nosotros mismos, si es que eso fuera posible.
Dicen que la Biblia —¡siempre le echan la culpa a la pobre!— llama “hora 11” al tiempo de la inminencia, lo previo a todo cambio. Si después de diciembre de 2012 las cosas siguen como hasta ahora, a mí me va a dar Changó con conocimiento… Y si se van y me dejan aquí, les juro que no vuelvo a dirigirles la palabra en las vidas que nos queden. Pero mientras dura la hora 11 estaré tan emocionada haciéndome ilusiones, que qué más da morir después de desengaño. Como buena acuariana en medio de su era, alguna otra locura me inventaré.

martes, 21 de septiembre de 2010

To’ el mundo bailando en cuero con la mano en los bolsillos





Hace unos días me mandaron el video de un concurso de belleza en la discoteca Guanímar, en Guanabo, una de las playas del este de La Habana. En la filmación, en tiempo real y de muy mala calidad, asistimos a un show en el cual el público, azuzado por un animador tipo el Residente de Calle 13 ―desagradable y pasa’o como un yunque―, corea “quítate la parte ‘e abajo”, “quítate la parte ‘e arriba” y a ese son las contendientes se aligeran de ropa ―ya de por sí ligeras― y hacen movimientos cada vez más ilustrativos, audaces y provocadores para mostrar las capacidades, habilidades y dones que en ese certamen les valdrían la victoria. Acaban como Dios las trajo al mundo ―un poquito más creciditas, claro está―, chupeteándose y apretujándose unas con otras, y enseñando alegremente hasta las entretelas de Falopio mientras los asistentes deliran de regocijo.
Eso siempre ha pasado, dirán algunos y tienen razón. Cuando éramos chicos fueron casi un mito en Cuba las llamadas fiestas de perchero ―porque te entregaban uno cuando llegabas para colgar tu ropa―, sólo que no ocurrían en una discoteca propiedad del Estado sino al tibio amparo de los aposentos, ocultas del ojo del vecino, y como estaban penadas por la ley revolucionaria, si alguien daba el chivatazo y te agarraba la policía en esas encueraciones, ibas a dar a la cárcel sin excusa ni pretexto y hasta con el casco puesto.
Dirán otros ―y también tendrán razón― que cosas peores hemos visto, por ejemplo, en Wild On!, ese programa de E! Entertainment Television que muestra las animaciones nocturnas en los destinos de alto turismo del universo y más allá. Porque desde que los medios de comunicación se obsesionaron por lo íntimo y lo macabro, desde que tener una cámara de video dejó de ser un lujo y pasó a formar parte de las aplicaciones básicas de cualquier teléfono celular, desde que surgieron las redes sociales y la vieja frase de “ya no hay vida privada” se nos convirtió en realidad, todo eso baila ante nuestros ojos, de tan estupefactos, casi espetafuctos.
Hablas de gente que se divierte, que suelta el cuerpo sin inhibiciones, que la pasa bien, protestarán otros… ¿No era ese mismo tipo de represiones y golpes de pecho lo que se le criticaba a la moral burguesa? ¿Qué pasa, Odette, te estás poniendo vieja, moralista y olvidadiza?... Es cierto, cuántas veces no habré repetido que cada quien tiene derecho de ―al buen decir cubano― hacer con su culo un tambor y dárselo a tocar a quien más le guste. Sin embargo, tal vez no se equivocaban las abuelas, con su sabiduría milenaria, cuando regañaban: “niña, no te muevas así que los hombres no te van a respetar…” Y yo, si bien no tengo la sapiencia, ya me aproximo a esa edad.
Y no es que quiera inaugurar la Liga de la Pureza ni el club de No drogas, no sexo, no rocanrol, pero no es posible ver un video así y quedarse indiferente. Mucho menos los cubanos, que “o no llegan o se pasan”, es decir, que no tenemos puntos medios: o nos encanta o nos indigna. O pasamos rapidito y convenientemente del enojo al despelote porque en esa vida comunitaria que tuvimos que llevar, si no eras como la mayoría —dicho ahora en buen mexicano—, te llevaba la chingada. Eso nos dio parámetros menos firmes y, al instante, todo suele derivar hacia el chiste ingenioso, la carcajada y pasa sin más trámite a los anales de lo sin importancia y del olvido.
De pronto me pregunto qué pensaría la presidenta del mexicano Instituto Nacional de las Mujeres si viera tan especial concurso. A ella que la hicieron disculparse públicamente después de afirmar que en Miss Universo “se exhibe a las mujeres como reses”. Nada más cercano a la más cierta realidad: como vacas en feria agropecuaria, como esclavas en tarima colonial, sin más valores que la belleza física y la juventud —que no son pocos pero no son todos—, porque allí ser lo más bobas posible parece un requisito de inscripción.
Ya sé que lo de Guanímar es una velada underground, pero son precisamente las manifestaciones soterradas —y no las “oficiales”— las que marcan la verdadera esencia de una época o una coyuntura, especialmente en un planeta donde, como me dijo ayer un amigo, se ha entronizado el ultraje femenino como acto cultural. ¿Que a eso colaboran las propias mujeres? Absolutamente. ¿Que las que bailan encueradas en el video lo están haciendo a gusto y de propia voluntad? Es muy posible, claro que sí. ¿Que tienen derecho a hacerlo? Totalmente… ¿Pero están conscientes ellas de que repiten roles, valores y patrones al uso —ahora y en cualquier época— para complacer intereses y apetitos que no siempre son los propios, y que en esa complacencia se degradan?
Quienes me conocen saben que he sido todo menos puritana. Confieso que aunque nunca me desnudé enfrente de un auditorio —que recuerde—, he hecho miles de barbaridades incontables ―de cuenta, no de cuento― de las que no me arrepiento porque son parte de mis aprendizajes e, indiscutiblemente, no sería quien soy si no las hubiera experimentado. Pero, ¿cuáles son los límites, el equilibrio entre diversión y vulgaridad, entre gozar y joderse la autoestima? Porque cuántas veces la que se creía más sabrosa, un buen día se dio cuenta de que es sólo una infeliz incapacitada para “darse su lugar”, ese otro término de antaño.
Sí, tal vez me estoy poniendo vieja y han brotado de donde originalmente se asentaron los atisbos de la educación de mis abuelas prerrevolucionarias, aquellas que insistían en no confundir libertad con libertinaje. Y no, no me parece gracioso ni divertido ver a esas muchachas desnudándose en la discoteca de Guanabo, como no me lo pareció la semana pasada el video de la springbreaker aventada de la tarima a golpe de pelvis.
En las últimas dos décadas he tenido el privilegio de conocer mujeres de todas las edades y nacionalidades —cubanas incluidas, por supuesto— comprometidas en una lucha, a veces tortuosa, por el respeto a las mujeres en todos los ámbitos. Con esas amigas he aprendido a tejer solidaridades y a reenfocar la vida, a verla desde otros puntos de vista que desconocía o desdeñaba, tan machistas como fuimos en medio de la formación del hombre nuevo, proceso en el que las hembras también debíamos ser hombres. A esas amigas, a esas maestras, como a mis abuelas, les estoy agradecida y les dedico este texto.

martes, 14 de septiembre de 2010

Al son que les tocan



Para Roxana y Ariana por las conversaciones a propósito.



El espectáculo es, para mi gusto, denigrante. Una spingbreaker —o sea que no llega a los 20 años— encima de un escenario con la grupa alzada; un reggaetonero que le propina tremenda nalgada y acto seguido, después de una pirueta en la que pasa la pierna sobre su cabeza, adelanta la pelvis —lo que en Cuba llamaríamos ni más ni menos que un pingazo— y la niña sale volando cabeza abajo. Se incorpora en medio de las risas del resto de los bailadores y vuelve a subir a la tarima para recibir su siguiente dosis de “castigo”.
“Hay mujeres con tan poca dignidad”, dije, “que cómo no van a proliferar los hombres que las maltraten”. Una amiga me respondió que tal vez no es cuestión de dignidad sino de educación. Incluso de gustos diferentes. Entonces recordé los movimientos coreográficos, tan similares al performance del video, de un ritmo tradicional cubano como el guaguancó. Recordé a los rockeros que se lanzan al público en un acto de liberación y, desafiando las leyes de la gravedad, navegan entre los brazos de una marea de admiradores. Recordé a otras tantas jovencitas que gritan como poseídas en los conciertos y les obsequian sus prendas íntimas a los artistas. Recordé las manifestaciones de fanatismo instintivo de casi todas las religiones.
La filmación de marras es un reportaje sobre los dislates de los adolescentes gringos durante el Spring Break y estaba en el muro de un amigo de Facebook, anunciada como algo hilarante que no debíamos perdernos. Algunos de los participantes en el debate que se armó a continuación, apoyaban la tesis de la comicidad e incluso consideraban el material como una joyita. Yo me preguntaba si estarían ironizando, si realmente les resultaba graciosa la situación o tal vez la observaban con interés antropológico, como si vieran un documental de las costumbres de apareamiento de los chimpancés.
¿Qué significará para esa niña del video —me cuestioné entonces— que el individuo la empuje al vacío de un vergazo? ¿Acaso un privilegio, el honor de haber sido elegida como doncella para sacrificio, un bello recuerdo de un artista a quien admira? ¿Estoy irrespetando el derecho a la diversidad del que habla mi amiga cuando digo que me parece denigrante tal comportamiento o el que las mujeres bailen, sordas y gozosas, ritmos en los que se afirma que son unas perras arrabaleras que deben ser castigadas o que las prefieren muertas por traicioneras y poca cosa?
El domingo conocí a la nietecita recién nacida de unos amigos muy queridos. La abuela, para hacerle gracia, bailaba como loquita una salsa. La niña, que se reía y movía con júbilo sus extremidades, seguramente crecerá entendiendo que ese ritmo es divertido, ameno, del gusto de sus parientes. A ninguno de los que allí estábamos nos parecía insano que la criaturita lo asumiera de ese modo desde tan tierna edad. Eso mismo ha de suceder en el seno de las familias amantes del reggaetón. ¿Por qué entonces éste, y no la salsa u otras danzas, nos lleva a límites de tolerancia?... ¿Tal vez porque subvierte los pilares morales de la “decencia” occidental, especialmente los relacionados con la exhibición de la sexualidad?
¿Qué hace distintos al chúntaro style o el slam del ska del danzón, el mambo o el chachachá?... ¿Sólo una mirada clasista, racista o generacional? ¿Tal vez la exaltación de la violencia y el maltrato a las mujeres? ¿O la exaltación de ese maltrato con tintes de violencia? Porque, a decir verdad, ¿qué tanto se diferencian de otros géneros más candorosos —como el bolero, la balada o las rancheras— donde, disfrazadas de galantería y devoción, asoman tantas muestras de desprecio, subestimación y condena hacia ellas?
Uno de los grandes problemas de las sociedades humanas, desde su instauración misma, es no haber aceptado ni consentido el derecho de cada uno a ser como es y a que le guste lo que le gusta. El afán del poder —sea cual fuere y al nivel que fuere, desde los gobiernos hasta la familia— por estandarizar a todos en una única norma “aceptable” hace que grandes sectores de este conglomerado queden entre los límites de una marginalidad diversa y mayoritaria, porque ¿qué porcentaje de la población mundial es blanco heterosexual masculino occidental y saludable?
Es decir, que casi todos somos minoría. Pero dentro de esas minorías también nos despreciamos, nos cuestionamos, nos deslegitimamos unos a los otros. Forma parte de la naturaleza humana —¿o será también cuestión de educación y costumbres?— defender con pasión nuestras creencias, querer tener la razón y, para ello, tratar de anular —con argumentos o a la fuerza— toda disensión. Difícilmente intercambiamos criterios con naturalidad si éstos son disímiles. De modo que sé que voy a dejar en candela este Parque cuando plantee el intríngulis al cual me han arrojado estas reflexiones.
Soy una mujer que dedica gran parte de su vida, su obra y sus esfuerzos a edificar una sociedad donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades, y las mujeres seamos respetadas y consideradas con equitatividad. Pero si a la niña del video y a sus contertulios les satisface que los tiren de la tarima a punta de ya saben qué, ¿tienen derecho a seguir bailando al son que les toquen o hay que llamarlos a la “cordura” y convencerlos —concientizarlos— de que esas mujeres merecen un trato digno? ¿Debemos contentarnos con su modo de divertirse, pensar que son "cosas de muchachos", dejarlos a su aire o tal vez simplemente reírnos como mis amigos de Facebook; o en cambio, tomar una actitud crítica que pudiera ser, si lo vemos fríamente, represiva o coercitiva? ¿Qué hacer ante esas manifestaciones de la cultura popular?

martes, 7 de septiembre de 2010

¿Qué los sueños, sueños son?

Gaby de la Garza, Ximena González-Rubio y Liz Gallardo son
Alma, Mercedes y Julia Aparicio




Soñé que sería ejecutada en la silla eléctrica. Pasado mañana. No había matado a nadie ni cometido crimen alguno; me decían que era una especie de sorteo tipo ruleta rusa. “Un error del sindicato”, fue la frase textual. Tal vez era el espejo onírico de la angustia de Don José, el protagonista de Todos los nombres, la novela de Saramago que en estos días me hace ligero y divertido el viaje en metro hacia el trabajo, y de regreso. El respetuoso e incorruptible oficinista, después de su incursión alocada e ilegal en cierto recinto escolar, en medio de un estado febril incontrolable deliraba: No robé nada, no robé nada…. e imaginaba las más abochornantes consecuencias.
Pero no, yo no estaba angustiada. Me parecía un poco injusta la veleidad con que me habían elegido para el sacrificio, pero estaba tranquilísima. Creo que hasta contenta. Al menos seleccionaba con todo cuidado la ropa que llevaría, sacándola del armarito donde la guardábamos de niñas, en el cuarto de María Yodú, junto al comedor de la casa de Santiago. “Brasiere no”, me decía, “mejor un top, que es más cómodo”.
Hablando de sostenes, tal vez la pesadilla —que no lo era tanto— fuera en solidaridad con la situación de las Aparicio, esa familia de mujeres que llena la pantalla de Cadena Tres a partir de las diez de la noche. La matriarca, Rafaela, que fuma tabaco y siempre anda con la boca y el ceño fruncidos, está a punto de entregarse a la justicia por un encargo de asesinato contra su propio yerno, cosa que verían con simpatía y envidia casi todas las suegras del planeta.
A pesar de la trama aderezada con maldiciones, espíritus chocarreros, servicios profesionales de prostitución y sicoterapia, lesbianismo, poliamor y otras intensidades, Las Aparicio es una telenovela bastante aburrida. Odio la voz en off que introduce y concluye cada capítulo con frases filosoficoides y sentenciosas recitaditas a lo Del otro lado del corazón. O a lo Carrie Bradshaw en Sex and the City. O a lo Marie Alice Young en Desperate Housewives. Pero además, las líneas dramáticas se arrastran lentas como culebra vieja, los errores de continuidad hacen olas, la credibilidad de algunos personajes y subtramas está por el piso… Pero las actrices —colirio para los ojos— son tan bellas que parecen bestias fotografiadas por National Geographic o Animal Planet: una potranca, un cervatillo, una gacela púber, una venada, una jirafa, con unas curvas tan pronunciadas y espléndidas que ni la Carretera Central por el Camino Viejo del Cobre. Dejan a uno con vértigo de tanto pestañear, y duermo tan alebrestada —febril como el Don José de Saramago, balbuceando Mercedes, Mercedes— que hasta sueño con la silla eléctrica.
Dada la urgencia sumaria de mi ejecución, no habría oportunidad de viajar a despedirme de Piri y de mi madre, pero tampoco tenía ganas de telefonear a Cuba. Una sola llamada quería hacer, y no sabía si ese día o en la víspera. Caminaba por un pasillo largo y mal iluminado con una Marta Mosquera de la edad y apariencia de los años ochenta, cuando tomábamos café con menta en La Isabelica, y le pedía, ególatra hasta en la muerte: “Ocúpate de que se publiquen mis libros”.
Los verdugos, sentados en la mesa de mi última cena, me concedían el derecho de que dos amigos, un hombre y una mujer, me acompañaran en los minutos finales, pero decidí que ninguno, ni el más fuerte de espíritu ni la más amada, merecía el castigo de presenciar tal espectáculo. Mi rostro retorcido, los ojos desorbitados, la cabeza echando humito, el cuerpo tratando de romper las correas que me ataran. Una muerte tan parecida a mi propia vida.
Si a suplicios nos remitimos en busca de explicaciones, podría ser que esta madrugadora inquietud se debiera al sobresalto de ver los centros comerciales ya decorados para Halloween sin haber pasado las Fiestas Patrias. En cualquier momento empiezan a sonar los villancicos y las risas del gordo noruego —sueco, finlandés o lo que fuera— y yo pierdo la paciencia y el buen humor por todo lo que resta de 2010 hasta que dejen de beber los peces en el río y la Marimorena se regrese a su cueva. Eso… eso sí tiene tintes de pesadilla.
Qué sería de los sueños, me pregunto, si las improntas fisiológicas —gritar, huir, aguar o desaguar— no nos sacaran de ellos tan abruptamente… Adónde iríamos a parar en esa otra realidad paralela, tan real como cualquiera, porque ¿acaso no es la vida un sueño?, como dijera Calderón —el de la Barca, no el enano macabro… De pronto me vi de cuerpo entero, toda vestida de blanco, con la camisa metida dentro del pantalón y un cinturón de hebilla ancha. Y luego, subía la santiaguerísima loma de San Francisco dentro de un carro chiquito, de modelo viejo, que manejaba un muchacho parecido a Iván, el secretario del sindicato de la UNAM. Sentía lo pronunciado de la pendiente y la potencia del motor tratando de vencerla, pero no podía ver el camino.
Desperté cuando pedía que no me sedaran con sueros ni anestesia; quería sentir el corrientazo que me cociera los sesos y los dejara listos para quesadilla. En el instante final, transitando entre la onírisis y el despertar, o tal vez entre el aquí y el más allá, me decía: “Ya sabía yo que era inútil preocuparse tanto por el conocimiento y la superación… ¡Mira cómo va a quedar esa pobre materia gris!” Abrí los ojos y así mismo estaba el día: turbio, oscuro, tormentoso. Como salido de un sueño.

martes, 31 de agosto de 2010

Sequía





La frase se forma detrás de mis ojos, la imprescindible primera oración. A veces se alarga con un par de subordinadas y complementos, alcanza el tamaño de un párrafo pequeño, unas tres o cuatro líneas. A veces, incluso, llego a anotarla en la libreta. Pero, de inmediato, cual si perdiera todo interés, se difumina en un segundo, como espejismo en el desierto.
De ese proceso me percaté conscientemente ayer, mientras devoraba los cacahuates japoneses con limón que me dieron como merienda en mis últimos vuelos con Mexicana. De pronto aquel cuadrito de papel metálico se convirtió en una bolsa histórica, como esa foto que tomé desde la ventanilla del Airbus minutos antes de despegar del Benito Juárez, hace un par de viernes, rumbo a la Sultana del Norte.
Recordé la cosquillita a medio esternón, una emoción extraña, cuando el avión aceleró su carrera sobre la pista para dar ese salto que lo impulsa hacia el cielo. Algo como el susto de las primeras veces. “O de las últimas”, me dije, sabiendo que posiblemente no hubiera viajes futuros con la empresa aérea que ya se debatía en infructuosas negociaciones para salvarse de la inevitable quiebra. Debajo, la ciudad yacía embarrada de esa nata espantosa que parece humo pero es, tal vez, cochambre.
Nada más anoté entonces. Volví a asombrarme de que el café de Starbucks en la zona internacional del aeropuerto tuviera un precio más elevado que en el área nacional, lo cual me dejó claro que sólo hay un café más caro que el de Starbucks: ¡el de Starbucks! Y luego pensé que algún tejemaneje económico se esconde, sin duda, tras la filantrópica y ecologista decisión de prohibir las bolsas de plástico en los supermercados y tiendas, bajo amenaza de multas exorbitantes, mientras no se les ponga el letrerito de 100% reciclable, seguramente a las mismísimas irreciclables de antes. Que ya está uno muy viejo para creer en cuentos de hadas.
Me sacó de mi nube —la interior y la que miraba a través de la ventana— una señora, parecida a Paquita la del Barrio, que roncaba a mandíbula batiente y piernas sueltas, desbordada en los asientos de la otra fila. Hojeé la revista Vuelo, que anunciaba para septiembre un número especial de aniversario que ya no saldrá. Ciclos que se cierran, pienso ahora. “Mexicana, la primera siempre será la primera”, decía aquel eslogan. Nunca digas siempre, nunca digas nunca. ¡Adiós, Mexicana, yo que tanto te quería!...
Sí, hay tiempos de cambio y tiempos de sequía como los hubo de abundancia y de esplendor. Como tal vez vuelva a haberlos. En la escritura como en la naturaleza. Como en la vida misma. Las palabras, caprichosas, bailotean y se cambian de lugar. Juegan a esconderse entre mis dedos como el mercurio que —¡hace tanto!— derramaban los termómetros rotos. No quieren que las tome, no se dejan asir. Ellas sabrán sus danzas y sus tiempos, sus ahora y sus nunca. No voy a presionarlas. Las espero, paciente, en éste, nuestro Parque. Como a ustedes, mis amigos. Gracias por estar cerca.

martes, 25 de mayo de 2010

¿Quién mató a Paulette Gebara?




Fanática como soy de la novela negra y policial, de las historias de asesinatos y detectives, la nota roja y la justicia mexicanas me dejan casi siempre en coitus interruptus. O nunca resuelven los casos, o inventan culpables y versiones increíbles hasta para el más imbécil, o si la hubiera, no te enteran de la solución. En el mejor de los casos nos hacen creer que el criminal se suicidó en la cárcel, como el Caníbal de la Guerrero.
Nuestros investigadores, jueces y policías serían la causa del colapso hepático de Agatha Christie y Conan Doyle, como lo son del mío. Por si fuera poco, con prisa de eyaculador precoz los medios de comunicación nos alborozan hasta límites a veces inconcebibles, para luego dejarnos a medio palo. Y el público lector, televidente o escucha, como esposa acostumbrada a poco, se conforma con no pedir más y acaba olvidando, pasando la página, hablando de cosas más “de moda”.
Esta alharaca empezó cuando el supuesto asesor inmobiliario Mauricio Gebara y su esposa Lisette Farah, avecindados en las finísimas colonias de colindancia entre la capital y el Estado de México, la mañana del 22 de marzo denunciaron la misteriosa desaparición de su hija Paulette, una niña de cuatro años con discapacidad motora y lingüística. Las fotos de la menor coparon las portadas de los periódicos, las vallas publicitarias y puentes peatonales de las principales avenidas y los espacios noticiosos de todas las televisoras y estaciones radiales mientras unos nada desesperados padres pedían, de la manera más poco convincente, que les devolvieran a su hija. Aquí entre nos, más inquieta me pongo yo cuando pierdo el cortaúñas.
Circo, maroma y teatro se sucedieron durante los siguientes días. Todo México jugaba a desentrañar el misterio. Hasta los capos y los sicarios de las mafias tuvieron chance de descansar un rato y sentarse a ver las noticias de Paulette. Las hipótesis se sucedían: desde las más descabelladas, como que la había abducido los extraterrestres porque en las fotos los ojos de la niña parecían no tener iris, sólo pupila, como los alienígenas ―ésa era, por supuesto, de mis favoritas―, hasta un secuestro para pedir rescate, tráfico de órganos, venta o prostitución infantil. No faltaba la teoría del accidente, entendido éste como una caída, un empujón, un golpe no premeditado o una asfixia coyuntural, pero también se especulaba que alguno de los padres podría estar utilizando la desaparición como venganza contra el otro, y se sospechaba de las sirvientas y sus novios, de los vigilantes del edificio, algún vecino o los supuestos amantes de la señora de Gebara.
Uno de los aspectos más interesantes del caso fue cómo, en un país donde la madre es lo más sagrado, no hubo quien no señalara desde el primer momento a Lisette Farah como la responsable indiscutible del asesinato, que todavía no era asesinato sino sólo desaparición. Claro que esta mujer, según nos la dibujaron tendenciosamente los medios, no es la abnegada madrecita mexicana: mantenía la compostura, no lloraba a moco tendido, se le veía evidentemente fastidiada, parecía insensible como si no hablara de su hija, hacía bromas de mal gusto ―como invocar a Harry Potter para que encontrara a Paulette―, fumaba como chimenea y decía “aych” volteando los ojos. Sólo le faltaba mascar chicles frente a la cámara. Además, nos contaron que desatendía a las hijas por pasársela en Facebook y el chat, que tenía al menos un amante, que se fue de week end con una amiga a güilear con otros hombres a Los Cabos… Y es joven, guapa, inteligente y aparentemente rica, detalles que la “gran masa” suele convertir al instante, envidiosamente, en características imperdonables.
Cualquiera que haya visto un solo capítulo de La ley y el orden, Cold case o CSI sabría, al menos, las primeras medidas a tomar en una circunstancia como ésta; la procuraduría mexiquense por supuesto que no. El apartamento de los Gebara no fue asegurado, ni siquiera la habitación de la niña. Cuentan que los agentes deambulaban como Pedro por su casa e iban a hacer sus necesidades al baño que solía usar la menor. En la cama de Paulette pernoctaron los familiares y amigos que los acompañaron durante los días de búsqueda; allí mismo, sobre aquel colchón, ofrecía la madre las entrevistas. Resultado más que obvio: todas las posibles huellas y evidencias quedaron borradas.
Casi una semana después, por incurrir en inconsistencias y divergencias en sus declaraciones, fueron arraigados los padres y las muchachas del servicio. A la madre se le inició expediente como indiciada. Curiosamente, la madrugada siguiente apareció el cadáver de Paulette. ¿Dónde? A los pies de su propia cama, entre el colchón y la baranda, debajo de las cobijas. Vestida con la piyama azul que todos vimos sobre la cama en miles de tomas previas. Y entonces el procurador de justicia mexiquense Alberto Bazbaz, a quien ironizando en torno a su apellido y su eficacia investigativa medio México ha apodado El Babas, pero que en ese momento aún se relamía los bigotes seguro de que había encontrado la catapulta hacia la Procuraduría General de la República en el próximo sexenio, se presentó en los noticieros matutinos para afirmar que se trataba sin duda alguna de un asesinato y que llegarían hasta las últimas consecuencias.
Pero en los días siguientes se empezó a rumorear que Mauricio Gebara era gran amigo del procurador, compañero de escuela. En la autopsia milagrosamente no encontraron rastro de violencia ni huellas en la casa, ni porque trajeron peritos del FBI. Todos los detenidos fueron liberados por falta de pruebas: no servían los monitores de vigilancia del edificio, nadie vio entrar ni salir a nadie, nunca apareció el amante de Lisette. El tema empezó a perder actualidad ante tanta matanza cotidiana más espeluznante. En fin, que Paulette ―nunca más ad hoc― pasó a mejor vida. Cual reza el mexicanísimo refrán: “El muerto al hoyo y el vivo al gozo” que, dicho sea de paso, en Cuba tiene un final más consonante, cual corresponde a nuestra vernácula desfachatez.
El viernes pasado, finalmente, El Babas Bazbaz dio sus conclusiones: anunció que la muerte de la niña fue accidental. O sea que ella sola, con todo y su discapacidad, rodó sobre el colchón, se metió en el hoyo y se apretó la nariz. Y allí se quedó quietecita durante diez días mientras entrevistaban a su madre, los amigos pernoctaban y las sirvientas arreglaban la cama cada mañana. Nada más le faltó decir que fue suicidio premeditado porque Paulette tenía motivos suficientes para suponer que sería mejor morirse ahora y evitar todas las que le esperaban con el par de padres que le tocaron.
Precisamente en un capítulo de La ley y el orden escuché que en la generación de niños que vio caer las Torres Gemelas en Nueva York se ha desarrollado un síndrome de indiferencia hacia el horror. Algo similar ocurre en sociedades como la mexicana —¿acaso todas?—, donde el morbo que sigue debe ser superior al anterior y cada vez más efímero porque, como dice la gente del espectáculo —fase nefasta—: el show debe de continuar. La Mataviejitas y El Caníbal son personajes de fábula infantil; los asaltos a transeúntes y los secuestros exprés, boberías del pasado. Ahora preferimos ver niños balaceados —con la foto del hueco de la bala en la espalda—, decapitados, destazados, entambados, encobijados, licuados en ácido… En ese contexto, el de Paulette fue un caso light. Supuestamente no había ni un golpe ni una vejación en su cuerpecito. Ni veneno en su estómago, más que el de una hamburguesa de McDonald’s. Ni siquiera se descompuso demasiado ni apestó. La impresión que pueda habernos dejado se supera con facilidad.
¿Quién la mató? Tal vez nunca lo sabremos. Como no supimos dónde quedaron los cuerpos de Muñoz Rocha o Hugo Alberto Wallace; quién acribilló a Paco Stanley a la salida de El Charco de las Ranas; quiénes asesinaron al niño Fernando Martí o a la hija de Nelson Vargas; quién le metió el plomazo al delantero del América Salvador Cabañas en el Bar Bar o adónde fue a parar el Chapo Guzmán después de escaparse de la cárcel a la vista de todos, enredado entre la ropa de la lavandería como en las películas. Y ni qué decir de los miles y miles y miles de anónimos asesinados por el crimen organizado: narcotráfico, secuestro, contrabando y sus demás variantes. Ahora mismo nos entretenemos imaginando, con afiebrado goce, adónde tendrán escondido al diputado panista Diego Fernández de Cevallos, cómo le arrancaron el chip antisecuestro con las famosos tijeras, qué otras torturas pormenorizadas y espantosas le estarán propinando, en qué vado se encontrará su cuerpo acribillado y hecho trozos con la barba guardada en una bolsita de súper. Pero eso también lo olvidaremos en cuanto nos mareen con un crimen peor. Y otro y otro y otro más.
¿Quién mató a Paulette Gebara?... Da igual, parecemos decir todos, inmersos en la indiferencia hacia lo pasado de moda y la excitación por lo terrorífico que vendrá. Pero después de muerta la niña, volvieron a matarla los ineptos peritos, investigadores y funcionarios de la procuraduría mexiquense y los medios de comunicación que decidieron que ésa ya era noticia vieja. Porque esos detectives que aun cerrado el caso siguen investigando, esos periodistas que no aceptan la “versión oficial”, sólo aparecen en las películas y en las series de TV, y obviamente no son mexicanos. Y la matamos cada uno de nosotros los conformes, los acostumbrados a que es normal que nada se resuelva porque así es aquí. O sea: ¡Fuenteovejuna, señor!
Posdata:
Al filo de las dos de la tarde de este martes 25, el procurador Alberto Bazbaz ha presentado su renuncia... Más que pertinente, entonces, mi pregunta: ¿Quién mató a Paulette Gebara? ¿O acaso pretenden que con la expiación de Bazbaz el caso queda resuelto y todo mundo tranquilo?

martes, 18 de mayo de 2010

Es por culpa de una hembra




Lo hermoso es sólo el comienzo de lo terrible.
Rainer Maria Rilke


Escuché por primera vez a Mecano allá por el año 93, recién llegada a México. José Miguel llevó unos casetes del grupo español a la oficinita de la calle de Medellín que era la sede de la naciente Asociación de Intercambio Cultural “José María Heredia”. En las tardes, cuando todos se iban y no quería regresar a encerrarme en el cuarto de azotea en el que vivía, me quedaba desentrañando los misterios de la computadora, artefacto totalmente nuevo para mí, y fascinada con las letras de José María Cano. No así con las de su hermano Nacho, que siempre me han parecido tan simplonas e insulsas…
“Me cuesta tanto olvidarte” discutía el puesto de favorita con “No es serio este cementerio” y "El blues del esclavo". Después se ubicaban “Quédate en Madrid”, “Cruz de navajas” y “No hay marcha en Nueva York” y, al final, “Hijo de la Luna” y “Una rosa es una rosa”. “Aire” estaba incompleta porque no alcanzó la cinta —como solía pasar entonces— y cuando se cortaba, quedaba suspendido, precisamente en el aire, ese no sé qué del tipo/a volando ventana abajo. Y uso los dos géneros porque esa androginia de Ana Torroja, que iba más allá de su modo de vestir o de peinarse y llegaba hasta cantar las canciones en masculino, era una de las notas originales del trío.
Una de aquellas tardes compré un TDK de 60 minutos en los puestos de afuera de la estación Chilpancingo y al día siguiente grabé sólo las que me gustaban, para evitarme la molestia de tener que pasar manualmente —como era entonces— “Maquillaje”, “Las curvas de esa chica”, “Hoy no me puedo levantar” y todas esas boberías discotequeras del Nacho, que parecía más maricón que Juan Gabriel y, parafraseándolo, ay qué pesado qué pesado, pero bueno, este comentario no viene al caso…
Recordé todo esto porque el taxista que me trasladaba del metro a la oficina venía oyendo “Hijo de la Luna”. Volví a escuchar con detalle cómo el gitano mata a su mujer cuando sospecha que el hijo que han tenido —“blanco como el lomo de un armiño, con los ojos grises en vez de aceituna”— no es suyo, sino de un payo; cómo se lleva al niño al monte y allí lo deja, y cómo la Luna, que ya había hecho un pacto medio macabro con la gitana, se queda tranquilamente con el muchachito albino, sin trámite alguno de adopción, como si nada más hubiera pasado.
Pensé en el artículo de la semana pasada en este Parque del Ajedrez, una de las piezas más terribles que haya escrito desde “Un puñado de cenizas”. Cómo, sin embargo, casi todos los comentarios recibidos aludían a su belleza. ¿Qué es lo bello y qué, lo terrible?, me pregunté y les pregunté a mis amigos en esa plataforma virtual que se llama Facebook, adonde a ratos me siento más acompañada y viva que en la propia realidad. Alguien dijo que la canción era tan hermosa que no prestaba atención a la letra; otros preguntaron por qué me parecía terrible. Varios coincidimos en ese entretejido de dominios que puede hacer de belleza y horror la misma cosa o, al menos, una muy cercana, complementaria incluso, al decir del poeta Rilke.
Lo más interesante, sin embargo, fue comprobar cómo han cambiado los tiempos desde aquellos primeros noventa. Ahora podemos afirmar que “Hijo de la Luna” es la historia de un feminicidio por celos y odio de raza, como apuntó Ana Paulina, y hasta de un infanticidio o, cuando menos, abandono de menor. Así, si repasamos el resto de las letras de Mecano… ¡ay mamá, cuántas cositas feas se encuentra uno! A la luz de nuestros días, claro está, que en aquella época de la movida y el posfranquismo Mecano fue de lo más cool, como se diría ahora. Matizado con ese humor rudo y sarcástico de los españoles, que en sus canciones era un acierto, hay todo un catálogo de machismo y misoginia.
Pero seamos justos, ésa es la característica más rampante de toda la canción popular —desde la llamada música clásica hasta el reggaeton, no sólo del bolero y la balada—, donde el hombre es casi siempre el protagonista —aunque parezca lo contrario— y las mujeres son unas reinitas ingratas que no los valoran, unas malditas desgraciadas que los han engañado o unas tontas que no los merecen. Tras el supuesto “culto a las damas” se ocultan muchas manifestaciones de desprecio y menosprecio, disfrazadas a veces de sublimidad, galantería y devoción.
La mayor parte del tiempo pasamos por alto esos matices porque no nos enseñan a razonar, sino sólo a escuchar en un primer nivel de percepción. Por eso el arte suele servir de poco; tal vez sólo de cierto placer estético o autocomplacencia narcisista de autor y receptores, incluso como eslabones independientes. Hasta lo más evidente puede ser refutado —alegando usos y costumbres, como las demandas sindicalistas— porque, además, así es la vida desde hace milenios, desde que el mundo es mundo patriarcal: el hombre distribuye premios y castigos según su masculina visión y las mujeres jugueteamos con esas nociones como algo (casi) incuestionable, ya dado, “natural” e inamovible.
Es el leguaje del amor, se diría. A veces ridículo y dulzón, plagado de requiebros, chantaje emocional y reclamos plañideros, pero también lleno de ese afán por contender y agredir, como si toda relación humana —incluso y sobre todo la pasión — fuera una lidia, una batalla en la que uno de los rivales tuviera que ganar o, lo que es peor, hacer perder al otro; visión guerrera a la que nos acostumbramos hombres y mujeres, fuente de tanto sufrimiento y gasto inútil de energía.
“Es por culpa de una hembra que me estoy volviendo loco, no puedo vivir sin ella pero con ella tampoco”, cantaba entre macha y hembrísima la Torroja allá en los finales de los ochenta. Y la culpa, siempre la culpa…


martes, 11 de mayo de 2010

Soñar despierta




Abro los ojos y tengo en la mano una cápsula dorada, un poco más larga que una pastilla. La observo detenidamente mientras pienso en la vida. El sol que entra por la ventana la hace brillar; el reflejo traza figuras de luz en la pared, sobre los muebles. Es un explosivo muy potente, concentrado. Voy a tomármela tragando en seco. Cuando llegue al estómago y los ácidos corroan su envoltura, estallará.
Abro los ojos y voy subiendo una pendiente, una calle sin asfalto. Me fijo adonde pongo el pie, trato de no pisar en falso. Hay una casa blanca, con ventanas de vidrio y una mujer me mira por entre las persianas. Su mirada es un látigo. Fallo el siguiente paso, me resbalo, una piedra me rasga el pantalón y la rodilla. La sangre se coagula al instante en que sale, prefigura lo que será la costra, la postilla. El dolor ensordece. Sé que cuando vuelva la cabeza ya no estará su rostro detrás de la cortina.
Abro los ojos y sobre una mesa de quirófano hay un cuerpo. Del techo pende una estructura cuadricular hecha de cuchillas afiladas, parecida a aquel artefacto que metíamos en las cubetas para hacer hielo en cuadritos o a las navajas de la primera escena de The Cube. Todo está en silencio, en calma, a la espera. No se conoce la hora exacta pero en cualquier momento caerán.
Abro los ojos y el tren anaranjado entra a toda velocidad a la estación. Una mujer madura, de apariencia extranjera, está parada al borde del andén. El viento la despeina cuando el convoy le pasa por delante, casi rozándola. Se abren las puertas y ella da un paso atrás. Los que bajan la empujan; la empujan los que suben. Parece un monigote.
Abro los ojos y es de noche. Entre las sombras veo un escapulario de Teresa de Ávila, su corazón en llamas. Un puñal cobra altura, el brazo a todo lo largo. Antes del golpe, el alma escapa en un suspiro y observa desde afuera. “Lástima de máquina perfecta”, parece decir su voz imperceptible. Es ella quien hunde en la nuca el tiro de gracia. “¿Será que al fin conocerá la paz?”
Abro los ojos y hay una casa frente al mar. Pocas habitaciones, unas cinco quizás. El techo de palma, las paredes ligeras y en cada una de ellas, un mural. Desde la terraza se observan el amanecer, el mediodía, los ocasos. Me siento junto al tronco caído, echo puñados de arena a los cangrejos que asoman por la boca de sus cuevas laberínticas. La tarde cae. El mar rompe con fuerza, las gotas se hacen sal sobre la piel. Una canción muy vieja se escucha en lontananza. ¿Habrá allá, detrás del horizonte, algún camino?
Abro los ojos y la goma de un lápiz va borrando el nombre que escribí, letra por letra: la o, la ese, la ene van dejando un rastro sucio, rasposo, en el papel. Vuelvo a abrirlos y no veo más que arena. Una arena brillante que deslumbra; millones de granitos iridiscentes. Tal vez, más que silicio, sea mar, la lumbre de las olas, los fuegos de Tritón. Tal vez una galaxia, el universo. Tal vez un puñal, las vías del tren, el odio de unos ojos, una píldora que estalla en mil colores.

martes, 4 de mayo de 2010

Si Cuba se hundiera en el mar





¿Qué pasaría si una de estas tibias mañanas primaverales sintonizara el telediario en lo que cuela la cafetera su tintura y escuchara, no la tantos años esperada, sino esta insólita noticia: “Se hundió en el mar la isla de Cuba”? ¿Qué haría después de caer, desencajada, incrédula, en el sillón de enfrente de la tele? ¿Cambiaría a CNN?, ¿correría al teléfono a marcar el 00 53 7?, ¿me conectaría a internet para tratar confirmarlo?, ¿llamaría a Orlando y a Minerva, a Efraín, a Marlenys, a Mabel?, ¿lo pondría en el Facebook?...
Retomé esa vieja “fantasía” a fines de la semana pasada, cuando Carlos Pascual, el excelentísimo embajador gringo en México, dijo en un foro que “el cambio climático se va a encargar de resolver el problema que Estados Unidos tiene con Cuba, porque en 50 años la isla va a desaparecer bajo el mar”. Agregó que cambiarán los mapas, especialmente de las zonas costeras, por lo que también desaparecerá, por ejemplo, la península de la Florida.
Bien dicen que Natura es sabia: nunca pensé que ese asunto se resolviera de tan perfecta y contundente manera. Ni una orilla ni la otra, ni pa’ ti ni pa’ mí. En dos segundos el señor Pascual vaticinó la solución del “problema cubano”. Ni comuñangas ni gusanos: todos de cabeza para el mismo foso, un acuático círculo infernal en el que tendrán que convivir por toda la eternidad lanzándose consignas e improperios.
Las islas son pedazos de corcho, buques sin ancla. Sólo las une al fondo marino un cordoncito imantado, del ancho de un hilo dental, del que posiblemente puedan zafarse un día y salir a navegar. O voltearse, como rimbaudiano barco ebrio entre las olas. ¿Qué pasaría, entonces, si a consecuencia de la nostradamusiana predicción del señor Pascual, del deshielo de los polos, del aumento del nivel de los océanos, de una serie de maremotos y tsunamis o del peso de la infamia, la isla de Cuba se hundiera en las verdosas aguas del mar Caribe?
¿Qué es Cuba?, me pregunto. ¿Acaso el amor ridículo a la tierra y a la hierba que pisan nuestras plantas, como dijera Martí? ¿Acaso, como cantara Heredia, las palmas, oh, las palmas deliciosas? ¿La bandera de Byrne deshecha en menudos pedazos o una luna tan brillante como aquella que se filtra en la dulzura de la caña? ¿Qué es Cuba: sólo el paisaje, las calles que pisamos, la línea del mar, los edificios que se desploman de abandono?
¿Qué sería de la vida de los sobrevivientes sin esa contraparte? Sin el Hijo de Puta, sin el amigo del alma, sin el pariente chantajista y pedigüeño. Sin nadie a quien recriminar o a quien proteger de las verdades, a quien no mandarle el mensaje o la noticia que “pueda comprometerlo”… ¿Podríamos entonces encontrar nuestro camino, aquel que supuestamente salimos a buscar cuando abandonamos el país? ¿Podríamos librarnos de la culpa de habernos “salvado” por segunda vez?
Si un día oyéramos esa noticia, ¿podríamos ser otra cosa que cubanos? Por ejemplo, gente normal, independiente, que tuviera existencia propia, intereses personales, aspiraciones, sin que pesara de manera tan monstruosa la “traición” a la tierra, sin que dejar la tierra fuera una traición y un anatema. Si supiéramos que no hay ningún lugar al que regresar, ¿entenderíamos, entonces, que la vida es hacia delante, daríamos el siguiente paso?
Recuerdo ahora a quienes me han echado en cara cuánto canso con mi manojo de historias del pasado, cuán absurdas y sin sentido se tornan mis reflexiones acerca de ese presente cubano que no me pertenece, al que no pertenezco, en el que no estoy inserta y que, posiblemente, no alcance a comprender aunque haya vivido allí alguna vez. Recuerdo el comentario reciente de alguien de la isla a quien, cuando le dije que allá la cosa está en candela, respondió: “¿Aquí?, ¿en candela?... No niña, quién te dijo eso, si acaban de dar pollo para menores de 14 años y picadillo ¡de res! al resto de la población…” Recuerdo el malecón desbordado de gente que bailaba con Calle 13 o celebraba apoteósicamente la victoria de Industriales en la serie nacional de béisbol mientras las turbas agredían a las Damas de Blanco en las calles de La Habana más profunda o los encarcelados morían en sus huelgas de hambre —más hambre que la cotidiana— sin que nadie escucharan sus demandas de ser reconocidos oficialmente como presos de conciencia. Recuerdo las sesiones de terapia en las que Celia me decía: “conserva tu centro” y yo hablaba de todo menos de mí. “El equilibrio en tu centro”, insistía ella, y yo me desesperaba sin encontrar un centro que me perteneciera, sin pertenecerme a mí misma.
¿Podríamos seguir adelante sin la esperanza de un tiempo mejor para los nuestros, de una supuesta democracia, de que algún día pudieran vivir como nosotros, sin muchos lujos pero comprando lo elemental en un supermercado donde alcanzara su salario, en vez de esperar y conformarse con lo que “llegue a la bodega”; sin tener que mendigar los tres dólares, los tres trapos y las medicinas que les mandamos “los de afuera”; leyendo u oyendo lo que quisieran y no lo permitido por un gobierno que permite poco o lo obtenido clandestinamente… en dos palabras: siendo personas, ciudadanos de primera?
¿Y si no se hundiera, si simplemente nos dijeran —como acaba de contarme un amigo recién llegado de la isla— que allá no están tan mal, que los sitios donde venden en CUC están llenos de cubanos tomando cerveza, que hay un metrobús con guaguas nuevas, grandes y cómodas, que los centros comerciales no tienen nada que envidiarle a los de acá, que ellos se han acomodado muy bien a robarle al Estado y sobrevivir con sus trampas y triquiñuelas?... Si nos dijeran eso, ¿podríamos acaso seguir adelante o el castigo, el autocastigo y la culpa no terminarán jamás?
Ya sé que peco de inocencia pero si, haciendo un ejercicio de ilusión —ilusionista tal vez—, algunos de nuestros compatriotas fueran honestos y nos dijeran, no en plan de batalla de ideas sino sentados tranquilamente en el patio familiar, que la isla se parece cada vez más a cualquier otro país, con sus miserias y sus riquezas; que ellos están tan bien o tan mal como nosotros en nuestros respectivos lugares y con nuestros respectivos gobernantes; que dejemos de subestimarlos y compadecerlos, de juzgarlos o de justificarlos, que los dejemos ser. Que entendamos de una vez que son felices allí y así, que ésa es la vida que desean y que no quieren ningún cambio; que si algún día estuvieran inconformes, lo resolverían ellos… ¿qué haríamos, entonces, “los de fuera”?
Si, ya sé que hace tiempo, asfixiada por la desesperanza y la impotencia que ese tema nos siembra, prometí no volver a hablar de Cuba. Pero los dolores tan viejos y tan hondos no pueden echarse en una bolsita y tirarlos al mar cual botella que se trague una ballena o mensaje que se pierda para siempre.

martes, 27 de abril de 2010

Vago y divago





Si algo verdaderamente bueno han tenido los días recientes, es el desentrañamiento de un misterio ancestral: ahora ya sabemos por qué el pollo cruzó la carretera. Fue por una disfunción hormonal. Eso acaba de ser revelado por el presidente boliviano Evo Morales, a quien le pegó tan fuerte lo del cambio climático que le dio por asegurar que los alimentos transgénicos y la sobrehormonación de las aves de corral destinadas al consumo humano son los responsables de la propensión hacia la homosexualidad y la calvicie.
En los hombres, claro está, que para este tipo de espécimen neosocialistoide las mujeres no existimos o importamos menos. “Si se les cae el pelo, que compren pelucas”, pensará seguramente mientras repite las lecciones que aprendió en algunas borracheras de coca con sus adorados maestros ―ya saben quiénes―, machines y peludos ellos, rebosantes de testosterona.
Tal vez esa descompensación que provoca en los caballeros, al textual decir de Evo, “desviaciones en su ser de hombres” fueron las que impulsaron hacia Los Pinos a Joaquín Sabina, ese recalcitrante misógino machito gachupín. Después de haber sido “regañado” y acusado de ingenuo en sendos comunicados públicos, absurdos y desproporcionados, del presidente Calderón y su secretario de Gobernación, por haber cuestionado la efectividad de las estrategias gubernamentales de combate al narcotráfico, en vez de “aplicarle el 33” ―que implica deportación inmediata―, la amenaza más común para cualquier extranjero que se atreva a abrir la boca en México, el cantautor español acabó compartiendo lujoso ambigú ―donde seguramente sirvieron pechugas hormonadas― que culminó con la interpretación de “La canción de los buenos borrachos” ―ninguna mejor― acompañado a coro por el jefe del Estado mexicano y su ministro del interior, dizque muy varoncitos ambos.
“Ya nadie vale un cacahuate”, iba yo reflexionando mientras observaba, desde el avión de hélice que me trasladaba a Aguascalientes, la mierda haciendo olitas en la laguna donde desembocan las aguas albañales del DF. A través de la ventanilla de esa navecita hembra, con la discreta coquetería de las pequeñas cosas ―ésas que, según Serrat, suelen ser trascendentes y darnos las casi imperceptibles satisfacciones del día a día―, reconocí las cúpulas del velódromo y de la TAPO y un cerro del Chiquihuite que apenas se adivinaba detrás de la nata amarillenta del esmog.
Ya en la hidrocálida región, cuando nos detuvimos frente a la fuente en forma de manzana para ver a la urraca tomar agua y mojarse las patas, Iván Trejo me dijo: “Esto es sin duda un buen augurio” y sentí crecer un alborozo en el centro del pecho. No se equivocó mi regio amigo: fueron excelentes las horas pasadas en Aguascalientes, a excepción de la primera noche, cuando una pesadilla me lanzaba al fondo de la siguiente por más que les gritaba a las ánimas en pena que debían poblar aquella habitación de hotel: “Ya déjenme dormir, cabronas, vengo sólo por dos días, no voy a quitarles su espacio, no se inquieten”…
Hay cosas de las que nos damos cuenta mucho después. Al terminar la lectura del jueves en el Centro de Investigación y Estudios Literarios de Aguascalientes (CIELA), donde tuve el honor de compartir mesa con Sofía Ramírez, Juan Carlos Quiroz y Juan Domingo Argüelles, una señora me insistió con énfasis: “Usted no es un fantasma”. Se refería a uno de los poemas que acababa de leer, aquel que dice:

Soy un fantasma.
Los que hablan de mí
no me conocen
los que extienden su mirada hacia mi orilla
saben
de antemano
que no me encontrarán.
Yo viví en una isla
respiré el salobre viento de las tardes
puse mis manos
sobre sus ojos
al dormir
besé su boca.
Yo viví en una isla que se hundió para siempre.
Desde entonces
en tierra firme
soy un fantasma.


Se le atribuye a Hemingway aquella recomendación tan socorrida entre escritores y aprendices de que tan importante es lo que escribimos como lo que borramos. Hace tiempo eliminé de ese poema el que era su penúltimo verso: “vago y divago” decía. Un juego de palabras nada agraciado para la poética; un par de verbos que frenaban el rítmico fluir. Cuando apreté la tecla de “Delete” entonces, me sentí satisfecha: por fin me complacía el resultado. Sin embargo el jueves, después del comentario de la señora, me quedé pensando: ¿habré querido borrar también de mi vida esa esencia de vagar y divagar que es, en dos palabras, lo que soy?
La avioncita del regreso tenía una hélice café y la otra negra. Despegó con la ligereza de una mujer menuda y nos regaló un viaje tan estable como el de ida. A punto de aterrizar, me impresionó, como cada vez, la imponencia de los volcanes presidiendo el valle: don Goyo echando su fumada matutina al pie de la Iztaccíhuatl y la ciudad, abajo, una maqueta insignificante, un caserío extenso y diminuto, como pueblo de hormiguitas.
Sí, ésta soy yo ―me dije atisbando hacia afuera―, y es la que quiero ser. No tengo que disculparme ni avergonzarme cuando los demás insisten en que viajo mucho. Sí, adoro moverme, prefiero los traslados a las estancias, me mata estar fija en un mismo sitio por más de un minuto y medio. Soy, como decía Serrat, paloma torcaz y quiero “entre el cielo y el mar vagabundear como un cometa de caña y de papel”. No importa si, remedando a Sabina, porque no quiero ser estatua de sal me llamen todos culo inquieto.
Por eso, nomás me bajé del avión y tomé camino hacia la Fiesta del Libro y la Rosa, feria que a la manera del Sant Jordi barcelonés organiza desde hace dos años la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Ana Franco, a nombre del Periódico de Poesía, nos invitó a un variado grupo de colegas a aventarnos unos cuantos versos en el vestíbulo de la sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario. Y allí estuvimos, poema en ristre, como San Jorge en el día de San Jorge ―que además se ha instituido como Día Mundial del Libro para recordar los natalicios de Shakespeare y Cervantes―, en esta lucha sin fin por tratar de cortarle al menos una de sus espantosas cabezas al dragón de la ignorancia, de la incultura, de la insensibilidad.

martes, 20 de abril de 2010

Persiguiendo un orgasmo desesperadamente




A Livier, por lo tantas veces comentado.
A Amélie y sus amigas, Nadir y Rodolfo, Montse y Reto
por la velada de anoche.



Anoche, en la sede de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) realizamos una tertulia para presentar la Antología mínima del orgasmo (Monterrey, Ediciones Intempestivas, 2009). Estuve gratamente acompañada por mis amigas y colegas Amélie Olaiz, Nadir Chacín y Montserrat Hawayek, compañeras en esta orgiástica aventura, y por un público participativo y retador. Tan intenso y animado estuvo el ambiente, que ni siquiera sentimos el temblorcillo de 5 grados Ritchter que sacudió el valle de México. Me atrevo a asegurar que todos salimos satisfechos, como después de un buen orgasmo.
Éste es el texto que compartí allí:


Cuando leí los resultados de la Primera Encuesta Nacional sobre Sexo que Consulta Mitofsky realizó en 2004, me quedé, como se diría en Cuba, patidifusa. Tan aterradores eran, que sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo desde el cóccix hasta la coronilla y viceversa. Sólo 2.6 % de las encuestadas relacionó la palabra sexo con satisfacción, y sólo 1.9 % con felicidad. Por aquella misma época, el Instituto Mexicano de Sexología dio a conocer que, según sus investigaciones, 80 % de las mujeres que viven en ámbitos rurales y 40 % de las asentadas en las ciudades padecen anorgasmia, o sea, nunca han tenido un orgasmo.
El orgasmo femenino no es cosa fácil, ya se sabe. Comparado con el masculino, tan expedito, inevitable y vistoso, el nuestro es algo así como desentrañar un tesoro. Llegar a él demora; requiere paciencia, tanteo, insistencia inteligente. Pero cómo un instituto especializado en sexualidad —me pregunté entonces, incrédula; me lo sigo preguntando ahora— afirma esa barbaridad atroz en vez de indagar, por ejemplo, en la capacidad amatoria de las parejas de esas pobres mujeres y en sus propias costumbres de represión y desconocimiento, insuficiente o nula educación sexual.
No hace mucho escuché a una amiga afirmar, con una contundencia que rayaba en la indignación, que el orgasmo está sobrevalorado. Al instante concluí, apenada por ella: ¡otra que no se viene! Porque cuando uno no conoce el orgasmo, puede vivir eternamente despreocupada entre las brumas de su ignorancia; pero quien lo ha sentido al menos una vez en la vida, sólo podrá otorgarle su justísima dimensión. Ni más ni menos. ¿No es acaso una especie de Big Bang dentro del vientre? ¿No es la concentración de toda la energía en un punto que de pronto estalla? ¿Quién podría renunciar a esa impronta creacionista, a ese universo que se contrae y se expande en el regazo?
Confieso que soy una golosa de los orgasmos. Tal vez debido a mis costumbres sexuales, a mi elección de preferencias, a mi temperamento caribeño, el orgasmo ha sido siempre el punto culminante de toda cópula. Hacia allí se encaminan, literalmente, todos los esfuerzos. Es su objetivo, su meta, su razón de ser. Entiendo, admiro y respeto a quienes encuentran o fijan en el apareamiento un fin ulterior más elevado y pretensioso, más universalmente conservacionista y regenerador, pero aun en ese caso, creo que siempre será mejor lograrlo del modo más placentero.
Una cosa sí hay que aceptar: el orgasmo no nace; se hace. Hay que lucharlo pues, ponerse durita, que es —observen ustedes qué paradoja— todo lo contrario al masculino proverbio de “flojita y cooperando”. Porque la famosa cosquillita con la que suele confundírsele y referírsele es sólo el preludio del estallido que vendrá. Y es —no lo olviden, no se dejen engañar— una respuesta fisiológica absolutamente democrática: no está vedada a nadie. Porque como escuché alguna vez: no hay mujeres frígidas, sino mal manipuladas. Y añadiría yo: seguramente poco ilustradas en la propia anatomía y sus placeres.
En la vida, como en la literatura, para alcanzar sueños hay que trazarse objetivos claros, bien definidos. Y si en la primera me esfuerzo por cumplir a cabalidad mi intención de “llegar hasta el final” con todo el gozo posible, así lo hago también en la segunda. Sería imperdonable condenarnos a la anorgasmia de que hablaba el Instituto Mexicano de Sexología. Por eso ha sido una fiesta participar en esta Antología mínima del orgasmo —que no del orgasmo mínimo… ¡gracias a Dios… y a la destreza adquirida!—, compilación de textos que Livier Fernández Topete y Héctor Alvarado reunieron el año pasado para las Ediciones Intempestivas de Monterrey y que ya ha tenido presentaciones en las principales plazas —literarias— de la República mexicana.
Lo celebro hoy, una vez más, al lado de las 51 multiorgásmicas amigas con las que comparto estas páginas que son una orgía policultural y multilingüística. Lo celebro como a cada uno de los orgasmos: propios y ajenos, solitarios o solidarios, sincrónicos o alternos, onanísticos y orgiásticos, extrovertidos o modosos, generosos o caprichosos, monogámicos y políglotas. Los del libro y los de la vida real; los pasados y los futuros. Porque como dijo uno de los asistentes a la tertulia en la Sogem, no existe el orgasmo, sino orgasmos; disímiles, variados, cada uno con personalidad propia. Recuerdo en este momento una frase reciente de mi amiga Ana Gloria: “Lo único malo que tiene el orgasmo es que dura muy poquito”. ¡Precisamente por eso hay que venirse mucho!
“No te hagas más pajas mentales”, dirían en Cuba si me ven tan elocuente en la teoría y sin visos de praxis inmediata y concreta, como quien se ilusiona con un imposible. Pero a estas alturas sé que las “pajas”, incluso las mentales, habrán de conducirme, sin lugar a dudas, al fin deseado: el divinísimo orgasmo, es decir, cuando menos una catarata de ideas, un surtidor de esperanzas que, más tarde o más temprano, hagan de lo imposible, realidad.

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Y éstos son mis poemas incluidos en la Antología mínima del orgasmo:


TATUAJES

La punta de la lengua dibuja el redondel
una esfera de fuego
un tatuaje liminar sobre tu vientre.
La punta marca el triángulo
el círculo primario
la ranura de luz donde luego se hunde
el cántaro de lava
la eclosión.


MEDIODÍA

A mediodía
una lluvia de flores tapiza el aguacero
y adentro el aire se hace más liviano.
Sobre tu piel mi piel
en mi boca el elíxir
estela de humo limpio
advenimiento.


miércoles, 7 de abril de 2010

Íntima sexualidad




La semana pasada, a raíz de la declaración pública de la homosexualidad del cantante puertorriqueño Ricky Martin y de mi artículo en este blog al respecto, varios amigos se mostraron incómodos: me insistieron en que la sexualidad es un asunto íntimo y que no hay razón alguna para sacarlo del confinamiento a los aposentos particulares donde ha estado resguardado, dicen, por los siglos de los siglos. Pero eso no es exactamente cierto: si bien el apareamiento humano —que es sólo una de sus manifestaciones— suele consumarse en la paz de las habitaciones, la sexualidad es y ha sido siempre un asunto público.
Cuando Ricky Martin o yo decimos que somos homosexuales, estamos haciendo más o menos lo mismo —aunque en sentido contrario, afirmativo en este caso— que cuando, ante las presiones o dudas sociales, tantos varones insisten, enfurecidos, en que “no soy puto, güey” o tantas muchachas abren los ojos y mueven la cabeza diciendo “te juro que no me gustan las mujeres”. O sea, definiendo nuestra identidad sexual que es —tanto para homos como para heteros— una de las características fundamentales de la personalidad.
Cuál es la fobia a las etiquetas —si de homosexuales se trata; que en cualquier otro caso (profesión, grado académico, oficio, nacionalidad o procedencia, etc.) hay muy pocas reticencias—; cuál, si desde el segundo mismo en que nacemos se nos clasifica como hembra o macho —una etiqueta a veces tan infuncional y equívoca— atendiendo precisamente a nuestros órganos sexuales. Y esa calificación nos es solicitada, aunque pueda apreciarse a simple vista, en todos los formularios que llenamos durante el transcurso de la vida, desde el acta de nacimiento hasta la de defunción.
Para los heterosexuales la sexualidad es también un asunto público. Ellos salen de la mano a la calle, caminan abrazados de sus parejas, se besan —en la boca— delante de todos, bailan eróticamente y se aprietan en lo oscurito e, incluso, en lo más iluminado. En franca exhibición de su preferencia, presentan a sus parejas a la familia y los amigos, y realizan esos grandes festejos publicitarios que son las bodas para celebrar el contrato de cópula reproductiva según el cual unirán semilla y vientre —alegorías metafóricas de los órganos sexuales— para formar una familia. Y luego enseñan, orgullosos, sus embarazos y a sus proles, frutos inequívocos de la consumación del apareamiento sexual.
¿No son, acaso, todos esos rituales expuestos a los cuatro vientos una declaración pública? No hay que ponerse un letrero en la frente ni enarbolar una bandera que diga “soy heterosexual” porque lo muestran y lo demuestran, con pavorreálica ostentación, en cada uno de sus actos relacionados con el amor y la pareja. Y también en los relacionados con el ejercicio del poder a todos los niveles.
Que la sexualidad —sea la que fuere— se confine al ámbito de lo íntimo —o lo vergonzoso— es dejar a los abusadores en un coto de impunidad. Ahora nos sorprende y nos indigna la cantidad de curas acusados de pederastia cuando hemos callado —y enseñado a callar y exigido ese silencio— por décadas, por siglos, ante los pederastas de cualquier profesión y grado de familiaridad que pululan en nuestras sociedades y para los que nos hemos hecho de la vista gorda por vergüenza a confesarnos sus víctimas. Porque cuántas niñas —y niños— no fuimos manoseados o tuvimos que observar y tocar los genitales que nos mostraban los mayores, muchas veces miembros de nuestras propias familias, escuelas o círculos de amistades. Cuántas y cuántos no seguimos aguantando que los abusadores nos falten el respeto en el transporte público o cualquier lugar donde se sientan cómodos y protegidos sabiendo que nos avergonzaría hacer un escándalo relacionado con ese tipo de sucesos. A cuántas y cuántos no tratan de chantajearnos y engañarnos a cambio de favores sexuales, y cuántos y cuántas no utilizan esa vía para “ascender” y mejorar…
En las sociedades donde los “diferentes”, los menores o los más “débiles” sigan siendo objeto recurrente de abuso o escarnio, la sexualidad no es —ni puede ser— un acto circunscrito a la esfera de lo íntimo. De que lo sexual salga definitivamente a la luz, dependerá que ya no haya que callarse las ofensas, las agresiones, la discriminación y las calumnias; que no queden tranquilamente impunes los abusadores.
“Ojalá llegue el día en que no sea necesario que un artista tenga que confesar que es homosexual” me han repetido casi textualmente, como frase hecha, varios amigos, incluidos algunos homosexuales, como si hacerlo fuera una impropiedad y una vergüenza que debiera seguir oculta. Yo digo: ojalá algún día no sea necesario que un artista “confiese” su homosexualidad sino que todos y todas podamos decirlo como los heterosexuales, sin miedo, sin pena, como quien dice soy doctor o equilibrista.

martes, 30 de marzo de 2010

Livin' la vida, Ricky




En la tarde de ayer no hubo noticia más importante y más leída en los despachos informativos del mundo entero que la aceptación de su homosexualidad por parte de Ricky Martin. “Hoy ACEPTO MI HOMOSEXUALIDAD como un regalo que me da la vida. ¡Me siento bendecido de ser quien soy!” afirmó el puertorriqueño en un documento publicado en Ricky Martin Music, su página oficial en internet, y el planeta se volvió, al instante, un hervidero.
No hubo quien no opinara; hasta los que aseguran que no les importa o que quién no sabía que Ricky era gay. Uno de mis amigos gritaba en el Facebook: “Siempre se los dije y ojo de loca… no se equivoca”. Yo recordé el cuento de la pareja gay que cohabitaba en un solar ―vecindad, cuartería― habanero. Como no querían que en el barrio se supiera de su preferencia, salían y regresaban separados, llevaban amigas para aparentar que eran sus novias, hasta se rascaban la entrepierna y sopesaban lo que allí cuelga, como buenos machos. Pero un día, cuando ellos estaban en el trabajo, cogió candela su vivienda y todos los vecinos, enteradísimos, gritaban: “¡Fuego, bomberos, se quema el cuarto de los maricones!”…
La homosexualidad de Ricky se sabía, desde Menudo, hasta el universo y más allá. Reforzado desde el momento en que decidió ―sin importarle un cacahuate lo que pensaran los demás― tener a sus hijos sin mujer, usando un vientre alquilado, sin boda de mentirita ni simulación alguna. Él, padre y madre. Porque cobarde no ha sido. Esto agregó en la carta de ayer explicando su “tardanza”: “Mucha gente me dijo que no era importante hacerlo, que no valía la pena, que todo lo que trabajé y todo lo que había logrado se colapsaría. Que muchos en este mundo no estarían preparados para aceptar mi verdad, mi naturaleza. Y como estos consejos venían de personas que amo con locura, decidí seguir adelante con mi ‘casi verdad’. MUY MAL. Dejarme seducir por el miedo fue un verdadero sabotaje a mi vida. Hoy me responsabilizo por completo de todas mis decisiones, y de todas mis acciones”.
Y quién puede juzgar esa “demora” ―él dice: “Hoy es mi día, éste es mi tiempo, mi momento”― y querer crucificarlo en Semana Santa cuando, en el medio del espectáculo ―o en la política, o en el deporte―, pocos son quienes se atreven a confesarlo públicamente. Más bien él es de los primeros. La mayor parte se casa y tiene hijos con tal de “taparle el ojo al macho”. Dígame usted quién, en su sano juicio y buena visión, puede creer que Raphael o Camilo Sesto son machos varones masculinos o que Ana Gabriela Guevara o Soraya Jiménez, la levantadora de pesas, son damiselas por mucha falda que les pongan o novios que les inventen. Quién que viera a las locas de Locomía con sayón y abanico podía pensar que eran otra cosa que lo que su nombre indicaba con toda elocuencia…
El asunto no es que todos supiéramos “lo de Ricky” ―también lo sabemos de Juan Gabriel, Bosé, Daniela Romo, Ana Gabriel, Rosana, Pepillo Origel, Monserrat Oliver o Yolanda Andrade… y se rumorea de tantos otros que la lista sería interminable―, sino que para una figura de su dimensión ―no es sólo un cantante pop, sino también filántropo, embajador de las Naciones Unidas para las mejores causas, presidente de fundaciones de ayuda a los desposeídos de este planeta y, además, buena persona y sangre liviana―, lo importante no es que lo supiéramos sino que asumirlo públicamente representa una acción de responsabilidad y compromiso sociosexual. Porque, ¿cuántos jovencitos/as no son todavía discriminados en cualquier país de este mundo por sus preferencias sexuales?, ¿cuántos hombres y mujeres no siguen siendo agredidos, asesinados incluso, por ser homosexuales?, ¿cuántos caminos no nos han cerrado por esa causa?...
Dice Ricky en su declaración de ayer: “…ahora que soy padre de 2 criaturas que son seres de luz. Tengo que estar a su altura. Seguir viviendo como lo hice hasta hoy, sería opacar indirectamente ese brillo puro con el cual mis hijos han nacido”. Y me parece encomiable esta afirmación, porque ¿cuántas veces no hemos sido despreciados y humillados incluso por nuestras propias familias, o se nos ha desposeído y marginado por no ser como ellos hubieran querido?, ¿cuántos no siguen gritando que no tenemos derecho a casarnos y mucho menos a tener hijos y que mejor sería que nos muriéramos?, por citar dos de las más recientes declaraciones de personas públicas a raíz de la aprobación del matrimonio lésbico/gay en el Distrito Federal.
Que Ricky Martin confirme que es homosexual no es una obviedad de feria; es un escalón en la lucha por el derecho a ser como uno sea, sea quien sea. Porque decir “lo que se ve no se juzga”, como respondió Juan Gabriel a Fernando del Rincón en aquella famosa entrevista para Univisión, es evadir la respuesta. No abrir la puerta del clóset sino dejarla entornada, como se decía en Cuba. Y a veces las cosas necesitan ser dichas con todas sus letras.
En la vida de Ricky poco va a cambiar: no será ni más ni menos maricón de lo que ha sido hasta ahora, ni más ni menos acosado por la prensa y por sus fans, ni más ni menos famoso. Cambiará en la del muchacho o la muchacha que, al verlo, comprendan que ser homosexual no es una vergüenza ni una torcedura ni una enfermedad maligna que haya que ocultar y vivir a salto de mata como animal clandestino; en aquel que entienda que aunque es bueno que exista legislación que permita la adopción a personas del mismo sexo como a cualquier otra persona, no es imprescindible ley alguna ni permiso para que tengamos hijos porque nuestros órganos reproductores funcionan a la perfección: los gays tienen la semilla; las lesbianas, el vientre. Cambiará en la vida de aquellas familias que miran hacia los ídolos tratando de justificar o respaldar sus propios caminos.
Más allá del morbo de los medios y la maledicencia de la mayoría, ésta es una excelente noticia. Buena para Ricky, que ya podrá respirar tranquilo, porque cuando uno saca a la luz los secretos ―aunque fueran a voces―, dejan de molestarnos y nos permiten ser más felices; como él mismo dice en su carta: “la verdad sólo trae la calma”. Buena para los que estamos en el camino y muy buena para los que vendrán, que ojalá no tengan que pasar las cosas que nosotros, y sobre todo quienes nos antecedieron, pasamos. Buenísima, porque como dijera Benedetti ―¡que nadie sabe para quién escribe!―, cada vez queda más claro que “en la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”.

martes, 23 de marzo de 2010

Vueltas que da la vida

El domingo 21, leyendo en Zu Galería



Marzo ha sido un mes intenso. Un vuelo tras otro —no sólo geográficos—, me dan la sensación de que he pasado todo un año, una vida casi entera como Tarzán, saltando de liana en liana. Inició con los efluvios de la Feria del Libro de Minería, días especialmente hermosos en los que tantas amigas y amigos me acompañan en ese proyecto entrañable que es el ciclo de escritoras latinoamericanas. Semana y media después estaba frente Nueva York, entre un mundo de gente, junto a dos de mis hermanas más queridas: Marlenys Villamar y Mabel Cuesta.
Gracias al empeño de Nayar Rivera, el Instituto Cultural de México en Nueva York y la maestría de escritura creativa en español de New York University auspiciaron que varios autores del catálogo de Quimera Ediciones nos presentáramos en el King Juan Carlos I Center de NYU el jueves 11 y la noche siguiente, propiciado por mi viejo amigo Javier Molea, en McNally Jackson Books, esa lindísima librería de Soho, de ambiente familiar, cálido y acogedor.
Eso me dio la oportunidad de coincidir, además, con el gran festejo por las dos décadas de la antología Poetas cubanas en Nueva York. Allí —tanto en la compilación que publicó Felipe Lázaro hace veinte años en Betania como en la jornada del viernes 12 en Baruch College— se reunieron cinco voces fundamentales de la lírica cubana contemporánea: Magaly Alabau, Alina Galliano, Lourdes Gil, Maya Islas e Iraida Iturralde, poetas queridísimas y admiradas, junto a un nutrido grupo de estudiosas y amigos que disfrutamos de un día mágico donde todo fue perfecto.
Hay un sitio en Miami que desde hace meses es mi lugar favorito en esa ciudad: el patio de Manny López en Zu Galería. Allí me solté anteayer del siguiente bejuco volador para celebrar, en una maravillosa matiné dominical, rodeada de amigos y gente muy querida, el Día Mundial de la Poesía. Dediqué mis versos, mi lectura de esa tarde, a mi hermana Amanda Castro, poeta, hispanista y luchadora social hondureña quien, en las primeras horas del viernes 19 —viernes, bonito día para emprender un viaje— trascendió las limitaciones de su cuerpo físico y voló a esas otras regiones desde donde ahora nos observa sonriente.
Amanda es una persona especial en mi vida. Teníamos que conocernos; estaba marcado en el destino. Bastó que nos abrazáramos aquella tarde de octubre de 2005 para saber que éramos hermanas. “Vos sos bruja”, me decía a veces, mirándome muy fijamente, y cuando le respondía: “Más bruja serás tú”, ella soltaba esa carcajada quedita, como hacia adentro, que le permitía el poco aire de sus maltrechos pulmones.
A poca gente he visto vivir con tanta intensidad, compromiso y entrega: la fundación y mantenimiento de Ixbalam Editores para la enseñanza y promoción de la literatura de mujeres, las luchas por la equidad de género, los encuentros poéticos y feministas por toda Centroamérica, las jornadas de solidaridad con la huelga de hambre de los fiscales, la resistencia contra el golpe. Durante una de mis visitas nos llevó a una casa en un barrio humilde de Tegucigalpa donde quería instalar un centro al que pudieran acceder niñas, mujeres y jóvenes, para que la cultura los alejara de las pandillas, de la droga, de la violencia. Hablaba con tal seguridad, que sobre aquellas paredes y pisos desvencijados casi podíamos ver construidos sus sueños. Patty impartiría los cursos de artes plásticas; Florián, Melissa y ella los de literatura y algunos de género; Astrid los de danza; Karla los de música… Preparó largos y detallados documentos que presentaron a fundaciones y oficinas de cooperación internacional. Ésa fue, sin dudas, la semilla del Proyecto Siguapate, donde tantas mujeres y sus familias recibieron apoyo sicológico, económico y humano contra la violencia, la injusticia y las desigualdades.
El viernes, mientras buscábamos un lugar para cenar, la luna mayamita parecía una sonrisa; la sonrisa de Amanda. El sábado al mediodía, en el minuto exacto en el que entró la primavera, sentí que Amanda respiraba el mismo aire —por fin libremente— y se mojaba los pies en aquella heladísima agua. Caminé hasta el final de la playa y al llegar a la caleta, una muchacha le tomaba fotos a otra, echada sobre la arena, haciendo poses de modelo sexy; en mis ojos, lujuriosos, brillaba la mirada de Amanda.
“Tenés que ser feliz dondequiera que estés”, me dijo, entre otras miles de cosas, aquella tarde de mayo pasado, la última vez que nos vimos, mientras bebíamos un glorioso guífiti, ese licor de hierbas y aguardiente que pidió prestado a las entidades de su altar de chamana para convidarme. Sé que ella está feliz donde las alas de su alma la han llevado. Sé que desde allí nos mira, con esa picardía suya desbordándosele de los ojos, y levanta el pulgar como en la foto. Lo sé, lo siento, me lo dice ese hilo invisible que siempre nos unió, la serena paz de la llama que enciendo para ella.
Cuando dentro de unos días sus amigas más cercanas, diosas y brujas como somos las mujeres, depositen un mechón de sus cabellos en el Yax Ché, sendero de las mariposas de la zona arqueológica de Copán, estaré entre ellas en aquel paraje dedicado a las guerreras aunque sea a esta distancia. Porque, dinos Amanda, ¿existen acaso la distancia, la cercanía, el ayer y el mañana o sólo son estratagemas, simples argucias en estas vueltas que da la vida?

Amanda Castro leyendo su poema "Homenaje ántemo"

(realización: Cattrachas, Honduras, 2010)