martes, 15 de diciembre de 2009

Crónica casi anunciada de una muerte inevitable





Cualquier parecido con la realidad es justamente eso.


Hubo en cierta ocasión, no hace tanto, un ratón al que llamaremos John Doe porque nadie supo —ni él mismo— cómo apareció de pronto, de la nada, en una oficina universitaria. Quienes allí trabajaban intuyeron su presencia cuando escucharon el ruido de sus uñitas en el cartón y vieron moverse misteriosamente unas cajas apiladas y polvorientas entre las que él campeaba por su respeto, tranquilamente, feliz, porque como en aquel recinto se suspendieron —nadie puede precisar por qué ni desde cuándo— las fumigaciones sistemáticas que en otro tiempo hubo, John Doe no temía por su vida en medio de aquel muladar, aderezado con la mugre enjundiosa que crecía como hiedra entre las cajas, tras y dentro de ellas, donde decenas de viejos componentes de computadoras se hacían más y más inservibles y miles de libros dormían un injusto sueño sin que nadie se ocupara en sacudirlos o acomodarlos en mejor sitio.
Las mujeres, angustiadas ante la insolencia del intruso, pusieron el grito en el cielo y se escuchó —cómo no— hasta la mismísima Dirección, pero allí no causó inquietud alguna: quién va a preocuparse por un ratón cuando hay tanto presupuesto por ejecutar… Ya se moriría el pobre. O se cansaría y huiría. “Un gato, lo que necesitan es un gato”, gritó una visitante, pero los directivos pensaron de inmediato en la perra a la que llaman La Tamba —porque parece un tambo— que deambula, siempre muerta de hambre, por el enyerbado patio, presta a cazar cuanto animalillo atraviese, desprevenido, su camino.
John, que no imaginaba que su destino había quedado prefijado, seguía ingiriendo el rico papel envejecido y, tras la natural digestión, dejaba su huella escatológica encima de los escritorios, detrás de los CPU y los monitores, en la canastilla de los vasos de papel del despachador de agua, entre los fólders que se desparramaban en los entrepaños. Sentía seguridad al ver que los oficinistas, aunque se pasaban la vida quejándose de todo y echando pestes de sus respectivos jefes, tampoco movían un solo dedo —por no hablar de otras áreas anatómicas más aposentadas— para resolver absolutamente ningún problema, por sencillo que pareciera.
Como todo individuo necesitado de un lugar en su universo, John trató de establecer en qué mundo estaba. En el mural que observaba en lontananza haciendo gala de agudeza visual, convivían, entre otra colección de hojas amarillentas y desteñidas, la convocatoria a un concurso de ensayo en 2003, los resultados del escalafón sindical y el cartel del Encuentro de Escritores de Dos Mundos de 1997 con una circular de cómo evitar el contagio del AH1N1, la lista de los cumpleaños de marzo y un anuncio de reventa de boletos para un partido Pumas-América.
Lo embargó cierta incertidumbre ante tal confusión temporal, pero lo que le hizo pensar por primera vez en la migración ―o incluso el suicidio― fue la música. Durante el día, mientras aprovechaba para echarse largas siestas por las dificultades que cualquier traslado implicaría con la oficina llena, una amalgama de sonidos a un volumen atronador lo regresaba del sueño a la pesadilla: la Leona Dormida, el Príncipe de la Canción y el Divo de Juárez confraternizaban con K-Paz de la Sierra, Mónica Naranjo, Paquita la del Barrio, lo mejor de la salsa y el reggaetón, Julieta Venegas, los Fabulosos Cadillacs, Intocable y toda una sesión interminable de ponchis ponchis, es decir, música electrónica. Y aunque trató de devorar los transistores de los equipos de música, no consiguió más que su sustitución por otros de mayor potencia.
Pensó instalarse en el baño, al arrullo de las aguas que parecían cascadas, un surtidor que tranquilizaría sus alterados nervios, pero las condiciones de aquel lugar le parecieron tan insalubres y antihigiénicas que tratando de controlar las arcadas, desesperado, se arriesgó a cruzar el patio, aprovechando que La Tamba estaba en la caseta de los vigilantes, degustando con ellos los manjares sustraídos subrepticiamente de entre las golosinas que los más confiados u olvidadizos dejaban en los escritorios, sin poner a buen recaudo bajo llave. Cuando entró en la biblioteca le pareció un paraíso: por aquellos anaqueles correría a su gusto y cataría el bouquet añejadito de aquellos libros de la pasada centuria. Con la boca abierta y babeante y los ojos desorbitados, John pensó que nunca había sido tan feliz.
Y aunque su destino estaba echado como un manojo de cartas, ni siquiera lo presintió cuando traspasó la puerta de vidrios para adentrarse en la oficina del centro de información, tapizada de archiveros desvencijados repletos de expedientes antiquísimos, llenos de todo el polvo que en ellos pudo acumular la última mitad del siglo XX. Se veía a la legua que por allí no pasaban un trapo ni un plumero desde hacía décadas. Qué dichoso era John, cuánta envidia le tendrían sus congéneres…
Sólo le faltaba conocer a una linda ratoncita que lo aceptara como padre de sus hijos. Y, engalanado, salió a buscarla sin imaginar siquiera lo que encontraría: una catrina de Posada, tamaño natural, con sombrero alón y luengo vestido, olvidada en una esquina desde quién sabe cuántos Días de Muertos, lo observaba inquisitiva y demandante con sus ojos huecos. Tan alegre iba John que no la vio hasta que tropezó con ella y el cartón cayó al piso estrepitosamente. Tal fue el susto, que corrió despavorido a ocultarse en la ranura que quedaba entre dos archiveros. La observó, aterrado, toda la noche sin atreverse a salir de su escondite.
Allí lo sorprendió el día. Tan desorientado que, sin percatarse de lo que hacía, anduvo como un autómata por el pasillo hasta la puerta que, en ese mismo instante, se abrió de par en par y delante de él apareció —lo hubiera jurado— una bruja con cara enfurruñada y ojos echando fuego, tal vez la misma calaca de la noche anterior, pero ahora se movía. Y no sólo caminaba, sino que empezó a gritar como poseída corriendo de un lado a otro sin control. Aturdido, John regresó a su escondite y consiguió meterse dentro de una gaveta agujereada. Sintió cómo se le nublaba la vista y le faltaba el aire. Poco a poco fue perdiendo el conocimiento, despidiéndose del mundo.
A pesar de que la licenciada enamorada de un imposible reportó haber visto un ratón, nadie le hizo caso hasta que días después el olor reveló que no mentía. Entonces volvió a la carga, pero el responsable del área de limpieza y recursos materiales le exigió que vaciara todos los archiveros para, entonces, poderlos mover. “¡Inadmisible usurpación de funciones!”, le advirtió, aguerrido, con el dedo bien parado el secretario general del Sindicato: el contrato colectivo de trabajo sólo autoriza a vaciar los cajones a un archivista y en aquella dependencia no había ninguno; únicamente personal de limpieza podría mover los archiveros para encontrar al cadáver y esa mañana sólo había mujeres, las cuales no cuentan con la fuerza necesaria para tales menesteres.
Y como era viernes, todos se fueron alegres de fin de semana sin poner asunto a cómo se descomponían los restos mortales de John Doe. Pero al llegar el lunes no había quien entrara a la oficina. “No toquen nada que les da leptospirosis y se mueren”, alertó el responsable de la biblioteca y corrió a advertirle a su superior jerárquica que no volverían al trabajo hasta que el occiso fuera debidamente retirado. Ante los oídos sordos de la Dirección y la indiferencia del responsable de recursos materiales, supieron que el camino más seguro para ser escuchados era, le pese a quien le pese, la delegación sindical.
Todos los compañeros afiliados desfilaron, uno a uno, y deslizaron sus narices entre los archiveros. Y luego de pintar unas pancartas que colocaron en la entrada del edificio exigiendo la destitución inmediata del director, la administración y todo el personal de confianza por haber dejado morir a un supuesto ratón inocente —aunque también podría ser una ardilla o una mezcla de ambos animales cruzados en noches de fogaje o toda una descendencia de criaturitas del señor—, dieron la queja al frente de salud e higiene universitaria y redactaron un oficio, con copia al rector, dejando claro que el patrimonio de la Alta Casa de Estudios estaba en riesgo ante la fauna nociva que proliferaba (y sospecho que no se referían precisamente al roedor).
La reacción no se hizo esperar: un destacamento de aseadores inundó la oficina del apestado centro de información y encontraron el cuerpo despanzurrado de John Doe soltando fluidos encima de una carta manuscrita de Octavio Paz, de su puño y letra, con todo y firma, fechada en 1964. Mientras, por vigesimoquinta vez sonaban desde el escritorio de la licenciada enamorada de un imposible las notas de “Te mando flores que recojo en el camino, yo te la mando entre mis sueños porque no puedo hablar contigo”…
Y colorín colorado, este cuento se ha acabado… al menos de momento. No sin antes dejarnos la clara moraleja: aunque desde fuera parezca muy bonito y prometedor, ¡no te metas ahí!

martes, 8 de diciembre de 2009

Índigo





Hay quienes dicen que no se acercan a la poesía porque no la entienden… como si la poesía fuera para entenderse y no para sentirse. O peor: como si en este mundo absurdo hubiera algo cabalmente comprensible. Y da dolor que sean los editores, esos seres que a veces suponemos letrados y cultísimos, quienes alcen su dedo índice para hacer la señal de la negación, dando como pretexto que “la gente” no lee.
Por eso siempre es una fiesta ver nacer un poemario como si se echara un barco al mar. Por eso sonreí, feliz, cuando llegaron hasta mi puerta —en un sobre sin remitente, para guardarme la sorpresa— las Letras índigo de Jetzabeth Fonseca. En primerísimo lugar porque a Jetza le tengo un cariño especial. La conocí hace un año, cuando apenas empezaba a juntar los versos que le hicieron ganar el Concurso de Poesía Manzanillo 2008. En la primera noche del festival que cada año se realiza en aquel puerto del Pacífico, Jetzabeth leyó un par de textos en el patio del Starbucks y luego en el bar Botas, anteponiendo la disculpa de que no era poeta. Pero en aquellas líneas asomaba tan evidente ese germen, que más de uno de los participantes nos acercamos a decirle, con seguridad, que sí lo era.
Me lo confirma ahora este libro, suave como el aire de aquellas playas tibias, rotundo como su oleaje feroz. Este libro de versos largos que me hacen dosificar el aliento para llegar hasta la última sílaba. Para pensar, entonces, en el oficio del poeta, en sus aparentemente pocas recompensas, en los enormes horizontes que esconde o que desvela.
La poesía es una capacidad especial, una impronta fisiológica, un don que no está en escribir versos sino en el modo de ver e interpretar la realidad, en la manera de mezclar las palabras para transmitir atmósferas, para crear desde el mundo ese otro mundo que a ratos pareciera mágico, irreal, y que no es más que poético. Este planeta al que llamamos Tierra está lleno de artistas. Y aun dentro de ellos, pocos son los poetas. Porque la poesía no está en el mundo mismo ―por hermoso o dramático que sea―, sino en el ojo que lo observa, en esa especie de lente detrás de la pupila con el que se mira, aunque no te des cuenta, la poesía que a veces vive sólo en el silencio, agazapada.
Reconocerla es también una suerte de don instintivo y, por lo tanto, inexplicable. Así se diferencia al poeta del simple versificador ―aun el mejor―, como se sabe del buen cantante desde que abre la boca y suelta las primeras notas. Eso fue lo que sentí en Jetzabeth Fonseca aquellos días de noviembre y lo que encuentro, con regocijo, en este poemario desde cuyas ventanas se ve el mar en todos sus tonos, hasta llegar al índigo más profundo, el del corazón y el de la entraña.
La semana pasada me preguntaban dos jóvenes colegas cómo encaminar sus esfuerzos para que el “mundo literario” supiera de su quehacer. “No tengo la menor idea”, les dije pensando en mis dos poemarios inéditos que duermen, desencantados y pacientes, entre los circuitos y bytes de la computadora. Muchas veces me pregunto para qué escribimos, para quién. ¿Qué esperanza tiene un poeta de que alguien más lo lea? ¿Sirve de algo la poesía en un mundo de tan falaces cofradías?
A veces lo pedestre de la vida nos hace perder, al menos de momento, esa noción, esa ilusión. Hace unas semanas quería subirme en la torre de alta tensión que está en el patio de la oficina donde trabajo. Un poste enorme que se alza unos veinte o treinta metros hacia el cielo. En su tronco, cementados, hay unos peldaños de hierro que yo soñaba escalar. “Ni se te ocurra que voy a ayudarte a trepar ahí”, me decía Orlando y nos reíamos. Un buen día, descocotada, a punto de atrofiarme las cervicales con tal de observar su altura, comprendí que lo que deseo es mirar al horizonte sin obstáculos.
Lo ratifiqué hace sólo un par de días mientras observaba una foto de La Habana tomada desde el piso 18 del edificio de becados de F y Tercera. Toda la ciudad a los pies y enfrente el mar, siempre el mar, índigo el mar de La Habana, esas aguas que son cárcel y bendición. Así las veía cada mañana a principios de los 90 más allá del convento de las capuchinas y del hospital Ameijeiras, desde aquel tercer nivel adonde llegaba, como un estertor, el ronquido de los barcos que entraban o salían de la bahía. Así las veía en Santiago, tan brillantes que enceguecían, con solo bajar alguna de sus lomas o mirar hacia el sur desde un balcón o una pendiente.
A veces, en la prisa de la cotidianidad, en el dar por sentado que la sensibilidad no trae más que sufrimiento, en el catalogar como absurdo todo impulso no práctico, en el prestar oídos a esa idea generalizada de que la madurez implica superar la ridiculez de perder el tiempo midiendo versos, no nos damos cuenta de cómo van acumulándose muros delante de los ojos. No sólo la fachada anaranjada del vecino o la pared de ladrillos del baño, que es mi horizonte durante las diez horas que permanezco en la inútil oficina. A veces quiero amurallarme el corazón, porque considerar bella a la vida requiere un nivel de optimismo, tolerancia y entusiasmo que se me antoja inaudito.
Entonces llegan, como un regalo, las letras de Jetzabeth, la sonrisa de los amigos, sus mensajes que son abrazos. Entonces digo, como Alejandro Sanz de su música: “no es que sea mi trabajo, es que es mi idioma”. Entonces redescubro que es una percepción personalísima, individual, inagotable, y veo poesía en el azul del cielo despejado de estos días, en esa Luna deslumbrante de diciembre, en la carrera libre de las ardillas por el muro, en el vuelo de los aviones y la celeridad del metro. Y en los trescientos pasos que me llevan a la esquina, en los zunzunes y las mariposas que liban de la bugambilia, en el dolor oscuro de lo perdido, en la bruma de los sueños, en las voces que hablan dentro de mi cabeza. Y también —por qué no— en el modo en que algunos balones se cuelan al fondo de la portería después de describir una elegante y límpida elíptica, o en la manera en que una bola sobrevuela la pizarra del jardín central diciendo adiós, adiós Lolita de mi vida.
Índigo —como las letras de Jetzabeth— o turquesa —como esas playas caribeñas que adornan el “escritorio” de mis computadoras—, así quiero ver el mar adondequiera que pose la vista. Y acaso lo logro si dejo que mi mirada traspase el muro de ladrillos, la fachada de los vecinos, los cerros y volcanes que sitian la ciudad. O si permito, simplemente, que la Poesía me lleve hasta el final de sus versos y desde allí me lo muestre. Siempre… una vez más.


Para más datos sobre los sucesos del 8 de diciembre de 1988 en la Librería “El Pensamiento” de Matanzas: leer aquí