martes, 31 de agosto de 2010

Sequía





La frase se forma detrás de mis ojos, la imprescindible primera oración. A veces se alarga con un par de subordinadas y complementos, alcanza el tamaño de un párrafo pequeño, unas tres o cuatro líneas. A veces, incluso, llego a anotarla en la libreta. Pero, de inmediato, cual si perdiera todo interés, se difumina en un segundo, como espejismo en el desierto.
De ese proceso me percaté conscientemente ayer, mientras devoraba los cacahuates japoneses con limón que me dieron como merienda en mis últimos vuelos con Mexicana. De pronto aquel cuadrito de papel metálico se convirtió en una bolsa histórica, como esa foto que tomé desde la ventanilla del Airbus minutos antes de despegar del Benito Juárez, hace un par de viernes, rumbo a la Sultana del Norte.
Recordé la cosquillita a medio esternón, una emoción extraña, cuando el avión aceleró su carrera sobre la pista para dar ese salto que lo impulsa hacia el cielo. Algo como el susto de las primeras veces. “O de las últimas”, me dije, sabiendo que posiblemente no hubiera viajes futuros con la empresa aérea que ya se debatía en infructuosas negociaciones para salvarse de la inevitable quiebra. Debajo, la ciudad yacía embarrada de esa nata espantosa que parece humo pero es, tal vez, cochambre.
Nada más anoté entonces. Volví a asombrarme de que el café de Starbucks en la zona internacional del aeropuerto tuviera un precio más elevado que en el área nacional, lo cual me dejó claro que sólo hay un café más caro que el de Starbucks: ¡el de Starbucks! Y luego pensé que algún tejemaneje económico se esconde, sin duda, tras la filantrópica y ecologista decisión de prohibir las bolsas de plástico en los supermercados y tiendas, bajo amenaza de multas exorbitantes, mientras no se les ponga el letrerito de 100% reciclable, seguramente a las mismísimas irreciclables de antes. Que ya está uno muy viejo para creer en cuentos de hadas.
Me sacó de mi nube —la interior y la que miraba a través de la ventana— una señora, parecida a Paquita la del Barrio, que roncaba a mandíbula batiente y piernas sueltas, desbordada en los asientos de la otra fila. Hojeé la revista Vuelo, que anunciaba para septiembre un número especial de aniversario que ya no saldrá. Ciclos que se cierran, pienso ahora. “Mexicana, la primera siempre será la primera”, decía aquel eslogan. Nunca digas siempre, nunca digas nunca. ¡Adiós, Mexicana, yo que tanto te quería!...
Sí, hay tiempos de cambio y tiempos de sequía como los hubo de abundancia y de esplendor. Como tal vez vuelva a haberlos. En la escritura como en la naturaleza. Como en la vida misma. Las palabras, caprichosas, bailotean y se cambian de lugar. Juegan a esconderse entre mis dedos como el mercurio que —¡hace tanto!— derramaban los termómetros rotos. No quieren que las tome, no se dejan asir. Ellas sabrán sus danzas y sus tiempos, sus ahora y sus nunca. No voy a presionarlas. Las espero, paciente, en éste, nuestro Parque. Como a ustedes, mis amigos. Gracias por estar cerca.