martes, 28 de octubre de 2008

¿Miedo a ser libre?





Hace unos días recibí el email de una amiga que, refiriéndose a su existencia fuera de Cuba, me contaba: “Soy muy feliz en este lugar, me gusta la vida que llevo, lo que puedo estudiar, aprender, lograr, viajar… pero siempre me falta algo. Aunque no tenga un nombre exacto para llamarlo, siempre siento una necesidad que tampoco sé qué es”.
Es miedo, le digo. El miedo a lo desconocido, a lo imprevisible, a lo incontrolable, sobrevive en las personas que han sido víctima de peligros constantes e indefensión. En los niños y las mujeres sometidos a violencia y abusos, en los masacrados, en los prisioneros de guerra… en los cubanos, que hemos sido por décadas obligados, bajo amenaza, a hacer lo que se nos ordenara, aunque no nos gustara o no lo aprobáramos: trabajos voluntarios, escuelas al (o en el) campo, labores agrícolas o en la construcción, militancias políticas, actividades militares, delaciones públicas y privadas, mítines y manifestaciones, aplausos, aplausos, aplausos y silencio sin disensión.
Al sentirnos más o menos libres —que la libertad absoluta e incondicional no existe— de tomar nuestras propias decisiones y de vivir algo parecido a la felicidad o la plenitud, aunque sean momentáneas, no tenemos la tranquilidad de espíritu que nos permita disfrutarlo. En el fondo —aunque sea a nivel inconsciente—, nunca creemos merecerlo o tememos perderlo en un instante y que haya sido sólo un sueño. O nos sentimos culpables de habernos salvado, de poder vivir lo que nuestros hermanos no. O simplemente no sabemos hacerlo porque casi siempre otros tomaron por nosotros las decisiones, incluso las más individuales.
Pero no nos sintamos, como buenos cubanos, tan exclusivos en las desgracias y en la suerte: les pasa a todos en todas partes. Al pobre Jesús, el nazareno, lo crucificaron por andarse haciendo el especial, sin que su padre, el mismísimo Todopoderoso, moviera un solo dedo para librarlo del escarnio y del tormento. Ésa es la base de la educación occidental: nuestro héroe primigenio, el ejemplo a seguir, fue un sacrificado, un obediente, un perdedor. Un pobre diablo. Sobre ese yunque nos machacan la cabeza en esos campos de concentración que son la infancia, la familia y la escuela —¡ya no digamos las iglesias!—; instituciones cuya misión es regularizarnos, o sea, hacernos no buenos, sino “regulares”. “Iguales”, dirán algunos tratando de corregirme, pero las igualdades siempre son mediatizadoras.
Cuentan que los niños vienen al mundo con capacidades extrasensoriales que les permiten observar fenómenos y seres interdimensionales. Ésos no son poderes extraordinarios, sino habilidades naturales que desaparecen con la educación, cuando se normatizan sus percepciones, cuando se les convence de que no existen los “amigos invisibles” y que están enfermos, esquizofrénicos, mal del coco, si los ven. Y que serán objeto de burla o carne de manicomio si insisten en esas boberías.
Si algún rasgo individual logramos rescatar después de nuestra “formación”, no es gracias a esos castrantes institutos sino muy a su pesar. Que a nadie lo educan para ser un rebelde, un inconforme, un respondón o un desadaptado. Otra cosa sería que nos dijeran que los verdaderos pecados capitales son la pereza —ésa sí—, la cobardía, la mansedumbre, la sumisión, el conformismo, la abstinencia involuntaria y la mediocridad. Pero no… ninguna escuela nos dice eso. De ellas salimos seres sociales, animales de manada, intolerantes a la individualidad —a la que solemos llamar egoísmo—, sin que cuente en lo más mínimo el pequeño detalle, no tan insignificante, de que nacemos y morimos solos.
Así, desarrollamos el miedo a la libertad. No es fácil sacudirse esos condicionamientos casi hereditarios, aprendidos —y aprehendidos— durante toda la vida. Y la libertad, queridos míos, como la felicidad, es un destello, el guiño de una estrella. La libertad sólo existe en el desapego, en el no tener nada. Las posesiones —materiales o sentimentales— amarran. Sólo es libre quien está solo, quien no necesita, quien no engendra ataduras.
Hace unos días, leyendo un poema en el que la venezolana Eleonora Requena insta a amar sin lazos, pensaba que, efectivamente, los lazos son las sogas con las que se les impide todo movimiento a las reses o a los cautivos. Tejer lazos es inmovilizar, maniatar, reducir. ¿Podría entonces haber libertad? Replanteo la pregunta: ¿podría haber libertad en un mundo donde todas las relaciones se establecen sobre la premisa de ese tipo de amarres, donde los lazos —de todo tipo— suelen ser tan apreciados? ¿Por qué nos siembran entonces esa semilla, ese ideal raramente alcanzable?
La libertad es una noción irresponsable; el que quiere ser libre, no puede preocuparse de ser correcto. Recuerdo a aquellos muchachos que en los ochenta recorríamos la isla leyendo poemas incendiarios, buscándole la quinta pata al gato. Aquella pasión con la que podíamos arriesgarlo todo, hasta la libertad, sin pensarlo dos veces. Aquel fuego que nos impulsaba a romper todos los lazos. Nunca fuimos tan libres y tan desamparados. Porque la libertad tiene mucho de desamparo, de desgaire, de orfandad.
Mientras rememoro, en medio de los crujidos que hacía la aguja en los discos de acetato, oigo la voz de la Massiel:

Voy buscando libertad
y no quieren oír.
Es una necesidad
para poder vivir.


Y la de Serrat:

Harto ya de estar harto, ya me cansé
de preguntarle al mundo por qué y por qué.
La rosa de los vientos me ha de ayudar
y desde ahora vais a verme vagabundear.
Entre el cielo y el mar
vagabundear.


Suenan a melodías tan viejas…

martes, 21 de octubre de 2008

Ciudad salvaje

Estación del metro en hora pico


A Sarita y Alejandro, con quienes no podré estar hoy
por razones de esclavitud



Yo no vivo en la ciudad salvaje. Eso volví a repetirme, una vez más, el viernes en la tarde cuando regresaba de Tacubaya justo a la hora en que el metro es una catarata humana. Ciega, rotunda, tumultuosa. Arrastrada por ella, envuelta en ella, recorrí pasillos, subí y bajé escaleras y entré al vagón mientras miraba alrededor y recordaba un viejo dicho de mi madre: “Qué cara, qué gesto… ¡qué carajo es esto!”
Nunca he tenido carro, por lo que el metro ha sido mi medio de transporte por excelencia durante los últimos 16 años. En él lo he visto casi todo: enamorados que se besan sin prisa, saboreándose, como si nunca fueran a llegar a ningún lado; muchachas que se delinean el párpado o se enrizan las pestañas en medio de aquel traqueteo siempre con el riesgo —pienso yo— de quedar tuertas; muchachos que tocan roqueras guitarras invisibles al son de sus ipods; aquella avispa que fue a clavarse golosamente en mi cogote; un ciego desgranando en una mandolina “Vereda tropical”; gente abrigada como si fuera al polo en los ardientes mediodías de la primavera y ventanas cerradas a cal y canto que no hay mano caritativa que las mueva ni aunque el termómetro marque la misma temperatura que en el averno.
Cuando trabajaba en Casos Extraordinarios —que no era una revista de nota roja ni de adefesios, sino de cuestiones paranormales y esotéricas—, una de las teorías que me hacía flipar —dirían los españoles— era la que afirma que los extraterrestres no vienen del espacio sideral sino del interior del planeta. De modo que no son extra, sino intraterrestres. Y sé de cierto que hay un mundo debajo de este mundo. Aunque no conozcamos a qué profundidad exacta están los aliencitos, cualquiera que viaje en él sabe que la vida transcurre a otro tempo y con otra lógica en ese inframundo que es el metro.
Siempre, en la vida toda, me han gustado más los traslados que las estancias. Así, me acomodo en uno de sus duros asientos verdes y si bien no puedo observar la superficie, asisto al paisaje en secuencia de mis propios pensamientos matizados, como en sordina, por el rock en tu idioma o la música de los dioses, lo mejor de la salsa y la cumbia o Las cuatro estaciones de Vivaldi. Y pienso y pienso… que luego existo. Luego no de tiempo, sino de modo, como el aun que no se acentúa. Y observo los rostros de todos mis acompañantes inventándome que pueden serlo, también, en una aventura de película en la que tendremos que salir por las ventanas y caminar sobre la oscuridad de las vías guiados por Indiana Jones.
Mientras yo debrayo —verbo muy mexicano que refiere al que ya perdió la cordura y empieza a divagar—, alguien estampa su humanidad sobre la de otro, con mejores o peores intenciones; un gordito toca música latinoamericana y vende a quince pesos los cidís de su grupo; un indígena nos entrega un papelito curiosamente impreso en computadora y hojas coloridas donde dice que acaba de llegar de la Sierra de Puebla y no tiene para comer; un chavo banda se arroja, la espalda descubierta, sobre vidrios triturados mientras afirma que prefiere hacer eso que robarnos la cartera; un joven, que no parece nada malo, pide dinero para los enfermos terminales de sida; miles de vendedores ofrecen desde chicles y golosina hasta agujas de coser y una pomada hecha con veneno de víbora que siempre me hace recordar a una que otra amiga. Y música, mucha música, de todo tipo, que puede oírse, a volumen atronador, a través de las bocinas que cargan en sus mochilas.
En medio de ese jolgorio, arrullada por la velocidad del convoy y las voces varias, uno puede abstraerse de increíble manera. A veces fantaseo que si me quedo dormida, despertaré en una estación desierta y silenciosa. Tacubaya, digo, tal vez porque es en sí misma una ciudad y porque como en ella trasbordé durante años, conozco sus recovecos. Los recorro, extrañada de tanta soledad y, al subir por la escalera que sale justo frente a los puentes de Periférico, la ciudad es una ruina. Todos los edificios derrumbados, cubiertos de un moho de décadas. Mísera como los tiempos del fin.
Allí, en Tacubaya, apeñuscada con otro montón de cristianos —que el metro transporta cuatro millones cada día—, pensaba el viernes que no vivo en la ciudad salvaje, pero en cuanto cambio media milésima la ruta diaria o medio segundo el horario de rutina, caigo de bruces en ese otro México. Porque no sobrevivo en los barrios bravos del Centro o Iztapalapa, ni en la zona conurbada que prácticamente se junta con Puebla, Querétaro o Hidalgo, sino en un México pueblerino de callecitas arboladas, flanqueado por dos o tres centros comerciales adonde se va a hacer todo: a comer, al cine o al teatro, al banco, a comprar la despensa o los lujillos. Un México pacato y afortunado del que nos quejamos sin fin los que no tenemos que apachurrarnos en el metro a las horas pico ni viajar así cuatro horas diarias.
Pocas veces he oído a un defeño decir “qué linda es esta ciudad”. Esa frase la escucho en labios de extranjeros, de turistas. Me la repito muchas veces cuando la veo desde el aire, cuando observo los volcanes nevados al oriente o esos atardeceres rojísimos silueteando las montañas del poniente, cuando al entrar a la plancha del zócalo me retiembla en sus centros la tierra, cuando camino por Reforma. ¿Será que el aire contaminado que respiramos y el agua podrida que nos bebemos nos convierten en una raza mutante sin sentimientos ni emociones para algo más que las telenovelas o el futbol?
Estoy en Tacubaya, rodeada de gente que regresa a sus hogares un viernes en la noche, alcoholizados unos, otros dormidos, pocos alegres, sabiendo que le quedan dos horas de camino y miles de responsabilidades postergadas para el fin de semana. Aquí nos tocó vivir, diría Cristina Pacheco como un himno a la resignación. Yo me pregunto y entonces comprendo muchas cosas: ¿alguien con estas rutinas y presiones tiene tiempo —o ánimo— de mirar la ciudad y de amarla?

martes, 14 de octubre de 2008

Rones viejos




Para brindar con mi hermano Orlando La O, que hoy suma
un año más a esa ya larga cuenta; a Lazarito, que cumplió antier;
a Pedri, que cumplirá el 19; a Teresa y Pequeño, el 21.

En memoria de Oscar Ruiz Miyares.




El sábado a mediodía destapé una botella de ron Caney carta oro, “fundada en 1862”, “producido y embotellado en Santiago de Cuba”, que conseguí en Honduras hace unos meses por sólo cien lempiras (unos seis dólares). Después de echar a los santos, tras la puerta, el primer chorrito, la llevé instintivamente a mi nariz. El impacto fue inmediato y desconcertante. ¡Había olvidado ese olor! Tan fuerte y crudo que sentí al hígado chillar y revolcarse de sólo reconocerlo. Fue como abrir un ánfora antigua de la que escaparan, ululando, las ánimas en ella contenidas. Como la lámpara de Aladino o la caja de Pandora.
Dos primeras visiones, nítidas, afloraron de ellas: la escalera del Museo del Carnaval y el comedor iluminado de mi casa de Santiago. Después, la casona de la UNEAC y los jardines de la Casa del Caribe. La historia de mi vida adulta en Santiago de Cuba es un anecdotario ligado a la cultura y al alcohol. A la rebeldía, a los amigos, a los amores primeros… y al alcohol. Como la ciudad misma, envuelta siempre en esos olores a melaza y etanol. El vuelco en el estómago tuvo que ver, sin lugar a dudas, más que con un mecanismo fisiológico, con el recuerdo de aquellos intensos años que volaron sobre la década de los ochenta como sobre una pista de carreras.
No es ninguna gracia, diría mi madre, estar contando, como si fueran un chiste, las borracheras. Pero ya había recordado aquéllas juveniles cuando, hace unos días, la… contengo el adjetivo… de Marisa ligó varios licores y acabamos penosamente ebrios, como barricas de aguardiente barato. En los ochenta, en Santiago rescataron de quién sabe qué viejo baúl la receta del ron Los Marinos Paticruzao. Un licor oscurito y perfumado que era un veneno; hacía el mismo efecto que la mezcla de Marisa. “Ron de albañiles”, decía mi mamá, que lo conocía —de oídas, claro está— de tiempos de la República.
Con la botella de Caney entre las manos —¡juraría que era este mismo el olor!—, al son de las patas trenzadas de Los Marinos vienen las memorias de las tazas de manzanilla inútil que mi madre, refunfuñante, preparaba para curarme las resacas incurables; botellas de Hatuey de 13° —universitarias, decía el chiste popular, porque superaban los doce grados de la enseñanza media—, con el cacique de moño lacio en la etiqueta, que compartía con mi padre cuando, ya mujeres nosotras, se volvió más participativo en la vida familiar; fiestas de adolescentes que tomábamos alcohol de 90° mezclado con menta o café; una Viña 95 al cobijo de la cual una amiga muy querida decidió dejar de hablarme y no volví a saber de ella; los preparaítos de remolacha y vino seco que hacía mi papá; carnavales y bailes, festivales de estudiantes o peñas de artistas, viajes de inspección cultural a los municipios… todo acababa siempre en una libación sin fin.
Litros y litros de Caney, Matusalén, Santiago o Bocoy compartí con los amigos en cualquier casa o esquina santiaguera, en los bares del hotel Bayamo o el Venus, en la Iris o el Tricontinental. Cuando esos elíxires desaparecieron como por arte de magia o los “desviaron” al turismo internacional, su vacío fue llenado por aquellos destilados inexplicables —decían que hasta de keroseno—, hechos en alambiques particulares improvisados, a los que llamábamos chispa e’ tren, bájate el blúmer o nombres similares que aludían a su dudoso origen y a sus contundentes efectos.
Cuando uno pertenece a familias apocadas en asuntos de celebraciones baquianas, empinar el codo suele estar muy mal visto y peor juzgado. Pero el alcohol es el protagonista, por excelencia, de todas las actividades sociales. No hay personaje de película o de televisión que al llegar a casa, después de una larga y agotadora jornada, no descorche una cerveza o se sirva un whisky. Cualquier pretexto es bueno: las fiestas y los velorios, los triunfos y los fracasos, los nacimientos y las despedidas, las dudas y las certezas, la orfandad y la esperanza, las novias y las ex. Y la amistad. Sobre todo la amistad. Porque ser, como diría Sabina, un “impúdico animal sin pedigrí adicto al elixir del corazón de las botellas” es pertenecer a una especie de cofradía intraicionable.
Cuando volví a Santiago, años después de haberme asentado en México, mis antiguos cofrades se sorprendían, con ojos de incomprensión sin fondo, de que tomara, en primer lugar, cerveza —cosa de habaneros, suavecitos, maricones… ¡los orientales, bien machos, tomamos ron!—; en segundo y vergonzoso lugar, ¡ron con Coca Cola! Mi condición de santiaguera de pura cepa ha quedado, desde entonces, muy en entredicho.
La semana pasada llegó, inesperada, la terrible noticia de la muerte prematura de Oscarito El Monstruo, uno de los personajes más importantes de la cultura santiaguera en las décadas recientes, que fuera mi primer jefe en el Departamento de Arte de Cultura Provincial; aquel hombrón enorme con el que compartí tanto sueños comunes como desencuentros durante el proceso de creación y puesta en marcha de la Asociación Hermanos Saíz. En los últimos años fallecieron también Joel James y María Nelsa, Jorge Luis Hernández, Cos Cause, Meneses, Ferrer Cabello y su hijo Guarionex, Crespo Frutos, Julián Mateo, Silvio Frómeta, Jorge Pruna, mi tío Pepín… Demasiados en tan poco tiempo. Como si un viento impío flotara sobre la ciudad.
Hace unos meses, después de uno de esos batacazos, desconcertada le pregunté a Pequeño: “¿Por qué, Pepe?, ¿qué está pasando?” Él me respondió: “Nos dimos, nos dieron, muy mala vida”. Ahora, con la botella de Caney entre las manos evoco esa respuesta y aquel poema mío de la “Caja de música”:



Piensa que ellos han vuelto y empujarán la puerta
que traen los rones viejos y la inconformidad
que bailarán de nuevo aquella melodía


y siguen llegando uno a uno los recuerdos como, al son del viejo son, los bailadores, compay, por los camino’ atasca’o.

martes, 7 de octubre de 2008

Artemisa y las amazonas

Tiziano Vecellio, Diana y Acteon, 1559



Texto leído en el XIII Encuentro Internacional de Escritores en Monterrey.
A todos los amigos y colegas con los que compartí allí.



Artemisa, hija de Zeus y Latona, era, entre los griegos, la diosa virgen de la caza. Cuentan que habiendo visto a su madre sufrir terribles dolores de parto, fue tal su aversión al matrimonio que pidió de su padre la gracia de guardar perpetua virginidad. ¿Qué?, ¿perpetua virginidad?... Oh oh, creo que esta familia tenía un problemita… ¿Por qué andaba Artemisa de arco y flechas, rodeada de una corte de muchachonas fornidas y atrabancadas, jugando de manos, refrescándose en los arroyos, durmiéndose juntas en aquellos bosques? ¿Por qué al pobre de Acteón, que tuvo la desdicha de verla bañándose desnuda con su séquito de ninfas, lo convirtió en ciervo y dejó que sus perros lo destrozaran? ¿Por qué la hicieron diosa de la luna y en sus correrías nocturnas se hacía confundir con Hécate o Selene? ¿Quién asegura lo de la castidad? ¿No será ése, acaso, el génesis del malentendido de que la mujer que no tiene varón es virgen?
Porque Zeus era un machín; de eso no cabe la menor duda. Y además, dios de dioses, rey de reyes, omnipresente y omnipotente, colérico e irracional. Si él afirmaba que sus hijas eran castas, ¿quién iba a atreverse a contradecirlo? Pero yo —blasfema por naturaleza y cuestionadora por voluntad— no meto las manos al fuego —porque eso ha de doler—, pero le digo a usted —y habla la voz de la experiencia— que esa familia guardaba un secretito que pasó a la historia del mundo patriarcal con las etiquetas de virginidad y pureza eternas.
Vencedoras de atlantes y gorgonas, con las amazonas la historia tiene los primeros registros —aun míticos— de mujeres en libertad que vivían en comunidades. Eran guerreras temibles, poderosas; ellas mismas fabricaban sus armas y conquistaban territorios al tú por tú en encarnizadas lides con los varones, que las consideran “equivalentes a los hombres”. Así, como a una igual, enfrenta y mata Aquiles en la Iliada a Pentesilea, la reina de las amazonas durante la guerra de Troya, y, aunque engañado por las malas mañas de Hera, ejecuta Heracles a Hipólita, otra de sus reinas, para robarle el codiciado cinturón.
Hijas de una ninfa y de Ares, el dios de la guerra —y, por lo tanto, nietas de Zeus… o sea, que el asuntillo era algo así como genético—, se cree que en algunos de sus lances bélicos se apoderaron de Efeso, donde fundaron una de las siete maravillas del Mundo Antiguo, el templo a Artemisa —o sea, su tía la torcidita—, y más tarde la ciudad de Mitilene, capital de Lesbos. Al buen entendedor…
Así se enraizó el mito de que las mujeres fuertes, las guerreras, eran malencaradas y malgeniosas, con un humor de perros salvajes que se reflejaba en sus ceños fruncidos y sus bocas negadas a la sonrisa. Unos ogritos. Por esa supuesta adustez, por los morbosos estereotipos que suelen colgarnos o por la seriedad con que, mujeres al fin y al cabo, ponemos en nuestros asuntos todos, pero especialmente en las cuestiones públicas o profesionales, sigue prevaleciendo la idea de que las lesbianas somos duras, brutas, peleoneras y malhumoradas.
Como para contrariar esa apariencia y reafirmar que el buen ánimo puede encontrar lugar en la literatura a uno y otro lado de la mar océana, recientemente han llegado a mis manos dos libros ejemplares: Cuentos y fábulas de Lola Van Guardia, de la catalana Isabel Franc, y Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, de la mexicana Gilda Salinas. Y aunque la Franc afirme que “las escritoras vivimos de reinventar pequeñas tragedias”, ambos cuadernos son la muestra de cómo una situación de tintes melodramáticos puede convertirse en una chanza.
Isabel Franc —o Lola Van Guardia, su seudónimo y alter ego— es “Una cómica de la pluma”; así se autodefine en el título de su espacio en Blogger. Isabel ha confesado que aunque Lola es una engreída y se le subió la fama a la cabeza, ambas se soportan mutuamente con cierta fraternidad. Dice que su obra —la de ambas— ha tenido el doble propósito de distraer, de hacer pasar a las lectoras un rato agradable, pero también de invitarlas a reflexionar acerca de las lesbianas y de sus modos de actuar. Y qué mejor que a través del humor… que ya bastantes problemas e insatisfacciones enfrenta uno a diario en el “mundo real” como para remedarlos en la ficción.
Los Cuentos y fábulas de Lola y de Isabel, selección que Egales dio a la luz en Barcelona hace apenas unos meses, son textos escritos con esa intención expresa: reírse y hacer reír. La miscelánea empieza con un relato de corte clásico: la princesa Esmelinda era frígida. Habiendo llegado a la edad casadera sin conseguir el gozo, su preocupado padre, un reycito “demócrata alternativo y de tintes modernos”, convoca a concurso público a todos los hombres del reino y de las comarcas vecinas, prometiendo la mano de la princesa como recompensa a aquel que la hiciera disfrutar los placeres del amor. Después de agotadoras jornadas y resultados nada promisorios, perdidas casi todas las esperanzas de que la princesa conociera aquella cosquillita del orgasmo, una tarde llegó un ejército de amazonas custodiando a un caballero forrado hasta los dientes que exigió hacer el amor sin quitarse la armadura. No les será difícil imaginar que el caballero era realmente dama de lacia cabellera rubia y agraciados pechos que con toda paciencia, destreza y dedicación consiguió que la princesa flotara y tocara el cielo, según sus propias palabras, que en estos casos no es apropiado exagerar a riesgo de provocar descrédito.
Ése, en escenarios más o menos modernos, es el tono del libro. Con las páginas se suceden adaptaciones de chistes populares, recomendaciones para una primera cena íntima bañada en whisky, microrrelatos que dejan bien sentado que no sólo de sexo vive la lesbiana, la historia autobiográfica de un gato andrógino y un fabulario donde desfilan gallinas hetero y gallinas les, una rana lesbiana que quería ser vaca heterosexual, una murciélago transgénero, una tortuga queer, ardillas bolleras y zorras policías, una gusanito solidaria y un consejo general de mantis religiosas.
Mientras, de este lado del Atlántico, con afán más de memorioso rescate que de pura ficción, Gilda Salinas cuenta en las quince piezas que integran Del destete al desempance. Cuentos lésbicos y un colado, la historia de una niña de once años que una fría mañana de febrero, sin entenderlo ella misma, se enamoró de Mona Bell al oírla cantar “La montaña” con aquella voz gruesecita y cálida. Ése —que es el final del libro— fue sólo el inicio, porque la niña creció y se enamoró de otras tantas chilenas y mexicanas de todas las regiones de la República, con las cuales Gilda teje una red de personajes que reaparecen y situaciones que se asemejan —¿qué tan distinto puede ser un antro a otro, una relación a la siguiente?
Aquellos ochenta “eran tiempos de trova cubana, de recorrer las peñas y de cantar con la guitarra”. Las peñas y los antros, desde el más “nais closetero lésbico temporal” —donde cantaba la gran Chavela Vargas, “la madre, ¿o debería decir el padre?, de todas las lesbianas”—, hasta los decadentes locales de “fraternidad ambientalista y aromas de peda feliz”; épocas idílicas en las cuales la narradora/protagonista “libaba como hija del desierto en tiempo de maremoto”, hasta que acabó siendo una alcohólica anónima demasiado conocida y una mujeriega (casi) irredenta que se identificaba con Pedro Infante por aquello de “me gustan las altas y las chaparritas, las gordas y flacas y las chiquititas”. Y como buena charro hembra, cuando decía “me he de comer esa tuna aunque me espine la mano”, era capaz de ponerse pantimedias, falda, zapatos de tacón y hasta rímel en las pestañas cuando el suceso conquistatorio lo ameritaba.
Mujeres y jolgorios saltan de una pieza a otra del conjunto. Y música que, también ubicua y omnipresente, matiza el ambiente de guateque absoluto y constante. “La virtud de que la mayoría estuviera pedales —dice— es que todo daba risa, las tragedias, los melodramas y los azotes eran motivo de júbilo”. Así era la jerga de la juerga: “hay que olvidar los cuetes, cuotas, digo, cuitas, para cumplir las motas, mitos, digo, metas”. No faltan momentos trágicos o conmovedores —la muerte prematura de una amiga, la violación de otra, una redada policial, persecuciones y cachetadas de madres intolerantes o amantes celosas, un pleito conyugal resuelto a balazos contra las macetas, varias rupturas, mentirillas e infidelidades—, pero la diversión es reina y la amistad perdura a pesar de los deslices y las vicisitudes.
Son los de Gilda Salinas, como los de Isabel Franc, cuentos de mujeres que no se esconden tras eufemísticas etiquetas —que ya bastantes son las que nos endilgan en este mundo sobreclasificado—; mujeres satisfechas, seguras, conformes consigo mismas. Son las suyas, historias de la cotidianidad, del festejo, del baile y de la risa que estas amazonas modernas cultivan cual trofeos que entregarles a la vida y a la alegría de vivirla de ese modo.