jueves, 16 de agosto de 2012

Mis lecturas del verano



Cristina Rivera Garza
El mal de la taiga
México, Tusquets, 2012


¿Cuántas veces, ante una situación adversa, decimos: “Quisiera irme ahora mismo al fin del mundo”? ¿Cuántas veces soñamos con huir? Eso es la novela más reciente de Cristina Rivera Garza, El mal de la taiga: el viaje de búsqueda ―y de autobúsqueda― de quien ha decidido “irse muy lejos”, un diario en el que se alucina y se inventan un bosque, otra mujer, tres astronautas. En la taiga, ese sitio donde algo muere, la cabaña sucia y maloliente es nuestro propio cuerpo con los huesos rotos y un hilo de sangre que sube hasta el cielo gris tormenta. Allí todo es símbolo: los niños mínimos, el vómito, el ojo acuciante del observador, el feral adolescente, los leñadores, el antro, la noria inútil, el agua sucia y las arenas movedizas. No en vano se cuestiona la aparente ternura de las fábulas infantiles: el lobo ―dice la autora― “no sólo triunfa, sino que lo hace de la manera más atroz”. ¿Acaso Hansel y Gretel querían regresar a la crueldad? ¿Qué diferencia puede haber entre la taiga y una ciudad cualquiera? En la respuesta está la clave, el hilo de Ariadna que pudiera desentrañarnos esta enorme alegoría. “Todos llevamos un bosque dentro […]. Un cielo gris. Las cosas que no cambian”, eso dice la autora antes del salto definitivo.




Yosie Crespo
Solárium
Miami, Ediciones Baquiana, 2012


“De ciertos enigmas despierto”, anuncia el cuaderno inaugural de Yosie Crespo, que obtuvo el año pasado el primer premio del concurso Nuevos Valores de la Poesía Hispana otorgado en Miami por el Centro Cultural Español y Ediciones Baquiana. Y agrega: “He aquí el hilo negro de sombras/ que delata mi amor”.
Habrá una luz, se vislumbra, pero todo empieza antes. “Cierro la noche y me trago su llave”, dice Yosie y se dispone a explorar la oscuridad. Incluso, y sobre todo, la de “aquella adversa/ que refugia en metáforas su propia vida”. “Ella con su soledad de pájaros/ llegaba cada noche”. Temblando frente al mar, en medio de este mundo de inútiles urgencias, la poeta repara en que no hay fuego en la desnudez ni en el secreto más profundo. Le duele “el vacío terrible de la eternidad”. Tampoco en el espejo encuentra una esperanza. Ni en el verso del suicida. Sólo algo en el horizonte pudiera ser puro todavía; Yosie propone alcanzarlo y despliega sus alas a pesar de la tormenta.
Solárium es un vuelo poético del despertar a la despedida; como el amor, esa “rama oscura” que llega y al final, irremediablemente parte. Pasado y presente fundidos en un punto que lo es todo. Versos en los que son recurrentes el deseo y la lluvia, la noche y luego, el sol, “los minutos que cría el viento en su viejo reloj”. Porque este libro es eso: un refugio donde esperar la luz.




Sandra Lorenzano
Fuga en mí menor
México, Tusquets, 2012


Una noche de septiembre de 1944 avisaron a Nina que Giulio no regresaría de la guerra. Ella echó alguna ropa en una maleta, tomó la fotografía que estaba más a mano y emprendió la huida hacia un país, al otro lado del océano, donde poder darle al pequeño Leo una vida mejor. Leo, que tenía tres años, no recuerda a su padre. Ni su cara, ni su figura, ni los cariños que le prodigaba, ni sus interpretaciones en el violonchelo cada tarde al regresar del trabajo. “¿Se puede tener nostalgia de algo que no conocemos?”, se pregunta durante más de medio siglo, huérfano de padre y de patria, arrancado de sus raíces, sin poder hallar firmeza o seguridad en ningún sitio, y se impone como misión hallar “las huellas de una sombra”, inventarse un lugar al que pertenecer.
 “Nunca cargaré el cuerpo de mi padre anciano. Nunca podrá él sostenerme”, se lamenta y entonces, durante un año rehace con sus propias manos a su padre en forma de violonchelo mientras deshoja su vida contándosela a un viejo lutier también llegado de otras tierras. Éste es un libro sobre las migraciones, sobre la vida y la muerte, sobre las decisiones que llevan a los humanos hacia uno u otro lado. Una épica sin héroes, sin grandilocuencia ni protagonismos. Y sobre todos, como un manto, la sombra de la guerra y del exilio. Tres veces extranjero, Leo acaba abrazado a ese chelo sobre las ruinas de su propia historia. Una pregunta queda volando al final de la lectura: ¿Es inexorable el destino? 

Mi poema Óleo

Composición gráfica de C-Queer Laboratorio Corporal

jueves, 2 de agosto de 2012

La vida, este obituario






En memoria de todos ellos



El domingo amanecimos con la terrible noticia del fallecimiento en Honduras de dos sobrinos de Patty. Si la muerte de personas mayores conmueve, aun cuando ese final sea esperado, natural, la de dos jóvenes menores de 20 años desmorona. ¿Cómo enfrentar un suceso tan inesperado, fulminante, irreversible? ¿Cómo entender que alguien se adjudique la prerrogativa de segar otra vida y sumir a una familia —y a todos sus allegados— en la impotencia más indescriptible?
En medio de ese doloroso desconcierto, el martes se cumplió el primer año de la muerte de Eliseo Albeto, nuestro Lichi Diego. De ese 31 de julio de 2011 a la fecha, hemos visto despedirse, en una sucesión que a ratos llega a parecer macabra, a Puchi Fajardo, Ileana Alonso, David González Lago, Elena Tamargo, Vicente Revueltas, Humberto Arenal, Ramiro Herrero, Heriberto Hernández Medina, José Ramón Morales, José Nicolás, Ernesto Lozano, Zenaida Manfugás, Javier Fernández Jure, Jenny Beltrán y Hamlet Casals. Personas conocidas, cercanas, admiradas o queridas; con muchos compartí versos y proyectos, cálidas noches del trópico; algunos eran aún muy jóvenes para la idea que tenemos de que la muerte es cosa de viejos.
A veces pensamos que nos han acostumbrado a convivir con la muerte las noticias de los medios, que se han convertido en una sempiterna nota roja; pero no: si la muerte se acerca, no hay palabras que alivien suficiente. El espectáculo de la guerra —¿alguien duda que vivimos tiempos de guerra mundial?— suele parecernos ajeno y lejano hasta que nos toca. Y la muerte, la simple, la de todos los días, nos toca siempre y nos deja heridos.
“La vida se ha convertido en un obituario”, me dijo Minerva, con esa exactitud de los poetas, el lunes en la noche cuando se supo de la muerte en Miami de Antonio El Niño Conte. Y ayer, al abrir el correo, encontré el mensaje de Rotmi Enciso avisando del deceso de Tatiana de la Tierra, esa mujer alegre y luchadora con la que tuve el privilegio de compartir y con quien publiqué mis primeros textos de tono lésbico en Conmotion, una revista que fundó en Miami.
"Aunque sabemos que quienes se van es porque ya cumplieron lo que venían a hacer, no deja de ser humano el dolor", me dijo ayer una amiga muy querida y me dejó pensando, a pesar de que comparto esa opinión (a excepción lógica de quienes deciden por voluntad propia irse antes o de quienes les es arrancada la vida). Los que me conocen saben que tengo una idea de la muerte y una relación con ella un poco distinta a la “normal”, pero lo cierto es que sólo sabremos qué es la muerte cuando nos ocurra. Cualquier apreciación desde este lado resulta aventurada, infundada, y en momentos como éste acaso sirve, cuando más, para darnos consuelo, el soporte necesario para seguir andando hasta que nos llegue la hora de despedirnos también.
Cuenta la familia que el lunes, al momento en que entregaban los cuerpos de Kevin y Katherin a la tierra generosa, en el cielo, sobre el pequeño camposanto, se elevó la curva perfecta y luminosa de un arcoíris. ¿Hace falta decir más?