martes, 20 de noviembre de 2012

Última tarde con Elena


En Zu Galería, el Día Mundial de la Poesía,
21 de marzo de 2010



La tarde era brillante y fresca, a pesar del verano. Elena me esperaba en la casa de Kendall donde vivía con la familia de Nazim, su único hijo, la luz de sus ojos. Estaba bien, bonita como siempre. Tal vez un poco más flaca, con el pelo cortito porque iba a recomenzar la quimioterapia, y unos lentes de armazón de pasta, de los de moda. Abrazarnos fue una reconexión, ese saber que seguíamos siendo las mismas.
“Aquí paso la mayor parte del tiempo, Odetta”, me dijo cuando entramos a la habitación. “Aquí y en el jardincito”, agregó señalando hacia el pedacito de verdor que se veía a través de las persianas, “cuidando las flores que le gustaban a Osvaldo”. Hablamos toda la tarde: yo le conté cómo iba mi vida; ella, de los tratamientos que recibía contra el cáncer, de los dolores y la miseria del cuerpo enfermo, de la crueldad de ese segundo exilio, pero también del trabajo de Nazim, de sus nietos, de los amigos a los que adoraba, de lo que estaba escribiendo.
Y recordamos la presentación de su poemario Habanera tú en la Casa Universitaria del Libro y la gran fiesta por el número 0 de la revista Nao —el único que logró salir— en el restaurante La Valentina de Insurgentes Sur. Y los encuentros de amigos en sus casas, la de Olivar del Conde, la de Vértiz casi esquina con Eugenia, la de Gabriel Mancera; ella y Osvaldo, los grandes anfitriones.
“Ahí está Osvaldo”, me dijo en determinado momento, y junto a un cuadro de Yemayá vi la urna con los restos del poeta. La misma que habíamos llevado ella y yo desde el crematorio hasta el departamento de la Condesa. Aquel día de febrero de 2008, Carlitos Olivares Baró me llamó al amanecer para darme la noticia. Cuando llegué a la funeraria de Tlatelolco, Elena estaba sola en medio de la sala. Poco a poco fueron llegando los amigos y entonces la acompañé a buscar el certificado de defunción. Iba contándome los pormenores que antecedieron a la muerte de Osvaldo, tratando de explicárselos ella misma.
“¿Cómo está México?”, me preguntó con la añoranza de quien habla de uno de sus grandes amores. Cuando nos nacionalizamos, en el año 2000, ella fue seleccionada entre todos los nuevos mexicanos para leer un mensaje de agradecimiento ante el presidente de la República, en ese entonces Ernesto Zedillo; su discurso fue de tal altura poética, que más de una lágrima dejó escapar. Éste fue el México de sus glorias, pero también el de sus traspiés. La recuerdo en un cuartito del Centro Médico Siglo XXI, recién salida de una de las operaciones a la que debió ser sometida. “Odetta”, me dijo con un hilo de voz, los ojos perdidos aún entre las brumas de la anestesia; yo la besé en la frente y le leí mi último poema.
Aquella tarde de Kendall recordamos sus vestidos vaporosos, las noches en Zu Galería, los tiempos de la Ibero y del Claustro de Sor Juana, del Tec y Casa Lamm; la sangre súbita, las risas y los llantos, los amores todos. Abrazadas sobre su cama, su cabeza en mi pecho, me contó por primera vez esa historia terrible que no repetiré.
Ya de noche llegó Ena con varias órdenes de pollo para la cena. Comimos junto a sus nietas, en el comedor familiar, y luego nos despedimos en la entrada de la casa. Me dio un beso en los labios, como siempre hacía, y no sé, no recuerdo qué cosas nos habremos dicho antes de que su mano y la mía flotaran sobre el aire denso del sur de la Florida mientras el carro se alejaba.
Es muy difícil escribir acerca de quien se ha querido de veras; miles de cosas se quedan por decir o se refugian en ese sitio de lo que es sólo nuestro. Pero esta mañana, mirando la foto que puso Manny para recordarla en el primer aniversario de su partida, el brillo de su mirada me dijo, desde quién sabe dónde, que Elena está bien. Ella y yo sabemos comunicarnos; siempre supimos.