martes, 18 de diciembre de 2007

Alerta: ciclón


Olga, como la de los tamalitos, una tormenta tropical fuera de temporada, acaba de azotar a La Española. Consecuencias del cambio climático, el calentamiento global, el efecto invernadero o la modificación en la inclinación del eje de la Tierra, estas irregularidades meteorológicas son prueba y refrendo de que la naturaleza no tiene calendarios, estipulaciones ni parámetros y que cuando menos la esperas, te cae en la cabeza la cubetada de agua helada sin que puedas ni chistar.
Ahora que los veo sólo por televisión —transmisiones en vivo que se han convertido en el deporte nacional de los noticieros—, las imágenes de los preparativos, la espera, las ráfagas cada vez más fuertes, finalmente el diluvio y los daños posteriores siempre me regresan a los recuerdos de la infancia.
Lo mejor que tenían los ciclones era que no íbamos a la escuela por tres o cuatro días. Mi abuela Cristina preparaba pan tostado con aceite y ajo, y café con leche condensada rusa, dulcesita, como nos gustaba a Piri y a mí —la de vaca nos parecía nauseabunda—, y contaba mil veces la historia de cuando el Flora —icono huracanesco para el oriente de Cuba— se llevó las láminas de zinc del techo de los vecinos y las fueron a encontrar por la Plaza de Marte, llegando a Garzón.
Lo peor, que como la casa tenía demasiados años sin reparación —como casi todas las casas cubanas—, las goteras fueron en aumento proporcional con las temporadas ciclónicas y con el tiempo, las palanganas, cubos y jarritos no daban abasto para cubrir lo que ya eran cascadas. No en balde abundan en el cine y el teatro nacional las escenas en que los personajes caminan esquivando recipientes llenos de agua de lluvia.
Para los niños —y supongo que no sólo los cubanos—, un ciclón es un acontecimiento emocionante. No es difícil verlos en los noticieros de televisión o en las fotos de los periódicos disfrutando de lo lindo, chapoteando en las inundaciones, sonrientes encima de los botes que recorren las calles anegadas. Mi sobrino Camilo me relató como una aventura extraordinaria cuando después del Wilma, que hizo saltar el agua por encima del muro del malecón habanero, Piri, burlando a la policía que cerraba el paso a transeúntes y curiosos, lo llevó hasta donde llegaba el mar —cuadras y cuadras dentro de la ciudad— y él pudo meter los pies y mojarse las manos.
A nosotras, armadas de dos escobas despelucadas, nos encantaba sacar el agua que el caño del patio no podía tragar y desbordaba hacia el comedor y la saleta. Trabajo bastante inútil cuando el aguacero no cejaba y el alcantarillado era insuficiente. Tiempo después, se rompió y acabó cayéndose el codo de la canal del patio y por el hueco caía un chorro divino. Ahí nos bañábamos, ya grandes, con todo y ropa, para mitigar el calor del eterno verano santiaguero. Al menos ése era el pretexto para empaparnos y reír como niñas.
En la excitante espera, mientras el licenciado Rubiera o la Defensa Civil daban los partes meteorológicos y los reportes trágicos de las desgracias que el huracán ocasionaba en otras islitas del Caribe, era emocionante pegar papel precinta en las ventanas de vidrio —que no había entonces, esas planchas enormes de playwood que cubren los ventanales de los hoteles o las casas de la Florida y Cancún—, haciendo asteriscos y figuras geométricas. Mi papá era el encargado de esas funciones y nosotras lo ayudábamos de muy buena gana.
Pero tal vez el ciclón que más recuerdo fue el que esperamos Marta Mosquera y yo tomando café con licor de menta en “La Isabelica” mientras Santiago se quedaba completamente desolado como pueblo fantasma —¡perdón, ciudá!— y los primeros vientos agitaban los árboles del Parque de Dolores. Mil años después, recordando esa noche, escribí:



En la baranda tus ojos hipnotizan
hipnotiza tu voz
cuatro gotas de acíbar.
El aire es un lamento
no es normal el reflejo del neón en el agua.
Frente a la sombra de la noche
los presagios
ciclón el de los jugos
el del licor que mojará tus labios.



No estábamos esperando el ciclón, por supuesto… ni que fuéramos tan temerarias o tan meteorólogas. Quién sabe qué chisme o qué pócima cocinábamos mientras Isolina, la dependienta, nos echaba cada retorcidón de ojos… pensando seguro hasta qué hora íbamos a estar emborrachándonos a traguitos, sin dejarla huir a ella antes que se soltara el vendaval.
Ahora que sólo veo los ciclones por televisión, decía, la Piri —con ese buen humor, optimismo sin límite y excelente ánimo que la caracterizan— me cuenta cómo el viento parece arrancar la puerta carcomida del patio del diminuto apartamento de Centro Habana —ya no aquella casa enorme y disfrutable como parque de diversiones del centro de Santiago— y dice mi madre que por poco la aplasta, hace sólo unas semanas, un pedazo de cornisa reblandecida que se vino abajo, como en novela de Agatha Christie, justo un segundo después de que ella entrara a la cocina.
Y ésos no son los peores ciclones… Hay los que nos dejan como la palma de la fotografía, sin saber qué milagro nos sigue manteniendo en pie... Pero aquí me despido, para que los vientos huracanados se lleven lo oxidado que le quede al 2007 y nos dejen en el 2008, sin mucho escombro, la calma que le sigue a las tormentas. Que pasen ustedes, queridos amigos, un feliz fin de año. En el próximo nos seguiremos viendo aquí, en este parque que es, también, la casa virtual de todos ustedes. Muchas gracias por su apoyo, sus comentarios, su lectura, su amistad. Reciban un abrazo sincero y mis mejores deseos en estos días del fin… y del reinicio.

martes, 11 de diciembre de 2007

8 de diciembre de 1988

Puente sobre el río San Juan, Matanzas, Cuba


Mis recuerdos, a 19 años


El 8 de diciembre de 1988, en un recital en la librería “El Pensamiento” de la ciudad de Matanzas, Teresa Melo leía “Otros les afilan las navajas”. El poema, icónico de la lírica cubana de finales de los ochenta, era su catarsis después de que un delincuente la asaltara una madrugada frente a la emisora CMKC, en pleno centro de Santiago de Cuba, y para tratar de quitarle lo poco que llevaba, le asestara una cuchillada en la cabeza.
Con Teresa estaban León Estrada y algún otro compañero de generación. Entre los asistentes, Carilda Oliver Labra, poeta matancera de reconocido prestigio internacional. En el público también, en primera fila, un poeta mediocre cuyo nombre no quiero recordar, que acto seguido de escuchar a Teresa pidió la palabra y cuestionó el poema, señalándolo como contrarrevolucionario. No era normal que en un recital —que no un taller— se sometieran a debate las piezas leídas, sin embargo, ponentes e inquisidor se enfrascaron en abierta polémica, cada uno defendiendo sus respectivas posiciones.
La estética de la llamada generación de los ochenta llevaba años provocando reticencias. Su discurso revisionista, irreverente y criticista, y su comportamiento arrogante y exhibicionista habían molestado a más de uno. A esas alturas de la década, esos muchachos se habían convertido en una verdadera preocupación, mucho más porque su ímpetu alcanzaba ya a todas las manifestaciones del arte, la literatura y la difusión cultural.
Tal calor tomó la discusión —bizantina, por supuesto— aquella tarde en “El Pensamiento”, que Teresa se retiró del salón y emprendió el regreso hacia La Habana, sólo segundos antes de que en la librería irrumpiera un comando de boinas rojas (tropas de ataque) que apagaron las luces y, amparados por la oscuridad, la emprendieron a golpes y patadas contra quienes allí permanecían. Hubo varios detenidos y lesionados, entre ellos Carilda, quien siendo ya una persona de más de 60 años, tuvo que recibir un severo tratamiento médico por el fuerte golpe que le propinaron en el tórax.
Los detenidos permanecieron encerrados e incomunicados durante tres días, mal alimentados y sometidos a frecuentes interrogatorios en los que, con lujo de intimidación y chantaje, se les trataba de hacer confesar que eran contrarrevolucionarios —entonces no se usaba el término disidentes— y se insistía en que acusaran a los organizadores de la lectura como sus cabecillas. Sin cargos fueron liberados porque no había delito que imputarles. Y porque un escarmiento no requiere cargo alguno, se basta por sí mismo.
Cuando llegó a Santiago, presa de un terror indescriptible y en el pecho estampada la huella de una bota militar, León me hizo acompañarlo sigilosamente hasta un parque en un barrio alejado del centro de la ciudad. Parque es un decir; era un solar yermo —o al menos así lo recuerdo— con un banco pintado de azul chillón. Sólo entonces pudo relatarme lo que he resumido en los párrafos anteriores.
Lo que siguió fue el miedo, la incertidumbre y el desamparo más atroces. La posibilidad de nuevas represalias o la concreción de las amenazas, incluso las no dichas, flotaban silenciosamente por doquier. Si sentía acercarse un jeep del ejército, mi amigo se encogía como si quisiera desaparecer y se ponía pálido, sudoroso y helado como un témpano.
Días después, se celebraba en Santiago el encuentro nacional de narradores. Había actividades en varias sedes, entre ellas la sala del Teatro Guiñol Santiago, en donde se realizaban sesiones de lectura y debate de cuentos. Allí estábamos León y yo una mañana, sentados en la última fila de butacas, cuando Jorge Luis Hernández y José Manuel Fernández Pequeño leyeron el comunicado oficial de la UNEAC nacional (Unión de Escritores y Artistas de Cuba) acerca del hecho, que trascendió porque Teresa presentó una queja a Abel Prieto, por entonces presidente de ese organismo artístico, y se había abierto una investigación.
Haciendo acopio de valor, León dijo públicamente que la referencia que en el comunicado se hacía del suceso era inexacta e incompleta. Lo hicieron subir de inmediato al escenario y en el proscenio, bajo la luz del seguidor, como un trovador sin guitarra contó los detalles que me había relatado a mí en aquel parque perdido. La indignación fue inmediata y generalizada. Esa noche firmábamos, en la sede provincial de la UNEAC, un pronunciamiento que, en un acto de coraje y dignidad inédito —pocos se atreven en Cuba a meterse en camisa de once varas—, habían preparado los organizadores del encuentro de narradores. En el documento se repudiaba la agresión y se exigía que la investigación fuera llevada hasta las últimas consecuencias.
Entonces, ya puesto en la palestra de tal forma, no pudo ocultarse, distorsionarse ni camuflarse el hecho aunque, lógicamente, nunca tuviera espacio en la prensa ni se hablara de él con carácter oficial. Como consecuencia de la solicitud de la UNEAC, fueron sancionados y despedidos —eso nos dijeron— los directores del Ministerio del Interior en varias provincias, entre ellas, por supuesto, Matanzas. Esto, que en medio de la beligerancia de aquellos tiempos podía parecer una victoria de los jóvenes artistas, fue, como ya lo he dicho otras veces, la marca de fuego de la generación, el momento en que terminaron la inocencia y la confianza. La misma Teresa lo dijo entonces: “Hemos tenido uniformes escolares/ una casa en una calle de un barrio en un país del mundo [...]/ inocencia ya no/ la inocencia es para los ángeles/ Los ángeles no existen.”
Nunca antes me atreví a contar esta historia por no hacerle daño a León, a Teresa, a los amigos que siguen en Cuba. Ahora lo hago, quizás, porque la semana pasada un grupo de muchachos que pedía la libertad de un disidente preso se refugió en la iglesia de Santa Teresita en Santiago de Cuba; los agentes policiales que los perseguían no tuvieron el menor reparo en irrumpir con gases lacrimógenos en el templo, donde se estaba oficiando misa, y sacarlos a patadas. Ahora lo cuento porque antier el pueblo enardecido agredió a las Damas de Blanco —grupo de madres y esposas de presos políticos— y otras mujeres extranjeras que las acompañaban frente a la iglesia de Santa Rita de Casia en Miramar, y ayer fue reprimido un grupo de disidentes frente a la Oficina Regional de la UNESCO en La Habana, mientras el Granma afirmaba que se había celebrado el Día Mundial de los Derechos Humanos “con la frente en alto”.
Estas patadas me recuerdan las otras; tal vez por eso lo cuento hoy.

martes, 4 de diciembre de 2007

Oficio: poeta




Esta mañana, de las bocinas de los vendedores del metro salía la voz de Silvio Rodríguez haciendo una vieja pregunta:


Compañeros poetas,
teniendo en cuenta los últimos sucesos en la poesía
quisiera preguntar, me urge,
qué clase de adjetivo se debe usar para hacer
el poema de un barco sin que se haga sentimental
fuera de la vanguardia o evidente panfleto.
Si debo usar palabras como Flota Cubana de Pesca
o Playa Girón.

Y recordé el entorno en extremo riguroso en el cual crecí, poéticamente hablando. Primero, Santiago de Cuba y aquel mítico taller literario tutelado por Aida Bähr, donde me codeé con lo mejor de la poesía joven en la provincia: León Estrada, Radhis Curí, José Mariano Torralbas, Alberto Garrido. Luego, en La Habana, al lado de Sigfredo Ariel, Soleida Ríos, Teresa Melo; cerca de Damaris Calderón y María Elena Hernández, de los muchachos de Vigía, de Nelson Simón, Wendy Guerra y Norge Espinosa, de Agustín Labrada, Camilo Venegas y Jesús David Curbelo, de Fowler, García Montiel, Fernández Larrea, Rodríguez Tosca, Dopico, Ponte, Carlos Alfonso, Bladimir Zamora y la gente de El Caimán Barbudo.
Aunque estuviéramos emborrachándonos con chispa’e tren o inventando un arroz aroma —creación de Soleida que lo único que tenía era olorcito... pero sabía a gloria en medio de aquella hambre—, aunque nadie profiriera un verso ni una cita clásica, allí circulaba la poesía. Era el aire que respirábamos. Y cuando nos mostrábamos los poemas, éramos implacables. Odio desde entonces los talleres literarios. Pero ellos —los talleres y los amigos— me enseñaron el rigor de orfebre con que se teje la poesía.
En los últimos tiempos, muchas veces me he preguntado dónde está la poesía, ese hilo sutil que nombra al mundo y a las cosas que lo pueblan, en medio de recitales y congresos llenos de señoras con estolas y pañuelos multicolores que leen versitos inflamados de pasión o combatividad, en los que dicen coger, vulva, vagina y acepciones menos científicas que describen con saña, o dan prosaicos vivas a la revolución universal y a la liberación femenina.
La lírica atraviesa un mal momento, pienso. La mayor parte de las editoriales se niegan a publicarla por no considerarla un negocio redituable; su público es cada vez más escaso; sus cultores sucumben aplastados por esa fauna de performistas que se hacen llamar poetas y creen reivindicar el género “actualizándolo” a los tiempos que corren.
Hace poco más de un año, después de ofrecer un recital en una plaza comercial en San Salvador, la poeta catalana Neus Aguado me decía que, a su entender, lo único que puede esperarse de las lecturas públicas de poesía es que algún verso, uno entre mil, como un flashazo, provoque una emoción, una reacción, un destello en alguno de los oyentes, aunque sólo sea momentáneo, aunque al instante se pierda y no se perciba, tal vez, más que una sensación, un presentimiento, algo registrado de manera absolutamente inconsciente, imposible de recordar.
Lo visual y lo auditivo, mezclados con las artes del espectáculo, incluso —y sobre todo— llevados al extremo de la vulgaridad, la banalidad o el circo, tienen más posibilidades de ser recordados que ese destello del que habla Neus. ¿Ya no le bastará a la poesía ser un género de “sólo lectura” (como algunos archivos cibernéticos)? En una estrategia ya no simplemente “de mercado” sino de sobrevivencia, ¿debe, entonces, transitar hacia el performance o la multidisciplinariedad para superar el olvido y la indiferencia? ¿Eran así, acaso, los aedas: un poco narradores orales, un poco actores, un poco bufones? ¿Hubo en los tiempos idílicos bardos solemnes que cantaran con todo respeto y compostura las glorias de los héroes y los dioses, y audiencias que les escucharan fascinados, imaginando los escenarios arcádicos y elegiacos, bucólicos o propicios al amor engalanado de doncellas y pajes que les describían aquéllos? ¿O fue ésa una fábula creada por los propios poetas en un afán de trascender, asidos a esas divinas ilusiones?
Y reflexiono, a la par de Martínez Estrada, que “la total impregnación del alma en las lecturas, es lo que fortifica los órganos del sentir y el pensar; la lectura activa es uno de los secretos del desarrollo y temple de los grandes espíritus”. Planteaba el filósofo argentino que en quien lee, el cerebro está entrenado en las rutinas del pensamiento y éste surge como un ejercicio gimnástico. Quien no lee, entonces, tendrá un cerebro fofo y sedentario, del que no podrá emerger la misma calidad y estructuración de reflexiones e ideas. ¿Será ese páramo el lugar donde deambulen los poetas del futuro? ¿Habrá poetas como tradicionalmente lo concebimos? ¿Alguien allí pensará en la poesía y encontrará en ella aliento?
No es fácil la vida del bardo, esa criatura endeble, en un mundo insensible e irracional; como tal vez ha sido siempre el mundo. Bien lo dijo Baudelaire, siglos ha: “Siempre será difícil ejercer, noble y fructíferamente a la vez, la condición de hombre de letras sin exponerse a la difamación, a la calumnia de los impotentes, a la envidia de los ricos […], a las venganzas de la mediocridad burguesa”.
El creador —sobre todo el que sufre la desdicha de tener que trabajar en una oficina gubernamental o administrativa— siempre es sospechoso de estar haciendo otra cosa. Indebida, por supuesto. Y es doblemente vigilado porque no limita su vidita al chisme o la grilla sindical y porque puede ser “reconocido” por los resultados de ese otro entretenimiento; es decir, su obra. La envidia y la mala fe florecen como plantas silvestres porque, como dijo Víctor Hugo: “el ultraje es un viejo hábito humano; lanzar piedras complace a las manos holgazanas; ¡ay de todo aquel que rebase la altura!”
Y suelen hacernos saber ese desprecio de las maneras más sutiles y también de las más burdas. Por sólo citar un triste ejemplo, en abril pasado me invitaron a celebrar el Día Mundial del Libro en Barcelona con la presentación de mi cuaderno de poesía El levísimo ruido de sus pasos. Pero mis jefes me negaron el permiso para ausentarme, aun cuando laboro en la editorial de la universidad que se precia de ser la más prestigiosa no sólo de América Latina, sino de toda la hispanidad. Que acomodara mis actividades literarias en las semanas de vacaciones, me dijeron, como si, para esperarme, el Sant Jordi catalán pudiera posponerse hasta mediados de julio, o fuera posible persuadir a los organizadores de los festivales, congresos poéticos y ferias del libro de concentrar sus actividades en las últimas semanas del año, de preferencia después de Navidad.
Cuenta Vicente Quirarte que Alí Chumacero suele decir a sus discípulos que el poeta sólo tiene una obligación: escribir. Y en una de las cartas recogidas en el Borges de Bioy Casares, el autor afirma: “Uno debe escribir los libros, y ninguna excusa es válida para no hacerlo. No tiene sentido decir que se presentó tal cosa o tal otra. Hay que escribir lo que uno tiene que escribir. Es el único deber; es el deber no sustituible por excusas”.
Pero trabajo en medio de un pasillo con tránsito constante, en unas caballerizas —esos gabinetes concomitantes de un metro cuadrado, sólo separados por medias paredes de vidrio y cartón piedra—, con el dispensador de agua a mi espalda y el único teléfono del área sobre la caja negra de mi CPU. A la intemperie; especialmente cada vez que alguno de mis compañeros, mientras llena su recipiente o llama a su familia, clava su mirada en la pantalla de mi computadora. Documentos en revisión, mensajes de correo, conversaciones de chat, consultas en Google o en el diccionario de la Real Academia y este mismo texto han sido inspeccionados en reiteradas ocasiones por sus insistentes ojos. ¿Cómo voy, así, a cumplir a cabalidad la obligación que señalaran don Alí o el viejo Bioy?
Cuando Oliverio, el protagonista de la segunda parte de El lado oscuro del corazón, la película de Subiela, afirma: “Yo tengo un oficio: soy poeta”, su mujer, que le ha estado buscando trabajo en los anuncios clasificados del periódico, le responde contundente: “¿Qué oficio es ser poeta? ¿Dónde dice aquí: Se busca poeta, buena remuneración?”
“¿A qué te dedicas”, me preguntó en cierta ocasión un vecino. “Soy poeta”, respondí. “Ajá —insistió—, eso haces en tu tiempo libre… pero ¿en qué trabajas?, ¿cuál es tu oficio?” Y aun siendo Cuba el escenario de esta anécdota, lugar donde todavía se respeta un poco a los poetas y a la literatura, el individuo en cuestión no hubiera quedado satisfecho si le respondía: “Oficio: poeta”.