martes, 26 de febrero de 2008

Modos otros de amar

Abrazados desde hace seis mil años
al norte de Montova, Italia



Los ojos mexicanos se abrieron desmesuradamente cuando mi madre, con toda la naturalidad del mundo, dijo que en cualquier momento Camilo, que acaba de cumplir nueve años, empezará a “encerrarse” con sus amiguitas porque Manolín, el primo, que ahora tiene 17, desde hace años vigila que su abuela salga de la casa para meter a las muchachitas. “Pero ¿para eso?”, preguntaron, también muy abiertas, las bocas mexicanas. Las mismas que han dicho en más de una ocasión que los cubanos somos silvestres, rústicos, bestiecillas salvajes sin mucho pulimento; como buenos costeños, directos y rotundos, sin educación que nos limite los instintos a las normas elementales de compostura y contención que dictan la moral y las buenas costumbres del altiplano.
Y es que nada hay más falso que aquella frase de Martí que suponía que del río Bravo a la Patagonia había solo un pueblo. Aunque hablemos —supuestamente— el mismo idioma y hayamos sido colonizados por la misma metrópoli, nada hay más distinto a un argentino que un mexicano, a un caribeño que un peruano, a un venezolano que un uruguayo. Incluso dentro de las mismas regiones y países suele haber diferencias irreconciliables y disputas incomprensibles.
Y si hay un tema disímil y controversial no es la política o la lingüística, sino el sexo. Para los cubanos, especialmente los más jóvenes, criados —es cierto— con mucha apertura en ese ámbito, nada es más desconcertante que una frase tan frecuente por estos lares como: “Yo no soy muy sexual”. Los ojos cubanos se abren en este caso igual de grandes que los mexicanos del principio y siente uno como un desconcierto horadándole el pecho y las entendederas. Sin embargo, cuando alguien dice esa frase, lo que realmente está estableciendo es que no es una prostituta, una cualquiera, una fácil. O que no es una máquina sexual si de un hombre se tratara, que los hay, claro que sí, que hacen afirmaciones de ese tipo.
El jueves pasado, la Gaceta de la UNAM publicó un reportaje sobre los resultados de una encuesta realizada entre estudiantes de 13 a 19 años de varios estados de la república mexicana. Un alto porcentaje de las muchachas consultadas manifestaron estar convencidas de que deben ser pasivas sexualmente y no tener deseos; que las mujeres sólo pueden ser valoradas y reconocidas socialmente si son madres o esposas; que deben casarse por la iglesia y llegar vírgenes al matrimonio.
En 2004, la Primera Encuesta Nacional sobre Sexo, de Consulta Mitofsky, revelaba datos aterradores: sólo 2.6% de las encuestadas relacionaba la palabra sexo con satisfacción y sólo 1.9% con felicidad. El Instituto Mexicano de Sexología dio a conocer, por su parte, que 80% de las que viven en ámbitos rurales y 40% de las asentadas en las ciudades no han tenido nunca un orgasmo. Que padecen anorgasmia, concluye el Imesex. El orgasmo femenino no es cosa fácil, ya se sabe. Comparado con el masculino, tan inevitable y vistoso, el nuestro es algo así como desentrañar un tesoro. Llegar a él demora y requiere paciencia, tanteo, insistencia inteligente. Pero cómo un instituto especializado en sexualidad, digo yo, afirma esa barbaridad atroz en vez de indagar en la capacidad amatoria de las parejas de esas pobres mujeres y en sus propias costumbres de represión… Pero de qué capacidad hablo si a todos, incluidos los investigadores del Isemex, nos inculcaron desde niños que el sexo es sucio, feo y destinado a la reproducción.
Establecer que no se es una puta está marcado en los genes de la humanidad desde tiempos ancestrales. Una mujer, para que la respeten todos, y en especial su hombre, no puede ser una puta. Se lo machacan de las más diversas formas y se lo tatúan en las circunvoluciones más intrincadas del cerebro, de igual modo que a los hombres (la mayor parte de las veces la misma madre que castra a sus hijas) le dicen que todas las mujeres son putas, menos la que le dio la vida, por supuesto. Círculo macabro ése.
¿Qué significa no ser una puta? Simplemente pensar que el sexo no es lo principal en una relación (cuando es el único aspecto que diferencia a una relación de pareja de cualquier otra relación humana); tratar de no disfrutarlo mucho (no te vayan a confundir); creer que el orgasmo no es necesario; ponerle coto a ciertas regiones de la anatomía. Eso en el mejor de los casos. En el peor: no hablar de sexo por considerarlo un tema vulgar e impropio de mujeres; aprender a apagar los deseos hasta no sentirlos; considerar que son feos los genitales, que es desagradable hacer el amor… y cerrar los ojos, resignada, deseando que el otro, que es un animal pervertido e incontinente, el pobrecito, termine ya.
Que no hay conexión directa entre los besos —aun los apasionados— y el alebrestamiento de los órganos genitales nos han dicho en reiteradas ocasiones algunas bocas de tierra firme. O sea que puede darse uno los más tremendos mates y apretar como poseído —actividades a las que en México llaman fajar—, sin que eso implique continuar el acto sexual hasta su culminación. Se puede parar en cualquier momento y entablar una tranquila charla acerca de la necesidad de renegociar el capítulo agrícola del Tratado de Libre Comercio o lamentar la muerte de la perra de Paulina Rubio —me refiero al can de su propiedad, claro está— sin que eso asombre o descompense a nadie. Y no mienten, los veo en el metro tan jariosos que hasta yo me excito —¡rústica calenturienta, sí señor!— y cuando menos lo esperas, termina la función sin la más mínima muestra de alteración fisiológica en ninguno de los participantes.
Para los cubanos —bestiecillas silvestres a Dios gracias—, esa concepción del noviazgo de manita sudada queda perfectamente superada alrededor de los 13 años. Buena muestra es el primo Manolín. Si bien es cierto que las niñas siempre somos más románticas y recatadas, está clarísimo que cuando uno empieza a besarse y toquetearse con el novio es para llegar a un objetivo final que, especialmente en los varones —ya lo dije, el orgasmo femenino, más esquivo y discreto, es un tesorito que tarda en ser descubierto—, se consigue siempre. Es para eso que se inician los jugueteos y se prosiguen in crecendo hasta lograrlo. Cuando las muchachas ya saben de qué se trata, es insatisfactorio que un varón no se lo proporcione de una u otra forma.
Y volviendo a Martí, “piensa el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”. Las bestiecillas encerradas en su isla creen que para el resto del mundo el sexo es tan fundamental como para ellos que aseguran, convencidísimos —porque lo tienen confirmado en la práctica cotidiana—, que todos los problemas se resuelven en la cama y que quien está satisfecho sexualmente lo estará en el resto de los aspectos de su vida, andará con más entusiasmo y energía, será más pleno, llegará más lejos.
Y si buscando esa lejanía cruzan el mar y creen que al otro lado será igual, basados —tal vez— en que hay tanto turista que va a Cuba en busca de alocada diversión y placeres para el cuerpo… ¡oh decepción! Y no es que esté mejor o peor una que otra manera —cada quien tiene sus costumbres y se acomoda a sus modos—, pero de que las diferencias a veces se tornan insuperables… ¡lo llegan a ser!

martes, 19 de febrero de 2008

Época de ínguesu

Belén Rueda en El orfanato



Estoy considerando habilitar en este Parque del Ajedrez una sección para encuestas y adivinanzas. La primera trataría de indagar quién le atina, o se acerca lo más posible, a cuántas semanas hace que Arjona no se baña. La segunda, quién está más peleado con el agua, ¿él o Bosé?
Y pienso inmediatamente en el pobre Juanes, que no acaba de encontrar su look. Con la greña suelta parecía un Cristo grasiento; ahora, el hijo del mendigo de cualquier fábula medieval, con esa camiseta percudida y transparente de tan usada. Su barba de cuatro días —y de cuatro pelos— me conduce, también sin mucho tránsito, a los galanes maduros y marranos de las series televisivas: el Mike de Desperate Housewives, el Hank de Californication, el Luke de las Gilmore Girls, los novios de Anne Heche en Men in Trees. Todos cortados por la misma tijera, diseñados por el mismo estilista. Si las damas —y algunos caballeros— los ven hermosos, es porque ése es el parámetro de guapura que imponen la televisión y el espectáculo. A este paso y con esa insistencia, acabaremos considerando bello y varonil hasta a Ricardo Montaner.
Y si los hombres, mugrosos —fodongos, se diría en México—; las mujeres, esqueléticas. En la primera temporada de Desperate Housewives, por ejemplo, viendo a las protagonistas se podía decir: “Ah, qué flacas tan interesantes…” Ahora, en los capítulos más recientes, el azoro le arranca a uno un grito desesperado desde el fondo del alma: “¡¿Quién sacó a esas manjúas de su estanque?!” [Manjúa, pez muy pequeño y delgado, conocido en México como charal; chanquetes o boquerones en España].
El sábado, observando la cara huesuda, los hoyos de las clavículas, el prominente esternón y las costillas de Belén Rueda en El orfanato, tuve unas profundas ganas de llorar. Pobre mujer, quién le ha hecho esto, por qué se lo ha dejado hacer… tan linda que se veía en Los periodistas, no hace tanto. Y capaz que se sienta soñada pareciendo maniquí de clase de anatomía. No sé por qué el mundo se escandalizó cuando Mariah Carey dijo envidiar la delgadez cadavérica de los niños del desierto africano, si ése es el ideal de belleza que imponen la publicidad, la moda y los medios, aun cuando nos hagan suponer que emprenden campañas contra los desórdenes alimenticios y la talla 0.
Hablando de galanes y galanas, no correspondería —ni de juego— mencionar al conductor mexicano Adal Ramones, pero fue él quien en su programa Otro Rollo —que Dios fue magnánimo al iluminar a los ejecutivos de Televisa y permitir que saliera del aire—, acuñó un término que para mí es la más cercana definición del espíritu de la época en que vivimos: ínguesu; apócope de “chingue a su madre”, frase que, entre otras muchas acepciones, alude a lo que “vale madres”; o sea, a lo que importa un cacahuate o un pepino; es decir, a lo que nos es absolutamente indiferente.
La indiferencia es la marca de esta época. De un extremo al otro, en todo el rango espectral: ¿a quién le preocupan la cultura, la educación, las buenas maneras, y a quién le preocupa la apariencia? Me asusto a mí misma haciendo esta última pregunta, yo que siempre enarbolé como principio la frase martiana de “Mucha tienda, poca alma”. Pero una cosa es priorizar la fuerza interior del ser humano y otra, muy distinta, elevar el descuido, la escualidez enfermiza, incluso la suciedad, a la categoría de belleza, de canon. ¿Cómo es posible que ese pelo desflecado —ripiao, diría mi abuela Cristina— y ralo, tipo Jennifer Aniston, que antes era característico de las niñas desnutridas y en pobreza extrema, sea ahora el corte de moda? ¿No les molestan a estos jóvenes los pantalones hechos jirones, media nalga afuera, y las toneladas de mugre pegada a sus tenis desamarrados?
Todo eso no estaría mal —son modas al fin y al cabo, también nosotros le poníamos cloro a los jeans para que se destiñeran— si no fuera porque esa indiferencia, ese valemadrismo, abarca todos los ámbitos de la vida. ¿A quién importa adónde va un acento? Les da igual tentáculos que tentaculos, aunque sea el suyo el tentado. ¿Quién se fija en el sentido que aporta o elimina un signo de puntuación? Les viene lo mismo —recordando nuestra plática de fin de año, Juan Carlos, tomando prestado tu ejemplo— bendito sea el fruto de tu vientre Jesús (como si el vientre tuviera ese nombre), que bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús (como si el vientre fuera propiedad del cristo).
Y ya no me pongo purista con el lenguaje aunque ése sea mi campo y aunque me dé como una alferecía cada vez que veo “ti” acentuado en los espectaculares publicitarios y me explican que en quién sabe qué teoría del diseño, el acento refuerza la intención. O cuando el diccionario que acompaña a los procesadores de texto da por malas mis palabras cuidadísimas y por buenos sus múltiples disparates. Si confía en esos correctores automáticos, apréstese a pasar más de una vergüenza. Claro, si es usted uno de los poquísimos especímenes en extinción que todavía se preocupan por la ortografía y la redacción.
Como mandado a hacer, como encargado especialmente, si le hacía falta un ejemplo concreto que pudiera comprobar, le cuento que el corrector de Word acaba de quitarle el acento a “especímenes” (y ahora se lo volvió a quitar, por segunda vez, como diciéndome: “si serás necia, ¿no estás viendo que es sin acento?”). De este modo queda “especimenes”, con fuerza de pronunciación en la penúltima sílaba, o sea, “especiménes”. ¡Queda, pues, advertido!
Pero en lo que estábamos: que a nadie parece importarle nada. Festejan que las variantes juveniles del habla sean el idioma oficial de los medios y oiga usted a cualquier conductor diciendo: “o sea, güey, qué onda, a poco no está súper mega guao…” No les alarma ver cómo se convierte en héroes a los artistuchos de quinta y a los concursantes de los reality shows. Incluso a los delincuentes… ¿cuántos capos, de Emilio Varela y Camelia la Tejana a la fecha, no son protagonistas de la música o de los noticieros? Y luego nos asombramos de la ola de ejecuciones de cantantes de los géneros conocidos en México como gruperos.
Son los tiempos de entre siglos y, como cada vez, eso es lo que respira nuestra juventud. En una palabra: frustración. Si les parece exagerado, mire a su alrededor y los verá poblando todas las plazas del planeta. Unos muchachos que parecen sobrinos de Marilyn Manson, remedos de caricaturas japonesas, vestidos de negro y rosa, con los ojos muy maquillados, el pelo lacio muy negro o pintado de colores chillones, echado como cortina impenetrable sobre la cara perforada cual alfiletero por miles de piercings. Una tribu urbana en proliferación, una fusión de punk, góticos y fresitas (pijos, les dirían en España). Los emos, apócope de emotionals, cuya noción de vida y objetivo son la tristeza y la indiferencia.
“Modas pasajeras”, alegarán ustedes. “También nosotros nos parábamos el pelo como afros y bailábamos disco”. Yo diría que una cosa es la moda y otra la salud, incluida la mental. Una estética de la muerte nos rodea y se impone. Suele ser tan fuerte y sofisticado el bombardeo y el sitio, que ni siquiera lo percibimos conscientemente. ¿Por qué creen que estos muchachos idolatran como sus iconos a Jack [el personaje de The Nightmare Before Christmas; Pesadilla antes de Navidad en España y El extraño mundo de Jack en Latinoamérica] y al cadáver de la novia de Tim Burton, par de calacas?
Acabo de leer a Tomás Segovia decir que “todas las épocas se ofuscan sobre sí mismas”, que la España y la Inglaterra del siglo XVII no pudieron adivinar en el modesto Cervantes o en el oscuro Shakespeare a sus más grandes figuras. Tal vez en alguno de estos emos, o incluso en los muchachos que se reían con Adal Ramones, haya un germen de eternidad. Ojalá que así sea, pero por ahora pito, pito, lo digo y lo repito: el ínguesu es el espíritu de estos años.



PD: Sí, en ese mismo espíritu, me da igual que haya renunciado. Tengo la sospecha de que nos engaña una vez más, pero me da lo mismo. De tanto esperarlo, hasta que se muera me da igual.

martes, 12 de febrero de 2008

Extranjeros

Agustín y yo recién llegados a México
febrero de 1992
(Archivo Labrada)


A mi hermano Agustín Labrada,
a Ramón Iván, que nos trajo,
a Chelís y Barry, que me ayudaron a legalizarme,
a los amigos, cubanos y mexicanos, gracias a los que sobreviví.


El vuelo de Cubana de Aviación tocó tierra en Cancún poco después del mediodía del 10 de febrero de 1992. La bocanada de aire que nos dio la bienvenida fue la más caliente y húmeda que hubiera sentido en mis 28 años. Ya abajo, junto a la mesita de Migración —ese aeropuerto era entonces un cucuruchito—, nos esperaban Darsi, Joel Cano y Alexis Núñez Oliva. Los amigos nos hacían sentir que estábamos llegando a casa y que allí estaban ellos con el ancho abrazo en el que siempre hallaríamos cobijo.
Meses antes, recién llegado de Madrid, un todavía deslumbrado Bladimir Zamora me contó su encuentro con Gastón Baquero. El apartamento, decía, era como una isla de la que el viejo bardo salía pocas veces. En las paredes había cuadros de Martí y Maceo, del escudo nacional y la bandera. Después de una larga conversación llena de las indagaciones propias de la nostalgia, el enorme poeta lo invitó a almorzar: arroz con garbanzos, tasajo, plátanos maduros fritos, casabe y, de postre, dulce de guayaba con cremita de leche.
Viví en aquella anécdota mi primer encuentro con esa otra realidad de la cubanía, la de los exiliados. Entonces, asombrada, escribí: “He ahí una prueba de cómo el exilio exacerba la nacionalidad, y la identidad cultural se conserva con más celo del que tenemos aquí”. Y la vida me dio la oportunidad de comprobarlo: he visto más casas y paladeado más almuerzos como ésos de los que pudiera haber conocido durante mis casi tres décadas en Cuba. En México, Miami, Nueva York, Madrid, Valencia, Barcelona y en cada rincón donde se encuentre un cubano cargando con su isla, con el ajiaco, los tostones y el congrí, la yuca con mojo y las frituras de malanga, los casquitos de guayaba y la malta con leche condensada, con los orishas y la Virgen de la Caridad, Los Van Van y el Beny, Silvio y Pablo. Porque la pérdida del sentido de pertenencia le hace aferrarse a su identidad, única raíz que puede conservar, y reproduce su patria en cualquier lugar en donde se detenga o se asiente.
En la cotidianidad del cubano actual, las demandas de la inmediatez suelen olvidar a Martí y a Maceo. Nadie se cuestiona qué tan cubano es el otro ni qué tan fiel a su identidad es uno mismo porque sean como fueren, les gustara la música que les gustare, profesaran la creencia que profesaren, todos los habitantes de la isla son cubanos. Cubanos no, cubanísimos, aunque muchos de ellos maldigan haber nacido allí, se recondenen la vida con las guaguas y el calor y el hambre y los apagones y el café de la libreta y el alcohol a toda hora y sólo miren al mar para soñar que algún día estarán del otro lado.
Pero cuando se ha cruzado esa inmensidad azul, entonces se dispara como un fuelle aquel concepto sagrado de la tierra más fermosa aprendido en La historia de mi Patria y en los cuentos de los viejos, y la sobrevivencia del alma —y a veces hasta la del cuerpo— se sostiene sobre la invención de una nación de ensueño. Alrededor de una Cuba edificada de recuerdos, de mitos ajenos o anécdotas muy viejas, se constituyen esas pequeñas ínsulas de compatriotas que comen la comida que no comen en la isla más que en los días de gran fiesta, oyen la música que aquéllos despreciarían, lloran a moco tendido recordando el malecón y así refuerzan la noción de que algún día, cuando acabe de pasar lo que ya no puede tardar mucho, regresarán a la tierra. Porque mientras los de allá se ilusionan con nuevos horizontes que no los limiten, sucede con frecuencia que, sobre todo al principio de todo exilio, los de acá solemos limitar nuestra vida y nuestros horizontes a la culpa eterna de haberlos traicionado de algún modo y a la esperanza de volver.
Cuando decidí permanecer en este país fascinante, lleno de contrastes y sorpresas, encontré con las manos extendidas a los primeros compatriotas. Ellos fueron refugio para la soledad y la nostalgia, reencuentro con la isla portátil que todos llevamos bajo el brazo y desdoblamos, armándola y desarmándola en cada encuentro. Y compartí con ellos la fascinación de los descubrimientos: esa sensación telúrica de que estas calles no me eran del todo desconocidas, la admiración por esta cultura enorme y milenaria, la visión de las nieves blanquísimas de los volcanes o de esa cazuelita incandescente en la cima del Popocatépetl, el picor del habanero y el chipotle que te dejan en el punto más cercano al paro respiratorio, la hilaridad que nos producían, entre otros tantos, esos carteles de “Tortas cubanas” o “Se solicita muchacha activa”. Y también el choteo, la crítica a ultranza, el juicio arrogante y la irreverencia que nos son consustanciales.
Eran tiempos de furia aquellos inicios de los noventa. Una avalancha de cubanos llegaba en asombrosas oleadas y las leyes migratorias se recrudecieron. Nuestra permanencia en el país azteca era un sobresalto constante. El fantasma de la ilegalidad —y con él, la cárcel, la deportación, el desempleo— pesaba sobre todos tratando de reducirnos sin clemencia. Pero nos aferramos a este suelo con esas raíces que volaban en el aire y en cualquier pequeño apartamento, cualquiera de esas noches heladas se armaba el rompecabezas de la isla y dormía uno más tranquilo y más abrigado, como en el cuarto de los hermanos en la vieja casa familiar.
Una esencia une al hombre con su entorno natal. En las calles donde aprendimos a caminar nada necesitaba explicación, todo era naturalmente armónico, había una pertenencia mutua. Al ser arrancado —o arrancarse— de ese suelo, el aprendizaje se convierte en adaptación. Viviendo entre dos tierras, con un pie en el valle tenochtitlano y otro en la isla, ese proceso de adaptación ha sido arduo y lento. En un país en el que las cosas se dicen diferente —o ni siquiera se dicen—, donde todo requiere de formalismos y rodeos, el desparpajo de los cubanos, nuestra manera desprejuiciada, escandalosa y acelerada de hablar, la gesticulación exagerada, pueden resultar graciosos pero también ofensivos. Ha sido difícil acostumbrarnos a otras normas de relación interpersonal —incluso amorosa—, a otra manera de concebir y de practicar el humor, a otra variante del idioma que puede sembrar la terrible semilla de la incomunicación y el malentendido.
Pero por encima de todo ello, que se supera más o menos con los años, lo verdaderamente terrible es esta sensación —¿certeza?— de que el exiliado ya no pertenece a la tierra de la que partió pero tampoco a la que empieza a descubrir. Que el resto de la vida será un extranjero dondequiera que se pare. Y en medio de la disyuntiva entre estas fatalistas conclusiones y la celebración festiva de la condición global de ciudadanos del mundo que iniciamos Agustín y yo hace 16 años, se aparece la Huesuda —dirían aquí— a hacerme ver, en sólo medio día, la dimensión exacta de la muerte en el exilio.
Siempre se muere solo y tal vez los ritos funerarios no sean más que formalismos sociales y conveniencias comerciales, pero las exequias de un desterrado suelen ser la más rotunda confirmación de su calidad de ajeno. El viernes, mientras el exangüe cortejo que acompañaba los restos de Osvaldo Navarro recorría el Paseo de la Reforma hacia el crematorio, me preguntaba cómo es posible que en esta hora infausta poetas como él no reciban el más mínimo homenaje público —ni una nota en el periódico— en la tierra que los vio nacer y a la que dieron gloria. Cómo es posible que la sede diplomática que debiera representarnos —cualquier embajada lo hace; la nuestra sólo nos saca dinero para mantener aquella economía en bancarrota que depende de los gusanos y las putas—, cómo es posible, me decía, que ni por equivocación alguien de la oficina cultural haya llamado a Elena, al menos para darle el pésame, siendo que Osvaldo, además de ser un escritor de sólida trayectoria, formó parte del cuerpo diplomático de aquel país. Cómo es posible que sus cenizas tengan que quedarse en lugares que le fueron inhóspitos en vida, en vez de ser regadas en el pedazo de patria al que hubiera querido regresar. Qué capacidad asombrosa ha tenido ese maldito hombre —que sí morirá en paz porque su proyecto de maldad y destrucción ha sido todo un éxito— para, aprovechando el temperamento apasionado, inmaduro y beligerante de los cubanos, echarnos a pelear en bandos irreconciliables —los cubanos de verdad y los gusanos; los gusanos de verdad y los de terciopelo, como bromeaba amargamente Félix Luis— y que no sea suficiente la soledad de la muerte, sino que tengamos que vivir sacándonos los trapos y los ojos, como si no bastara el dolor de subsistir en esta orfandad de los sin tierra, de los desperdigados por las tierras de otros.

viernes, 8 de febrero de 2008

Buen viaje, Osvaldo








El Parque del Ajedrez está de luto por la muerte del poeta Osvaldo Navarro. Uno más que se nos va lejos de Cuba.
Que descanses en paz, Osvaldo. Allí donde estés.
Un abrazo enorme, Elena. El de siempre.


Más información:

martes, 5 de febrero de 2008

Las cosas de mi país

Las fotos que encontré del estado de la salud pública en Cuba
son tan deprimentes y vergonzosas, que he preferido poner ésta,
del exterior del Cuerpo de Guardia del Hospital de 10 de Octubre
y que de ahí, usted se imagine lo que hay dentro


Allá por los setenta había una guarachita, creo que de la Orquesta Aragón, que decía: “Las cosas de mi país asombran al mundo entero”. Llevo días tarareándola... mientras faxeaba los documentos de viaje de mi mamá para “convencer” a la aduana mexicana de que dejara pasar como “artículos personales” la ropa que mandaban las primas de Miami; mientras pagaba el alquiler mensual que bajo el nombre de "prórroga de permiso de estancia" cobra el consulado cubano por permitirle estar acá; mientras hacía sus maletas tratando de meter La Habana en Guanabacoa y que pesara 25 kilos.
Ni un milagro consigue esa capacidad de síntesis cuando hay que mandar hasta lo más inverosímil. Desde agujas e hilo hasta un DVD con todo y las películas; desde ropa y zapatos para toda la familia y pilas de todos los tamaños hasta velas y estropajos para fregar; desde productos de higiene personal, hasta los globos para el cumpleaños de Camilo y los caramelos para la piñata; desde un potecito para la mantequilla —cuando haya— hasta las bolsas plásticas de los supermercados para que ahí les echen el arroz y los frijoles de la bodega.
El tío paterno, que vive en Estados Unidos, le prometió a Camilo una laptop usada. Aprovechando el gasto, agregó al paquete otras cositas, entre ellas, medicinas. No medicina controlada, que no haya o no vendan sin receta en cualquier lugar del mundo. No: esparadrapo, curitas, tolnaftato, ranitidina. Las políticas de la aduana mexicana restringen la entrada de medicamentos y equipos médicos, sobre todo si existen en el mercado mexicano cual era el caso, por lo que el paquete tuvo que ser regresado a Chicago para que el tío sacara las medicinas y lo volviera a mandar.
Para cualquier “ojo extranjero”, esto pareciera una locura, algo fuera de dimensión, fuera de toda lógica. ¿A qué país del mundo —cuál le gusta... ¿Burkina Fasso, Timor Oriental, Haití?... ¡el que quiera!— tendría que mandar esparadrapo y curitas por un tercer país, aprovechando la visita de un familiar?, ¿a cuál enviaría una computadora por mensajería?... ¿Lo normal y lo lógico no sería que mandara el dinero y ellos lo compraran allá, sin tanta vuelta y tanto gasto?... Pues no, porque como me dijo hace unos días un buen amigo: en Cuba la supervivencia niega toda posibilidad de razón. Y para el cubano de a pie no hay un lugar donde comprar una computadora ni medicinas en las farmacias.
"¿Cómo no va a haberlas?", dirá usted incrédulo, sospechando seriamente de mi gusanería. Pues ésa es la verdadera cara de la salud pública para buena parte del pueblo cubano. Inventan la vacuna contra el sida, pero no tienen una aspirina en las farmacias. Y cuando “llega” —ese verbo que sólo en Cuba se utiliza en esa acepción—, hay hacer cola y ver si alcanza para todos… Y no se le ocurra enfermarse o accidentarse, porque si va al hospital equivocado, al que “no le toca” —“tocar”, otro verbo muy cubano—, no habrá una ambulancia que lo lleve al correcto, o tendrá que esperarla por horas muerto de dolor, como le pasó a Piri cuando se quemó. Y si es enfermo terminal, ni lo piense, que hay urgencias más importantes, en fin que usted ya va a morirse, como le pasó a mi padre en plena agonía. Y si le toca cuchilla, prepárese a ver las cucarachas subiendo las paredes del quirófano, como las vio mi hermana en Maternidad de Línea cuando tuvo a Camilo. Y si va a consulta o a urgencias, tendrá que arriesgarse al posiblemente desacertado diagnóstico de un estudiante de medicina porque los médicos graduados y los especialistas están en misión internacionalista. Y si lo internan, su familia tendrá que llevar hasta la ropa de cama. Y si van a operarlo, tendrá que ponerse en lista de espera para la anestesia. Y si se va a arreglar una muela, ahí no hay anestesia que valga, eso siempre ha sido a sangre fría, aun en los mejores tiempos.
Claro, si usted es extranjero nada de esto pasa, porque podrá ir a los hospitales habilitados para el caso, con la última tecnología, atención esmerada y cobrados en dólares, adonde los cubanos no pueden ni asomarse. Y cuando le receten sus medicinas, las podrá comprar en la farmacia de dólares donde tampoco pueden comprar los cubanos si no tienen esa moneda o la que esté de moda: CUC, euros, libras esterlinas…
Y por si esto no le pareciera suficiente, o lo considerara bastante normal en un sistema de salud pública estatal, aun tratándose de la tan cacareada potencia médica mundial, le transcribo de inmediato la anécdota que me contó hace sólo unos días, apesadumbrado —¡y cómo no!—, un muy querido amigo español:

"La historia comienza con un niño cubano al que le diagnostican leucemia linfoblástica. Ni tú ni yo somos médicos, pero seguro que coincides conmigo en que un nombre tan feo sólo puede describir algo terrible. Así era, terrible, y por eso hace un par de años su mamá escuchó la noticia sin llorar ni alterarse, como sólo una mamá puede reaccionar ante las cosas terribles y ante los monstruos.
En aquel momento, su familia de Madrid y su familia de Miami trataron de explorar las posibilidades que el niño podía tener. Los de Madrid pronto sugirieron un hospital adecuado para estos casos. Pero en aquel momento los médicos cubanos no autorizaron trasladar al niño. Dónde iba a estar mejor, le explicaron a la madre, en ningún lugar del mundo le tratarían como le iban a tratar en Cuba. Tranquila.
De momento la cosa no fue mal, y la enfermedad remitió por unos meses. Pero al cabo de ese tiempo, el niño recayó. Después de una recaída el mundo se vuelve horrible, porque las posibilidades empiezan a reducirse. El niño sólo tenía entonces dos años y medio, y nuevamente la familia se movilizó. De nuevo, los de Madrid encontraron un hospital que proponía un tratamiento que daba alguna esperanza. Sólo hacía falta un informe médico para trasladar al enfermo y adecuar el tratamiento. Durante cinco meses se pidió este informe. Ese tiempo es para esta enfermedad equivale a cinco décadas de vida para ti o para mí. Como no aparecía el maldito informe médico, le dije a mi cuñada que le diera 100 euros a un médico para que lo redactara. El informe entonces se redactó, pero al no haber papel ni computadora en el hospital, se escribió en unos pañuelos de papel que mi cuñada se había llevado a Cuba de su último viaje a España. Mi cuñada transcribió en su oficina ese informe manuscrito en el
kleenex a un papel normal, escaneó el logotipo del hospital y lo envió por email. Sin embargo, el tiempo que había transcurrido era tanto, que los médicos en Cuba se vieron obligados a administrar un tratamiento experimental sin demasiadas garantías. Como era de esperar, este tratamiento no dio resultado y el niño empeoró.
Busqué en muchos hospitales de muchas provincias de España para saber si podía hacerse algo. Todos los médicos me decían con pesar que hubiera podido hacerse, pero que a esas alturas ya parecía demasiado tarde. En tres hospitales me informaron que estaban dispuestos a hacerse cargo de todos los gastos que pudiera generar el tratamiento, y el jefe del servicio del Hospital de mi localidad me indicó que todos los médicos y profesionales que participaran en el tratamiento estaban dispuestos a hacerlo sin cobrar, a sacar el tiempo de sus horas libres. Pero que en este estado las esperanzas eran mínimas.
Cuando se lo dije a la madre, ella estaba en su casa con el niño. Les habían enviado allí desde hacía unas semanas porque los niños cubanos no pueden morir en un hospital. Si lo hicieran, la estadística de mortalidad infantil se resentiría, y una estadística es algo a lo que no se puede renunciar. A un niño sí. El niño murió el día de los Reyes Magos."