martes, 29 de enero de 2008

Desangrado son, corazón

Dinorah y Piri en la entrada de la beca del ISA
marzo de 1988


Así pasaban los momentos pocos,
así pasaba la felicidad…
Silvio Rodríguez

Y me doy cuenta que esta canción
no es la misma canción de ayer.
Fito Páez

A Piri, a quién más…


“El pasado no regresa más que así”, pienso oyendo a Silvio el viejo antes de que se convirtiera justo en lo que no quería: un testaferro del traidor de los aplausos. Esas canciones que son el reencuentro con una época; pero más que eso, un reencuentro conmigo misma, con la mujer joven, en formación, maleable aún, que era hace veinte años; la que halló en ellas principios fundamentales: la valentía, el honor, la solidaridad, la fidelidad a sí misma, la manera dialéctica en que acontece la vida, el valor de la amistad, del amor y del arte, la honestidad.
Me sigue sorprendiendo que un tipo tan odioso como Silvio haya logrado, a través de ese alter ego suyo que es la música, inculcar esos valores a varias generaciones mucho más que los sermones de los padres y los discursos de los líderes. Y es que hay en el artista auténtico una cercanía a lo humano que trasciende, incluso, al propio creador y a sus intenciones.
En estas reflexiones ando cuando, de pronto, me veo claramente en el cuarto piso del albergue de becados del Instituto Superior de Arte de Cubanacán en los mediados de los ochenta, cuando era una simple estudiante de letras o, luego, una gris funcionaria cultural de provincia tratando de sacudirme el letargo que ello implicaba. En todo caso, una esponja. En ese cuarto piso, donde estuvo alojada mi hermana Ludmila —o sea, Piri— mientras estudiaba la carrera de actuación, conocí a un grupo de muchachos claves en mi despertar y en mi vida posterior: los hoy artistas plásticos Carlos René Aguilera, Agustín Bejarano, Tomás Maceiras Prego, Jorge Pruna (†), Arquímedes Duvergel, Luis Garzón, Rubén Alpízar, Enrique Martínez, Inés y Teresita; los teatreros Iliana Wilson, Rebeca Rodríguez, Edurne Alonso, Marilín Garbey, Joel Cano, Folgueiras, Orisel Gaspar, Alberto Contreras, Juan Luis Castillo, Marieta Sánchez, Katerina… Ellos, que ya eran artistas, me pusieron ante el camino y señalaron el horizonte. Allí, en el cuarto piso de la beca del ISA, entre risas y bocetos, ensayos, canciones viejas y conversaciones, empecé a ser la Odette Alonso que soy hoy. Y fuiste tú, Piri, la que me impulsaste a avanzar.
Será por todo eso que mi memoria se empina a ratos y nos veo bajando una loma en Miramar, gritando a todo pulmón las canciones del Mediterráneo de Serrat bajo la tarde espléndida: Barquito de papel, sin nombre sin patrón y sin bandera, navegando sin timón donde la corriente quiera… Y bajo la enramada de la azotea santiaguera de Alpízar, con Carlos René rasgando en su guitarra “Mariposas”, navecita blanca, delgada, nerviosa, o aquellas otras canciones que nunca se habían grabado en disco. Y en la sala de mi casa de Aguilera desgranábamos “Y nada más” con Contreras, en un dúo que debió ser atentado a los oídos cercanos con este galillo desafinado que me cargo.
Qué maneras más curiosas de recordar tiene uno… Y revivo una vez más, alucinante, aquella noche de Festival de Nuevo Cine Latinoamericano que recreé en el “Poema de Renata”, uno de mis primeros cuentos. Las credenciales falsas con las que nos colamos, la persecución policiaca por aquellos pasillos y escaleras hasta llegar al área de la piscina del Hotel Nacional, repleta de gente como en un carnaval, y nosotros huyendo con Rebeca y Mónica, la venezolana, hacia el banquito frente al mar desde el que divisábamos, intermitente, el halo que echaba el faro del Morro sobre la ciudad dormida, la bahía y el mar. Con un frío inenarrable hasta el amanecer, cantando y tomando ron —que todavía era ron y no chispa ‘e tren o bájate el blúmer— de una caneca que Carlos René logró esconder en el bolsillo ancho del pantalón.
“Los inviernos de La Habana”, pienso, y me tiemblan las tripas ante una ensalada de helados en Coppelia. El viento frío que subía por La Rampa traspasaba, hasta llegar al alma, el suetercito azul, tan santiaguero que no abrigaba. Y en la cocina de los abuelos de Tomás, aquel otro domingo helado en las postrimerías del 88, su boca pequeña dentro de mi beso y su faldita blanca de colegiala en aquellos días en que todo el viento del mundo soplaba en su dirección.
Se va a bolina la imaginación y voy atravesando Palo Cagao (alias Romerillo) para llegar a las paradas de las guaguas que allí iniciaban recorrido. Palo Cagao o Romerillo, barrio marginal aledaño al ISA, un laberinto de callecitas interiores y casas muy pobres y deterioradas. Cuenta mi hermana que a cuanta mujer deambulaba por allí le salía al paso un muchachito de unos doce años, con la cosa más grande que ella hubiera visto en la vida —al menos hasta entonces—, pidiendo que le hicieran una paja, con cara de niño y muy empinado aquel trozo de hombre.
Voy atravesando valles… entono y de nuevo estoy durmiendo o sudando, desesperada, en una guagua o un tren lechero de Santiago a La Habana y de La Habana a Santiago cuando menos una vez al mes, en aquellos años en los que Raulito Vizarro hacía la broma de que todos mis viajes, así fueran a Baracoa o Guantánamo —al extremo oriental de la isla—, hacían escala en la capital, más de medio día de camino hacia el oeste.
Y allí, en la parada de 41 y 42 o caminando por esas calles de Playa con rosales en los jardines, brillan los ojazos de Dinorah y aquel apartamento mínimo donde, aunque no cabían las faldas amplísimas de Vicky, siempre conseguíamos acomodarnos todos, muertos de risa, no importa cuántos fuéramos. Y aquella noche en la que Piri me dijo que lo sabía todo desde hacía siglos, pero quería que yo se lo dijera. Y las otras en la casa de visita del reparto Kohli, refugiados en el cuarto de Pepe el panameño, tomando té negro hecho en una hornilla inventada y un jarro lastimero con bolsitas ya usadas dos o tres veces, muertos de risa oyendo a Béla Bartók y haciendo figuras luminosas con una vela a través del cristal de la puerta del baño. Y el hotelito de Altahabana donde nunca pudimos encontrarnos para que la ciudad recostada al balcón nos contemplara.
Canta el trovador es un desangrado son, corazón... y yo pongo la mano al lado izquierdo de mi pecho mientras susurro: …deja a mi viejo en su escondite, puede que aún lo necesite, no lo despojes de su amparo… Y pienso que aunque ya cantábamos bien inspirados: absurdo suponer que el paraíso es sólo la igualdad, las buenas leyes, en aquellos mediados de los años ochenta, antes de las patadas, antes de los exilios —al menos de los nuestros—, todavía el tiempo parecía estar a favor de los pequeños y a Silvio, el vigía y el juglar, se le llamaba poeta y se le consideraba el hermano mayor.

martes, 22 de enero de 2008

Mundo de sueños


Una ola enorme, de tsunami, rompe en Enramadas y Santo Tomás, donde está el Parque del Ajedrez. Viene del Ayuntamiento, como si el mar estuviera de ese lado. Estoy justo en esa esquina y la primera ola cae a mis pies y se escurre hacia la tierra cual si allí hubiera un tragante largo de alcantarillado, como los respiradores del metro o esas piezas de ranuras metálicas que hay en las entradas de El Corte Inglés.
La segunda es aun más grande. Una mole de agua crecida que se va a despeñar sobre nuestras cabezas de un segundo al otro. Se la señalo a la persona que me acompaña —no sé quién es, no la veo en ningún momento— y me echo a correr como quien va hacia La Placita. A mediados de cuadra se deshace en cascada y creo que ahí termina el sueño. Pero ya despierta, mi cabeza le da continuidad y doblo en la esquina de la iglesia pensando que en las calles transversales no va a meterse el agua, que seguramente se encauzará por Santo Tomás y las paralelas. Pero aun más consciente, ya despierta tal vez, reparo en que si es tan monstruosa, el caudal inundará por igual toda la zona y difícilmente tengamos salvación. Y todavía más consciente, pienso qué maneras son éstas de martirizarme, si la ola era sólo un sueño y allí, en él, se escurría mansamente por la coladera, desaparecía, no ahogaba a nadie.
No se equivocan quienes dicen que los artistas —no los de la tele… ¿por qué les dirán artistas, casi como apelativo absoluto, a quienes trabajan en televisión a veces con tan poco arte?—, los artistas creativos —digámoslo de este modo—, suelen confundir ilusión con realidad y viven inmersos en sus sueños y pesadillas con una intensidad a veces inexplicable para el resto de los mortales.
Pero tampoco hay que ser tan artista, pienso, para embobarse con esas películas que se arman detrás de nuestros ojos cada noche. Como pan caliente se venden los libritos piratas que enlistan las posibles interpretaciones de los símbolos oníricos y se cuentan por miles, por millones, los visitantes de las páginas de internet que dan “servicios adivinatorios”. Tampoco falta el amigo o el pariente que te dice, inquieto: “coño, vieja, soñé con…” y te cuenta una caterva de locuras iladas —de ilación— con imposibles, que te dejan inquieta también, tratando de descifrar qué mensaje críptico esconderá realmente.
Y tal vez no hay ningún recado oculto, nada quieren decir. Tal vez son sólo eso: películas. O sucesos de vidas o dimensiones paralelas que únicamente pueden ocurrir así, en mundos alternos y adormecidos que quizás no se tocan ni en sueños. Pero en ese afán humano de hallarle explicación a todo, la ola es una pasión incontrolada; las arañas son la madre; el perro, el padre; una barba, la desgracia de un pueblo; una boina con estrella, el viaje en motocicleta a la inmortalidad y el mito fatuo.
Y en esos parajes de ensueño, juego con Maite Perroni —la morena de RBD— a escondernos tras las columnas grises del pasillo que lleva a la explanada de la Facultad de Medicina de la UNAM. Y veo cadáveres enfrente de mi puerta, que se lleva el camión de la basura después de una noche terrorífica en la que siento pender sobre mi cuello la acusación de un asesinato no cometido. Y persigo ladrones en mi casa de Santiago, armada de una escoba con la que recorro los cuartos sin poder proferir el grito para que alguien me ayude. Y voy a hacer el amor con un negro espléndido, que no es otro que el doctor Greg Pratt de ER. Y trato de cerrar puertas que no embonan y de controlar fugas de gas que silban como trenes emprendiendo viaje. Y vivo ya no en el caserón de Aguilera, lleno de fantasmas cuya presencia erizaba todos los pelos del cuerpo, sino en una vivienda sencilla con un patio arbolado, flores y pequeños colibríes que hacen equilibrio sostenidos de la nada. Y camino bajo un aguacero por las calles de La Habana con Nicole Kidman vestida de pirata, que de pronto es Radhis y de pronto Laura Ruiz. Y observo números y billetes de colores que saltan de mi bolsillo y flotan lejos de mi alcance.
Números y colores sigo imaginando ya despierta… y es que esta persona, amiga y servidora de ustedes, se echará mañana sobre los hombros, finalmente —que no hay plazo que no se cumpla, dicen los mexicanos—, una cifra repetida, capicúa; dos dígitos que, sumados, dan el mismo número del año que corre… ¡Cuánta interpretación propiciatoria, pretenciosa y oscurantista puede derivarse de ese hecho!
De joven, al ver la corta línea de la vida en la palma de mi mano, Vicky Longoria —entonces mi suegra y redoblada su maldad por el parentesco— reía divertida augurándome 40, cuando más 42 y una brusca interrupción, como el tajazo de la guillotina en las testas de María Antonieta o Ana Bolena. La veinteañera de entonces, para quien cuatro décadas eran un horror de ancianidad, poeta para más INRI, se alegraba de imaginarse muriendo joven y de cuajo. Pero aquí sigo, llena de sueños y pesadillas, con la palma extendida, viendo cómo la línea de la vida ha trazado un caminito tenue, fino como cabello de ángel, que tiende un puente apenas perceptible —de los colgantes tal vez— hacia el otro trazo, fuerte, que atraviesa la mano desde la base del índice hasta la muñeca.
Lo veo como en borroso celuloide mientras rememoro, murmullante, a Calderón: “…que la vida sólo es sueño/ y los sueños, sueños son”.

martes, 15 de enero de 2008

El matrimonio homoheterosexual

Mónica y Elizabeth se casan en La Habana



Mejor ser felices como nuestros padres
y hacer de la lástima amores eternos
hasta que a la larga nos tape el invierno.

Silvio Rodríguez, “Canción de invierno”


En las últimas semanas ha recorrido el mundo y conmovido los corazones la noticia de la boda simbólica entre Mónica y Elizabeth, enlace que con la venia del Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), entidad estatal encabezada por Mariela Castro Espín, se celebró en La Habana el 23 de diciembre pasado. Que esperan que algún día su unión sea reconocida legalmente para validar ese amor que se ha impuesto a todos los obstáculos, decían las muchachas y sus amigos en los despachos de prensa, como si para eso fuera imprescindible una ley.
Me contaba un amigo alicantino que en la España de hoy sólo se casan los homosexuales. Eso me hace pensar, una vez más, que justo en el momento histórico en que la familia tradicional atraviesa su más profunda crisis, décadas de lucha del movimiento gay y lésbico nos han regresado al punto inicial del que huimos algún día, nos convierten en una caricatura de nuestros padres y reperpetúan así la institución de la que muchos fueron expulsados sin clemencia cuando se supo su “perversión”: la familia heterosexual.
No tiene que ver el amor con ninguna noción legal: ni propiedades, ni compromisos establecidos por compromiso, ni compasiones, ni el encierro de la fidelidad o las dependencias, ni la “vida hecha”, ni “lo logrado”, ni las estabilidades. El amor es una ola de tsunami que se presenta cuando nadie lo espera, arrastra todo y deja la tierra limpia para volver a edificar. ¿Acaso no nos preciábamos de danzar sobre esa ola sin que nos detuvieran los contratos de papel y las ataduras que “obligan” a los heterosexuales a permanecer unidos por ley, por el bien de los hijos, hasta que la muerte los separe?
¿Por que acogernos entonces a una figura legal casi en desuso, como es el matrimonio? ¿No sería más conveniente lograr que las leyes reconozcan los derechos de cualquier pareja sin necesidad de un continente tan condicionante y con tanta carga simbólica? ¿No bastará con establecer legalmente que un homosexual, como cualquier persona, pueda nombrar beneficiario de sus seguros y cuentas o copropietario de sus bienes a quien le dé la soberana gana, sea su pareja, su perro o una libélula?
Juntarse y tener descendencia, o ejercer la maternidad o la paternidad mediante la adopción, son anhelos perfectamente legítimos de todo ser humano. Y cómo no, si todos nacimos y crecimos en el seno de una familia heterosexual donde aprendimos que eso era lo correcto y lo natural. El invertido, el anormal, el engendro antinatura, la vergüenza de la familia, siempre fue uno.
Cuántas veces yo misma he enarbolado que la mejor manera de integrarnos a la sociedad es siendo naturales, no autoexcluyéndonos en guetos ni sintiéndonos minoría. Y cuántas recriminaciones y retorcidas de ojos he merecido cada vez que dije que —sin restar valor a la lucha por nuestros derechos elementales— ser homosexual es un asunto sexual, de preferencia a la hora de escoger pareja, cuestión de cama y convivencia; que el resto del tiempo somos como cualquier otro: votamos, pagamos impuestos, nos afectan las subidas de precio o de intereses en las tarjetas de crédito; vamos a trabajar o quedamos desempleados como cualquier otro, nos enojamos igual si nos apretujan en el metro o el convoy se para entre estaciones, nos da hambre o deseos de ir al baño más o menos a la misma hora y regresamos muertos a casa en la noche sin ganas más que de cenar y embobecernos un rato ante la tele.
Que no, que ser homosexual es una actitud social y política, una toma de posición, un orgullo que exhibir, una distinción, una diferencia que debe ser respetada… ¡y ahora resulta que el gran logro del movimiento es que nos permitan casarnos y tener hijos! ¡Como si ambas cosas no las hubiéramos hecho, a nuestra manera, toda la vida!
Cada quien tiene sus gustos y su temperamento y debe realizarlos del modo en que mejor le plazca. Eso es lo justo. No me parece mal que la gente quiera casarse; está claro. Lo que no me parece es que haya una ley que “obligue” a tomar esos compromisos a cambio de beneficios elementales. Lo que me sorprende es que a nuestros líderes, quienes nos representan y negocian nuestros derechos ante las fuerzas políticas correspondientes, les ha parecido que lo mejor es estandarizarnos con el resto en vez de respetar la tan cacareada diferencia. Y ahora, para obtener esos derechos… ¡hay que matrimoniarse! El que no se case o no se anote en esa lista de Schindler no podrá acceder a ellos.
Repito: a nivel personal cada cual puede hacerlo como mejor le convenga o le agrade. Pero a nivel social… ¿este arreglo era lo más afortunado que podíamos conseguir? ¿Así nos conceden las garantías que nos corresponden o nos reducen a sus cánones y, de paso, nos meten en su redil, nos hacen entrar por el aro, nos reivindican? ¡Y todavía se lo agradecemos con desfiles, caravanas y parabienes! ¿No habíamos dicho que nuestra misión, nuestro reto, sería proponer un nuevo tipo de familia, un nuevo tipo de relación de pareja? ¿Vamos a hacerlo sobre los patrones y lineamientos del matrimonio heterosexual tradicional?
Es bueno el agradecimiento por este primer paso, por las migajas de Hansel marcando el camino, pero no nos conformemos ni nos detengamos, que vivir y merecer es mucho más de lo que estipula cualquier legislación. No vayan a decirme que no importa la forma sino el resultado y que se casan, como mercenarios, simplemente para obtener los beneficios. Porque dónde quedó, entonces, la honestidad de la lucha y la justicia de los objetivos. ¿Somos más visibles y más respetados desde que vamos a los ayuntamientos a firmar un papel o nos han engañado como a indios con espejitos de colores? ¿Eso era lo que queríamos: casarnos, tener hijos y dejarle la chequera a nuestr@ viud@? ¿No estamos convirtiendo así nuestras uniones en el matrimonio homoheterosexual? ¿Podrán ser diferentes, entonces, nuestros hijos?
O será que de este lado del Atlántico, en estos países donde el que hace la ley hace la trampa y en México específicamente, vemos las cosas con menos entusiasmo y pasión, con más cautela y desconfianza. Porque desde que fue aprobada la Ley de Sociedad de Convivencia para el Distrito Federal, el 9 de noviembre de 2006, de las personas a las que conozco —que no son pocas— sólo se ha acogido a ella una pareja. Y cuando fueron a validarlo en la Delegación Cuauhtémoc, que comprende el centro de la ciudad y la Zona Rosa, capital gay de la ciudad de México, sólo 43 parejas lo habían hecho.
O sea que, resumiendo, si hasta ahora nos preciábamos de nuestra libertad, nuestro poder de compra, las posibilidades de viajar y de fiestar toda la madrugada, prepárense a comprar pañales y juguetes, a pagar colegiaturas, a sacar cuentas y a mantener escuincles. Y nada de pachanga, que nos los quita el Estado si los descuidamos… ¡A la mierda Sodoma y Gomorra!

martes, 8 de enero de 2008

Los Reyes… ¡a Belén!

Los reyes del Oriente vistos por una niña latina


Cuando tenía apenas cinco años, la maestra de preescolar le dijo a mi sobrino Camilo y a todos sus compañeritos que no creyeran en los Reyes Magos ni en Santa Claus porque “na’ de eso exijjjte”. Que, como revelara Sabina, “los reyes son los padres”. Bueno, eso no lo dijo; ella no sabe quién es Sabina porque no canta reggaeton. Así ha sido siempre y así será: nunca falta el hijo de puta que con sumo regocijo, más temprano o más tarde, nos descubre que sueños, fantasías e ilusiones no son la realidad. Y así, una y otra vez perdemos la inocencia.
“La patria es la infancia”, dicen que dijo Baudelaire. Patria e infancia, juntas o no, son de los conceptos con mayor cantidad y variedad de definiciones, posiblemente por ese fuerte vínculo con la raigambre esencial de cada individuo, por ser los lugares adonde se llega, de donde se es, donde ocurren casi todas las primeras cosas —las buenas y las malas—, donde se forja el carácter, donde se inicia el futuro. Para mí ambas, patria e infancia, son una deriva aterradora.
Sin embargo, es imposible no hablar de ellas, hasta con un halo de nostalgia, cuando las fechas son propicias a esos recuerdos y mi madre rememora que aun después de triunfada la revolución, cada 6 de enero una cabalgata recorría las principales calles de Santiago de Cuba, pasaba frente a mi casa de Aguilera y terminaba en la Beneficencia, adonde Melchor, Gaspar y Baltasar, bajando de los caballos en los que se habían paseado por la ciudad, repartían regalos a los niños allí alojados. Cuando el gobierno revolucionario decidió mandarlos al… Belén, por idólatras religiosos, burgueses extranjerizantes y diversionistas ideológicos, todos fuimos niños de beneficencia: sólo tuvimos derecho a tres juguetes al año: uno básico, uno dirigido y uno adicional. Es decir, uno mejorcito, uno regular tirando malo y el otro, chiquitico y espantoso.
Persistió por algunos años la tradición de que semanas antes del Día de Reyes exhibían en las vidrieras de las tiendas los juguetes disponibles. Era un paseo imprescindible de fin de año bajar y subir Enramadas, la calle principal, deteniéndonos a babear y hacernos ilusiones ante cada escaparate, aunque supiéramos que como en cada establecimiento había una cantidad bastante limitada, llegar a tenerlos dependía del número que tocara a nuestro núcleo familiar en el sorteo que a tal efecto se celebraba. Sí, un sorteo, una rifa… al menos así era en Santiago.
Antes de que se implantara el método del sorteo —supongo que para hacer más justa la repartición… ¡la justicia del azar!—, los padres tenían que anotarse en una lista —como la de las reservaciones de hoteles, exactamente—, rectificar y hacer guardias por días y noches delante de la puerta de las tiendas, para evitar que llegara un vivo con otra lista y los desplazara. Y el día de la venta, estaban dispuestos a dar hasta golpes para evitar que alguien se colara y les quitara su lugar y, por ende, los juguetes de sus hijos.
Yo jamás pude tener lo que más deseaba: un juego de detective, con placa, pistola, esposas y polvitos para echarle a las huellas del criminal. En primera, porque era para varón —¡y mira tú ahora!—; en segunda, porque nunca tuvimos suerte en esos sorteos ni en ninguno. Lo más hermoso que recuerdo era un disfraz de vikingo —que como también era de varón, mi madre tuvo que comprar clandestinamente gracias a una que otra triquiñuela y dinero de por medio—, con espada, escudo y casco de cuernos con el que saltaba de mueble en mueble de la sala de mi casa cantando: “Vikingo, vikingo, mi abuela no se baña los domingos…” Antes, o cuando ya no existió ése, el palo de hervir la ropa en casa de mi abuela Lola era el machete de Nacho Verdecia, o sea yo, o sea el general mambí que interpretaba Mario Limonta en las aventuras de las siete y media. Después, más grande, jugaba pelota, tenis, badminton, voleibol, yo sola en el garage de la casa de Aguilera. Era, a la vez, mi equipo y el equipo contrario… ¡cuántas cosas me explico ahora que lo digo!
Por esa época, Piri se ponía una toalla en la cabeza y era Mirta Medina —supongo que yo sería Raúl Gómez—, moviendo el pelo —entiéndase, la toalla— de un lado para otro y cantando con un micrófono imaginario sobre la cama camera de mi abuela Cristina. Y después hubo un zoológico de plástico socialista, con animales de patas tan delgadas que no podían sostenerse en pie, y un juego de té con el que remedábamos en nuestro comedor, en aquella mesa de playwood que ya no había cómo arreglar, la cafetería Las Novedades, cuando todavía vendían bocaditos, refrescos y helados, o La Fontana di Trevi, que entonces era una pizzería limpia, con menú bastante variadito, hasta donde quepa esa expresión tratándose de Cuba, aun en los mejores tiempos.
¡Y nos quejamos!... Con tantos niños en el mundo que no tienen ni básico ni dirigido ni adicional… Por ejemplo mi sobrino Camilo y su generación. Porque hace muchos años en Cuba los juguetes sólo se venden en las tiendas de dólares (CUC o como se llame la moneda de moda). O sea que el niño que no tiene FE —es decir, Familia en el Extranjero que le mande dinero— o parientes dedicados a los negocios ilícitos o la prostitución, no tendrá juguetes. Piri, que es actriz de telenovelas y cine y gana —a veces, sólo a veces— un poquito más que la media, sólo puede comprarlos en las tiendas de todo por un peso, mientras ve salir de las shoppings a las jineteras con tremendos carros y juguetes caros. “Es el fruto de su trabajo”, le digo con mi maldito sarcasmo, y ya sabrán con qué frase me responde y con qué hermoso adjetivo me califica.
Que la patria es la infancia dijo Baudelaire, tan francés y pervertido él. En esa tierra, yo no quiero ser el hijo pródigo.