martes, 31 de marzo de 2009

En lontananza

Conchero

Ele, para ti y por ti




El jueves pasado algunas gestiones me llevaron al Centro de la ciudad. “Los jueves son días de poder, de Júpiter”, decía mi tía Noris; “cuando tengas que hacer una diligencia realmente importante, que sea un jueves”. Mientras me adentraba en esas hermosas calles flanqueadas de palacios virreinales, me pregunté cómo se volvieron los burgos este gentío descolgado de los cerros. Pensé en sor Juana. Cuántas veces habría caminado por esas calzadas; cuántas arrastró su hábito sobre aquellos adoquines.
Hacía días la jerónima estaba cerca de mi corazón. Me la trajo, a su manera, José Luis Gómez en El beso de la virreina. Llegó entonando la “Romanza de los campos”, la misma que su madre le cantaba para arrullarla allá, a las faldas de los volcanes, en San Miguel Nepantla. Vino acompañada de un coro de mujeres, de una profusión de imágenes. La ergástula negra, la cava de los gusanos, las hogueras del Santo Tribunal, su cuarto de la redención, mi casa de Santiago. Su amiga Marta Portes, vestida de cortesana, mendigando a un lado de la Catedral y como una sombra, la Dama de la Mantilla besándose con la muerte. Todo se encimaba ante mis ojos en el mismo escenario.
Una marcha entraba al Zócalo por Madero. Se escuchaban los gritos de los manifestantes y en medio de la plaza, junto al asta de la enorme bandera, echaban cohetes que explotaban estruendosos, inquietantes, bien arriba, dejando una nubecita de pólvora. Alrededor de la Catedral, un batallón de granaderos aguardaba con sus cascos y sus escudos de plástico, ahogándose en el calor del mediodía, con cara de no querer entablar pelea alguna.
Mientras caminaba a un costado de la iglesia, viendo bailar una coreografía acrobática a un grupo de jóvenes callejeros y a una anciana sacudir su manojo de yerbas para limpiar el aura de otro transeúnte —eso prometía el cartelito escrito a mano—, pensé: “Ya que ando por aquí, debiera hacerle una visitica a Elegguá”. Me refería, por supuesto, al Santo Niño de Atocha, de quien había un cuadro en una de las galerías laterales del principal templo católico de México.
Después de ser revisada por el policía del atrio como si se tratara de un edificio público o una discoteca, entré. Me dirigí al rinconcito conocido desde hace años y… ¡oh sorpresa!, no estaban ni Elegguá ni la Virgen de la Caridad, que allí lo acompañaba como si esa pared estuviera intencionalmente dedicada a los cubanos. En su lugar había sendos óleos de san Francisco y santo Domingo separados —como han estado históricamente sus respectivas órdenes— por una placa de homenaje al Padre Woytila, con su eclesiástico “seudónimo” en resaltadas letras. “Mmm, ya los cubanos pasamos de moda”, me dije mientras deambulaba un rato, como turista y entre turistas, por el recinto.
Finalmente salí a la calle; el escándalo seguía. Un jolgorio similar —quizás un poco menos caótico; tal vez no— a cómo describe Gómez la Plaza Mayor de la Nueva España. El vendedor de aguas las pregonaba a tres por diez pesos. Tamales ofrecía otro. Por encima de sus gritos y de los cohetes resonaban, profundos, los tambores de los concheros, danzantes aztecas que bailan para convocar a los espíritus que tumbarán esa catedral levantada sobre la sangre de sus antepasados y sus sagrados templos.
Me encaminaba a la entrada del metro para hundirme en el inframundo cuando miré hacia la puerta del Sagrario. “¿Y si lo pasaron para acá?”, me pregunté pensando en la criatura divina. Decidida, como casi nunca, traspasé la reja, dejé que me volviera a revisar el otro vigilante y entré por la abertura derecha del portón. De más está decírselos, ya lo saben: lo primero que vi fue la figura del Santo Niño con sus deditos en posición de bendecir y la bolita del mundo en la mano izquierda. Era mediodía y las campanas empezaron a tañer.
Allí me senté, a sus pies, riéndome de su travesura. Ante mí, Nuestra Señora de Guadalupe; al otro lado, san Judas Tadeo. Le eché sus habladas —como dice Ildefonso—, breves, y cuando ya iba a levantarme —¡esas urgencias con que andamos en esta vida “moderna”!—, díjeme: “A ver, Odette, cuál es la prisa… Relájate, disfruta esta paz, este silencio, acuérdate cómo está la cosa allá afuera”. Con reticencia, el cuerpo fue distensándose; hasta empecé a sentir un dolorcito en el omóplato izquierdo. Entonces, la monótona voz del sacerdote que oficiaba misa en la Catedral y se escuchaba en el sagrario gracias al sistema de audio local, dijo que haría unos minutos de silencio para que quienes allí estuvieran se comunicaran directamente con el Padre Eterno.
Como supuse que si todos le hablábamos al mismo tiempo el Señor estaría tan aturdido que no escucharía realmente a nadie, le mandé mensaje con el Niño: “Oye, dile a tu papá…” Cuando empezó la musiquita que indicaba la continuación de la liturgia, me despedí y salí del templo. Iba flotando. Como anestesiada. Oyendo un coro de mujeres que cantaba la “Romanza de los campos”. Adelante iban Juanita y Azucena, las monjas de San Jerónimo, mis amigas del pre, las de la universidad. Isabel Ramírez, mi madre y mi tía Noris. Rodearon la boca del metro mientras iba bajando y fueron escuchándose cada vez más lejos a medida que avanzaba por el pasillo engentado de la estación Zócalo. Así, sigue llegándome su canto. Como la huella de los siglos. En lontananza.

martes, 24 de marzo de 2009

Elegía y valemadrismo

Kingsley y Cruz en Elegy



No me canso de preguntarme quién le pone los títulos en español a las películas gringas, dónde ocurre ese proceso macabro y distorsionador. Con qué criterios, con qué ética, con qué compromiso, con qué respeto al arte, ese funcionario, empleado de distribuidora o comité acometen su materia de trabajo. ¿Nadie los supervisa?
El domingo fuimos a ver La elegida, nueva película de la catalana Isabel Coixet —antes, La vida secreta de las palabras (2005) y Mi vida sin mí (2003), entre otras—, con Ben Kingsley y Penélope Cruz. Lo primero que me llamó la atención mientras buscaba en internet los horarios y cines más convenientes, fue que tiene dos trailers: uno hace énfasis en la vejez; el otro, en la seducción… Y había algo con el título; nos lo advirtió un comentario amigo… Pero en fin, allí estábamos, acomodados en las lunetas de piel del Cinemark. Pasaron casi dos horas interminables, salieron los créditos, bajé los escalones en penumbra y salí a la luz atribulada, confundida. Algo se me había escapado. Qué me quisieron decir. No encontraba los mensajes o eran tantos que no podía diseccionarlos.
La mayoría del gran público no es muy dado a la percepción integradora y analítica. Esa capacidad del cerebro humano se ha ido perdiendo. La gente —no sólo en el cine— mira pero no ve; ríen o lloran pero no se cuestionan las causas. Llegan a creer que lo hacen por “los otros”, los del filme; ni siquiera relacionan esas reacciones consigo mismos. Las imágenes pasan ante sus ojos como aguacero; sin consecuencias. Hablan de los personajes en tercera persona; se quedan con las impresiones más primarias; no reflexionan en los mensajes. Muchos dicen abiertamente que al cine se va a entretenerse, no a pensar.
Así, les da lo mismo que la película se llame La elegida o Recuerdos felices de Constantinopla. No necesitan el título, les vale madres; sólo ven desfilar los planos como autómatas y se los tragan cual agua simple, sin apenas degustar. Pero algunos tenemos la desgracia —¿debería decir suerte?— de “meterle coco” a todo y yo salí de allí sin haber entendido la película. No puede llamarse La elegida, me decía, porque para lo único que ha sido elegida Penélope en los últimos tiempos es para ganarse el Oscar por aquella María Elena, divina y loca, de Vicky, Cristina, Barcelona y no por esta Consuela Castillo, cubanita a medias, empezando por el nombre en femenino.
No pude evitar, antes de dormirme, revisar los dos diccionarios de inglés que tengo en casa, a todas luces muy malos porque el término elegy no aparecía. Entonces, les mandé sendos mensajes a Mabel y Manolo preguntando el significado de esa dichosa palabra en el idioma del enemigo. Como soy obsesiva compulsiva y perfeccionista, y no puede quedarme ningún cabo suelto en esta vida, desperté enganchada en lo mismo. No puede ser La elegida, insistí mientras el agua tibia del baño mojaba mi cabeza dura. Si acaso El elegido. Tal vez El elegido. Porque a David Kepesh, el personaje de Kingsley, lo escogen su alumna y su amante ocasional, su hijo para pedirle consejos, su mejor amigo para que presente su recital de poesía, Consuela para que haga las fotos, el autor de la novela —Philip Roth, El animal moribundo— y la realizadora del filme para que cuente la historia…
De pronto, como si el agua sobre mi cuerpo despertara al fin los sentidos adormilados, resplandeció la idea. ¡Elegía, coño, se llama Elegía!... ¡Claro, elegy es elegía! Entonces todo tuvo sentido, la película se reacomodó en mi cabeza (dura) y todos los mensajes saltaron a la vista. Es eso, una elegía: el tono, el ritmo. Un canto a todas las pérdidas del ser humano: el matrimonio, la juventud, la seguridad, el amor, los amigos, la salud, la integridad del cuerpo. Corrí a la computadora: allí estaban las respuestas de Mabel y Manolo confirmándomelo. Elegía, ¡eso!
Entonces me imaginé a todo el comité traductor preguntándose qué chingados es una elegía y a quién puede interesarle una película que se llame así... “¿Cómo le hacemos, jefe?”, preguntaría el súbdito. Y el gordo, que seguramente lo es: “A ver, ¿no dicen que esa española ojona se ganó un Oscar y que está bien buena?...” Grandes asentimientos de los otros. “Entonces tiene que ser algo que la destaque a ella, que además es latina… ¿Cómo dicen que se llama la película?” “Elegy”… “Ah pendejos, La elegida, a eso suena, ¿no? ¡Vamos a ponerle La elegida! Qué importa si no es ella la protagonista”... Punto final y a echarnos unas chelas… O unas cañas allá en la Madre Patria, donde también se llama La elegida. Que mira que la Pe sí es de ellos… suyita suyita. Y podían haberla llamado Las tetas de Penélope si hubieran querido, así que ya basta de crítica advenediza.
Pues sí, queridos, los que traducen el título de las películas, los que hacen las sinopsis para las cajitas de venta o renta, ni siquiera las ven… o les vale un reverendo cacahuate. Son oficinistas mal pagados y mediocres a los que no les gusta el cine pero ésa es la chamba que les consiguieron. La elegida o Elegía, ¿qué más da? ¿Hay alguna diferencia más que la comercial? Porque, como me decía Manolo, seguramente si traducen Elegía buena parte del gran público se quedaría como pescado en tarima, tentado a no comprar la entrada aunque fuera Penélope.
¡Pues qué vivan el comercio y el valemadrismo! Así vivimos mejor. Sin preocuparnos ni pensar.

martes, 17 de marzo de 2009

Asaltos a mano desalmada

CUC, falso como un billete de tres pesos



Que cada sociedad crea a los individuos que necesita para sobrevivir, leí hace unos días en algún texto; los mismos días en que un buen amigo volvió de su viaje a Cuba y me contó, con asombro y desencanto, sus experiencias en la isla. Había ido en misión de trabajo por lo que, a su regreso, debía traer el dinero resultante de sus negocios y lo que sobraba de viáticos, así que entró a una de las principales Cadeca [casa de cambio] a convertir a pesos mexicanos sus CUC—esa moneda inventada—. Como es de suponer, allí no tenían la cantidad suficiente de dinero azteca, por lo que mi amigo decidió, después de algunas consideraciones, hacer el cambio a dólares.
Para esos asuntos hay que estar muy despierto y mi amigo, previéndolo, había anotado en un post it la cantidad de CUC que cambiaría. Pero el papelito engomado se quedó pegado en otro lado cuando sacó el dinero. La muchacha que lo atendía le preguntó la cantidad y él no sólo dudo, sino que olvidó el papelito en cuestión y la cifra allí escrita. “Hágame el favor de contarlo usted”, le pidió a la joven. Y la joven contó, volvió a contar y finalmente le dijo: “Al cambio, son tantos dólares”. A mi amigo le pareció menos de lo que esperaba, pero tomó su dinero y le pidió un comprobante. Aquélla cortó con una regla un pedazo de papel y escribió a mano: “700 y tantos CUC = 700 y tantos dólares”, firmó y le puso el sellito de la Cadeca. Mi amigo preguntó si eso era un comprobante válido y la mujer le respondió que hasta el día siguiente no tendrían sistema, por lo que no podía imprimírselo en la máquina oficial. Como en Cuba todo es más o menos así, tomó el papel, salió de la oficina y se dirigió a su hotel disfrutando el vientecillo que sube desde en Malecón en esa zona de El Vedado.
Al llegar a la habitación y vaciar la bolsita, salió, travieso e intrigoso, el post it de marras. El número anotado no era ni remotamente el que le dio la señorita. Faltaban casi 200 CUC. “No es posible”, dijo mi amigo agarrándose la cabeza con ambas manos y sintiendo una apretazón en el pecho y el estómago. “Bien que te pase, por pendejo” y arremetió con otras linduras de las que dispara uno contra sí mismo en esos casos. Entonces decidió no decirle a nadie y pagar lo que aquella muchacha le había sustraído. Pero cuando el elevador se abrió en el lobby, lo primero que le dijo al amigo que lo esperaba fue: “Me robaron” y detalló la historia. Aquél, cubanísimo, concluyó que eso no podía quedarse así y salió como un rayo fulminante para la casa de cambio.
El escándalo no se hizo esperar: que él sí vive allí y sabía perfectamente lo que estaba pasando; que no quería perjudicar a la cajera porque sabe que todos necesitamos el trabajo, pero si ese asunto no se resolvía de inmediato, tendría que presentar una denuncia a la oficina central (o como se llame la instancia superior). Que se acordaran de la reciente redada en que habían sido detenidos y encarcelados varios empleados de Cadeca acusados de ladrones. A esas alturas ya estaba allí, lívida como cómplice hoja de papel y más callada que un sepulcro, la responsable de aquella casa de cambio. Los dos policías de la puerta la habían cerrado con llave para evitar que entrara alguien más. A mi amigo le temblaban las piernas y posiblemente a la muchacha de la caja también porque, sin chistar, agarró un fajo de billetes y contó, uno a uno, los que habían faltado en el primer cambio. A continuación imprimió, en la máquina que no serviría hasta el día siguiente, un flamante comprobante con todas las de la ley.
Al salir de la oficina, aliviado y asustado en igual proporción, mi amigo oyó a un par de paisanos hablando de acera a acera, como se acostumbra allá. Quién sabe a qué se refería, pero uno le gritaba al otro: “Por eso este país está como está, mi hermano”, y aquél le respondía con los ojos mirando al cielo y ambos brazos abiertos como los del alma mater. “Compadre, ¡somos felices aquí!”
Al mediodía siguiente mi amigo bajó al lobby con todas sus pertenencias para hacer el check out. El señor maduro de la carpeta, siempre tan amable y decente, le indicó que debía pagar las llamadas telefónicas realizadas desde la habitación. Él había dejado 20 CUC como depósito; el cambio debía ser de 13.40. El hombre dio unos cuantos dedazos en la computadora, imprimió los comprobantes de sus gastos de estancia y se los entregó junto con 40 centavos de CUC. Mi amigo se quedó mirándolo con la mano extendida y el aquél, sonriente, le dijo: “¿En qué más puedo ayudarlo, señor?”. “Falta cambio”, le respondió, y el hombre tan amable de muy mala gana sacó de debajo del mostrador los 13 CUC que ya había separado y se los dio sin decir palabra, dándole la espalda.
Salió del hotel, todavía un poco perturbado, y abordó un taxi. El chofer preguntó, amistoso: “Muchachos, ¿cuánto les cobran al aeropuerto?” y el amigo cubano, conocedor de ese tipo de negociaciones, respondió de inmediato: “Siete pesos”. El taxista empezó a proferir raros sonidos, del tipo duda o protesta, que terminaron en cuanto el amigo señaló el taxímetro y le dijo: “Tú pon ahí lo que te dé la gana; nosotros te damos siete pesos”. Entonces el hombre volvió a sonreír y hacer chistes, sobre todo después que detuvo el medidor en 1.50 CUC.
Ya en la terminal aérea, se apresuraron a documentar en el mostrador de Mexicana para que les quedara tiempo de compartir un par de cervecitas. La dependienta, cubana, le advirtió que llevaba exceso de peso. Él asintió: “No hay problema”; su empresa había asignado cierta cantidad para ese caso. “Pero es un buen dinerito: 52 CUC”, le dijo ella con esa cadencia dulce de las habaneras. “Ajá, ok, no hay problema” y la muchacha insistió e insistió hasta que el amigo cubano inquirió qué hacer. Ella, con su capitalino acento, les indicó que retractilaran [envolver en plástico] los paquetes para que fueran sólo dos y entonces le cobraría 25 CUC. “¿Pero el peso no es el mismo?”, preguntó mi amigo y el suyo le dio tremendo codazo: “Cállate, coño, y dame esos pesos”.
Emplasticaron los bultos, volvieron al mostrador y el cubano le dio a la muchacha, subrepticiamente, hechos rollito, los 25 CUC que ella se embolsilló y aquí paz y en el cielo gloria. Bueno, allí paz… porque mi amigo ascendió al cielo aterrorizado, pensando que si al piloto le reportan un exceso de equipaje que no es el real, que es mucho menor, eso podría afectar los controles de la nave y hasta ocasionar un accidente. No pudo respirar tranquilo hasta que las llantas levantaron humito en la pista del Benito Juárez. Pero entonces, en medio del papeleo de Migración y la aduana, se dio cuenta de que en la factura de los negocios realizados allá —con un organismo gubernamental, como también lo son la casa de cambio, el hotel, el taxi, el aeropuerto— había un déficit de ciento y tantos CUC en comparación con la prefactura pagada a Cuba por su propia empresa.
Mientras lo oía contarme todo aquello —en retahíla, sin respiro, tal como sucedió—, me preguntaba en qué momento el mundo en el que crecimos, donde nos enseñaron que el dinero no era lo primero ni las cosas materiales lo fundamental —principios que seguimos buena parte de nosotros adondequiera que estemos como tabla de salvación contra el vacío endémico e irracional del consumismo—, pasó a ser ese cubil que padeció mi amigo. “Toda tiranía es esencialmente deshonesta y degrada la dignidad de un pueblo”, dijo Vicente Echerri la semana pasada en su columna de El Nuevo Herald. En esa Cuba que se mueve alrededor del turismo, la divisa y los extranjeros, decencia, dignidad y orgullo parecieran cosa del pasado. Cada sociedad crea a los individuos que necesita para sobrevivir… Eso ha de ser.

martes, 10 de marzo de 2009

Astillas del mismo palo

Si de guerreras hablamos...



De pronto, entre vasos enjabonados y una torre de platos sucios, mi voz dejó salir del fondo de quién sabe qué agujero de la memoria aquel himno que, allá por los setenta, era la canción tema de la telenovela juvenil cubana El Capitán Tormenta:

Chipre es la isla sitiada
pero nunca vencida será,
aunque vengan soldados mil años jamás
a esta tierra podrán conquistar.
Viva la isla de Chipre,
la consigna es vencer o morir…

Miles de melodías surgen al son de las aguas cantarinas del fregadero. No hace mucho, cuando vine a darme cuenta ya entonaba a voz en cuello, estirando el pescuezo hacia la ventana:

Arriba los pobres del mundo,
de pie los esclavos sin pan
y gritemos todos unidos:
¡Viva la Internacional!


Al contarlo, pareciera que un espíritu beligerante, empeñado en la salvación del proletariado universal, se posesionara de mí en esos momentos de doméstico afán. Pero no siempre es así; a veces canto —y recompongo—, por ejemplo, las tonadas del grupo juvenil RBD:

Y soy rebelde
porque me chingo a los demás
y soy rebelde
porque te quiero atrabancar…


Pero generalmente, más que cantar, pienso, recuerdo, reflexiono. En ocasiones tengo que cerrar la llave, secarme las manos y correr a anotar las ideas en mi libreta porque, de no hacerlo —ya lo sé—, se perderán para siempre con el agua de la tarja. Hace unos días evocaba a mi amiga Bertica del Castillo, que aquellos sábados habaneros, a mediodía, al responder el teléfono siempre decía: “Aquí hija, en las labores propias de mi sexo”.
Con las manos enjabonadas, sonriendo ante esa frase que también repito con frecuencia mientras enfrento mi segunda jornada laboral, vi reinstalarse en mi memoria algunas experiencias recientes en el metro. Como si volviera a vivirlas, me vi saliendo de la estación, caminando entre los puestos de ambulantes y llegando a la esquina de Xola y Anaxágoras. El semáforo estaba en rojo; preferencia para el peatón. Bajé la acera y me disponía a cruzar cuando un carro, como zeppelín inclemente, atravesó el cruce y me dejó detenida en cámara fija, haciendo un arco con todo mi cuerpo. Al mirar el sitio del chofer, regresé a la vieja certeza de que si alguien te echa un automóvil encima sin el menor miramiento, puedes apostar lo que quieras, meter las manos al fuego, jurarlo solemnemente sobre la Biblia: la conductora es mujer.
Como sé que una afirmación así levantará revuelo y escozor dentro del alma feminista —mucho más en las vísperas de los encuentros, autónomo y oficial, que dentro de unos días tendrán lugar en la ciudad de México—, les confieso que he pasado años tratando de probarme a mí misma que me equivoco. Lamento decirles que muy pocas veces, contadas, el resultado ha sido otro, y que antes, durante y después del intento de atropello he tenido clavados sobre mi amenazada humanidad los ojos furibundos de la guerrera de la nave con cara de “quítate, pendeja”.
¿Qué pasó en el metro? Iba yo en un vagón que fue llenándose, de los reservados para mujeres en las horas pico, y cuando me levanté de mi preciado asiento para bajar en Etiopía, ninguna de las señoras interpuestas en mi camino movió ni una sola de sus pestañas enchinadas y enrimeladas por más que les susurraba decentemente al oído: “¿Baja en la próxima?, ¿me da permiso, por favor?” Miraban de reojo como diciendo: “Pos a ver cómo le haces, güerita?”… Y todavía una me gritó: “¡Fíjese!” cuando su bolsa y la mía se enredaron mientras la chicharra anunciaba que de un segundo a otro se cerrarían las puertas.
¿Qué más pasó? Que uno de estos días, cuando cambiaba de tren en Hidalgo, en ese pasillo que se asemeja al peor de los trabajos de Hércules, mientras seguía en fila india a la muchedumbre vi venir a una muchachota que, a todas luces, no tenía el menor interés de evitar el encontronazo. Como era enorme, vista hacia todos los confines, traté de hacerme a un lado lo más que se podía entre esa masa humana y aquélla, mirándome fijamente a los ojos, como para que no hubiera confusión acerca de su intencionalidad, embistiome de tal modo que me hizo girar 360° sobre mi propio eje.
Y dicen que me fue bien, que no debo quejarme. Una amiga cercana fue testigo, en una mañana tumultuosa, de cómo una de aquellas pasajeras que se adueñan de la puerta esperó con el puño cerrado al molote que se abalanzaba irremisible y, en implacable defensa de “su territorio”, se lo clavó en el estómago a una de las que entraba hasta sacarle el aire. E Inesita vio una pelea donde una le partió la boca a su congénere porque le molestaba la mochila de aquélla. “Si te molesta toma taxi”, gritaba enardecida la una mientras la otra agarrábala de las greñas. Historias hay muchas… Si Carlos Marx hubiera visto esas escenas, no tardaría en afirmar que también la mujer es loba de la mujer; aunque a él nunca le importaron demasiado las féminas, a no ser para tenerle su ropita limpia y hacerle de comer. “Labores propias de nuestro sexo”, diría Berta.
Demasiado detergente echo a la esponja y muchas veces resbalan peligrosamente los trastes entre mis manos, como por mi garganta una tonada:

Siento tu mano fría correr despacio sobre mi piel
y tu pecho en mi pecho y tu desnudez
y olvido reproches que imaginé…

Allí mismo, en el metro, aislada en la burbuja que crea un libro abierto, iba enterándome de cómo las cortesanas de la Nueva España, mujeres vulgares y lenguaraces que hacían del escarnio entretenimiento y poder —¡tantas así he conocido!—, se burlaban y agredían a Juanita de Azbaje, recién llegada de Amecameca y ya favorita de doña Leonor Carreto, brillante y tullida según José Luis Gómez en El beso de la virreina (México, Planeta, 2008) y cómo ella —ramita de jazmín, turpiala de oro, rasgueo de nítidas guitarras— se defendía no sólo con doctos argumentos que aquéllas no entenderían, sino también con venenosas y vengativas mañas y marañas.
“Entre nosotras todo se vale”, dice siempre una vecina de 82 años que sonroja por igual a hombres y a mujeres con atrevidísimos piropos que estoy segura de que no diría si tuviera 30. Pero no: no se vale todo, pienso mientras recuerdo aquel anuncio de la obra teatral Entre mujeres en que mi paisana Raquel Olmedo, con esa voz profunda, aseguraba: “Entre mujeres nos podemos destrozar, pero nunca nos haremos daño”… ‘Tá clarísimo: después del destrozo, poco daño más se podrá registrar. Bien afirman los viejos que no hay peor astilla que la del mismo palo.
¿Qué nos pasa?, ¿estamos muy estresadas o es nuestra humana y dual naturaleza? Porque suele ser mujer la primera enemiga de otra mujer; nuestra primera rival de amores (y las siguientes); la piadosa amiga que “para no vernos sufrir” nos hace el favor de venirnos con el chisme; la que le fue con la queja al jefe para hundirnos y quedar ella bien; a la que le molesta que chatees o revises el correo en la oficina; la que critica tu vestuario y a tus parejas; la que decide, sin consultar, qué le conviene más al grupo o a la familia. Pero, al mismo tiempo, son nuestras amigas y hermanas las que nos acompañan en los caminos áridos, en las decisiones difíciles, en las etapas de llanto y de dolor y también en las de destrampe y fiesta. Son ellas las que nos alertan, nos aconsejan y nos apapachan; las que extienden su mano y abren sus casas y sus corazones para sufrir o alegrarse por nosotras, para luchar juntas y revueltas.
Imbuida en ese temperamento bipolar que parece caracterizarnos, doy vuelta a la llave y sumergiendo las manos en el agüita templada, me dejo cantar con el mismo sentimiento del Charro de Huentitán:

Mujeres, oh mujeres tan divinas,
no queda otro camino que adorarlas…

martes, 3 de marzo de 2009

Unos libros, una feria y un palacio




Gracias a los organizadores de la Feria, a todas mis compañeras
del ciclo de escritoras, a quienes nos apoyaron y asistieron.
Gracias a Dora y Eleonora por las fotos.


Soy una mujer dichosa. Desde hace tres años, a finales de febrero, un grupo de amigas acepta reunirse conmigo en pleno centro de la ciudad de México para realizar una serie de lecturas y presentaciones que han tenido como sede la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, gracias al generoso auspicio de su director, Fernando Macotela, y a la diligencia del equipo a su cargo.
Pocas cosas me gustan más que las labores de coordinación —alternas, paralelas a mis responsabilidades habituales— que hago —antes, durante y después— para propiciar la realización del ciclo Escritoras latinoamericanas en Minería: proponer las actividades de cada año y esperar nerviosa su aceptación, cursar invitaciones a destacadas literatas de continente y comerme las uñas mientras aguardo sus respuestas positivas, lamentarme cuando la contestación es de otro signo, odiar las cuestiones económicas que les impiden venir, atormentar a Esmeralda y Elías, responsables del programa de actividades culturales, con los cambios de mediana y de última hora. Y cuando empieza la feria, soy feliz revuelta entre la gente que abarrota los pasillos y escaleras del Palacio, corriendo de un salón a otro, rebosante de adrenalina. Ando ligera, silbo en la calle, me río mucho más de lo habitual. Hasta Dios me habla en esos días.
Este año me acompañaron mi compatriota Teresita Dovalpage, que vino desde Taos, New Mexico; Eleonora Requena, llegada desde Caracas; Carla Patricia Quintanar, procedente de la hermana y vecina República de Querétaro, y desde los más pintorescos rincones de esta ciudad capital: Rosamaría Roffiel, Reyna Barrera, Minerva Salado, Ana Franco Ortuño, Artemisa Téllez y Bertha de la Maza. Además de Sergio Téllez-Pon, mi editor, que comandó la presentación de mi primera novela, Espejo de tres cuerpos, recién salida de las prensas y todavía olorosa a tinta fresca.
Bien a gusto, en la tranquilidad de la tarde juevecina, los versos de Ana, Eleonora y míos inauguraron el ciclo; tres estilos tan distintos armonizaban en perfecta comunión. Algo similar ocurrió en cada una de las lecturas: el viernes incendiamos el mediodía con sendos cuentos de Teresita, Carla y esta servidora; el sábado con los poemas amorosos de Rosamaría, Reyna y Artemisa; el domingo con la exposición de ese hermoso proyecto que Carla ha titulado Diálogo entre sábanas y con las observaciones de Teresita acerca de la narrativa de Eve Gil.
Anocheciendo el viernes, en la presentación de ese tratado de triangulación que es mi Espejo de tres cuerpos, Sergio y Teresita centraron sus disertaciones en la capacidad camaleónica que me ha permitido escribir una novela con personajes, escenarios y modos de decir absolutamente mexicanos (aunque se escape, inevitable y travieso, algún giro cubano). Los conflictos no; ésos son universales aunque se les ubique en uno u otro lar. Tere retomó algo que le dije a Armando Chávez Rivera en Cuba per se (Miami, Universal, 2009), una compilación de entrevistas a escritores cubanos en la diáspora: “la creación no tiene nacionalidad […]. ¿De qué me serviría haber vivido en este país si no pudiera incorporar a mi obra las cosas que aquí he vivido, sufrido, gozado y aprendido?”.
Así es: soy alérgica a los moldes fijos. No puedo ser sólo cubana ni sólo mexicana, sólo lesbiana o sólo poeta; no puedo ser narradora de un solo género ni de un tema exclusivo. Siempre he sido —y ojalá siempre lo sea— una transgresora. Si la Vida nos da la oportunidad de conocerlo todo, se serlo todo, de fluir, sería un desperdicio limitarse. Y no nos limitamos esa noche en regocijos. Un especial obsequio, recibido en pleno auditorio Sotero Prieto, fue el inicio de la velada: Neiffe Peña interpretó para mí y todos los asistentes “Freddy”, una canción de Ela O’Farril, dedicada a la famosa diva cubana. Regalo de la cantante venezolana y de mi queridísimo Omar Mederos, su representante y mi amigo de tantos años y tantas cosas. Después, más tranquilos, hallamos un rinconcito en la peatonal de Filomeno Mata para conversar hasta bien entrados la noche y los alcohólicos vapores.
Mención aparte merece la presentación de Dos orillas. Voces en la narrativa lésbica, que compiló Minerva Salado para Egales y Grup ELLES de Barcelona, que Bertha de la Maza distribuye en el Nuevo Mundo y cuyas recaudaciones, a petición de las editoras y por acuerdo unánime de todas las autoras, serán destinadas a apoyar a las lesbianas de países donde la homosexualidad es castigada con la pena de muerte. Abundaron las anécdotas acerca del surgimiento de la antología y de los cuentos de Rosamaría, Artemisa y mío incluidos. Minerva leyó un fragmento del texto de Anna Lidia Vega Serova como homenaje a las escritoras cubanas que desde la isla enviaron sus contribuciones y a las que, por las marcas que la distancia impone, no pudieron acompañarnos esa tarde. Las sorpresas y reencuentros con viejas amistades no se hicieron esperar.
Esa noche mi casa se llenó de alegría. Un puñado de amigas compartimos melodías, elíxires etílicos, exóticas pizzas uruguayas y derramamos versos en una sábana que obsequiamos a Carla, gustosas, para incorporarla a esos Diálogos que, ahora mismo, deben estar ascendiendo a la sierra de Querétaro para llevar hasta allá mensajes que fomenten el acercamiento a la lectura.
Salí despacio el domingo a mediodía del Palacio. En sordina fue apagándose el bullicio que dejaba atrás. Entre brumas, como en cámara lenta, recuerdo el encuentro y las fotos con Tanya de Fonz y Fonz de Tanya en la calle de Tacuba; las bicicletas tintineando alrededor. Bajé al metro en Bellas Artes; cambié como autómata en Hidalgo. Recordaba que el año pasado, días después de la Feria, jugué el Melate —una de tantas loterías—, que acumulaba una bolsa de algo así como 90 millones de pesos. Soñaba, como la lecherita, en comprar una casa grande y poner en ella la Fundación de Escritoras Latinoamericanas. Con un salón principal, amplio, para exposiciones de artes visuales y conferencias; un par de aulas para talleres, charlas y proyecciones de cine; otras dos habitaciones habilitadas para alojar a las escritoras invitadas. Cada año convocaríamos dos becas de creación; las ganadoras vendrían por varios meses, dispondrían de tiempo y condiciones para escribir su proyecto, ofrecerían talleres, participarían en el ciclo de Minería. ¡Les podríamos pagar sus boletos de avión y las comidas! ¡Tendríamos una pequeña editorial! Si las cosas iban bien, en algunos años podríamos convocar otras dos becas y abrir una filial cerca del mar…
Inmersa en esos pensamientos, anestesiada, danzando en ese mundo paralelo, salí del metro en Etiopía y un buen rato seguí flotando entre las nubes de un sueño que no quería —ni quiere— terminar. Así canto todavía, con el alma henchida, mientras los dejo con algunas fotos de estos días.

Con Eleonora Requena y Ana Franco Ortuño

Con Eleonora Requena, Carla Quintanar, Eve Gil y Tere Dovalpage


Con Tere y Sergio Téllez-Pon en la presentación de la novela

Con Rosamaría Roffiel, Reyna Barrera y Artemisa Téllez en la lectura de poesía lésbica

Con Rosamaría, Artemisa, Minerva Salado y Bertha de la Maza