martes, 12 de abril de 2011

Temblor de Tierra




Para mi querida Maya, en su cumpleaños



El jueves, día de Júpiter, el dueño de los cielos y el Olimpo, estaba muy sentadita leyendo el más reciente poemario de Minerva Salado, Ciudad oculta —que es excelente y pronto tendré el gusto de reseñarlo—, cuando de pronto me sentí mareada. “Mmm, no estoy nada bien, aunque el doctor Mireles diga lo contrario”, pensé milésimas de segundos antes de que un golpe de adrenalina, instintivo, me avisara que estaba temblando. Milésimas de segundos después, el cerebro se dio cuenta de lo que pasaba y agucé el oído para escuchar el inconfundible crujido de las paredes y decir entonces, conscientemente, “¡está temblando!”
Mientras veía a las lámparas de la sala bailar enloquecidas una especie de charlestón, pensé en cuán conectados estamos los humanos a la Tierra que el chorro de adrenalina, esa señal inequívoca del miedo y el peligro, llega mucho antes de que la parte “educada” de la conciencia se percate de causas, consecuencias y demás razonamientos; cuán animales somos que las respuestas primarias —asustarnos, gritar y correr para ponernos a salvo— se adelantan a cualquier civilizada reacción.
Cuando finalmente el vaivén se apaciguó, reviví —repensé— cada paso del suceso percatándome, una vez más, de cómo reconocemos y experimentamos en un nivel telúrico, íntimo e inexplicable, ese movimiento de la Madre, del mismo modo en que seguramente sentirá una pulga las sacudidas de su planeta perro, y cómo somos todos —pulga, perro, humano, planeta y universo— parte del mismo sistema, de la misma Unidad.
Hace un rato, leyendo acerca de las siete profecías mayas, me encontré un razonamiento que al instante anoté: el ser humano —buena parte de ellos— actúa como depredador porque, en su tremenda arrogancia y su tendencia parásita, cree que el mundo le pertenece, que existe sólo para que él se beneficie, para estar a su servicio, y no viceversa. Como se siente la única expresión de vida inteligente, su absurda prepotencia le impide insertarse humildemente en el Universo como una criatura más.
Es justamente esa actitud de hostilidad la que ha roto el equilibrio natural entre nuestra especie y su entorno. Y no es que, como dicen los catastrofistas, eso vaya a provocar el fin del mundo —aunque colaborará en la medida en que le toque—, sino que la Tierra, que no es un pedrusco inerte ni una madre abnegada sino un organismo vivo y sensible como cada uno de nosotros, se sacudirá todo aquello que le moleste, como hacemos con la hormiga que nos trepa por la pierna o con el mosquito que nos incordia en la madrugada.
Esta mañana, cuando daba los buenos días a Roberto, mi helecho filipino, y a las otras plantitas de la casa, vi avanzar hacia mí, decidida como tanque de guerra, una visión del pasado: una enorme y brillante cucaracha. “¡Pero mira a ésta qué fresca y qué atrevida!...”, me dije y le asesté un par de escobazos que le hicieron lo que el viento a Juárez —o sea, para los no mexicanos, nadita de nada—; corrió a esconderse bajo la mesita de la esquina y la fuga de Fukushima fue juego de niños al lado de la lluvia de Raid matabichos que le cayó encima. Pero no en balde dicen que ellas serán las únicas sobrevivientes del fin de los tiempos: salió de su escondite y necesité otra tanda de escobazos e insecticida para acabar con ella y echarla, luego, a una fosa común: el bote de la basura.
Llena de remordimiento, porque el animalito no me había hecho nada y luchó por su vida como una valiente, comprendí que así mismo, tal vez con menos escrúpulos, nos hará la Tierra cuando acabe de hartarse de nosotros o le representemos un peligro para el resto de las especies cohabitantes. Será, simplemente, un requisito para el restablecimiento del equilibrio natural, universal, o para el cumplimiento de inalterables ciclos geológicos ya marcados, calculados y esperados.
Pero no se angustien de más ni por anticipado. Hoy, que hace cincuenta años de que el ser humano —uno en específico: Yuri Gagarin— incursionara por primera vez en el espacio exterior y que es el cumpleaños de mi querida amiga Maya Islas, maestra y ser de luz que con la generosidad y paciencia que le caracterizan me ha guiado y enseñado, les digo también que, después de diciembre del año que viene —de cuyos detalles no hablaré porque hay mucha gente burlona, incrédula y/o aprensiva—, habrá una sincronía entre todos los seres vivos que elevará la frecuencia vibracional y hará florecer una nueva conciencia planetaria. Los que sepan esperar, que esperen; los que puedan entender, que entiendan.
¡Feliz cumpleaños, mi querida Maya! Éste es tu regalo.

lunes, 4 de abril de 2011

Ay de estos días terribles…



…ay de lo indescriptible.
Silvio



La semana pasada inició con la terrible noticia del asesinato del hijo del poeta mexicano Javier Sicilia a manos de uno de los tantos comandos que siembran la muerte con lujo de violencia y de impunidad, día tras día, por todas las ciudades, caminos y veredas de este país. En el atroz acto fueron privadas de la vida otras seis personas ―civiles, gente como tú y yo― y los pandilleros dejaron un mensaje de advertencia para algunos oficiales, según dijera la prensa local, aunque otra versión afirma que el cartel decía: “esto les pasó por hacer llamadas anónimas al ejército…”
El crimen desató de inmediato una ola de protestas públicas de la intelectualidad mexicana. Centenares de artistas firmamos una carta abierta condenando el hecho y pidiendo su esclarecimiento; el padre escribió otra misiva dirigida a los políticos y a los criminales; el miércoles a las cinco de la tarde se realizarán marchas simultáneas en las ciudades de México, Cuernavaca, Guadalajara, Monterrey, Puebla, Saltillo, Guanajuato, Xalapa, Mérida, Manzanillo, Aguascalientes, Cancún, Chihuahua, San Luis Potosí, Reynosa, Toluca, Torreón, Tlaxcala, Tuxtla Gutiérrez, Oaxaca, Ciudad Juárez, Pátzcuaro, Querétaro, Ensenada, Culiacán, Puerto Vallarta, La Paz, Pachuca, Hermosillo, Villahermosa, San Cristóbal de las Casas y el Puerto de Veracruz. También en los consulados generales de México en Nueva York, Los Ángeles, San Antonio Texas, Toronto, Montreal, Vancouver y Calgary, en las embajadas de México en Londres, Madrid, Buenos Aires, Ottawa y los Países Bajos, en la Plaza Sant Jaume de Barcelona, la Plaza Trocadero de París, el Instituto Cultural de México en Copenhague y el Ayuntamiento de Donostia en España, más las que se vayan sumando hoy miércoles.
Ojalá esto sea el inicio de algo más, de un movimiento ciudadano, de una cadena de acciones que altere el inmovilismo en un país de protestas diarias a las que nadie atiende, de cartas y cartas que nadie lee, de gritos sin fin pidiendo justicia; en un país cuya población ya no sabe cómo decirle a las autoridades que está harta ―“hasta la madre” dijo más atinadamente el poeta; “hasta el padre” propone Francesca― de esta carnicería que ya ha cobrado casi 40 mil vidas en lo que va de sexenio.
Yo, que tengo el alma a ratos aprensiva, hace años dejé de sintonizar los noticieros de televisión y de leer periódicos, desde que todos los titulares eran de secuestrados, ejecutados, decapitados, encobijados, encajuelados, entambados, masacrados, acribillados, torturados, mutilados, narcofosas, narcotúneles, narcoartistas, decomisos, balaceras, granadazos, levantones, bloqueos, capos, gatilleros y cárteles… Pero ni metiéndose en el fondo de una cueva se puede evitar un tema que está en boca de todos: del amigo, del pariente, del taxista, del vecino, de los contactos de Facebook, del locutor de radio, de la señora de la tiendita. “¿Quién puede soñar, quién puede crecer, quién puede vivir en medio de las balas, de la sangre, de la muerte?”, me preguntaba y la respuesta era simple y clara como la luz del día: Así vivimos…
O, más bien, creemos vivir. Porque en medio de esta guerra, lo personal pierde su dimensión, las pequeñas tragedias se vuelven tonterías. ¿Qué importancia pueden tener una gripe o un disgusto laboral si las calles están llenas de sangre? Así se aplasta, se dinamita, la esfera de lo íntimo, se minimiza la individualidad y uno siente que no sólo han destruido la vida de los muertos y de sus familiares, sino las de todos los que sobrevivimos en medio de este horror. ¿Y qué país puede sostenerse sobre la desesperanza y el miedo de cada uno de sus ciudadanos? ¿Qué país vive si su gente no puede vivir?
Leí hace unos días que nunca, desde la Conquista, habíamos padecido una desmoralización tan extrema. “Los asesinos son tan jóvenes, desamparados y a la intemperie como los asesinados”, decía el autor. Mientras, la ONU pide al gobierno mexicano la salida del Ejército de las calles y cada vez mayores sectores de la población insisten en la legalización del comercio de drogas ―si, total, el resto de las drogas son legales: alcohol, tabaco, café…―, alternativa que acabaría con el tráfico que es, supuestamente, la madre de toda esta desgracia. Pero está clarísimo como el día, también, que el gobierno ―ni el de aquí ni el del vecino del norte― no tiene interés alguno en poner fin a esta guerra porque es la clase política una de las involucradas y beneficiadas con el contrabando.
A media semana, el mismo día en que me avisaron del fallecimiento en Cuba del padre de unos amigos de quienes somos como familia, me enteré de que el primo de otra amiga, ésta mexicana, que había sido secuestrado dos semanas atrás y por quien sus captores seguían exigiendo un rescate, fue ejecutado desde el primer día de su detención. Por si fuera poco, en la noche llegó la perturbadora noticia de que el pintor cubano Agustín Bejarano, aquel viejo amigo de los años ochenta, está preso en Miami acusado de cometer actos de lascivia contra un niño de cinco años.
Y uno va haciéndose pendejo ―porque hay que tratar de seguir viviendo―, silbando una cancioncita, inventando el chiste, gritando el gol, echándole el piropo a una muchacha… hasta que la sangre te salpica en pleno rostro. Entonces, desencaja el golpe de realidad, lo trastoca todo. De pronto no sabes cómo volver al estado anterior porque lo cierto es que ya no puedes volver y aunque finjas lograrlo, nada será lo mismo. Ya los muertos están muertos; los presos, presos; los abusados, marcados de por vida y todo un país —todo un mundo— chillando, buscando culpables a diestra y a siniestra, sin hallar alivio ni salida ni milagro que nos salve.
En estos días terribles, mientras pienso, además, en las batallas personales, en las aparentes minucias de la cotidianidad, en los amigos y parientes asaeteados por esa maldita enfermedad llamada cáncer, en otros ejércitos, otras bombas y otras niñas descuartizadas en las calles o el desierto, sólo me quedan fuerzas para esperar el poema, para aguardar al amor, que acaso son lo mismo. Mientras lo hago, tarareo una vieja tonada de aquel trovador, una de nuestras más dolorosas decepciones, que acabó siendo justamente lo que criticaba: un testaferro del traidor de los aplausos. Rebotan en mi alma aquellos versos: “En estos días/ no hay absolución posible para el hombre,/ para el feroz, la fiera que ruge y canta ciega,/ ese animal remoto que devora y devora/ primaveras”…