martes, 28 de junio de 2011

Mi orgullo es



Parafraseando la canción.


En la madrugada del 28 de junio de 1969 la policía irrumpió en una cervecería del Greeweech Village neoyorquino. Por aquel entonces, no sorprendían a nadie las redadas en establecimientos frecuentados por marginales, incluidos los homosexuales en esa categoría. Pero esa noche en el Stonewall Inn los ánimos se calentaron más que de costumbre. La situación se les salió de control a los agentes del orden cuando la gente —no sólo homosexuales— que se fue concentrando a las afueras del bar, empezó a gritar consignas como “¡Gay Power!”, a cantar, aplaudir y apoyar a los detenidos y a los expulsados del local. Lo que la historia ha registrado mesuradamente como “disturbios de Stonewall” acabó como —diríamos los cubanos— la fiesta del Guatao.

Las protestas, a las que se fueron sumando cada vez más adeptos, se extendieron a los siguientes días y en una semana, los residentes del barrio se habían reunido en grupos de activistas que protagonizaron las primeras manifestaciones organizadas en defensa de los derechos homosexuales. Esto fue el detonante para que en todo el mundo surgiera lo que se conoció originalmente como movimiento gay, que el 28 de junio de 1970 realizó en Nueva York y Los Ángeles las primeras Marchas del Orgullo.

Al cabo de estos 42 años de lucha tenaz y constante, la situación de las homosexualidades es otra, aun cuando persisten actos sistemáticos de odio y discriminación. Los logros de la última década en aspectos legales y sociales todavía despiertan asombros e inquietudes, especialmente la incorporación del matrimonio entre personas del mismo sexo en las legislaciones de España, Argentina, Brasil, la ciudad de México y algunos estados de la Unión Americana, el más reciente Nueva York, hace sólo unos días.

Quienes no son homosexuales, por muy cercanos y solidarios que sean, tal vez sólo tienen una idea pequeñita de lo que es vivir contraviniendo una norma moral tan primaria y estricta. Desde que nacemos somos catalogados como mujeres u hombres según los órganos genitales que tengamos, y desde ese mismo primer respiro queda definido cuál debe ser nuestro comportamiento sexual: las niñas, hembras; los niños, varones. Y aunque hoy sepamos y aseveremos que la genitalidad no necesariamente determina las inclinaciones y atracciones, el peso de esa marca es inconmensurable. Pero, además, fallido. Porque no existen sólo esos dos sexos y mucho menos esa única forma de relación que se pretende.

Más no relataré las confusiones, angustias, abusos, burlas, ataques, suspicacias, descréditos, insidias o limitaciones que un homosexual tiene que enfrentar, sino que voy a hablar del orgullo, como anuncié en el título. ¿Por qué tendrían que estar orgullosos un gay o una lesbiana?, preguntan los críticos del orgullo ajeno, como si no pudiera estar una orgullosa de lo que le dé su regalada gana. Y yo, criada y crecida en el machismo revolucionario cubano —uno de los peores—, donde teníamos que ser hombres nuevos aunque fuéramos mujeres, consiento a ratos en que no estoy orgullosa por las tonalidades de esa sexualidad que no escogí, que me fue dada de manera natural como a los heterosexuales la suya. Que no le doy gracias a la vida por ser lesbiana, sino por ser Odette Alonso con todos sus bemoles, incluida la valentía para asumir públicamente la especificidad “diferente” de mi sexualidad.

De esa valentía sí estoy orgullosa. Y también de haberme propuesto ser abiertamente lo que soy, de esforzarme para que el ejercicio de esta sexualidad no menguara mi dignidad como persona y como profesional, de haber incorporado ese tema a mi proceder cotidiano y a mis letras con altura literaria, para contribuir así a que otros niños y niñas, a que otros jóvenes, sepan que no es torcido ni perverso ni condenable no ser heterosexual.

Mi orgullo son los activistas que durante décadas, en cada rincón del planeta, contra viento y marea, arriesgando incluso sus propias vidas, se han empeñado en lograr que tengamos los mismos derechos y oportunidades que el resto de la gente, y quienes siguen luchando por que no sean las peculiaridades de nuestra sexualidad una razón de discriminación, marginación y segregación. Lo son, también, aquellos que escriben nuestra historia en la práctica cotidiana y quienes la documentan en la literatura, las artes, el periodismo y la promoción cultural.

Mi orgullo son aquellas personas que me dieron soporte, ejemplo y fuerza: mi tío Pepín, mi tía Noris y Sonia, mis hermanos los Orlando, las hermanas que desde la universidad venimos andando este camino común. Y las amigas y amigos, cómplices y compañeros, que he encontrado en el trayecto: los que al cabo siguieron otras rutas, los que la muerte nos arrebató prematuramente, los que seguimos cerca, abrazándonos y riéndonos todas las veces posibles. Y quienes en cualquier lugar del mundo han tenido el coraje de vivir con sus parejas —o de tener miles de amantes— cuando así lo han decidido sin importarles —o desafiando— el ojo del vecino y la espada flamígera de las autoridades y de las convenciones sociales.

Mi orgullo son mi madre y Piri —que tantas cosas han tenido que enfrentar en mi nombre—, mi sobrino Camilo, mi prima Astrid y todos los heteros que me han apoyado y brindado su amistad sin reparos ni condiciones (porque muchos ha habido y hay que prefirieron no hacerlo). Y mi orgullo —enorme, invaluable, casi indescriptible— son las mujeres a las que he amado —grandes, hermosas, tremendas—, que me han dado el honor de compartir con ellas como pareja un tramo de sus vidas, de nuestras vidas.

A todas ellas y a todos ellos hoy, en el Día del Orgullo, y todos los días del mundo, mi más sincero agradecimiento.

miércoles, 22 de junio de 2011

Brevedad ficticia



Como seguramente saben, en estos tiempos de inexplicable celeridad —¿adónde creeremos ir tan apurados?— ha florecido un “nuevo” género literario al que se le ha bautizado como microcuento o minificción. Una suerte de hermanos del epigrama poético son sus textos, emparentados también con los tuits de Twitter, los post de Facebook, los text de los celulares, que son como primos gringos, con sus nombrecitos ingleses, cortos como su contenido.

Aunque para algunos pudiera parecer que tan rápida lectura no exige gran concentración, lo breve no tiene por qué ser necesariamente insulso o fallido. Tengo algunos amigos y amigas que escriben esas minipiezas con la delicada maestría de un bocadillo de coctel. Recuerdo ahora, especialmente, a mi querida amiga Amélie Olaiz, cuyos pequeños cuentos son una delicia.

Todos este choro —rollo, teque, muela— viene a cuento porque anoche soñaba con unos desconocidos que se asoleaban en el patio de una casa de playa. Los miraba desde una ventana alta y luego veía, o presuponía, unos cadáveres apilados en un rincón de la sala, tras una cortina, como aquéllos de Bound (1996) —llamada Cómplices en México y Lazos ardientes en España—, excelente película de los Wachowski, anterior a la saga de Matrix, con Jennifer Tilly y Gina Gershon en el papel de dos amantes lesbianas involucradas con la mafia, la clásica, la de antes.

Soñaba yo, les digo, con esa extraña casa iluminada de un tono sepia, en la que algún peligro debo haber corrido porque tenía una sensación de sobresalto, cuando alguien del sueño —que era como mi amiga Maru, pero no— puso en el suelo, ante mí, una pastilla muy blanca que al tratar de partir a la mitad se hizo pedazos. Como el sueño mismo, porque en ese momento un mosquito zumbó a mi oído, desgañitado, con la insistencia de esos tiernos infantes que los fines de semana al amanecer, cuando el sol apenas se despereza tras el horizonte, arrancan las sábanas a sus padres pidiéndoles desayuno.

Faltaban quince minutos para las cuatro cuando, a tientas, alcancé la cajita de VapoRub —mentolato, diría mi abuela Lola— en la mesita de noche, que en México se llama buró. Me embarré las orejas, las mejillas y el cuello, que eran las únicas partes de mi hermosa humanidad que no recibían el amparo de las cobijas. Pero el culícido —que no en vano le pusieron así a esa familia de insectos— no cejó en su vampírico y cantarín empeño, a pesar de los manotazos que volaban por el aire y acababan encima de mi adormilada cabeza.

Y no fue el lirismo del culícido sino ese gaznatón lo que volvió a despertarme y entonces sucedió el milagro: di mi primer paso hacia el género de la ficticia brevedad. Como ocurren las cosas a esa hora, como un relámpago o el fulgor de una saeta atravesando la oscuridad, se dibujó en mi mente soñolienta mi primer minicuentito. Pensé llamarlo “Dame un traguito ahora, cantinerito”, pero supuse que ese título ya está protegido por las normas internacionales del derecho de autor. Y como nunca he sido especialmente buena para los títulos, decidí no obsesionarme con detalles a esa hora, porque lo único que lograría iba a ser espantarme el poco sueño que me quedaba.

Éste es el resultado de ese destello nocturnal:


Dormí profundamente hasta que un mosquito histérico empezó a dar unos gritos de espanto sobre mi oído. A tientas, agarré la latita del VapoRub y me embadurné la oreja y la cara para tratar de ahuyentarlo. Intento inútil, porque entonces le escuché decir, clarito: "Cantinero, mi trago que sea mentolado".

jueves, 16 de junio de 2011

Luna roja



Al anochecer del sábado 19 de marzo subí a la azotea del edificio donde vivo con una emoción parecida a la que me hacía trepar al tanque de agua de mi casa de Santiago. Habían anunciado que aquella noche podríamos ver la Luna más grande y más brillante de las últimas dos décadas. De modo que subí la escalerilla metálica —incomodísima— que llevan al punto más alto de la construcción y salté una verja con la destreza de quien, de pronto, volviera a tener 12 años.

Lo que vi en el horizonte me encogió el pecho como a la boca el primer bocado del marañón. Era una luna opaca, de color anaranjado cenizo, que daba miedo. La sonrisa se me borró y tuve que sentarme en un muro de cemento que sobresalía del techo. Atónita la miraba cuando las lágrimas empezaron a llenarme los ojos. Lo que sentía no puedo ni quiero describirlo, era una impresión extraña que días más tarde expliqué como “memorias de dolor”, pero que en ese momento me hizo temer los augurios más desafortunados. Al punto que le dije —ya saben que hablo con todo lo existente porque para mí todo tiene vida—: “Bueno, Selene, que sea como tenga que ser… aquí estoy para lo que me corresponda”.

Imaginé a medio mundo arrobado, inocente, observando con admiración en ese mismo instante al astro madre y recibiendo de él toda aquella energía negativa. “¡Pobre humanidad!”, pensé. Tendríamos que saber —alguien tendría que decirnos o decirle a los medios que nos dijeran— que esa Luna no es buena. Que no es la Luna alcahueta de los enamorados, ni el paño de lágrimas de los poetas, ni el queso Gruyère de la fábula infantil.

En este mundo contemporáneo —al que algunos llaman “vida moderna”—, tan urbano y escolarizado, la denostación a la sabiduría elemental y el deterioro de las religiones originarias —y las institucionalizadas—, nos han conducido a una crisis generalizada de la fe. En ese proceso, el ser humano ha ido perdiendo su conexión primaria con el planeta. Durante los siglos más recientes, el apego a lo natural fue considerado símbolo de oscurantismo, decadencia y superstición, contrario a la aparente contundencia de las explicaciones científicas. Muchos sentenciaron como ignorancia —muchos aún lo hacen— los conocimientos empíricos de los viejos y los brujos, y se les ha sometido a todo tipo de desprestigio y escarnio consuetudinarios, como si la ciencia no fuera una modalidad de la magia y viceversa.

En los últimos tiempos, con el auge de la ecología y todo el asunto del cambio climático, cunde una tendencia cursilona que considera a la Naturaleza como víctima, como una pobre madre que siendo la dadora incondicional de todos los bienes sólo recibe nuestro abuso, desidia e ingratitud. Abundan quienes la miran con lástima, como si no fueran también, planeta y Universo, los causantes de indecibles desastres desde que el mundo tiene memoria, ésa que está tatuada en el mapa genético de cada uno de nosotros, tanto de los que dicen “ver para creer” como de los que dicen “creer para ver”. Y así, entre persecución y bobería hemos acabado por perder la capacidad que tenían nuestros antepasados para discernir, leer e interpretar las señales que la Naturaleza nos envía.

Anoche, cuando iba subiendo las escaleras del metro en Ciudad Universitaria, vi la Luna, llenísima, como una sombra mate sostenida en el cielo a un ángulo de unos treinta grados. Podía confundírsele con una nube cualquiera. Cuando salí del metro en Etiopía, donde debía estar sólo había oscuridad. No sé si eran nubes o el eclipse porque quité la mirada y apuré el paso. No quería que esa energía me bañara. O pretendía que, al menos, fuera la menor cantidad de tiempo posible. Cuando llegué a la casa, a pesar del calor, no abrí las ventanas.

Pero eso no evitó que su cara anaranjada me observara desde el cabezal de Google y desde las fotografías que colman hoy los diarios y los sitios digitales de todo el mundo. Como si no fuera suficientemente elocuente su apariencia, se llama Luna de sangre a esa bola roja que tantos admiraron ayer porque, a fuerza de oírlo, suponen que todo lo natural es bello. Y sí lo es, por supuesto, miren esa foto. Aterradoramente bella.

martes, 7 de junio de 2011

Pastillas para no comer



En la farmacia puedes preguntar:

¿venden pastillas para no soñar?

Sabina



La tarde de domingo cayó suavecita. Las sombras entraron por las ventanas y en un segundo, cubrieron la sala de mi casa. La noche transcurrió como agua, mientras yo disfrutaba la compañía de mis amigos de Facebook. Cuando miré el reloj faltaba poco para las once, tenía que ir pensando en acostarme. Y entonces me di cuenta de que se había ido el fin de semana —¡otra vez!— sin preparar comida para llevarme al trabajo.

A regañadientes, ya entonces cansada y de mal humor, puse agua a hervir, eché un paquete de espaguetis, lo mezclé con la salsa a los cuatro quesos de la cajita de Hunt y hasta mañana. Al otro día me levanté con la misma furia de cada lunes —preguntándome por qué hay que ir a trabajar—, me enredé en las rutinas matinales y cuando estaba a punto de salir, con la bolsa colgada al hombro, me acordé: “¡Aish, la maldita comida!” Mentando madres abrí el refrigerador, eché un poco de pasta en el tupper, le rocié queso parmesano, la envolví en una bolsa de supermercado y la zumbé en el fondo de la mochila.

Acaban de asistir a uno de los episodios recurrentes en mi relación con los productos alimenticios, que se completa, en este caso, cuando, al mediodía, el horno de microondas deja esa pasta reseca e incomible y así me la atarugo gaznate abajo. Por eso, hace unos días afirmaba, ante el asombro de muchos, que seré inmensamente feliz el día que inventen las pastillas para no comer y las vendan en GNC o las tiendas naturistas como esas otras píldoras de equinácea, omega 3, nopal o cartílago de tiburón.

No es un inhibidor del apetito lo que deseo, sino un sustituto de los nutrientes esenciales, porque lo mío no se trata de un asunto estético, como pensaron inicialmente algunos amigos —lo de estar flaca o gorda nunca ha sido parte de mis preocupaciones—, sino práctico. Y es también un tópico familiar; mi prima Astrid no me dejará mentir, ni Piri ni mi mamá: las Yodú preferimos un sándwich de jamón con ensalada rusa a un bistec o un potaje. Para honrar a quien honor merece, la susodicha pastilla ha sido el reclamo sempiterno de mi madre cada vez que tiene que cocinar, labor que le desagradaba tanto como a mí, pero no podía evitarla porque las madres, las pobres, no sólo deben que comer como cualquiera, sino que tienen la responsabilidad de alimentar a esas criaturas despreciables que critican todo lo que ellas hacen con su mejor esfuerzo y lo comparan con quienes supuestamente lo hacen mejor, aquéllos que las desvalorizan hasta que ellos mismos se convierten en padres… ¡porque Dios es infinitamente grande y tenebroso en su capacidad de venganza y de humillación!

Aclaro para que no se me malentienda: no compañeros, no estoy pidiendo que baje una circular del Comité Central ordenando la ingesta obligatoria de la píldora antijama. No quiero que les restrinjan a ustedes sus placeres, simplemente expongo mi caso sin ánimo de contrariar ni cuestionar goces ajenos. Confieso: no es la comida uno de los míos. No es que no disfrute un platillo que me guste, pero me gustan pocas cosas; no es que quiera dejar de comer para siempre —que hasta los fakires tienen que echarse su almuercito de vez en cuando—, pero sería genial no tener que hacerlo obligatoriamente todos los días.

Y hablo de obligación porque jugar dominó, acampar, comer cañandonga, volar papalotes, incluso aspirar los humos del tabaco u otras yerbas y libar los elíxires de la etilia son placeres que si bien dan deleite a quienes los practican, no son imprescindibles para la supervivencia del resto. De hecho, nada es imprescindible más que las funciones orgánicas que nos mantienen vivos; lo demás es floritura, modos de hacer más llevadero el trayecto. Y alimentarnos es una de esas funciones necesarias, mientras que los goces de guisar y degustar forman parte de esos otros hobbies para alegrar el alma.

Este carácter obligatorio de la deglución, revestido del disfrute que éste ocasiona a la mayoría, la dotan de una fuerza avasalladora. Cuánta no tendrá en el consciente y el inconsciente colectivo que, por ejemplo, las huelgas de hambre son utilizadas como mecanismos de presión para exigir derechos políticos y demandas que poco tienen que ver con el caldero. Y cuánto de la dependencia al hábito excesivo no se originará en la crianza, si a los niños que no quieren comer —a esa tierna edad en que todavía tenemos tan claros los instintos y sabemos los porqués— se les persuade de tragar, aun a disgusto, amenazándoles con quitarles lo que más quieran.

Pero tal vez la reflexión más importante que me dejan las reacciones de alarma y hasta de enojo de mis contertulios cuando les hablo de este tema, es la percepción de la capacidad de intolerancia del humano ante su propia diversidad. Hasta yo misma, cuando comprendo que soy diferente —¡también en esto!—, empiezo a buscar explicaciones a tales “disfunciones” en posibles traumas infantiles —una fijación oral a lo Shakira, si me habrán violado de niña o me quitaban la merienda en el recreo, si fue demasiada el hambre de los planes escuela al campo y el período especial— porque siempre nos enseñaron que lo natural, lo normal, lo aceptable, es sólo aquello que le gusta a la mayoría —o que repiten por hábito aun sin la seguridad del gusto—, cuando natural es todo, porque todo nace y crece dentro de la Naturaleza.

Eva me recordó hace unos días que Rantés, el protagonista de Hombre mirando al sudeste, sospechoso de ser extraterrestre, diagnosticado como maniático y encerrado en un hospital para enfermos mentales por razonar y actuar de manera distinta a como lo hace el resto, pedía: “Yo no quiero que me curen, quiero que me entiendan”. Yo ni siquiera pretendo eso —cómo pedirle a alguien que ama la comida y sus rituales que entienda lo contrario—, simplemente muestro y reivindico la posibilidad de ser diferente —¡también en esto!— sin tener que considerarme, incluso a mí misma, una extraterrestre.