martes, 27 de octubre de 2009

Alí Babá y los cuarenta ladrones




Por los mismos días en que el Ministerio del Interior de Cuba le negó el permiso de salida del territorio nacional a la blogera Yoani Sánchez para ir a recibir el premio “María Moors Cabot” que le otorgó la Universidad de Columbia en Nueva York, también les fue negado el permiso de viaje a mis tíos, quienes visitarían en Colombia a uno de sus hijos. Los señores, mayores de sesenta años, jubilados ambos, viajaron desde Santiago de Cuba a La Habana, con todo lo que de odisea tiene un traslado interprovincial en la isla, y durmieron en los portales de la embajada sudamericana para “sacar el turno” que les permitiera tramitar sus visas, las cuales finalmente obtuvieron.
Pero su ilusión duró poco: la oficina de Migración del MININT les comunicó que tenían prohibido salir de Cuba hasta el año 2011. ¿La razón? Que el hijo al que visitarían “traicionó la misión” —o sea, no regresó, “se quedó”, “desertó”—, por lo que se hizo acreedor a un castigo de varios años sin poder entrar a Cuba, extensivo a toda su familia, que no podrá salir de allí a ningún lugar del mundo durante el mismo período de tiempo. O sea, que el castigo es expansivo y se reparte como escarmiento.
Esos vetos pueden ser tan estrictos que, desde Celia Cruz hasta cualquier anónimo médico familiar, todos conocemos a más de un compatriota que no ha podido regresar a ver morir a sus seres queridos ni solicitándolo como “caso humanitario”. Pero también pueden ser muy laxos a conveniencia: yo, por ejemplo, también fui sancionada de manera similar a principios de siglo cuando decidí renunciar a mi “permiso oficial” y convertirme en “emigrado”, pero pude ir antes de los cinco años porque como nuestros consulados son una caterva de rateros autorizados, el de México tenía vaya usted a saber qué acuerdo con una de esas agencias de viaje operadas por cubanos bajo la venia y protección de la embajada, la cual tramitaba con el MININT —no sé si oficialmente o por debajo el agua— los permisos de entrada de los “castigados” a cambio de 80 o 100 dólares, una fortuna en comparación con los 25 que cuesta la visa para cualquier extranjero.
En aquel entonces, ya me había nacionalizado. México aún no admitía la doble nacionalidad y, para recibir la carta de naturalización, era requisito indispensable que entregáramos el pasaporte y firmáramos una declaración jurada en la que renunciábamos a nuestra nacionalidad anterior. Pero como el gobierno cubano jamás prescindirá del control de sus súbditos, hagan lo que hagan o se vayan a donde puedan irse, en cuanto recibíamos los documentos de identificación mexicanos debíamos presentarnos a la embajada de Cuba donde nos elaboraban un nuevo pasaporte. Sólo así podríamos volver a la isla, porque para una persona nacida allí es absolutamente imposible entrar con documentos expedidos por algún otro país. Abundan las anécdotas de “ex cubanos” regresados en el mismo avión en que llegan por no llevar el isleño pasaporte.
Lógicamente este procedimiento era clandestino porque, como ya dije, México no aceptaba que sus ciudadanos tuvieran otras nacionalidades ni documentos de otros países. Por lo cual, para volver a la isla había que “hacerle trampa” a México: en los mostradores del aeropuerto Benito Juárez enseñábamos el pasaporte mexicano y en los de la isla, el cubano, arriesgándonos a las consecuencias —nefastas— que aquello pudiera tener si los aztecas “se daban cuenta” del “engaño”.
Si bien hay una clara intención de control por parte del gobierno cubano que no quiere perder de vista a sus borregos, vayan adonde vayan, la función primera y fundamental de la estructura migratoria del Ministerio del Interior y de los consulados cubanos en el exterior es sacarles el dinero a los traidores gusanos. Sablazo a sablazo lo hemos interiorizado y aceptado —mal que nos pese— durante décadas. El negocio mejor planeado y más visionario de la revolución fue la división de la familia: la mitad fuera, la mitad dentro, lo cual garantizó el subsidio involuntario que los emigrados —tan vapuleados y denigrados— hemos otorgado a la economía nacional por medio de viajes a, o desde, la isla y remesas familiares.
Por eso dejaron salir con tanta complacencia —aunque la dibujaran de otras reacciones más aguerridamente revolucionarias— a los miles del Mariel, los miles de la gran migración de intelectuales y artistas de principios de los 90, los miles y miles desde la crisis de los balseros hasta hoy, sin importarles cuántos sean alimento de tiburones en el estrecho de la Florida o el golfo de México. Por eso se hacen de la vista gorda con las cartas de invitación “falsas”, la trata de personas y las lanchas que llegan “ilegalmente” a buscar gente a las mismísimas costas de la isla. Porque uno que se vaya mantiene a los que se quedan. Y ese dinero sólo puede ingresar a las arcas estatales porque en Cuba no hay otro tipo de propiedad que no sea la del Estado. Y no hay principios ni decencia: poderoso caballero es Don Dinero.
Pero dicho así, sin mucho detalle, pareciera que los cubanos, al margen de esas molestias referidas, pueden salir de su país sin mayor problema. Y no. Para que alguien trascienda los límites geográficos del archipiélago, debe haber recibido previamente carta de invitación de una persona o institución radicada en el extranjero que se comprometa expresamente a costear todos los gastos de viaje. Porque —no está de más decirlo— con aquellos salarios nadie podría hacerlo: los mayores sueldos ascienden a 400 pesos (unos 16 dólares al mes) y un boleto al lugar más cercano no costaría menos de 400 dólares.
Cuando el supuesto ciudadano recibiere la mencionada carta de invitación —notariada por la embajada respectiva y que en México cuesta poco más de 2,000 pesos— inicia el calvario de los permisos: tiene que tramitarlos ante el centro laboral o de estudios, ante el ministerio correspondiente, solicitar la visa del país en cuestión y finalmente, pedir la tarjeta blanca, o sea, el permiso de salida de Cuba. Los dos últimos peldaños (visa y tarjeta blanca) con un alto costo que, por supuesto, también suele sufragar quien extendió la invitación, al igual que el monto del boleto aéreo y la manutención durante la estancia. Esto sólo cambia en los casos de personas que se dediquen a algún negocio ilícito que les permita un ahorro de divisas o en el caso de funcionarios del gobierno que reciban los viáticos correspondientes.
Y como para salir, también hay que pedir permiso para entrar. Cuando las cosas empezaron a ponérseles feas en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU por los cuestionamientos a la violación del derecho universal de libre tránsito, el gobierno cubano inventó una modalidad llamada “Habilitación”, que recibimos, en primer lugar y de manera gratuita, los artistas e intelectuales, todos esos que nos pasamos la vida soltando la lengua. Ese otro “permiso” confiere entradas y salidas múltiples siempre que no se exceda la cantidad de 21 días de estancia en la patria querida. Porque al día 22, tendrá usted la patrulla en la puerta de su casa para llevarlo al aeropuerto.
El golpe económico resultante de esa gratuidad debe haber sido fuerte —ya no podrían cobrarnos el permiso de entrada—, pero un verdadero revolucionario no se amilana y convierte los reveses en victoria: inmediatamente empezaron a cobrar la prórroga de los pasaportes cada dos años. O sea, que usted paga 2,800 pesos mexicanos por la confección de un pasaporte por seis años, pero cada dos tiene que desembolsar 1,400 pesos para las actualizaciones parciales, sin las cuales no podrá entrar a Cuba de ninguna manera. De tal modo que el documento con vigencia de seis años cuesta nada más y nada menos que 5,600 pesos, o sea, unos 430 dólares. ¿Habrá alguno más caro, pero sobre todo más mañoso, en todo el universo, incluidas las galaxias circundantes?
Si piensa usted que ahí terminaron los malabares del viajero y los abusos del Estado socialista, se equivoca totalmente. El familiar o amigo que viene a visitarle debe pagar a la embajada cubana 560 pesos (unos 40 dólares) por cada mes de estancia, o sea, una especie de alquiler por estar fuera de Cuba. De no cubrir ese arancel, no podrá subirse al avión de regreso.
Además, los cubanos residentes en el extranjero debemos pagar a la entrada a la isla el exceso de equipaje que llevemos, aunque ya lo hubiéramos abonado a la línea aérea que nos transportó. Como si la isla se fuera a hundir con el peso de más. Y ni hablar de los impuestos por ingreso de efectos electrodomésticos o artículos personales porque eso cambia cada día, cada mes, cada vez que les convenga, a gusto y antojo del gobierno y, sobre todo, de los ladronzuelos de toda laya vestidos de militar del aeropuerto internacional “José Martí” y otros del interior, como cuenta el cantante popular Cándido Fabré en el video que aquí les dejo.


martes, 20 de octubre de 2009

Un buchito de café en Santiago




El domingo Camila Remón, hija de mis queridos amigos de toda la vida Viky y Ramiro, me mandó por Facebook esta foto donde, apenas salvándose de la aplastante imponencia del hotel Imperial, asoma la esquinita del santiaguero Parque del Ajedrez en la confluencia de Enramadas y Santo Tomás; aquella cafetería donde, como ya he recordado tantas veces, a finales de los ochenta pasábamos horas Inés María, Orlando, Raúl, Rafelito Fleitas y otro puñado de amigos y contertulios que allí nos dábamos cita a media mañana o a la salida de las respectivas oficinas para tomar un poco de fresco ―casi una ilusión― y un buen café de 40 centavos al que todos llamaban “café caro”, nombre que incluso se hizo extensivo al establecimiento.
Ayer en la mañana, como si se hubieran puesto de acuerdo, Inés María me mandó esta imagen tomada durante su más reciente visita a la isla. En ella se ve, además de la desafiante modelo, el “interior” del café, las mesas de granito con el tablero pintado, la ventanilla por donde salían los pedidos del humeante líquido.




“Nos vemos en el café caro”, decíamos, y en esos banquitos duros, Conrado Pérez me enseñó con paciencia cómo tallerear un poema y "limpiamos" Marlenys y yo, un mediodía de domingo, después de las MTT, aquel “Dedo que no tapa el sol”. Allí nos advertía Marta, a León y a mí, que si seguíamos comiéndonos las uñas tan frenéticamente, nos quedarían sólo muñones. Allí no sobrevivió títere con cabeza ni estómago rosadito. No sé cómo podíamos dormir en las noches después de tanta taza apurada gaznate abajo, tanto chisme sabroso e inquietante, tantas pasiones juveniles.
Pero a veces me hartaba el Parque del Ajedrez y emigraba a La Isabelica, expendio mucho más tradicional y barato, con mesas y sillas de madera y piso adoquinado, nombrada así en alusión a una de las más prósperas haciendas cafetaleras instalada por los colonos franceses que, huyendo de la revolución de Haití, fueron a asentarse en el Oriente cubano a finales del siglo XVIII.

Nunca me gustó La Isabelica. Era poca la luz que dejaban pasar las dos ventanas coloniales llenas de balaustres; insuficiente a pesar de las dos puertas a la calle. Las baldosas gastadas del piso siempre parecían sucias, polvorientas, y en las mesas Isolina, aquella mulata mal encarada, embarraba las huellas de la tazas con un trapo empapado de otras huellas. Las mesas solían compartirse y entonces, delante de los desconocidos no siempre podíamos seguir arrancándole las tiras del pellejo al que fuera protagonista de la conversación.
Sin embargo, en La Isabelica había otras especialidades, otras combinaciones. Café con licor de menta o de anís o aquellos carajitos, llamados también rocío de gallo para evitar la altisonancia, a los que se le agregaba una porción de ron. Porque he de confesarles que no me gusta especialmente el café; para mí es una bebida social, como las alcohólicas: rara vez me tomo una cerveza si estoy sola; rara vez cuelo si no es para compartir.
Conjugo ese verbo y me acuerdo del colador de tela triangular colocado en aquel artefacto metálico del que mi abuela y mi mamá sacaban el líquido oscuro cada mañana y cada tardecita. El primer buchito, recién colado, y luego al termo que mi papá se encargaba de consumir hasta la última gota. Ése sí era cafetero: bajaba Aguilera o subía Enramadas y se paraba en cada cafetería. Una taza tras otra, miles en el día. Y miles de cigarros entre una y la siguiente.
Digo café y evoco con igual intensidad el aroma del brebaje que el grano virgen que recogíamos en las laderas de la sierra durante los planes Escuela al Campo. Vista Alegre se llamaba aquel campamento en las postrimerías del Tercer Frente Oriental donde nos confinaban por 45 días para que combináramos efectivamente el estudio con el trabajo, principio básico de la educación socialista. Hasta allá no subían más que los camiones militares de potente tracción. Me veo claramente, como decía Silvio Rodríguez, a los 13 o 14 años en el barracón de madera y piso de tierra con un centenar de hamacas de yute por las que se colaba, en las terribles madrugadas, todo el frío de la serranía. Madrugadas en las que nos formaban en la plazoleta bajo la luz de la luna —cuando la había— para dar los resultados de la emulación y enfilarnos trillo arriba hacia el lugar de la recolección.
Como parte de esa red de ¿coincidencias? que suele tejerse ante nuestros ojos cual sorprendentes espejismos, como las ramas y bejucos que a veces ocultaban al Parque del Ajedrez de la vista del transeúnte, el próximo viernes presentaré mi novela en una cafetería, que además es librería y foro cultural: las Voces en Tinta de Bertha de la Maza, donde las esencias del arábigo fruto acarician olfato y paladar en un carrusel de preparaciones; mi favorita, el dulcísimo caramel macchiato con licor de almendras que preparan con destreza Massiel y Valentina.
Por si fuera poco, la semana pasada recibí desde la isla un mensaje de invitación para la próxima sesión del Café Bar Emiliana que conduce mi queridísima Soleida Ríos en el Palacio del Segundo Cabo de La Habana Vieja. Desde entonces tarareo, picarescamente, cual es el tono del estribillo, al ritmo de Carlos Puebla y sus Tradicionales: “Si no fuera por Emiliana nos quedaríamos con las ganas…” Y completo la frase mientras miro, una y otra vez, las fotos que aquí les comparto: “…de tomar café, de tomar café, de tomar café”.

martes, 6 de octubre de 2009

Lenguaje e inteligencia artificial

Leonora Carrington, Templo del Verbo, 1954




El idioma, como todo en esta vida, como la vida misma, es un proceso. Eso me quedé reflexionando después del texto de la semana pasada en este Parque del Ajedrez, de las conversaciones posteriores con varios amigos y de la muerte de esos dos grandes cantores de nuestra lengua que fueron —y serán siempre— Mercedes Sosa y el poeta Cintio Vitier. Un proceso, es decir, según la Real Academia Española, la acción de ir hacia delante, el conjunto de fases sucesivas de un fenómeno natural o una operación artificial. En pocas palabras, algo cambiante e indetenible.
El castellano que hablamos dista mucho —es obvio— de aquel con que Cervantes redactó en el siglo XVII El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Como dista el castellano “culto” del coloquial, el coloquial del marginal, el hablado en España del de América, el de cada país de nuestro continente del que usa su vecino más cercano, el de cada región dentro de cada país, y el espánglich del inglés y del español. Es el idioma, efectivamente, una herramienta de comunicación que funciona mientras cumpla esa primera premisa: comunicar y, en ese sentido, acomoda sus reglas, leyes e inteligibilidad en cada uno de esos contextos.
Las nuevas maneras de comunicarse los jóvenes, que a veces nos escandalizan, están inmersas en procesos mayores, globales: procesos naturales, sociales, tecnológicos. “De la escritura/ sólo el apocalipsis/ nos acompaña” leí en el Haikú del día, una de las mejores aplicaciones de Facebook, poética, para que no se diga que todos son tests tontos y boberías para perder el tiempo inútilmente. Y tal vez es cierto: estamos en la antesala del aparente desplome —o reconfiguración— del concepto de idioma que teníamos hasta ahora. Y no sucede solamente en la lengua de Cervantes sino en todas, porque los mencionados procesos son mundiales.
El futuro de esto que llamamos elegantemente Humanidad parece ser el tránsito inevitable hacia la inteligencia artificial; ésa es la misión del homo sapiens como especie: crear las condiciones que lleven a ese paso, que será la única posibilidad de que los códigos matemáticos en los que se basa el Universo trasciendan su fin y garanticen su ulterior refundación. Lo que antes denominábamos ciencia ficción —de Verne a las odiseas espaciales y la robótica— ya es parte de la realidad aunque a veces nos neguemos a aceptarlo, apegados como estamos a lo que creemos “nuestro”.
Según el budismo, esa milenaria filosofía oriental, la humana es una condición de sufrimiento debido a nuestra dificultad para comprender que todo es transitorio, que la vida es un río que fluye y al que es imposible detener. Esa incapacidad tiene su fuente en los deseos, los apegos, las resistencias, la idea de la posesión. Superarlos, librarnos de ellos, según Siddharta Guatama —o sea, Buda—, es romper el ciclo del sufrimiento y poder aspirar a un estado de total liberación. Claro que a los occidentales, tan cristianos —en todos los sentidos—, nos han enseñado lo contrario: existir es poseer y lo que no se desea, no se alcanza. Y lo que no se defiende, se encadena o se aprisiona, se va… Esfuerzo inútil, porque el destino de todo es irse, deshacerse como las “estelas en la mar” de Machado.
La otra trampa es el ego. ¿De dónde ha sacado el hombre —y la mujer— que es la cumbre de la Creación, el hijo predilecto de Dios? Esa idea del “animal superior” es exactamente igual a la de la “raza aria”, en todas sus connotaciones y consecuencias. Por eso abusa el ser humano de la Naturaleza y se cree un diosecito yuppie que puede despreciar su entorno y a sus compañeros de viaje, que puede parar o acelerar a su antojo el mundo, que puede poseer o desechar a su libre albedrío, tremendo concepto.
Todo tiene fijado su principio y su fin, su alfa y su omega, al menos en este ciclo y en estas dimensiones que habitamos. Incluidos la biodiversidad, la Tierra, la galaxia, el Universo. Lo demás es arena donde llevar a cabo el teatro de operaciones, la película de Dios. Salvando las distancias, cuando concebí “Un puñado de cenizas” —ese cuento tan desperdiciado que es lo mejor que haya escrito en los días de mi vida— o la novela Espejo de tres cuerpos, tenía claros los nudos principales, sabía cómo empezaba y cómo terminaba cada historia. Sin embargo, el resto, el relleno, fue surgiendo en el transcurso de la escritura.
Los personajes nos llevan por sus propios caminos, imprevisibles. Lo mismo ha de pasarle a Dios, al Universo, a como quiera llamársele a esa esencia superior que determina no sólo el camino del Cosmos, sino cada una de nuestras minimérrimas existencias. El Big Bang, como todo comienzo, determinó el final, porque en estos planos de existencia en los cuales se mueve la vida humana, todo lo que comienza irremisiblemente acabará. Y el idioma —ése al que algunos han llamado “nuestra patria”— es una de esas cosas perecederas porque, como dicen en México: “todo, por servir, se acaba”.
Dentro de un tiempo —posiblemente largo—, nadie necesitará comunicarse a través de una lengua sonora, rítmica, pletórica en sinónimos y frases bellas —que entonces serán inútiles, imprácticas, arcaicas—, sino a través de códigos funcionales que ya empezamos a aprender como si fuera un juego. Cuando chateamos, no decimos “qué gracias me da eso” sino que ponemos una carita sonriente o una bolita que se destartala de risa arrastrada por el piso virtual del dibujo que es. Emoticones les llaman. Cuando nos despedimos, ponemos el emoticón con mano que dice adiós o miles de representaciones parecidas que pueden “bajarse” de internet o copiarse de nuestros interlocutores, o sea, los otros chateadores.
“Esto es un guiño”, me dice Gloria y escribe ;) . Yo sé que es un guiño pero todavía me cuesta “verlo”, identificarlo como tal. Cuando nos liberemos de los apegos visuales, podremos mirar con mayor claridad porque la vieja máxima de “Ver para creer” va transformándose en un “Creer para ver”. Entonces, no sólo observaré el guiño de Gloria; también sabré que todas las cosas que no veo están contenidas en mi software —llámese conciencia, alma, inteligencia—; que allí viven y seguirán viviendo aunque los ojos las extrañen.
Tal vez eso que ahora nos parece un galimatías alfanumérico —y que realmente no es tan raro para quienes se especializan en las ciencias exactas— sea sólo una nueva manera de renombrar las cosas, como aprender otro idioma. Con el tiempo, todos sabremos que dos puntos y un paréntesis es una sonrisa; que dos puntos, apóstrofe, paréntesis que abre es llanto incontrolable, y que paréntesis con P mayúscula te saca la lengua. Esto entre miles de comandos que los muchachos (y los no tan jóvenes) repiten ya de memoria, automáticamente, interiorizado, en cualquier mensaje escrito como un idioma nuevo. Dígame usted si no vamos como Juan que se mata —símil cubano de la celeridad— hacia una escritura de otro tipo. Como mutamos, sin apenas percibirlo, para incorporar a nuestra anatomía los cambios necesarios para sobrevivir, por ejemplo, a la contaminación ambiental.
Como la materia, que no se destruye sino que se transforma, así es el idioma. Nada será mejor o peor, simplemente responderá a las funcionalidades de cada época o fragmento social. Yo tengo fascinación por la palabra —eso no es noticia— y creo que todavía, muy a pesar del reggaetón o los mensajes de texto, por muchos años seguiremos tejiendo hermosos trabalenguas, leyendo buena literatura, solazándonos en la sinonimia y la metaforización más dignas. Aunque sea nuestro “placer de viejos” y a los más jóvenes no les transmita mucho. No se agobien de antemano; recuerden que, como dijo el chinito Lao Tsé: “Cuando un camino llega a su término, cambia; después de cambiar, sigue adelante”.