jueves, 5 de julio de 2012

Los olores del cuerpo


Con Bladimir Zamora en la presentación de su libro


(Texto leído en la presentación del poemario Los olores del cuerpo, de Bladimir Zamora, el miércoles 4 de julio de 2012 en la Casa del Poeta, ciudad de México, actividad que dedicamos a la memoria de nuestro amigo el trovador santiaguero José Nicolás, recientemente fallecido en Barcelona)


Cuando Omar Mederos me entregó este ejemplar del libro de Bladimir Zamora y leí su título, Los olores del cuerpo, el olor que evoqué fue, sin embargo, el del gas doméstico e industrial que flota sobre La Habana. Ése era el primer olor que sentía el viajero cuando la guagua interprovincial llegaba a los barrios de la periferia; ése era EL “olor de La Habana”, aquella Habana que fue, en los años ochenta del siglo pasado, punto común donde confluimos tantos escritores, artistas e intelectuales.
En aquella década ―sin dudas prodigiosa―, ésta que aquí les habla con cualquier pretexto inventaba un viaje a la capital, en ocasiones hasta dos veces al mes: que a ver a mi hermana, que estudiaba en el ISA; que a visitar a una novia o a la otra; que a recibir algún premiecillo; que a tal o cual festival o congreso... Muchas de esas veces llegaba a la redacción de la revista cultural El Caimán Barbudo, emblema también de aquellos años, donde trabajaba y aún trabaja Bladimir Zamora, y no pocas de esas veces acabábamos, junto a un puñado de amigos, sentados en el parquecito de Paseo y 23 tomándonos una botella de ron que pasaba de mano en mano y nos la empinábamos ávidamente sin ningún protocolo ni solemnidad.
El último año de esa década, decidí trasladarme definitivamente a la capital y entonces nuestros encuentros fueron más frecuentes. Nos unió el proyecto de la Casa del Joven Creador y la Asociación “Hermanos Saíz”, la poesía y la cultura recorriendo la isla de punta a cabo en la voz, la obra y los afanes de la entonces más joven generación de creadores; nos unieron la palabra, los afectos, los amigos.
Dos momentos recuerdo especialmente. Uno, el día en que en La Gaveta, como llamamos cariñosamente a su cuartito en las lindes de La Habana Vieja, en un edificio de la calle Monserrate, Bladimir me contó de un “almuerzo cubano” compartido con Gastón Baquero, me describió el apartamento del gran poeta en Madrid, lleno de libros y símbolos patrióticos ―almuerzo y poeta al que dedica uno de los poemas reunidos en este libro, “cetro de la imaginación”―, y después me dejó escuchar, por primera vez en mi vida y un tanto clandestinamente, la voz de Celia Cruz en un disco ―o ahora no recuerdo si era casete― que había comprado en España. El otro fue una noche de sábado en el patio de la Casa del Joven Creador de la Avenida del Puerto, mientras esperábamos el inicio del BarTolo; alrededor de la mesa, él, Camilo Venegas, Sigfredo Ariel y yo; en el aire las notas de Mesié Julián en la voz inconfundible de Bola de Nieve.
Al abrir este libro, que es una antología personal, reencontré algunos de sus poemas de entonces y otros más recientes. Allí me volví a topar, por ejemplo, con aquel verso: “donde la noticia zumba como un ángel oscuro”, que me sirviera para encabezar mi “Poema para la indecisión y una muchacha” a finales de los ochenta. Allí, entre esas páginas, está el río Cauto de sus primeros años, el olor de la tierra, la ceiba que era el ombligo del mundo, los caballos, la mazorca, las yerbas medicinales. Allí están la madre y el padre, el abuelo, los amigos. Por allí pasan “los que van manchados de camino”, ésos que señalaban una ruta, un más allá.
Y luego está La Habana, esa “cuarentona oronda” ―como le llama Bladimir―, ese mundo colectivo de Bítles y revolución, esa “rutina de locura común” donde “un hombre que necesita flores” se duele y se regocija, se rebela o se deja llevar por “el impertinente animal de la belleza”. Un hombre que amontona palabras mientras ve “a la noche soltar con elegancia/ la pesada oscuridad de sus vestidos”. 
Y está la música como telón de fondo, ésa que nunca falta en los papeles ni en la vida de Bladimir Zamora. Ahora se estila ―moda reciente en cierta narrativa― agregar al final del texto el playlist, es decir, los temas musicales que oía el escritor mientras hilvanaba sus historias. En el caso de Los olores del cuerpo, las melodías ―¡y el ritmo!― se desgranan desde adentro, desde la misma entraña: Sindo Garay y la vieja trova, los danzones, los sones, la guaracha, los boleros, los Beatles y hasta el tango forman la banda sonora que acompaña, ineludible, la lectura de estos versos. 
Leo ahora a Bladimir, a esta distancia ―veinte años, que dijo Gardel que no eran nada; incluso un poco más de tiempo― y puedo ver cuánto de él, de sus versos, hubo en los míos, en los de muchos de mis contemporáneos. Ese cierto modo de decir y de jugar con la palabra; esa cadencia a veces abrupta, a veces como son de palma al viento; esa manera de separar las frases, de ahuecar el poema como un queso Gruyere o un campo minado. Ese humor ácido y esa soberbia de los pocos años, cuando nos creemos ―y acaso lo somos― dioses. Aunque Bladimir dijera, precisamente por eso, nunca es en vano lo dicho: “nadie/ si presume de dios/ toque a mi puerta”.
Han vuelto con este libro, con Bladimir, algunas noches tibias, el olor del mar, aquellos días que tenían, como él mismo menciona, “el signo de la eternidad”. Son pájaros que vuelan ahora mismo alrededor nuestro. Fragmentos de conversaciones, los ecos de su voz, el fuego de los años en que éramos promesa. Y los amigos. Los que todavía están allá, en la isla; los que estamos acá, en todas las orillas de este mundo; los que emprendieron antes que nosotros el último viaje. Ellos, nosotros, todos, estamos aquí en esta sala hoy celebrando este libro donde Bladimir dice ―y repito, nada está dicho en vano―: “qué buen invento los amigos”.


Bladimir Zamora Céspedes
Los olores del cuerpo
La Habana, Editora Abril, 2009