Balcones de Centro Habana
La
de la esquina, una de aquellas casonas señoriales de la Narvarte Poniente ,
semioculta por una barda cubierta de enredaderas y bejucos, con gran portón de fina
madera labrada, acaba de ser tirada a mazazos para construir un edificio de
apartamentos.
Quienes
pasamos diariamente por allí vimos caer, en sólo un par de semanas, las
ventanas, los robustos muros, los arcos ornamentales. Cada día, mientras escudriñaba
entre las maderas que los albañiles acomodaron en lugar de la fachada, me volvía
el recuerdo del ruinoso edificio frente al que vivíamos en Centro Habana muy a
principios de los noventa: la marca de los viejos lavabos, los bellísimos
azulejos decolorándose al sol y al sereno.
Y pensaba
en cuántos meses, años, décadas, tardó en ser levantada, equipada y
acondicionada esa casa de la esquina; en cuánto de la familia que la habitó se
derrumba con sus muros. Porque las paredes oyen, sienten; en ellas se quedan
grabados la risa y los lamentos, la sangre y los humores, toda la angustia. No
en vano el paso del tiempo se lee y se calcula sobre las capas sobrepuestas de
sedimentos geológicos.
El
derrumbe de esa casa me parece un símil de la vida: el envejecimiento
inevitable de todo, la necesidad del cambio, la muerte, el renacer. Tal vez así
hubiera querido ver —o al menos saber— la casa donde crecí, con sus fantasmas
añejos, la mugre en los rincones, la invasión de gatos, el techo a medio desprenderse,
el costurón de cemento mancillando los mosaicos de la sala, los trebejos
guardados —para qué, para cuándo— en el cuarto de desahogo. Casa metáfora de un
país que también se caía a pedazos.
Siempre
quise tener una casa nueva, limpia y recogida, pequeña e iluminada, como aquel
apartamento de mis primos frente al teatro Aguilera, que se quemó —un atentado,
dijeron— y nunca volvió a construirse; en la enorme explanada hicieron un parque y un espacio para
ferias, otra metáfora del país. Me hubiera gustado que se construyera algo nuevo
—lo que fuera— sobre las ruinas de mi casa de Santiago. Tendría al menos la
sensación de que el tiempo no se detuvo para siempre en un macabro punto sin
regreso ni futuro.
La
casa de la esquina será un edificio. En dos o tres meses lo veremos elevarse
sobre el recuerdo de lo que un día fue. Nuevos vecinos se amarán, llorarán y
harán planes en espacios recién hechos para ellos. Los amueblarán y decorarán a
su gusto y la luz entrará por las ventanas relucientes. Tendrá escaleras
pulidas y hasta un elevador con espejos. Pondrán banderitas de colores de un
lado a otro de la calle anunciando su venta. Lo miraré con un poco de envidia
cuando pase en las mañanas y sé que sonreiré sabiendo que hay esperanza, que
ese edificio es la metáfora de un país que sigue vivo.