martes, 29 de julio de 2008

Fiebre de sábado en la noche y domingo al mediodía

Éste era la imagen de la camiseta que me regalaron
en 1978 mis primas de la comunidad



Me fui de vacaciones a uno de esos hoteles de playa all inclusive, tan estandarizados que siempre parece que se está en el mismo, con su plan de ruidosas actividades alrededor de la piscina diseñado para que nadie pueda descansar, sus bufetes temáticos y sus espectáculos nocturnos. Uno de ellos, dedicado a la música disco, me trasladó a aquellas noches de los setenta, de las fiestas de la secundaria y el pre, de una música que conocíamos como en sueños.
Porque cuando empezamos a oír a Silver Convention, KC and the Sunshine Band, Donna Summer o los Bee Gees no sabíamos cómo se bailaban esos ritmos y les inventamos nuestras propias coreografías, sin más nociones que la creatividad propia de la juventud. Dábamos una serie de saltos consecutivos que no eran, ni con mucho, parecidos al flotar de los danzantes de la disco music. Saturday night fever (1977), Grease (1978) o Fame (1980), aquellas academias fílmicas, nunca pasaron en los cines cubanos y las vimos en televisión ya bien avanzados los ochenta.
La música era un poco más fácil de conseguir, pero siempre con ese hálito de complicidad y contrabando. Quienes tenían amistades en las emisoras de radio, podrían gestionar que les hicieran alguna copia en aquellas enormes grabadoras de carretes; ésas siempre quedaban mejor que las que copiábamos directamente del aparato de radio en rudimentarias caseteras, artefactos de lujo a los que no todos podíamos aspirar. Y como estábamos en la edad del entusiasmo hormonal, nunca faltaban las malísimas canciones románticas de José Augusto, los Pasteles Verdes o Roberto Carlos, prohibido por entonces vaya usted a saber por qué. Así, de mano en mano, se iban haciendo las copias y armando las fiestas de los sábados en la noche.
1978 fue el escenario de dos sucesos fundamentales en la inopia insular: negociaciones entre Jimmy Carter y el gobierno de la isla permitieron el regreso de los cubanos asentados desde hacía más de una década en Estados Unidos, con los cuales habíamos tenido tácitamente prohibida toda comunicación. Con el retorno de los parientes de la comunidad llegaron —además de otras cosas deslumbrantes y exóticas como tenis, pantalones de mezclilla y equipos de música— los discos de moda: a nosotras, las primas de Miami nos llevaron un long play de los Bee Gees; Manolito y Violeta tenían Rivers of Babylon de Bonnie M; Adita y Sara, una recopilación de lo mejor del disco con Tavares, los Bee Gees, Barbra Streisand y Barry Gibbs, entre otros miles de artistas a los que amábamos. Los amigos de Piri tenían grabaciones de Michael Jackson y Kool & the Gang y hasta había adaptaciones al español-cubano de algunas de aquellas canciones que se gritaban a coro en las fiestas, como la que decía: “Eh, pa’ la USA/ a comprar pitusa/ y popis también”... Se había despertado nuestro espíritu consumista. Traducción: pitusa llamamos a los jeans; popis a los zapatos deportivos.
El segundo suceso ocurrido ese año fue el inicio de un programa —tal vez sería más apropiado decir un fenómeno— que reuniría a la familia cubana todos los domingos a las dos de la tarde ante la televisión: Para bailar. Sobre la base de una simple competencia de baile, había demostraciones y clases rápidas de los ritmos “desterrados”. En este país en el que me ha tocado vivir, siempre me asombra, como al Beny, la soltura con que bailan los mexicanos el danzón, el mambo o el chachachá. Los cubanos nacidos con la revolución no supimos danzar esos ritmos —y solíamos despreciarlos— hasta que surgió Para bailar.
Porque hasta eso pareció querer quitarnos la adustez de la dirigencia política. Como dice una de mis mejores amigas: los tiranos no saben bailar. No se sueltan, no se divierten, les parece ridículo. Y así parecieron sancionarlo los de mi país cuando declararon “impropia” toda gozadera —a no ser la que ellos autorizaran— y hasta el bolerístico sufrir de la tradición musical cubana anterior a 1959. Hace unos meses mi amiga salvadoreña Dina Posada me mandó una presentación en Power Point dedicada a recordar a grandes cantantes cubanos; la mayoría de ellos (Xiomara Alfaro, Zoraida Marrero, Fernando Albuerne, Desi Arnaz, Enrique Chia, Guillermo Portabales Olga Choens y Tony Álvarez) eran completamente desconocidos para mí, proscriptos como fueron. Justo eso pasó con los viejitos del Buena Vista Social Club: tuvo que irlos a “rescatar” Ry Corder del sepulcro en vida en que vegetaban.
Ayer mismo, después de leer la entrevista a Olga Guillot que anda circulando por internet desde hace unos días, Maya se asombraba de saber que a la gran santiaguera no la programan las emisoras cubanas. Ni a Celia Cruz, querida Maya, ni a la Sonora Matancera, ni a Rolando Laserie, ni a ninguno de los gusanos traidores y apátridas que se fueron después del ‘59... Y si se portaban mal, ni a Barbarito Diez ni a Joseíto Fernández, que al fin y al cabo “La guantanamera” la canta hasta Rosita Fornés.
Ahora —ya lo he dicho en otras ocasiones—, nos es fácil entender que muchas de aquellas “prohibiciones” deben haber respondido, más que al aspecto puramente político, a una imposibilidad de pagar los derechos de reproducción y distribución que exigen las empresas disqueras y los agentes artísticos en el resto del mundo. Pero, lógicamente, aquel orgulloso prefería hacer ver que él prohibía a los enemigos que confesar la otra verdad, que hubiera sido como aceptar públicamente que no éramos el ombligo del mundo, como nos hacían creer, sino sólo una islita dejada de la mano de Dios con un cancerbero muy gritón. Musicalmente hablando, no olviden aquello de “odio quiero más que indiferencia/ porque el rencor duele menos que el olvido”...
Para bailar fue, entonces, un parteaguas. Con sus lógicas limitaciones, porque era un programa con supervisión estatal, como todos los canales de televisión —es decir los dos que había: el 6 y Tele Rebelde—, que eran —lo son aún— monopolio del gobierno. El equipo de conductores fue excelente: Salvador, Cary, Lili, Albertico y Néstor eran cinco muchachos simpáticos, alegres, de sangre ligera. A ellos se le unieron —o llegaron luego en sustitución de los que salían— Mara y el pesado de Carlos Otero. Allí se bailó y se enseñó a bailar de todo: desde guagancó hasta charleston, desde areíto hasta ruedas de casino y música disco.
Toda Cuba bailaba entonces. Como las discotecas tampoco existían más que en los hoteles, limitada la entrada a los huéspedes, las fiestas eran en nuestras casas. Cada viernes se preguntaba: “¿adónde es fiesta?”, y siempre había quién tenía la lista de todas las que habría en la ciudad. E íbamos aunque no fuéramos invitados; incluso aunque no conociéramos al dueño de la fiesta. Se hacían molotes de muchachos en las puertas de las casas y, como en todas las discotecas del mundo, se reservaba el derecho de admisión. Si no nos permitían el acceso o ya no había cupo en la más popular, siempre habría otras dos o tres a las que acudir.
Ya adentro, tomábamos sólo agua o alguna bebida preparada con alcohol de 90° robado de algún hospital, rebajado con agua en una proporción de 50/50 o, en el mejor de los casos, mezclado con extracto de menta robado en alguna fábrica de licores, o un chorrito de café que le diera sabor. Generalmente no se ofrecía nada de comer —quién podría alimentar y emborrachar a tal cantidad de muchachos, la mayor parte de ellos desconocidos—. Eran espacios sólo para bailar. Porque el cubano no concibe una fiesta donde no haya baile. Fiesta y baile son sinónimos.
Muchas veces, como estábamos en esa ya referida etapa del descocamiento y los cubanos solemos ser bastante precoces y procaces, después de una primera tanda de brincos simiescos y profuso sudor, acabábamos apretando en lo oscurito con los novios al amparo del gato que está triste y azul o de los riquísimos gemidos calenturientos de love to love you baby... Entonces venía el verdadero show: las mamás encendiendo la luz y los hijos apagándola, una y otra vez, hasta que las más puritanas o autoritarias terminaban la fiesta de un solo alumbrón.
Last dance, last chance for love… canta dentro de mi cabeza aquella negra portentosa del veraniego apellido. Let’s dance toooniiiiiiiiight… le contesto, me enredo en la nuca el brazo de Tony Manero, el personaje de Travolta en Saturday night fever, y doy vueltas y vueltas mientras la bola de vidrio echa puñales de colores resplandecientes a nuestro alrededor.

martes, 1 de julio de 2008

Los amigos perdidos

Aquiles y Patroclo, amigos en la eternidad



Escribir este blog me ha costado algunas amistades. No ocasionales o coyunturales, como suele ser la amistad en algunas de sus variantes, sino de las viejas y profundas, de las del corazón y las entrañas. Al menos cuatro personas se han alejado tajantemente sin decir razones. Las intuyo, porque al buen entendedor, pocas palabras, sobre todo tratándose de los amigos: mi insistencia en hablar de Cuba y de la homosexualidad —esas dos esencias— con términos cuestionadores. Yo digo que no era para tanto, que había lazos más importantes que preservar entre nosotros, pero cada quien tiene sus propios límites y son absolutamente respetables.
Aunque en cuestiones íntimas o domésticas suelo ser dócil y evitar problemas, en los ámbitos públicos siempre fui muy lenguaraz. Retadora. A veces más de la cuenta. Quienes me conocen desde chiquitica saben, además, que aunque a ratos huraña, siempre he sido muy amiguera. Estas pérdidas me dejan, entonces, un tanto descalabrada, cantando como Alberto Cortés: “Cuando un amigo se va/ queda un espacio vacío/ que no lo puede llenar/ la llegada de otro amigo”.
Que si he olvidado que mi padre fue combatiente de la clandestinidad, dijo hace unos días a propósito de algunos relatos y reflexiones de este Parque del Ajedrez otro amigo santiaguero queriendo escarbar “hondo allá en lo blando”, como diría Silvio el viejo. Cómo habría de olvidarlo imbuido en el entusiasmo de su generación y de su tiempo, con la barba crecida a lo Camilo Cienfuegos en las zafras del pueblo, entonando para mí como canciones de cuna el Himno invasor, De pie, América Latina o La Internacional. Lo recuerdo perfectamente; pero ésa fue su causa, no la mía. Cuando nací, la revolución ya estaba ahí, hecha, servida en bandeja de plata, jodiéndonos o salvándonos la vida, según fuera el caso. Porque para “salvar” a mucha gente hay que joder a la otra mitad; no es de otro modo. No conocí las “desgracias” anteriores y aunque me las contaran, no eran las mías. Tendría otras “desgracias” de las que quejarme. Lo que para la generación de mi padre fueron logros, para mí era la vida normal.
Días después, a través de un compatriota que reside en España, protestó otro viejo amigo de la infancia: que es inconsistente y parece rabia de frustrados que hable de torturas y no mencione más que el apodo de Peteco; que los chilenos y argentinos de las dictaduras militares siempre dieron los datos de sus verdugos y se hallaron huellas físicas, fosas comunes que no podrán encontrarse en Cuba porque es falso lo que digo/decimos los de afuera. Este muchacho que consulta la prensa cubana como única fuente de información no puede conocer noticias como, por ejemplo, el reciente informe del Consejo de Relatores de Derechos Humanos en Cuba, que reporta, con nombres y apellidos de cada una de las víctimas, más de cuarenta muertes documentadas de presos en cárceles de la isla en lo que va de año. No debidas a lo que tradicionalmente se conoce como torturas, es cierto; sí por "suicidios, infartos y otras enfermedades generadas por la subalimentación, mala asistencia médica, infrahumanas condiciones de vida, palizas y otros malos tratos carcelarios". Justo lo que solapan todas esas cartas firmadas por mundiales intelectuales de izquierda que obstaculizan la visita de cualquier relator de la ONU, veedor de derechos humanos, a cárceles de la isla.
Tampoco ha de conocer mi aguerrido amigo, más que tal vez a modo de rumor que corre, bajito, de oído a oído, la represión de que fue objeto la marcha del orgullo gay que pretendían hacer desde el Parque del Quijote hasta el Ministerio de Justicia un grupo de homosexuales en La Habana, donde evidentemente sólo las “acciones reivindicativas” del grupo de Mariela Castro son permitidas y aplaudidas. Para el resto nada ha cambiado: siguen sin derecho de expresión ni de manifestación.
Que no siga hablando tanta cascarita ‘e piña, dice, y que los ayude a comprender cosas importantes, como por ejemplo las UMAP (unidades militares de apoyo a la producción). Qué querrá comprender que sea distinto a lo de siempre: el autoritarismo rampante que dispone de la vida del resto como si fueran sus soldaditos de plástico. Qué quiere que le explique, qué podría explicarle si entonces yo era tan niña como él y de las UMAP se hablaba menos que de Dios, que también estaba prohibido. Lo que he sabido lo supe después y no me fue difícil comprenderlo porque así eran los planes escuela al campo a los que fuimos; sólo que entonces ya no nos sacaban de las casas a la fuerza en aquellos camiones de la madrugada, sino que íbamos mansamente, de propia voluntad. Así curtió siempre el gallego a sus criaturas: a sol y a sereno, a paso de conga.
Que si todo fue malo, pregunta; que si no hubo nada bueno. La respuesta aceptaría dos perspectivas: lo que nos pareció bueno allí y lo que a estas alturas, visto desde esta (no tan) sana distancia, nos lo sigue pareciendo. Para no complicarnos demasiado le contesto que sí, claro que hubo cosas buenas: las pizzas de La Fontana, los copelitas de los primeros tiempos, aquella carne rusa uruguaya de los mercaditos de los ochenta, las fiestas de Manolito y Violeta, las de Heriberto y las mías, los sábados en Caletón Blanco, los regalos —descubrimientos para nosotros— que llevaron los parientes de la comunidad, La Escalera, las noches culturales del Cabildo, el Parque del Ajedrez, la Casa del Joven Creador… Los amigos, todo ese inmenso universo-mundo aparte que se llama los amigos.
Y dentro de él, el arte que nos dejaron hacer mientras no molestábamos. Porque en cuanto empezamos a cuestionar… ¡todos p’afuera! Con la fachada del gobierno magnánimo que no negaba ni un permiso de salida con tal de que los jóvenes creadores dieran a conocer el arte de la revolución por todo el mundo… ¡Pinga! Todo estaba fríamente calculado: los revoltosos lejos, para que no nos sonsaquen al resto y, de paso, que mantengan al país —media familia afuera, media familia adentro— mientras se desbarranca el heroico campo socialista que nos mantuvo por décadas como a hijos bobos, mientras acaba de desmantelarse la industria azucarera y se consolida la del turismo sexual. Fue una gran jugada. De las mejores.
Pero hablaba de los amigos, del dolor que constituye su pérdida, de la confusión que siembra. Suelo usar con facilidad y soltura la palabra amigo. Algunos dirían que con ingenuidad; creo que más bien con naturalidad. Para mí no es un simple deseo aquella canción de Roberto Carlos y Valladares: Yo quiero tener un millón de amigos y así más fuerte poder cantar… ¡Yo tengo un millón de amigos! Y le doy gracias a la Vida por ellos y, sobre todo, les doy gracia a ellos. A ustedes, mis amigos.
Y con ésta me voy de vacaciones, que ya hace falta darle un poco de aire a este Parque antes de que se vuelva irrespirable. Nos vemos a fin de mes o iniciando agosto, cuando este espacio cumple un año de existencia. Les dejo este poema, hasta ahora inédito.

HILOS

Mis amigos habitan en el aire
un hilo los sostiene de la nada
e inventa entre la hondura aquel piélago gris
un murmullo de hijos en forma de poema
una nube flotando.
Mis amigos escapan de la muerte
como de las rutinas
y saltan sobre el fuego y los despojos.
Hermosos como dioses
me escuchan desde lejos
se acomodan al pie de la ventana
brindan a mi salud.
Yo los convoco en la luz
y en las tormentas
les enciendo una antorcha junto a mi corazón.
Son la razón de esta brisa vespertina
mi propia voz que regresa en un eco.