sábado, 10 de diciembre de 2011

Ha salido mi nuevo libro de poesía

Víspera del fuego
Monterrey, Ediciones Intempestivas, 2011
(ilustración de portada: Erika Kuhn)



Acaba de ver la luz de este invierno en Monterrey mi cuaderno de poemas Víspera del fuego, un libro que resumen los eventos más recientes de mi relación con Cuba: la migración, las modificaciones en la noción de patria, los regresos, la memoria. Imperios que se desploman e imperios que se edifican. Una ruta vista, en gran medida, a través de los amores, esas otras tempestades: los que perviven y los perdidos, los que nacen o renacen o se transforman.

En la nota que aparece en una de las solapas, lo explico de la siguiente manera:


Como un hilo invisible, el miedo y el amor van tejiendo una historia. Hay una luna en Cáncer, un nombre que no debe pronunciarse, una azotea frente al mar de noche. Y siluetas que deambulan en la arena sobre un espejo hecho añicos. Viejas canciones evocan ciertos aires caribeños y la isla es una sombra incandescente. Hay fantasmas que regresan y ángeles a los que han vaciado el alma. Hay un bocado agridulce, un silencio intramuros y dos gardenias muertas, como las del bolero. Sobre las aguas mansas flota un olor a café recién colado y la patria es un pendón de carnaval. En cada página de este libro una muchacha escribe cartas, hace preguntas, inventa coordenadas y ese hilo invisible va tejiendo la trama que vuelve cotidianos al miedo y al amor.


En la contraportada, como muestra, aparece este poema:


Humo

Cuando las gotas empiezan a danzar sobre el tejado

y el agua se hace charcos en el patio

floto en la espera de tus ojos

abriendo ese portón

que separa a la ciudad de este domingo

sin la rabia ni la prisa ni la duda.

No necesito más que ese silencio

que salpica mi piel como alfileres

cuando el azul se asoma entre las nubes

y soy otra

y soy yo

y me vuelvo niña

un espejismo que palpita

sólo el humo.


Estoy muy feliz de ver por fin vivos este puñado de versos que durmieron por tantos años bajo mis alas, en ese proceso de añejamiento que esperó hasta el momento justo. Gracias a mis queridos Héctor Alvarado y Livier Fernández Topete y a sus Ediciones Intempestivas por la confianza, la oportunidad y la bellísima edición. Gracias a Erika Kuhn por las ilustraciones. Gracias, desde ahora, a quienes lo lean y lo promuevan.


Instrucciones para la compra:

El costo regular del libro es de 100 pesos mexicanos, pero si lo solicita antes de fin de año, lo recibirá con el descuento navideño, por lo que costará 70 pesos mexicanos (a partir de enero vuelve a su precio normal). Para envíos al extranjero, escribir y consultar al correo que a continuación se proporciona.

Para realizar sus pedidos, siga las siguientes instrucciones:

1. Enviar su dirección postal y pedido a half.projects@gmail.com.

2. Depositar 100 pesos mexicanos (70 si el pedido se hace en diciembre) por cada título a la cuenta que aparece enseguida + $ 30 si el pedido es de 1 a 5 libros, o $ 100 de 6 a 10 ejemplares.

Cuenta número 0507068969 a nombre de Livier Fernández Topete en BANORTE

3. Escanear y enviar su ficha de depósito al mismo correo electrónico y recibirá en la semana siguiente sus libros.

martes, 27 de septiembre de 2011

Energía con sentimientos



En los días recientes despertar ha sido una hazaña. La alarma del reloj parece lejanísima entre las brumas de ese amanecer tardío que ya exige la vuelta al horario normal (que el verano se acabó). Como el Sol tampoco se despereza tan temprano, acabo arrebujándome de nuevo en las cobijas hasta que inevitablemente se hace tarde. Y si abrir los ojos ha resultado un reto, levantarme es una herculada (interprétenlo como quieran): las energías huyen, todos los días parecen jueves. ¿Es casual que esté tan cansada a principios de semana?, me pregunto mientras pienso en las tormentas geomagnéticas que están teniendo lugar desde el sábado en las capas superiores de la atmósfera terrestre y en la ruta de esa cosa cósmica, cometa o estrella, a la que han llamado Elenin.

Hay que vivir para aprender. Quienes me conocen más o menos —si es que fuera posible “conocer” a otra persona—, saben que desentrañar el sentido de la existencia es uno de mis leitmotives más recurrentes. Y ponerle tanto cacumen a un tema puede arrojar, finalmente, ciertas conclusiones y argumentos para mí misma, que sólo al individuo le funcionan sus explicaciones —aunque las comparta— porque, como bien decían las abuelas, nadie experimenta —ni escarmienta— en cabeza ajena.

Con esa mala costumbre de repetir que no entendemos las ciencias exactas, solemos pasar por alto, una y otra vez, lo que la física ha dicho siempre sin tapujos: sólo somos energía en movimiento, transformándose de un estado al otro. “Energía en función del planeta en que vivimos”, pensé esta mañana al sentirme tan desenergetizada. Es decir, pilas de las que el Universo se alimenta. Energía con sentimientos, en todo caso, porque son ellos —nuestros odios y nuestros amores— los que desprenden el efluvio.

La Tierra tiene, como todos saben —o debieran saber—, un escudo geomagnético para protegerse de cualquier agresión externa, como esas emanaciones que el Sol nos escupió el sábado pasado o las jaladitas que, dicen, nos puede dar Elenin al atravesarse en nuestra órbita. Allá arriba, en las capas superiores de la atmósfera, se producen entonces grandes tormentas ocasionadas por contendencia entre las fuerzas que pretenden entrar y las que tratan de evitarlo. Para repeler esos ataques, el planeta necesita grandes cantidades de energía que toma en primera instancia, ¿de dónde creen?... ¡Exactamente! De sus pilas. Pero cuando esas cargas no resultan suficientes, tiene que acudir a soluciones más drásticas: terremotos y maremotos, erupciones volcánicas y géiseres, tornados, tsunamis, torrentes desbocados, incendios forestales y todo fenómeno natural que facilite la salida en abundancia de las energías contenidas en el núcleo terráqueo. Para mí, todo ha quedado claro.

Envuelta en todas esas reflexiones y nuevas certezas salí de la casa y caminé por la acera de Rébsamen. A media cuadra hay un kínder en cuya puerta las maestras cuelgan cada mañana un cartel donde explican a las criaturas ciertos valores humanos y comunitarios. “¡Pilas, eso somos, pilas!”, iba diciendo en mi cabeza cuando, al levantar la vista, me topé con el letrero de hoy: en letras mayúsculas de color anaranjado decía: “Las PILAS son…” y toda una explicación de cómo reciclarlas.

Minutos después, en el vagón del metro, observé con otros ojos a mis compañeros de viaje. Mirando sus patillas delineadas, nuestras ropitas de colores, los aparatitos en sus manos o sus orejas, los pelos peinados con gel, por fin tuve la respuesta que tanto he pedido: ¡somos un juego de video! ¡Por fin lo entiendo! Todo es perfecto. No necesito más.

lunes, 26 de septiembre de 2011






El Parque del Ajedrez, la Casa del Poeta y la editorial Aduana Vieja

tienen el placer de invitarle a la presentación en México de

Antología de la poesía cubana del exilio

con la presencia de su editora, Odette Alonso

los poetas incluidos que residen en la ciudad de México
Minerva Salado, Félix Luis Viera, Ernesto Fundora, Yoel Mesa Falcón,
Juan Antonio Molina, Osmar Sánchez Aguilera e Iván Portela


Martes 27 de septiembre de 2011, 7 pm
Casa del Poeta
(Álvaro Obregón, 73, entre Mérida y Córdoba, Colonia Roma, México DF)

Entrada libre, libros a la venta


Para compras por internet: Publiberia Libros

miércoles, 14 de septiembre de 2011

Presentación de mi Manuscrito






Entrada libre

Libros a la venta

Todos invitados


Danzan sobre la cuerda floja, a través de estos versos de Odette Alonso, una de las voces más consistentes de la lírica cubana contemporánea, las calles y las horas, la memoria y sus misterios. Y siempre una muchacha que, asomada a la ventana de sus días, va contando lo que siente y lo que ve. El amor y el desamor en toda su diversidad, una dura mirada a la cotidianidad de su país de origen, la migración y el exilio con sus dosis de nostalgia y renacer, o la revisión de mitos y personajes clásicos como Eva, Orfeo, la reina Dido o Penélope, son algunos de los temas que encontrará el lector en este Manuscrito hallado en altamar, la más completa reunión de sus primeros veinte años de quehacer poético

Odette Alonso, quien reside en México desde 1992, es autora de la novela Espejo de tres cuerpos (2009), el libro de relatos Con la boca abierta (2006) y ocho poemarios: Enigma de la sed (1989), Historias para el desayuno (1989), Palabra del que vuelve (1996), Linternas (1998), Visiones (2001), Diario del caminante (2003), Cuando la lluvia cesa (2003) y El levísimo ruido de sus pasos (2005). Su cuaderno Insomnios en la noche del espejo obtuvo el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén” 1999. Compiladora de la Antología de la poesía cubana del exilio (2011), proyecto que obtuviera uno de los 2003 Awards de Cuban Artists Fund.

martes, 6 de septiembre de 2011

No es no




No hace mucho, después de leer una de esas crónicas en las que hablé del acoso masculino en el transporte público, un viejo conocido —profesor universitario, cinéfilo, persona culta— me replicó que estaba exagerando porque “a las mujeres les gusta que los hombres se les peguen”. Instalada en pantera le cuestioné de dónde sacaba tamaña barbaridad y me respondió, sin pensarlo un segundo, que si nosotras no decimos nada ni protestamos ni nos movemos ni les reclamamos, es porque nos gusta.
Traté de explicarle el estado de terror que enfrenta una mujer —mientras más joven, peor— en esos casos, el shock de estar siendo vejada y todavía tener que exponerse a la vergüenza pública si lo ventila abiertamente, la cauda de atavismos que arrastramos en lo referido al sexo y la intimidad, el secretismo que nos enseñan a mantener alrededor de todo lo que ocurre en ese ámbito, especialmente los abusos padecidos por casi todas durante la infancia y la juventud, la mayor parte de las veces cometidos por parientes o amigos de la familia. Ninguna de esas razones lo convenció, al contrario: refrendó que era yo una traumada y un par de calificativos más que prefiero no repetir.
La historia de la humanidad está llena de ejemplos de cómo los hombres no entienden que “no es no”. No en vano éste fue el eslogan de la reciente Marcha de las Putas, que reunió a tantas mujeres cansadas de ser juzgadas, obligadas, violentadas, golpeadas y tantas que ya no están, hasta asesinadas por sus propias parejas o por aquellos que dicen quererlas, pero que se consideran con el poder de hacer lo que les plazca, sea lo que fuere, porque las mujeres siempre hemos formado parte de sus propiedades, de los objetos que les pertenecen. Esas manifestaciones han recorrido las principales ciudades del mundo diciendo, por primera vez clara y colectivamente, que “no” no significa “tal vez” ni muchísimo menos un “sí camuflajeado”, al decir de ese trovador guatemalteco de cuyo nombre no me quiero acordar.
Eso me hace pensar en costumbres y estereotipos tan afianzados en nuestras sociedades a pesar del nuevo siglo, sus modernidades y avances: el hombre como maniático sexual insaciable al que todo debe perdonársele porque —pobrecito— es incontinente, no tiene voluntad ni control sobre sus instintos animales, lo dominan las pasiones más insanas, está enfermito pues… Y la mujer como alguien que, para ser decente y apreciada por ellos, para que no la consideren una cualquiera, debe reprimir buena parte de sus impulsos y deseos, especialmente los amorosos y sexuales, o cuando menos fingir que lo hace.
Esos ambiguos y tortuosos rituales que simulan indiferencia, pureza o tontería —por aquello de darse su lugar y al mismo tiempo “motivar” a quienes supuestamente no aprecian lo fácil más que para la satisfacción inmediata y pasajera— “obligan” a los hombres a insistir y a obsesionarse con quien más “los reta”, aunque eso les provoque inseguridades, inquietud o sufrimiento, lo cual no les impide —porque a ellos (casi) todo se les permite y celebra— entretenerse con la fácil mientras la difícil les retrasa sus favores.
Ese panorama también ha sido paradigmático, repetido con el facilismo de lo que se da por sentado y absoluto. Pero ahora que las luchas por la igualdad de derechos de las mujeres han arrancado buena parte de las mordazas y telones seculares que ocultaron la violencia sistemática y los abusos públicos y domésticos en su contra, algunos hombres se han atrevido a decir que muchas veces son acosados por señoras obsesivas y manipuladoras —que abundan, cómo no—. Ser hombre es también una misión complicada, toda vez que ese atributo tremebundo que se llama virilidad —no sólo lo anatómico, sino toda la tipología de actitudes y aptitudes que lo definen por tradición— debe ser refrendado a cada paso, constante y claramente, a riesgo de caer en la burla y el señalamiento generalizado si dieran muestras de la más mínima “debilidad” o “desviación”. Hay que ser muy hombre para atreverse a no serlo.
El problema es que ese aprendizaje de los fingimientos en los juegos del amor crea una confusión de códigos que suele desvirtuar las interpretaciones. Si la costumbre es rechazar en primera instancia para que, picado su orgullo, el pretendiente o la pretendienta se “esfuercen” en la conquista, ¿cómo saber, entonces, cuándo el rechazo es verdadero y a la otra persona no le interesa —ni le interesará— una relación? ¿Cuántos boleros y baladas —por sólo mencionar un par de géneros— supuestamente romantiquísimos y devocionales no plantean un obsesivo “sé que me llegarás a querer” que se convierte en la bandera del acoso e incluso en el anuncio de cosas peores?
Miles de veces he oído decir que la diferencia entre el cortejo y el acoso radica en que al objeto del deseo, mujer u hombre, le interese o no su pretendiente. Pero ¿cómo hacerle entender al otro/a, en medio de ese galimatías de signos contradictorios, que no es no y no un “sí camuflajeado”? “Dime que no y me tendrás pensando todo el día en ti,/ planeando la estrategia para un sí”, dice el referido cantautor en un tema que, visto desde la posición de alguien que no quiere al enamorado, aterroriza.

martes, 30 de agosto de 2011

¡Basta ya!





El día de ayer amanecimos, sorpresivamente, con una nueva configuración en la privacidad de Facebook. Usted tal vez diga: “¡Bah, pero qué importancia tiene eso!”… Pues fíjese que sí la tiene y le explico por qué: como evidentemente el público meta de las redes sociales son los jóvenes y adolescentes de los estratos más consumistas —sólo hay que ver la edad y procedencia de sus creadores—, para mantener cautiva su de por sí dispersa atención es imprescindible hacer modificaciones constantes —aun de lo que funcione con excelencia— para que no se aburran ni migren a otras redes.
Pero a los mayorcitos —los que no queremos quedarnos al margen del “progreso” porque ya se sabe que quien no está en las redes, no existe—, a los mayorcitos, decía, necesitados de estabilidades y tranquilidad espiritual, ese cambia cambia nos viene fatal. Nos pone en un nervio tener que aprendernos de nuevo para qué sirve cada botoncito, qué debemos apretar y qué no, cómo subir ahora los enlaces que antes eran tan fáciles, quiénes ven lo que ponemos y a quiénes debemos ocultárselo. Y como la vida tecnológica va celera y a galope, todo lo nuevo tenemos que aprehenderlo a una velocidad que, a nuestra edad, resulta casi criminal y, cuando menos, nos refuerza el insomnio.
No falta quienes se despierten a las tres de la mañana dudando si habrán apretado algo incorrecto en el nuevo diseño que, al actualizar el estado, pretende que agreguemos el lugar en donde estamos y los amigos que nos acompañan. Uno, que ha vivido vigilado toda la vida —por los padres, por las parejas, por el G2—, vocifera: “Bueno, chico, y a ti qué te importa”, pero acabas levantándote a revisar mil veces la “seguridad de la cuenta” y preguntándoles si se ve tal o cual cosa a todos los contactos que, a esa misma hora, están poseídos por la misma angustia.
No señor, no señora: no cuestionen, incrédulos y desafiantes, para qué sirve todo ese tira y jala. Las redes sociales son uno de los pocos medios para estar cerca, diaria e inmediatamente, de quienes están lejos en la geografía. ¿De qué otro modo podría saber con regularidad de mi gente de La Habana o de Miami, de Lacho que está en Madrid y Margarita en Normandía, de Guedea y Miriela que viven en Nueva Zelanda, de Aleisa en el Polo Norte o Damaris y Héctor en Chile? ¿Dónde, si no, puede uno preguntar en el momento en que lo necesite, sin estar sacando la cuenta de qué hora es en Europa, "Oigan, ¿en la menopausia da comezón en la espinilla o eso será otra cosa?", u "Oigan, ¿por dónde va el ciclón? ¿Ya está lloviendo allá?"... O compartir mensajes de urgencia como: "¡Júrenme que el Tylenol envenena! ¡Entonces ha sido un milagro que no nos hayamos muerto hace veinte años!"
Las redes sociales son como una fiesta donde están (casi) todos y quién puede decir que no es real si el encuentro se produce y nos hace felices o nos pone nostálgicos de verdad. Si las noticias y los rumores, como ése tremendo que anda circulando hace un ratito, llegan en un dos por tres a los más remotos confines del globo terráqueo. Además, son de lo más propicias para realizar círculos de estudio de la Esfera Ideológica donde se debata —con todo y acto de repudio incluido— temas tan capitales como quién tiene la razón, si Edmundo García o Pablo Milanés, o si Javier Sicilia debe o no darle de besos a los legisladores.
Por eso los cambios repentinos nos desestabilizan, nos hacen sentir nuevamente al borde de la orfandad y el abandono en que vivíamos antes de que las redes se inventaran. Cada uno tirado en su esquina del mundo, sin dinero para llamadas frecuentes y esperando por meses al correo postal. Por eso es impostergable tomar acciones drásticas e inmediatas. En otros tiempos llamaría al boicot, pero como me siento incapaz de dejar de usar Facebook, convoco entonces a una gran marcha mundial en las principales plazas de todo el universo y galaxias circundantes, para hacer valer nuestro derecho a la democrática libre expresión. Dejemos sentir nuestras voces indignadas. Gritemos: ¡Basta ya de aguantar imposiciones! ¡No queremos que cambien ni un pinche botoncito más sin consultarnos!
O exijamos que sin ningún tipo de discriminación, división ni menosprecio nos diseñen una plantilla especial para adultos. Y otra para adultos mayores. Y otra para personas con capacidades diferentes. Una para revolucionarios y otra para gusanos. Una para quienes creen que Fidel Castro acaba de morir, y otra para quienes tienen duda de que eso sea cierto. Una para radicales y otra para conservadores. Y con todo respeto a las diferencias y especificidades, una para gays y otra para lesbianas, una para bisexuales y otra para intersexuales, una para travestis, otra para transexuales y otra más para transgéneros. Una para sadomasoquistas y una para zoofílicos. Una para curas pederastas y otra para los montones y montones de pederastas que no son curas. Una para feministas y otra para lesbofeministas. Una para feministas autónomas y otra para lesbofeministas autónomas. Una para académicos y otra para protestantes. Y si queda todavía alguien sin mencionar, una más para heterosexuales normalitos. ¡A ver si puedes, Mark Zuckerberg (con ese apellido tan comprometedor)! ¡A ver si de verdad eres tan chingoncito, mijo!
Mexicanas y mexicanos feisbuqueros, hermanos y hermanas solidarios de todos los estados de la República y de todas las naciones, marchemos todos esta noche del Ángel de la Independencia al Zócalo capitalino. Digamos al muchacho de Facebook que “¡Ya basta!”
(Habrá base de taxis para los mayorcitos que no tengamos ganas de echarnos esa caminadota.)

jueves, 25 de agosto de 2011

Virgo (historia con un poco de Facebook)

Algo así, aunque menos adornada, más tosca...






Era una casa al estilo de las viejas haciendas mexicanas, con gruesos muros de piedra rojiza o anaranjada y una iluminación tenue. Allí vivía una familia entrañable: había trabajado alguna vez con el patriarca y quedó una amistad muy bonita con sus hijas, especialmente las dos que cada año me invitaban a la gran fiesta que se ofrecía en ocasión del cumpleaños de su padre. Asistí un par de veces, y como la casa quedaba en las afueras, ellas me permitían pernoctar allí, por lo que el suceso se convertía en una especie de aventura o vacación.
Ya estaba a punto de recibir la llamada anual pero por alguna razón, de ésas que no sabemos explicar —hormonal tal vez—, en esta ocasión no quería participar y me resultaba angustioso tener que negarme. Sobre todo porque yo misma no podía hallar la causa de mi rechazo ni encontraba pretexto que esgrimir cuando ellos siempre fueron tan cariñosos y generosos conmigo. Cuando desperté, me resultó aun más desconcertante que aquella situación, tan vívida, no hubiera ocurrido nunca en este plano de la “realidad” y no conozca un lugar similar ni a una familia como ésa.
Como en los tiempos actuales las redes sociales son una suerte de internados o comunas en las que compartimos casi todo, lo primero que hice, después de poner el café y realizar algún que otro ejercicio fisiológico, fue contarles a mis correligionarios de Facebook el sueño y la sensación. Al instante, Aura, asombrada, confesó que ése ha sido su sueño recurrente desde que tenía siete años. “Los sueños”, me dijo, “son superiores a nuestros egos, la física cuántica existe, los vasos comunicantes están abiertos, la vibra de las auras rebasa kilómetros y minutosluz, se abren puertas dimensionales, todo es paralelo”. Al mismo tiempo, mientras ella escribía en su casa y no había “dado enter” al comentario anterior, yo había escrito en la mía: “Son los misterios de los planos cohabitantes, esas cosas que todavía no alcanzamos a entender con nuestras mentes lógicas y absurdas”.
Un rato después, cuando me bañaba —el sonido del agua a veces propicia un profuso fluir del pensamiento—, recordé algunas escenas de la más reciente película de Woody Allen, Medianoche en París; ésas en las que el protagonista viaja al pasado y se encuentra con las grandes personalidades de los años veinte y de la Belle Époque. “Todos los tiempos han sucedido, suceden y sucederán sobre el mismo espacio”, me explicó una vez mi querida Maya Islas. El espacio es limitado; el tiempo, infinito. Me lo dijo cuando le narré un suceso que me había contado otro amigo queridísimo —a quien no mencionaré, porque no le gustaría—: viajaba él en un autobús que se detuvo ante un semáforo en el madrileño Paseo del Prado. Miraba hacia fuera por las amplias ventanillas cuando, de pronto, todo cambió: la calle ya no era pavimentada sino terregosa, había carruajes tirados por caballos y las personas vestían a la usanza de algún tiempo indefiniblemente pasado: coquetos parasoles floreados y amplias y largas faldas las mujeres; levitas y sombrero de copa los hombres, que además portaban pelucas de ricitos. Aquella escena duró los poquísimos segundos que tarda el semáforo en cambiar de luz. Cuando la guagua —diríamos los cubanos— aceleró, todo volvió a ser como antes, algunos afirmarían que “normal”.
Salí del baño apurada porque el tiempo convencional no se detiene y ya se me estaba haciendo tardísimo, pero no pude evitar volver a asomarme al Facebook donde Carlos Barahona bromeaba: “Feliz cumpleaños, Dios... ¡Gracias por todo lo que nos has dado en estos 60 años!” Mientras me vestía me dije: “Si hoy es cumpleaños del Viejo —Virgo... ¡ahora lo entiendo todo!—, tal vez tenga sentido mi sueño...”
Cuando alcé las cortinas ahí estaban las palomas del vecindario, gordotas, rozagantes, meciéndose en el cable que tarde o temprano tumbarán porque son como los elefantes que se columpian sobre la tela de la araña. Me quedé viéndolas fijamente —y ellas a mí, tan desafiantes, tan atrevidas—. Recordé que es precisamente una paloma —supongo que tan cagona como éstas— la representación del alma del Señor aquel. Sin titubear pegué en el vidrio, como cada mañana, y las espanté: “Chu chu…” en medio de otras imprecaciones irrepetibles. A lo lejos, en sordina, se oía un sonsonete: “Se compran/ colchones,/ estufas,/ lavadoras,/ tambores,/ microondas/ o algo de fierro viejo que venda”…

martes, 2 de agosto de 2011

Lichi

Eliseo Alberto de Diego García Marruz
(Arroyo Naranjo, 1951-Ciudad de México, 2011)



La mañana del domingo era espléndida. El sol relumbraba y un vientecillo fresco nos mantenía enfundados en los suéteres y chamarritas ligeras de esta época. Mientras lavaba los trastes del desayuno, escuché el anuncio de mensajes de mi celular y pensé que Movistar había empezado demasiado temprano la jodienda de sus “promociones”. Sonó la alarma una segunda vez y minutos después el timbre del teléfono. En ese instante, antes de levantar el auricular, supe que no se trataba de las boberías cotidianas de mi empresa de telecomunicaciones.

La infausta noticia punzó al mismo tiempo la oreja y la mirada. Fernando lo decía en la pantalla del móvil y Margarita me lo estaba confirmando con su voz rajada: Lichi se había ido. El resto del domingo fue una cascada de cristales rotos. No dejé de acordarme, una y otra vez, del apartamento de la avenida Pacífico donde lo conocí en el 92, de María José chiquita y de las dos ollas, una de frijoles negros y otra de arroz blanco, que cocinaba —yo las vi, no es sólo un mito— para que comieran “algo” quienes lo visitaban cada día, mientras caían fascinados por su locuacidad e ingenio, como moscas en la telaraña.

Todas mis memorias de Lichi tienen que ver con su verbo enjundioso, su honda cubanía, esa manera de ser tremendamente amigo, y con los chistes y ocurrencias que soltaba a manojos. Ahora mismo lo recuerdo, por ejemplo, en una de las salas del Centro Cultural Bella Época, entre los presentadores del libro de otro compatriota. Antes de empezar su intervención prometió tratar de ser breve, pero advirtió que debe tenerse sumo cuidado cuando se le da un micrófono a un cubano, porque se corre el riesgo de que se pase cincuenta años hablando sin parar.

Tres gestos tuvo conmigo —entre tantísimos otros— que hablan de su enorme gentileza. El primero, haberme incluido en la lista de los artistas de la diáspora cubana que cita en su Informe contra mí mismo cuando era apenas una desconocida y recién llegada aprendiz de poeta; el segundo, reproducir en su columna semanal del Milenio algunos fragmentos de un artículo publicado en este Parque del Ajedrez a raíz de la aprobación en España del matrimonio entre personas del mismo sexo; el tercero, confiarme su soneto “Por el barrio chino” para mi Antología de la poesía cubana del exilio:


Huele a semen, de noche, el barrio chino.

Cuatro putas usadas se pasean

por la calle. Dos griegos las desean.

Lleva el chulo camisa azul, de lino.


Una señora grita a su vecino,

de balcón a balcón. Su voz se apaga.

¡Cómo sangra la noche por la llaga

del loco y la borracha y su asesino!


Espías, camajanes, atorrantes

se ofrecen a buen precio como amantes.

“Chinito tú, chinita yo, ¡mi chino!”


La noche es una vieja puta enferma.

La basura se mezcla con la esperma.

“Si no vino a templar, ¿para qué vino?”


A fines de 2003 fuimos parte de los convocados por la Universidad de Alicante a un simposio para pedir la libertad del poeta Raúl Rivero y todos los prisioneros de la primavera negra. No olvidaré aquellos desayunos frente al mar, sus anécdotas de la noche habanera que los más jóvenes no conocimos, o de las andanzas de su mítica familia, o de las tramas de su próxima novela. En una de aquellas opíparas cenas de tapas, contaba de un amigo al que cierto extranjero le preguntó, sensiblemente preocupado, qué haríamos los cubanos cuando muriera Fidel; el susodicho respondió: “Enterrarlo, compadre, enterrarlo…” Y el verbo salía de la boca de Lichi con esa erre arrastrada, tan entrañable.

“Tú no me visitas, poeta”, me reclamó, con razón, una de las últimas veces que nos vimos, en la fonda La Cubana de Rolando Brito, ese paraíso del sabor nacional, en todas las acepciones de la frase. Él amaba esa comida de la patria. Guisarla y degustarla, disertar sobre recetas y modos tradicionales de preparación. No recuerdo haber pasado mayor apuro que el día que lo invité a casa junto con otro grupo de amigos de paso por la ciudad. Sudaba frío: ¿Cómo brindarle un congrí como el mío al maestro del congrí? Pero él lo comió cual si de un manjar se tratara, haciéndonos reír de bocado en bocado.

Y aquí nos hemos quedado, Lichi, comiéndonos a bocados —y regurgitándola— esa isla con cuerpo de lagarto que flota en un mar de tamal en cazuela. Hasta que regrese por nosotros la Catrina coqueta de falda larga, sombrero y paraguas, que te colgó de su brazo el domingo pasado. De nuevo nos llevas ventaja. Lo único bueno de esto es que cuando nos reencontremos, ya te sabrás todos los chistes y los chismes sabrosos de aquella orilla y otra vez pasaremos tardes y tardes muertos de risa oyéndote contarlos.

martes, 5 de julio de 2011

Sobre mojado



La lluvia es una niña de cristal/ azul…

Teresita Fernández


A Nadir Chacín, que me entiende



El primero de los obstáculos cuando llega la bella temporada de lluvias es armarme de valor para salir. La casa, que todavía huele a cama, a madrugada, a café recién hecho, está tibiecita como un vientre materno. Me asomo a ver con lástima a los que, afuera, ya chorrean. Una lástima que al instante se apodera de quien sabe que no podrá evitar ser uno de ellos minutos más tarde.

Y salgo incauta a la calle, atenta a no meterme hasta el tobillo en un charco, a no pisar un cable caído, a no pasar bajo la rama que cuelga, a acomodar el paraguas para que no sólo cubra la cabeza. Molesta avanzo, al ver cómo la mancha de humedad sube por los pantalones y siento el agua colarse, de una manera sin duda prodigiosa, por las costuras de las botas, mientras intento evitar que la sombrilla se voltee varillas arriba con el ventarrón.

En esas tribulaciones voy, cuando un conductor inexperto, aventurero o hijo de puta acerca el carro al agua acumulada a los lados de la calle, que se eleva como ola de tsunami y me baña. Ese suceso, que en la adolescencia tal vez me haría reír y reír y reír —como a Silvio pisarse los pies—, a estas alturas de la vida me da ganas de tener un bate de beisbol del extranjero, al sabio decir de Rubén Blades, para seguir en este tono musical de quien singing in the rain.

Si logro sobreponerme al aire de humedad helada pegándoseme al cuerpo, esquivar los charcos que en Xola, por ejemplo, son lagos, y hacer los malabares necesarios para que la sombrilla no se enrede en las cuerdas o las cubiertas de plástico de los puestos de venta de los ambulantes, sólo me restará atravesar la jungla de paraguas que se abren o se cierran al unísono al pie de las escaleras o aquellos que van chorreando, inclementes, por toda la estación del metro y adentro de los vagones.

Como en estos casos “la marcha de los trenes es lenta” —eufemismo de que el convoy puede pasarse horas detenido—, el gentío se torna infame. Cuando se oye la vocecita de “permita el libre cierre de puertas”, quedo con el cachete embarrado en el vidrio —como diría Nadir—, cosa que siempre será mejor que incrustada en una masculina humanidad, de ésas que en las mañanas —y en las tardes, y en las noches— ya sabe usted cómo se ponen. A eso hay que agregarle el vapor de agua que se concentra con todas las ventanas cerradas —como les gusta a los mexicanos—, lo cual potencia olores que no describiré, por consideración a los movimientos estomacales de mis amables lectores.

Eso sin contar al que se hace el ciego y pretende atravesar la multitud apretada como en lata de sardinas, mientras toca el teclado que carga en el hombro y que le va encajando a cada pasajero en las costillas o los omóplatos, sin descuidar —claro está— hacerse el más confundido y despistado cuando de pasar detrás de una mujer se trata.

A esos afanes de subsistencia elemental se suman los de quienes, por las características de sus trayectos, necesiten pescar —ningún verbo mejor en estas circunstancias— un taxi. Porque todos se llenan a las primeras gotas y si alguno se desocupa, siempre parará en la contraesquina de donde estés con la mano estirada o te lo ganará el güevón que se acaba de parar al lado haciéndose pendejo.

Sí, es lindo ver la lluvia… siempre que se le mire desde adentro y sin goteras. Porque en mi natal Santiago, en cuando se soltaba un chaparrón había que juntar todos los baldes, ollas, cazuelas, vasos y jarritos e irlos distribuyendo por toda la casa, bajo cada chorrito y vigilarlos mientras se llenaban, porque si esas aguas se juntaban con los ríos del alcantarillado insuficiente aquello se volvía Venecia en cinco minutos. Para nosotras era una aventura como de piratas barrer hacia el patio o meter el palo de la escoba en el caño para tratar de destupirlo, pero a estas alturas comprendo perfectamente las angustias de mi abuela y mi mamá.

Y ni qué decir de los dolores reumáticos. Mi madre tiene un codo al que desde hace años bautizó como el Instituto de Meteorología, porque en cuanto empieza a formarse una depresión tropical en el Caribe meridional, cuando todavía las olas son una simple crestita blanca y el licenciado Rubiera ni siquiera se lo imagina, empieza a molestarle como si miles de pequeños hombrecitos jugaran a atinarle un martillazo sobre el hueso.

Mi primer recuerdo claro de la ciudad de México fue aquella noche del 2 de junio de 1992 cuando, al salir del metro Zócalo, una nutrida llovizna se veía a contraluz y al fondo, el campanario de la Catedral Metropolitana, esas piedras viejas, profundamente grises, de su fachada, y los tambores de los concheros resonando, místicos, en la Plaza de la Constitución. Esas fueron las primeras lluvias que me mojaron bajo cielo azteca y desde entonces, cada verano llueve sobre mojado. Es linda la lluvia, sí. Bellísima. Ahora mismo la estoy mirando y preguntándome a qué recabrona hora va a parar. Espera inútil, porque en estos meses pareciera que no escampa.

martes, 28 de junio de 2011

Mi orgullo es



Parafraseando la canción.


En la madrugada del 28 de junio de 1969 la policía irrumpió en una cervecería del Greeweech Village neoyorquino. Por aquel entonces, no sorprendían a nadie las redadas en establecimientos frecuentados por marginales, incluidos los homosexuales en esa categoría. Pero esa noche en el Stonewall Inn los ánimos se calentaron más que de costumbre. La situación se les salió de control a los agentes del orden cuando la gente —no sólo homosexuales— que se fue concentrando a las afueras del bar, empezó a gritar consignas como “¡Gay Power!”, a cantar, aplaudir y apoyar a los detenidos y a los expulsados del local. Lo que la historia ha registrado mesuradamente como “disturbios de Stonewall” acabó como —diríamos los cubanos— la fiesta del Guatao.

Las protestas, a las que se fueron sumando cada vez más adeptos, se extendieron a los siguientes días y en una semana, los residentes del barrio se habían reunido en grupos de activistas que protagonizaron las primeras manifestaciones organizadas en defensa de los derechos homosexuales. Esto fue el detonante para que en todo el mundo surgiera lo que se conoció originalmente como movimiento gay, que el 28 de junio de 1970 realizó en Nueva York y Los Ángeles las primeras Marchas del Orgullo.

Al cabo de estos 42 años de lucha tenaz y constante, la situación de las homosexualidades es otra, aun cuando persisten actos sistemáticos de odio y discriminación. Los logros de la última década en aspectos legales y sociales todavía despiertan asombros e inquietudes, especialmente la incorporación del matrimonio entre personas del mismo sexo en las legislaciones de España, Argentina, Brasil, la ciudad de México y algunos estados de la Unión Americana, el más reciente Nueva York, hace sólo unos días.

Quienes no son homosexuales, por muy cercanos y solidarios que sean, tal vez sólo tienen una idea pequeñita de lo que es vivir contraviniendo una norma moral tan primaria y estricta. Desde que nacemos somos catalogados como mujeres u hombres según los órganos genitales que tengamos, y desde ese mismo primer respiro queda definido cuál debe ser nuestro comportamiento sexual: las niñas, hembras; los niños, varones. Y aunque hoy sepamos y aseveremos que la genitalidad no necesariamente determina las inclinaciones y atracciones, el peso de esa marca es inconmensurable. Pero, además, fallido. Porque no existen sólo esos dos sexos y mucho menos esa única forma de relación que se pretende.

Más no relataré las confusiones, angustias, abusos, burlas, ataques, suspicacias, descréditos, insidias o limitaciones que un homosexual tiene que enfrentar, sino que voy a hablar del orgullo, como anuncié en el título. ¿Por qué tendrían que estar orgullosos un gay o una lesbiana?, preguntan los críticos del orgullo ajeno, como si no pudiera estar una orgullosa de lo que le dé su regalada gana. Y yo, criada y crecida en el machismo revolucionario cubano —uno de los peores—, donde teníamos que ser hombres nuevos aunque fuéramos mujeres, consiento a ratos en que no estoy orgullosa por las tonalidades de esa sexualidad que no escogí, que me fue dada de manera natural como a los heterosexuales la suya. Que no le doy gracias a la vida por ser lesbiana, sino por ser Odette Alonso con todos sus bemoles, incluida la valentía para asumir públicamente la especificidad “diferente” de mi sexualidad.

De esa valentía sí estoy orgullosa. Y también de haberme propuesto ser abiertamente lo que soy, de esforzarme para que el ejercicio de esta sexualidad no menguara mi dignidad como persona y como profesional, de haber incorporado ese tema a mi proceder cotidiano y a mis letras con altura literaria, para contribuir así a que otros niños y niñas, a que otros jóvenes, sepan que no es torcido ni perverso ni condenable no ser heterosexual.

Mi orgullo son los activistas que durante décadas, en cada rincón del planeta, contra viento y marea, arriesgando incluso sus propias vidas, se han empeñado en lograr que tengamos los mismos derechos y oportunidades que el resto de la gente, y quienes siguen luchando por que no sean las peculiaridades de nuestra sexualidad una razón de discriminación, marginación y segregación. Lo son, también, aquellos que escriben nuestra historia en la práctica cotidiana y quienes la documentan en la literatura, las artes, el periodismo y la promoción cultural.

Mi orgullo son aquellas personas que me dieron soporte, ejemplo y fuerza: mi tío Pepín, mi tía Noris y Sonia, mis hermanos los Orlando, las hermanas que desde la universidad venimos andando este camino común. Y las amigas y amigos, cómplices y compañeros, que he encontrado en el trayecto: los que al cabo siguieron otras rutas, los que la muerte nos arrebató prematuramente, los que seguimos cerca, abrazándonos y riéndonos todas las veces posibles. Y quienes en cualquier lugar del mundo han tenido el coraje de vivir con sus parejas —o de tener miles de amantes— cuando así lo han decidido sin importarles —o desafiando— el ojo del vecino y la espada flamígera de las autoridades y de las convenciones sociales.

Mi orgullo son mi madre y Piri —que tantas cosas han tenido que enfrentar en mi nombre—, mi sobrino Camilo, mi prima Astrid y todos los heteros que me han apoyado y brindado su amistad sin reparos ni condiciones (porque muchos ha habido y hay que prefirieron no hacerlo). Y mi orgullo —enorme, invaluable, casi indescriptible— son las mujeres a las que he amado —grandes, hermosas, tremendas—, que me han dado el honor de compartir con ellas como pareja un tramo de sus vidas, de nuestras vidas.

A todas ellas y a todos ellos hoy, en el Día del Orgullo, y todos los días del mundo, mi más sincero agradecimiento.

miércoles, 22 de junio de 2011

Brevedad ficticia



Como seguramente saben, en estos tiempos de inexplicable celeridad —¿adónde creeremos ir tan apurados?— ha florecido un “nuevo” género literario al que se le ha bautizado como microcuento o minificción. Una suerte de hermanos del epigrama poético son sus textos, emparentados también con los tuits de Twitter, los post de Facebook, los text de los celulares, que son como primos gringos, con sus nombrecitos ingleses, cortos como su contenido.

Aunque para algunos pudiera parecer que tan rápida lectura no exige gran concentración, lo breve no tiene por qué ser necesariamente insulso o fallido. Tengo algunos amigos y amigas que escriben esas minipiezas con la delicada maestría de un bocadillo de coctel. Recuerdo ahora, especialmente, a mi querida amiga Amélie Olaiz, cuyos pequeños cuentos son una delicia.

Todos este choro —rollo, teque, muela— viene a cuento porque anoche soñaba con unos desconocidos que se asoleaban en el patio de una casa de playa. Los miraba desde una ventana alta y luego veía, o presuponía, unos cadáveres apilados en un rincón de la sala, tras una cortina, como aquéllos de Bound (1996) —llamada Cómplices en México y Lazos ardientes en España—, excelente película de los Wachowski, anterior a la saga de Matrix, con Jennifer Tilly y Gina Gershon en el papel de dos amantes lesbianas involucradas con la mafia, la clásica, la de antes.

Soñaba yo, les digo, con esa extraña casa iluminada de un tono sepia, en la que algún peligro debo haber corrido porque tenía una sensación de sobresalto, cuando alguien del sueño —que era como mi amiga Maru, pero no— puso en el suelo, ante mí, una pastilla muy blanca que al tratar de partir a la mitad se hizo pedazos. Como el sueño mismo, porque en ese momento un mosquito zumbó a mi oído, desgañitado, con la insistencia de esos tiernos infantes que los fines de semana al amanecer, cuando el sol apenas se despereza tras el horizonte, arrancan las sábanas a sus padres pidiéndoles desayuno.

Faltaban quince minutos para las cuatro cuando, a tientas, alcancé la cajita de VapoRub —mentolato, diría mi abuela Lola— en la mesita de noche, que en México se llama buró. Me embarré las orejas, las mejillas y el cuello, que eran las únicas partes de mi hermosa humanidad que no recibían el amparo de las cobijas. Pero el culícido —que no en vano le pusieron así a esa familia de insectos— no cejó en su vampírico y cantarín empeño, a pesar de los manotazos que volaban por el aire y acababan encima de mi adormilada cabeza.

Y no fue el lirismo del culícido sino ese gaznatón lo que volvió a despertarme y entonces sucedió el milagro: di mi primer paso hacia el género de la ficticia brevedad. Como ocurren las cosas a esa hora, como un relámpago o el fulgor de una saeta atravesando la oscuridad, se dibujó en mi mente soñolienta mi primer minicuentito. Pensé llamarlo “Dame un traguito ahora, cantinerito”, pero supuse que ese título ya está protegido por las normas internacionales del derecho de autor. Y como nunca he sido especialmente buena para los títulos, decidí no obsesionarme con detalles a esa hora, porque lo único que lograría iba a ser espantarme el poco sueño que me quedaba.

Éste es el resultado de ese destello nocturnal:


Dormí profundamente hasta que un mosquito histérico empezó a dar unos gritos de espanto sobre mi oído. A tientas, agarré la latita del VapoRub y me embadurné la oreja y la cara para tratar de ahuyentarlo. Intento inútil, porque entonces le escuché decir, clarito: "Cantinero, mi trago que sea mentolado".

jueves, 16 de junio de 2011

Luna roja



Al anochecer del sábado 19 de marzo subí a la azotea del edificio donde vivo con una emoción parecida a la que me hacía trepar al tanque de agua de mi casa de Santiago. Habían anunciado que aquella noche podríamos ver la Luna más grande y más brillante de las últimas dos décadas. De modo que subí la escalerilla metálica —incomodísima— que llevan al punto más alto de la construcción y salté una verja con la destreza de quien, de pronto, volviera a tener 12 años.

Lo que vi en el horizonte me encogió el pecho como a la boca el primer bocado del marañón. Era una luna opaca, de color anaranjado cenizo, que daba miedo. La sonrisa se me borró y tuve que sentarme en un muro de cemento que sobresalía del techo. Atónita la miraba cuando las lágrimas empezaron a llenarme los ojos. Lo que sentía no puedo ni quiero describirlo, era una impresión extraña que días más tarde expliqué como “memorias de dolor”, pero que en ese momento me hizo temer los augurios más desafortunados. Al punto que le dije —ya saben que hablo con todo lo existente porque para mí todo tiene vida—: “Bueno, Selene, que sea como tenga que ser… aquí estoy para lo que me corresponda”.

Imaginé a medio mundo arrobado, inocente, observando con admiración en ese mismo instante al astro madre y recibiendo de él toda aquella energía negativa. “¡Pobre humanidad!”, pensé. Tendríamos que saber —alguien tendría que decirnos o decirle a los medios que nos dijeran— que esa Luna no es buena. Que no es la Luna alcahueta de los enamorados, ni el paño de lágrimas de los poetas, ni el queso Gruyère de la fábula infantil.

En este mundo contemporáneo —al que algunos llaman “vida moderna”—, tan urbano y escolarizado, la denostación a la sabiduría elemental y el deterioro de las religiones originarias —y las institucionalizadas—, nos han conducido a una crisis generalizada de la fe. En ese proceso, el ser humano ha ido perdiendo su conexión primaria con el planeta. Durante los siglos más recientes, el apego a lo natural fue considerado símbolo de oscurantismo, decadencia y superstición, contrario a la aparente contundencia de las explicaciones científicas. Muchos sentenciaron como ignorancia —muchos aún lo hacen— los conocimientos empíricos de los viejos y los brujos, y se les ha sometido a todo tipo de desprestigio y escarnio consuetudinarios, como si la ciencia no fuera una modalidad de la magia y viceversa.

En los últimos tiempos, con el auge de la ecología y todo el asunto del cambio climático, cunde una tendencia cursilona que considera a la Naturaleza como víctima, como una pobre madre que siendo la dadora incondicional de todos los bienes sólo recibe nuestro abuso, desidia e ingratitud. Abundan quienes la miran con lástima, como si no fueran también, planeta y Universo, los causantes de indecibles desastres desde que el mundo tiene memoria, ésa que está tatuada en el mapa genético de cada uno de nosotros, tanto de los que dicen “ver para creer” como de los que dicen “creer para ver”. Y así, entre persecución y bobería hemos acabado por perder la capacidad que tenían nuestros antepasados para discernir, leer e interpretar las señales que la Naturaleza nos envía.

Anoche, cuando iba subiendo las escaleras del metro en Ciudad Universitaria, vi la Luna, llenísima, como una sombra mate sostenida en el cielo a un ángulo de unos treinta grados. Podía confundírsele con una nube cualquiera. Cuando salí del metro en Etiopía, donde debía estar sólo había oscuridad. No sé si eran nubes o el eclipse porque quité la mirada y apuré el paso. No quería que esa energía me bañara. O pretendía que, al menos, fuera la menor cantidad de tiempo posible. Cuando llegué a la casa, a pesar del calor, no abrí las ventanas.

Pero eso no evitó que su cara anaranjada me observara desde el cabezal de Google y desde las fotografías que colman hoy los diarios y los sitios digitales de todo el mundo. Como si no fuera suficientemente elocuente su apariencia, se llama Luna de sangre a esa bola roja que tantos admiraron ayer porque, a fuerza de oírlo, suponen que todo lo natural es bello. Y sí lo es, por supuesto, miren esa foto. Aterradoramente bella.

martes, 7 de junio de 2011

Pastillas para no comer



En la farmacia puedes preguntar:

¿venden pastillas para no soñar?

Sabina



La tarde de domingo cayó suavecita. Las sombras entraron por las ventanas y en un segundo, cubrieron la sala de mi casa. La noche transcurrió como agua, mientras yo disfrutaba la compañía de mis amigos de Facebook. Cuando miré el reloj faltaba poco para las once, tenía que ir pensando en acostarme. Y entonces me di cuenta de que se había ido el fin de semana —¡otra vez!— sin preparar comida para llevarme al trabajo.

A regañadientes, ya entonces cansada y de mal humor, puse agua a hervir, eché un paquete de espaguetis, lo mezclé con la salsa a los cuatro quesos de la cajita de Hunt y hasta mañana. Al otro día me levanté con la misma furia de cada lunes —preguntándome por qué hay que ir a trabajar—, me enredé en las rutinas matinales y cuando estaba a punto de salir, con la bolsa colgada al hombro, me acordé: “¡Aish, la maldita comida!” Mentando madres abrí el refrigerador, eché un poco de pasta en el tupper, le rocié queso parmesano, la envolví en una bolsa de supermercado y la zumbé en el fondo de la mochila.

Acaban de asistir a uno de los episodios recurrentes en mi relación con los productos alimenticios, que se completa, en este caso, cuando, al mediodía, el horno de microondas deja esa pasta reseca e incomible y así me la atarugo gaznate abajo. Por eso, hace unos días afirmaba, ante el asombro de muchos, que seré inmensamente feliz el día que inventen las pastillas para no comer y las vendan en GNC o las tiendas naturistas como esas otras píldoras de equinácea, omega 3, nopal o cartílago de tiburón.

No es un inhibidor del apetito lo que deseo, sino un sustituto de los nutrientes esenciales, porque lo mío no se trata de un asunto estético, como pensaron inicialmente algunos amigos —lo de estar flaca o gorda nunca ha sido parte de mis preocupaciones—, sino práctico. Y es también un tópico familiar; mi prima Astrid no me dejará mentir, ni Piri ni mi mamá: las Yodú preferimos un sándwich de jamón con ensalada rusa a un bistec o un potaje. Para honrar a quien honor merece, la susodicha pastilla ha sido el reclamo sempiterno de mi madre cada vez que tiene que cocinar, labor que le desagradaba tanto como a mí, pero no podía evitarla porque las madres, las pobres, no sólo deben que comer como cualquiera, sino que tienen la responsabilidad de alimentar a esas criaturas despreciables que critican todo lo que ellas hacen con su mejor esfuerzo y lo comparan con quienes supuestamente lo hacen mejor, aquéllos que las desvalorizan hasta que ellos mismos se convierten en padres… ¡porque Dios es infinitamente grande y tenebroso en su capacidad de venganza y de humillación!

Aclaro para que no se me malentienda: no compañeros, no estoy pidiendo que baje una circular del Comité Central ordenando la ingesta obligatoria de la píldora antijama. No quiero que les restrinjan a ustedes sus placeres, simplemente expongo mi caso sin ánimo de contrariar ni cuestionar goces ajenos. Confieso: no es la comida uno de los míos. No es que no disfrute un platillo que me guste, pero me gustan pocas cosas; no es que quiera dejar de comer para siempre —que hasta los fakires tienen que echarse su almuercito de vez en cuando—, pero sería genial no tener que hacerlo obligatoriamente todos los días.

Y hablo de obligación porque jugar dominó, acampar, comer cañandonga, volar papalotes, incluso aspirar los humos del tabaco u otras yerbas y libar los elíxires de la etilia son placeres que si bien dan deleite a quienes los practican, no son imprescindibles para la supervivencia del resto. De hecho, nada es imprescindible más que las funciones orgánicas que nos mantienen vivos; lo demás es floritura, modos de hacer más llevadero el trayecto. Y alimentarnos es una de esas funciones necesarias, mientras que los goces de guisar y degustar forman parte de esos otros hobbies para alegrar el alma.

Este carácter obligatorio de la deglución, revestido del disfrute que éste ocasiona a la mayoría, la dotan de una fuerza avasalladora. Cuánta no tendrá en el consciente y el inconsciente colectivo que, por ejemplo, las huelgas de hambre son utilizadas como mecanismos de presión para exigir derechos políticos y demandas que poco tienen que ver con el caldero. Y cuánto de la dependencia al hábito excesivo no se originará en la crianza, si a los niños que no quieren comer —a esa tierna edad en que todavía tenemos tan claros los instintos y sabemos los porqués— se les persuade de tragar, aun a disgusto, amenazándoles con quitarles lo que más quieran.

Pero tal vez la reflexión más importante que me dejan las reacciones de alarma y hasta de enojo de mis contertulios cuando les hablo de este tema, es la percepción de la capacidad de intolerancia del humano ante su propia diversidad. Hasta yo misma, cuando comprendo que soy diferente —¡también en esto!—, empiezo a buscar explicaciones a tales “disfunciones” en posibles traumas infantiles —una fijación oral a lo Shakira, si me habrán violado de niña o me quitaban la merienda en el recreo, si fue demasiada el hambre de los planes escuela al campo y el período especial— porque siempre nos enseñaron que lo natural, lo normal, lo aceptable, es sólo aquello que le gusta a la mayoría —o que repiten por hábito aun sin la seguridad del gusto—, cuando natural es todo, porque todo nace y crece dentro de la Naturaleza.

Eva me recordó hace unos días que Rantés, el protagonista de Hombre mirando al sudeste, sospechoso de ser extraterrestre, diagnosticado como maniático y encerrado en un hospital para enfermos mentales por razonar y actuar de manera distinta a como lo hace el resto, pedía: “Yo no quiero que me curen, quiero que me entiendan”. Yo ni siquiera pretendo eso —cómo pedirle a alguien que ama la comida y sus rituales que entienda lo contrario—, simplemente muestro y reivindico la posibilidad de ser diferente —¡también en esto!— sin tener que considerarme, incluso a mí misma, una extraterrestre.

martes, 31 de mayo de 2011

Luces desde la oscuridad



“¡Claro! ¡Cómo no van a gustarme!”, me dije, sorprendida aún, cuando de pronto, mientras paladeaba mi caramel macchiato de Starbucks en el food curt de la Terminal 2, se me posó en la mente el recuerdo de aquellas tardes santiagueras en las que, con mi abuela Cristina o mi abuelo José, tomábamos la ruta 11 e íbamos al aeropuerto, muy contentas y vestidas de domingo, a merendar bocaditos de jamón y queso, jugos y hasta algún pastelito fino, que allá se llaman dulces. Y luego, subíamos a la terraza a ver llegar el vuelo de La Habana, que era un avión grandísimo, del tamaño de los más chiquitos de ahora. Cuatrimotor, como el del doctor de la vacunación de María Elena Walsh, y después de turbina. Pero cuando llegaron ésos, unos rusos IL-42 a los que se subía por la cola —con y sin albur—, ya no había bocaditos de jamón en la cafetería para nacionales ni daban durante el vuelo aquellos fantásticos entremeses de carnes frías o caramelitos envueltos, de ésos que acá se llaman dulces.

Pero a lo que íbamos: la cuestión es que mientras desayunaba en la Terminal 2 descubrí la semilla del porqué me gustan los aeropuertos: porque ir al Antonio Maceo era ocasión de alegría: merienda o viaje, siempre paseo. Desde entonces, los aeropuertos son el preludio del tránsito, del movimiento, del cambio. Me gusta esa sensación de vida provisional que repite sus rutinas, pero son otras, y anuncian que, al menos por unos días, seremos distintos, tal vez nosotros mismos o esa otra parte de nosotros mismos que la cotidianidad se traga y pulveriza. Lo que puedan molestarme los trámites o los agentes aduanales y de migración —que casi siempre es poco y también rutinario— no tiene comparación con el placer de recorrer esos pasillos largos y esas tiendas coloridas llenas de perfumitos y licores o de mirar, a través de los grandes ventanales, esos tiburones del aire que me fascinan y me incitan.

Porque no hago más que entrar a un aeropuerto y se detona el instinto que me regresa a la creación. Como en un caleidoscopio, se suceden las imágenes y empiezo a ver y a prever con esos ojos locos, esquizofrénicos, con que vemos los artistas. Cada vez que cierro la libreta creyendo haber terminado de anotar alguna idea, la siguiente me urge a volverla a abrir. Hay temporadas en que sólo pienso —o sólo me resulta interesante lo que pienso— en esa soledad acompañada de los aeropuertos o asomada a la ventanilla desde donde la tierra es una maqueta y el mar, un charco azul brillante o una boca de lobo.

Desde esas atalayas he observado brillos inexplicables en los anocheceres, las fraguas de Vulcano y los fuegos del infierno. Y campos de algodón que se transforman en animales prehistóricos o arenas movedizas. Desde ellas venía observando el domingo pasado la línea iridiscente de los cayos de la Florida cuando allí, frente a Key West, divisé esa mancha de luces. “Ahí, de ese lado”, me dije, “no puede ser otra cosa… pero ¿acaso está tan cerca?” Entonces, después de dar toda la información reglamentaria, el capitán comentó: “Lo que ven a su izquierda es la isla de Cuba”.

En un instante se me llenaron los ojos de lágrimas. Pensé que ese pedacito de mar, que desde allá arriba era sólo una cuarta de distancia, desde hace medio siglo se ha llenado de ahogados. Ese dolor subió desde la oscuridad, se me atoró en el pecho y ahogó también mi llanto. Observé el resplandor de La Habana mientras se perdía en la noche. Y la oscuridad volvió a salvarme hasta que dos horas más tarde la ciudad de México, sin principio ni fin, me llenara los ojos de fulgores y me diera ese empujón que hace adentrarse en ella como en un vientre más.

martes, 10 de mayo de 2011

Xalapa





Cuando llegué a Xalapa la primera vez, nadie me estaba esperando. Eran los finales de mayo del 92, hace casi veinte años, y llovía ―¿alguna vez no llueve en Xalapa?―. Entonces ―aunque ahora nos cueste creerlo― no había celulares y la amiga que debía esperarme no me pudo avisar del contratiempo que la retrasaría. Perdida en aquella terminal que me parecía enorme, sólo atiné a acercarme a un puesto de información turística atendido por un señor de apellido Farfán. Él me dio las monedas con las que marqué a casa de mi amiga, donde no respondía nadie. Prácticamente acabada de llegar de Cuba, el dinero que llevaba en los bolsillos era poquísimo. Y el miedo del alma, mucho.
Sin saber qué hacer, haciendo tiempo, conversaba a ratos con el señor Farfán, que resultó ser filatelista como había sido yo de niña. “Si no viene su amiga, le recomiendo un hotel”, me dijo. ¿Cuánto podría costar un hotel?... no tenía idea, pero sospechaba que sería carísimo. Insistí en el teléfono de mi amiga y entonces respondió la muchacha del aseo. Me dijo que los señores no estaban en casa y ni un detalle más. Temí quedarme a vivir allí, como Tom Hanks en el aeropuerto de la película.
Cuando las sombras empezaban a cernirse sobre la ciudad y habiéndole comentado de mi precariedad económica, el señor Farfán me recomendó el hotel Limón. Recuerdo un caserón viejo del centro y una habitación mínima. Creo que pagué 25 o 30 pesos, lo mismo que de taxi ―¡eran otros tiempos!―. El agua caliente nunca salió de la ducha. Sentí que se me pararía el corazón cuando el chorro heladísimo, ártico, me cayó sobre el cuerpo. Preferí conformarme con un rápido bañito vaquero ―orejas y rabo―, y salí a buscar algo de comer porque desde la tarde anterior, cuando me embarqué en Chetumal, no había probado bocado.
La calle era un Londres tropical, con la niebla hasta la altura de los tobillos. Seguramente exagero ―¿qué tendría de raro?―, pero no tanto. Bajé por una callecita empinada que me recordó las de mi Santiago natal. Ahora, con el tiempo, creo que era Xalapeños Ilustres. En la base de la loma había una tiendita; compré un pastel de queso con fresas, algo de tomar y volví a subir, un tanto angustiada, hacia el hotel, donde devoré aquel diminuto majar.
No sé cuánto demoró mi amiga en llegar. Había llamado, uno por uno, a todos los hoteles de la ciudad hasta que dio conmigo. Ya era de noche cuando salimos a la calle con todos mis matules y fuimos a comer unas tostadas al restaurán de Pepe El Negro en ese callejoncito del Centro. Así empezó mi historia en Xalapa. Todo me parecía mágico: el lago, la niebla, el verdor, la lluvia casi constante, las casitas de las Naveda en La Pitaya, el rumor del río, la simpatía de Jenny, el taller de Elsa, los grabados de Per, mis caminatas por toda la ciudad, el yogur de Chambourcí ―oh, sí― y el Chedraui de la vuelta de la catedral. No sé qué tiempo estaría allí esa primera vez, diez o quince días, no más, pero siempre me parece que he vivido en Xalapa toda una vida. Allí usé botas por primera vez, allí conocí a Joaquín Sabina. No al tipo en persona, sino al letrista y maestro del argot y del humor ―negro― ibérico. Adriana tenía las Mentiras piadosas y Física y química entre sus discos de cabecera y caí rendida a los pies de aquellas infinitas enumeraciones: Nietos de toreros disfrazados de ciclistas, ediles socialistas, putones verbeneros, peluqueros de esos que se llaman estilistas, musculitos, posturitas, cronistas carroñeros… O: Y si quieres también, puedo ser tu estación y tu tren, tu mal y tu bien, tu pan y tu vino, tu pecado, tu dios, tu asesino… O: Viejo verde en Sodoma, deportado en Siberia, sultán en un harén. ¿Policía? ni en broma, triunfador de la feria, gitanito en Jerez.
Ese mismo año, meses después regresé a Xalapa para impartir un curso opcional de historia de la literatura cubana a los estudiantes de la licenciatura en letras de la Universidad Veracruzana. Tenía 28 años y estaba más cerca de aquellos muchachos de lo que suele admitir uno en la tercera década. Colaboré en sus revistas, paseábamos la ciudad, compartíamos versos y licores. Esa vez me quedé, cuando mucho, un par de meses; ya la ciudad de México me había robado el corazón.
Otras veces volví. Con Elena y Abraham, con Dora y el año pasado a presentar la novela premiada de Yamilet García. Pero el próximo domingo volveré para bautizar mi antología poética personal Manuscrito hallado en alta mar, salida hace apenas unos días de las prensas de la Universidad Veracruzana; una reunión de toda mi poesía publicada en veinte años, desde “Balcón al mar” hasta “Parpadeos”, desde Enigma de la sed (Santiago de Cuba, 1989) hasta El levísimo ruido de sus pasos (Barcelona, 2005).
Este libro es un sueño largamente acariciado; dos décadas de vida y de recuerdos deambulan por sus páginas. Agradezco a Patricia Toledo el dibujo ―con tantos significados― que ha servido de ilustración para la portada; agradezco a Nina Crangle la cuidadosa ―y cariñosa― edición; agradezco a Germán Martínez la organización de la presentación y a Agustín del Moral y a la editorial de la UV la publicación de este Manuscrito que hoy, que es en México Día de la Madre, me hace sentir como si compartiera con todos mis hijos, los versos, este fantástico banquete.


La presentación de Manuscrito hallado en alta mar. Veinte años de poesía reunida (1989-2009) se realizará dentro de las actividades de la Feria Internacional del Libro Universitario, el domingo 15 de mayo a las 5:30 pm en la Galería de Artes Plásticas de la Unidad de Artes de la Universidad Veracruzana (Belisario Domínguez 25, Xalapa, Veracruz). Comentarios a cargo de Claudia Domínguez. Entrada libre, libros a la venta.