martes, 30 de septiembre de 2008

Siete diosas

Eugenia Cauduro era una diosa. Colgaba del risco de un cenote yucateco como doncella a punto de sacrificio; asomaba entre las cornisas y columnas de Palenque con un enorme tocado maya; danzaba como gacela sobre los muros del fuerte de Campeche; volaba cual libélula en el agreste paisaje de las Barrancas del Cobre. Ahora es una respetable señora que hace de mamá joven en las telenovelas del Canal de las Estrellas, pero en aquellos anuncios turísticos de principios de los noventa era una diosa casi adolescente que le alegró la pupila muchas veces a esta pobre inmigrante indocumentada.

Alejandra Guzmán era una diosa. Con una faldita corta y circular, enseñaba dos piernas rotundas mientras rugía: “Reina de corazones,/ distante y lejana/ pasión de pasiones,/ yo soy la reina de corazones…” Llenita, cual debe ser; no como esas distróficas con cuerpos de cabrito regiomontano que ahora se llaman bellas. Eran los tiempos de “Siempre en domingo”, cuando escribí el cuento que comienza diciendo: “La culpa de todo la tiene Alejandra Guzmán” y fantaseaba con entregárselo algún día. Mucho antes de las mil cirugías que la han dejado como mazorca de maíz, con todos los dientes afuera.



Catherine Zeta-Jones era una diosa cuando el Zorro de Banderas —que era entonces un hermoso doncel recién importado de la Iberia— la dejó en camisón con la destreza de unos precisos lances de florete. ¡Coño, chico, qué les hicieron Michael Douglas y Melanie Griffith! Bien dicen por ahí que uno tiene la edad de la persona a la cual ama… Eso lo explica casi todo.





Xiomara Laugart era una diosa del panteón yoruba —¡cuál sino Ochún!— cuando abría esa garganta prodigiosa y dejaba salir aquel “Paria, desbroza el horizonte/ el cielo sobre el monte/ la alborada va detrá a a as”. Todavía ha de ser una diosa interpretando a Celia Cruz en Broadway mientras yo, que hace tantos años no la veo más que en fotos, recuerdo una noche en su casa de Marianao, donde me dio una entrevista alegre que publiqué en El Caimán Barbudo, y aquellas peñas de 13 y 8 donde cantaba como nadie: “Qué bien sería si esta noche con estrellas/ y luna casi nueva/ alguien cantara un buen boleto,/amor”…



Maite Perroni como actriz es muy malita y como cantante se la pueden echar a los leones… pero díganme si no es una diosa. En ese afán humano de acercarse a la divinidad, de acogerse a su amparo y protección, hace un par de años hice la más grande ridiculez de mi vida adulta: ir a una firma de autógrafos en la que sólo pude verla en lontananza, más chiquita que en la televisión, porque había miles de millones de fans —aunque usted no lo crea— que habían hecho cola desde la madrugada anterior y personal de seguridad que no permitía acercarse tres cuadras a la redonda. De cualquier modo, con ella aprendí —pónganle, si quieren, música de Manzanero— que para cardiovasculares no es necesario mover un solo músculo… a no ser el óptico.

Nicole Kidman es una diosa diosérrima. Rubia, castaña o pelirroja. Mientras avanzan sobre su cuerpo los cuarenta y le ha dado por hacer películas para niños, ese cutis terso y esos ojos profundos conmueven al más duro. Mientras la observo, estilizada y glamorosa como felina de caricatura, pienso que Tom Cruise es, entre otras muchas cosas, un imbécil… ¿O acaso ella es una odiosa, como buena diosa?





Angelina Jolie es una diosa cochina, cachonda y caliente. Una niña mala que se besa en la boca con su hermano, tiene tatuajes dedicados a otras mujeres y vestidos pegadísimos que convocan a todos los demonios. Tan mala es, que le quitó a la tontuela de la Aniston al güerito más codiciado de Hollywood y lo trae como idiota, cargándole a todos los hijos que va recogiendo por el mundo como las locas a los perros y los gatos callejeros. Muy mala, muy mala… ¡y muy buena!



Esta lista podría ser más nutrida —faltan las de la “vida real”; “mis amigas preciosas, mi amante”, diría el gran Heredia—, pero la dejo en siete, número mágico. Como las siete maravillas, como los pecados capitales. Como las siete glándulas salivares del perro de Pavlov.
Puede que sus apetencias no coincidan con las mías: la belleza es relativa. No olvide el viejo refrán: “Para gustos se han hecho los colores… y para escoger, las flores”. Haga su propia lista de mancebos o doncellas, sirenas o tritones, y en esos días que pintan medio gacho, écheles un ojo —¡mejor los dos!—… Se va a acordar de mí.

martes, 23 de septiembre de 2008

Venía yo pensando




Venía yo pensando, en la fría y húmeda mañana, que al cuerpo hay que hablarle con cariño, con ternura. Qué autoestima puede tener una parte a la que se llame vulva, tan similar a vulgo, tres de sus cinco letras de las últimas del alfabeto. ¿No pudieron encontrar algunas entre las veintitantas anteriores para inventarle otra denominación? Como Alemania, ¿llegamos tarde a la repartición y tuvimos que conformarnos con las letras que sobraban?... Y vagina, también con uve, marcada como inexistente en el diccionario de Word. Como si las cosas de la mujer —entre ellas, su anatomía— tuvieran que ser las relegadas, las más ocultas. ¿Seré la única inconforme? ¿A mis demás congéneres les gustarán sinceramente esos nombres? No sólo que los acepten como algo dado, inalterable, sino que les guste su fonética… Tendríamos que hacer una marcha para que desfilen quienes las apoyen. La marcha del orgullo vúlvico.
Venía pensando, mientras observaba perder altura a un avión de Mexicana, que desde el cielo cualquier población es un caserío. Así nos ve Dios desde lo alto, sin destacar rasgos ni proezas: todos iguales e insignificantes como hileras de hormigas nerviosas o enanos inútiles. Aun cuando, curioso, interpusiera una lupa entre su ojo y nuestro mundo, vería una maqueta de escala infinitesimal, como las que hacen los niños de las escuelas o los arquitectos e ingenieros para sus proyectos. ¿Qué sabe él de nosotros? Lo mismo que nosotros suponemos de las hormigas o las moscas. Con la misma certeza. O sea, casi nada.
Venía pensando en el binomio Jack Bauer/Tony Almeida de la serie 24. El protagonista, el héroe, con frialdad y entereza pasmosas, no repara en lo que tenga que hacer, incluso contra sus afectos más cercanos, si de cumplir su misión y salvar a su país se trata; el otro, el latino, es considerado traidor por anteponer su amor por la esposa a las causas de la patria. La patria, ese concepto tan guerrero y masculino; la mujer, esa otra patria que, más que patria, es hogar. A mí —femenina y hogareña, al fin y al cabo— me parece que el hecho de que los espías sean necesarios para la seguridad del Estado es una cosa; que se convoque a celebrarlos públicamente como a héroes es otra muy distinta.
Venía pensando, casi al llegar a la esquina, que la mayoría de las personas no es consciente de las misiones que viene a cumplir a esta vida, algunas de las cuales se zanjan como al azar, sin que nos demos cuenta. Tal vez cuando espanto a esa palomita gorda que ya no puede ni volar, le evito que la mate una rama que caerá del árbol al minuto siguiente o la salvo del golpe de una piedra lanzada por uno de los albañiles de la construcción aledaña. Yo no me habré enterado, incluso me regañaré por haberla asustado. Así ha de pasar con la gente que supuestamente nos hace daño. A lo mejor, al cerrarnos un camino, nos abren otro.
Venía yo pensando, muy concentrada, cuando un estruendo de metales me hizo detenerme y dar media vuelta. Dos autos habían colisionado. El que avanzaba por Xola no respetó la roja del semáforo y el de Rebsamen, respondiendo instintivamente a la verde, había metido el pie en el acelerador con singular entusiasmo. Los vidrios saltaron como surtidor. Unos segundos el mundo pareció detenerse. Todas las miradas estaban fijas sobre los carros inmóviles. De pronto, al mismo tiempo, como una coreografía previamente ensayada, salieron los dos choferes. Dos perros rabiosos listos para el combate. Uno señalaba a gritos el semáforo; el otro, quién sabe qué podía reclamar con tanto ímpetu si era el infractor. Hum, cosa de hombres, pensé, y reanudé mi camino hacia el metro.
Iba recordando que unos días atrás entré al andén flanqueada por dos señores. El empujón que le dieron a los torniquetes fue como para zafar la manivela y que, del golpe, atravesara el piso, el globo terráqueo y fuera a salir del otro lado, en el metro de Pekín (ahora Beijing). Bien han dicho siempre las abuelas que los hombres no controlan su fuerza como los niños no miden el peligro. “Allá deben estar todavía peleando aquel par”, me dije pensando en los del accidente, e inmediatamente reparé en cuántas veces atravesamos despreocupados, con descuido y hasta con negligencia, esa misma esquina, todas las esquinas del mundo. Con qué imprudente tranquilidad, con qué confianza. Como semidioses. Como idiotas.
Carpe diem, me dije una vez más. Que nadie sabe cuándo va a chocar el carro o a pasar un vendaval; cuándo un avión embestirá una torre o un hijo de puta lanzará una granada; cuándo un cangrejo de mierda se te instala entre pecho y espalda; cuándo te envolverá una calma repentina, un “por fin ya”. Carpe diem, repito y les repito, aunque tantas veces no lo tome en cuenta. Carpe diem.

martes, 16 de septiembre de 2008

La esperanza era verde




A quienes tienen el coraje de cambiar
sin importar lo que cueste.



Todo empezó, tal vez, cuando los negros salieron a la calle con sus enormes radiograbadoras de pilas acomodadas en el hombro para oír a todo volumen su música irredenta y bailar break dance en las aceras del mundo. Quedaba claro que este entretenimiento universal había rebasado los espacios cerrados de las casas, salas de concierto, salones de bailes, discotecas y cabaretes. Los nuevos tiempos y los nuevos individuos, más volcados hacia afuera y más autoselectivos, requerían que su música, la que ellos escogieran, de ser posible atronadora, los acompañara a todos los sitios y superara, así, el resto de los sonidos. Porque el ser humano no sabe estar en silencio.
No pasó mucho tiempo antes de que se inventara otro artefacto más pequeño y cómodo de transportar: el wallman que, como su nombre lo indica, permitía al hombre ―y a la mujer― caminar por la vida y realizar todo tipo de actividades acompañado del disco de su predilección. Con el cambio de siglo y los avances vertiginosos de la tecnología, ha ido surgiendo toda una gama de aparatos fabulosos: computadoras portátiles, teléfonos celulares, blackberries, ipod y juguetitos por el estilo que tienen cámara, almacenes de fotos, videos y otros archivos, conexión a internet, transmisiones de radio y televisión y hasta un misil electronuclear por si alguien que te caiga bastante mal anda jodiendo demasiado.
Son artefactos para llevar la vida a cuestas, como el caracol; espacios donde vivir lo que ya no se puede en el “mundo real”. Y como los aparatos, hay sitios colgados de la nada donde se reproducen la casa y los afectos, nuestro componente humano y adolescente. Si bien nos acercan a los lejanos, My Space, Hi5 o Facebook también nos acercan a los cercanos, llenan el vacío que cavan los modelos laborales ―inhumanos―, porque como cada vez queda menos tiempo exclusivo o específico que dedicar a familiares o amigos, estas “redes sociales” permiten acceder a ellos cuando el trabajo nos da un breake o en las muchas horas inútiles que se pasan en las oficinas con los brazos cruzados y las nalgas planas.
Ya no es necesario llegar al hogar para ver a los hijos; en esos cachivaches están sus fotos, sus videos y sus cartitas cariñosas. Ya no necesitas irte a un café a charlar con los amigos o al cine a ver una película; en los mensajeros conversas con ellos a cualquier hora y en el Hi5 están sus canciones y tus películas favoritas para compartirlos. Y también sus fotos, para que no se te olviden sus caras aunque no los veas en meses… que también ellos están demasiado ocupados. Y si tienes algo que decirles, mándales un email o un mensajito de teléfono. Que ya hablar no es imprescindible. Así vamos perdiendo la capacidad de comunicación oral y en vez de decir “hola”, pegas una pelusa con un cartel que dice la palabra y para despedirte plantas una bolita amarilla y sonriente que mueve la mano.
Una de las teorías más socorridas para explicar la supuesta existencia de los aliens, esos extraños chaparritos o gigantones que nos inquietan con su presencia incomprensible, es que vienen del futuro: son el “hombre evolucionado”, nosotros mismos dentro de varios siglos, que viajan a alertarnos a que recapacitemos y cambiemos lo que sea necesario para no ir a dar a ese paraíso de máquinas y satisfacciones fatuas. Y pienso que como van las cosas por acá con esto de las comunicaciones, es bastante lógico que ni bocas tengan y sus dedos sean tan largos.
Contaba Albertico, que vino de vacaciones de una Nueva York que ya es casi como esas ciudades del futuro, que en el bufete donde trabaja su amiga la coreana, un gran consorcio en un rascacielos de aquéllos, varios pisos están dedicados a lo que llaman “amenities”. O sea, que el alto ejecutivo después de mil horas metido en su oficina resolviendo los grandes problemas de la humanidad, puede bajar a esos espacios, nadar en la piscina, merendar en la cafetería o tomarse una copa en el bar, echarse un partidito de billar y luego regresar a su oficina por las mil horas que le restan al día a seguir resolviendo los grandes problemas de la humanidad; o sea, ninguno, que si los resolvieran no tendrían que estar allí tanto tiempo. ¡Y uno que pensaba ―ingenuamente, oh decepción― que los gringos eran respetuosos de la sacrosanta jornada laboral de ocho horas que le costó tantos ahorcados al movimiento obrero y tantas horas de análisis de capitales y plusvalías al mantenido de Karl Marx, que nunca disparó un chícharo que no fuera mental!
Nosotros no somos tan modernos ―¿lo seremos algún día?―, pero como siempre, copiamos lo peor. Gente que trabaja ―trabaja es un decir; generalmente se hace muy poco― hasta las 10 u 11 de la noche y todavía te dice: “no nos queda de otra… afuera la cosa está muy mala”. Afuera. O sea, que la “verdadera vida” transcurre adentro, en el encierro físico y mental de las oficinas. Como si nos estuviéramos preparando para esas películas de Schwarzenegger, Stallone o los Wachowski en las cuales la humanidad sobrevive bajo tierra, en grandes espacios cerrados.
Quienes están presos en esa rutina son privilegiados, tienen que cuidar como oro su cárcel… no vaya a ser que un día queden libres y, como el pajarillo que escapa de la jaula, no sepan sobrevivir. Pero el que pretenda o se atreva a romper o simplemente cuestionar esos modelos será considerado un desadaptado, un paria, un loco… alguien que no aguanta nada. Porque aguantar como los machos, violencia sobre violencia, desmán y atropello uno tras otro, es lo que vale para esta sociedad del nuevo siglo. Eso no tiene vuelta atrás, es un destino prefijado del que no podremos escapar ni aunque nos esforzáramos… ¿Dónde habrá ido a parar la era de Acuario?
A la entrada del Infierno ―dice el Dante, que bien lo supo― hay un letrero que dice, más o menos: “Perded toda esperanza”. Yo la tengo perdida. Me quejo porque soy de los desadaptados, de los parias. Porque no quiero resignarme. Porque creo que hacerlo es envejecer y no quiero ponerme vieja. Pero en el fondo ―y no tan profundo― sé que la esperanza era verde… ¡y se la comió un chivo! Que no hay tiempos mejores, como dijo un amigo hace unos días en los comentarios de este Parque del Ajedrez. Nadie que tenga este ánimo tan poco edificante debe andar contagiándolo porque, como decía mi abuela Cristina, quejarse llama ruina. Y aunque mi abuelo José, el asturiano bruto, me enseñó que en la vida siempre habrá que nadar río arriba, a veces prefiero callar y cuelgo el letrerito en la puerta virtual de esta comunidad de amigos generosos que espero sepa perdonarme cuando la energía merma.
¿Que qué tiene que ver esto con celulares, blackberries y aliens?... Es una advertencia de los dioses, parabólicos como son ellos: no se les ocurra darme su número de fon, no vaya a ser que esta tiñosa se les pose, además, en el tronco de la oreja. ¡Que yo no tengo Hi5!
Y como dirían Los Van Van: “¡Hasta la semana que viene!”