martes, 5 de julio de 2011

Sobre mojado



La lluvia es una niña de cristal/ azul…

Teresita Fernández


A Nadir Chacín, que me entiende



El primero de los obstáculos cuando llega la bella temporada de lluvias es armarme de valor para salir. La casa, que todavía huele a cama, a madrugada, a café recién hecho, está tibiecita como un vientre materno. Me asomo a ver con lástima a los que, afuera, ya chorrean. Una lástima que al instante se apodera de quien sabe que no podrá evitar ser uno de ellos minutos más tarde.

Y salgo incauta a la calle, atenta a no meterme hasta el tobillo en un charco, a no pisar un cable caído, a no pasar bajo la rama que cuelga, a acomodar el paraguas para que no sólo cubra la cabeza. Molesta avanzo, al ver cómo la mancha de humedad sube por los pantalones y siento el agua colarse, de una manera sin duda prodigiosa, por las costuras de las botas, mientras intento evitar que la sombrilla se voltee varillas arriba con el ventarrón.

En esas tribulaciones voy, cuando un conductor inexperto, aventurero o hijo de puta acerca el carro al agua acumulada a los lados de la calle, que se eleva como ola de tsunami y me baña. Ese suceso, que en la adolescencia tal vez me haría reír y reír y reír —como a Silvio pisarse los pies—, a estas alturas de la vida me da ganas de tener un bate de beisbol del extranjero, al sabio decir de Rubén Blades, para seguir en este tono musical de quien singing in the rain.

Si logro sobreponerme al aire de humedad helada pegándoseme al cuerpo, esquivar los charcos que en Xola, por ejemplo, son lagos, y hacer los malabares necesarios para que la sombrilla no se enrede en las cuerdas o las cubiertas de plástico de los puestos de venta de los ambulantes, sólo me restará atravesar la jungla de paraguas que se abren o se cierran al unísono al pie de las escaleras o aquellos que van chorreando, inclementes, por toda la estación del metro y adentro de los vagones.

Como en estos casos “la marcha de los trenes es lenta” —eufemismo de que el convoy puede pasarse horas detenido—, el gentío se torna infame. Cuando se oye la vocecita de “permita el libre cierre de puertas”, quedo con el cachete embarrado en el vidrio —como diría Nadir—, cosa que siempre será mejor que incrustada en una masculina humanidad, de ésas que en las mañanas —y en las tardes, y en las noches— ya sabe usted cómo se ponen. A eso hay que agregarle el vapor de agua que se concentra con todas las ventanas cerradas —como les gusta a los mexicanos—, lo cual potencia olores que no describiré, por consideración a los movimientos estomacales de mis amables lectores.

Eso sin contar al que se hace el ciego y pretende atravesar la multitud apretada como en lata de sardinas, mientras toca el teclado que carga en el hombro y que le va encajando a cada pasajero en las costillas o los omóplatos, sin descuidar —claro está— hacerse el más confundido y despistado cuando de pasar detrás de una mujer se trata.

A esos afanes de subsistencia elemental se suman los de quienes, por las características de sus trayectos, necesiten pescar —ningún verbo mejor en estas circunstancias— un taxi. Porque todos se llenan a las primeras gotas y si alguno se desocupa, siempre parará en la contraesquina de donde estés con la mano estirada o te lo ganará el güevón que se acaba de parar al lado haciéndose pendejo.

Sí, es lindo ver la lluvia… siempre que se le mire desde adentro y sin goteras. Porque en mi natal Santiago, en cuando se soltaba un chaparrón había que juntar todos los baldes, ollas, cazuelas, vasos y jarritos e irlos distribuyendo por toda la casa, bajo cada chorrito y vigilarlos mientras se llenaban, porque si esas aguas se juntaban con los ríos del alcantarillado insuficiente aquello se volvía Venecia en cinco minutos. Para nosotras era una aventura como de piratas barrer hacia el patio o meter el palo de la escoba en el caño para tratar de destupirlo, pero a estas alturas comprendo perfectamente las angustias de mi abuela y mi mamá.

Y ni qué decir de los dolores reumáticos. Mi madre tiene un codo al que desde hace años bautizó como el Instituto de Meteorología, porque en cuanto empieza a formarse una depresión tropical en el Caribe meridional, cuando todavía las olas son una simple crestita blanca y el licenciado Rubiera ni siquiera se lo imagina, empieza a molestarle como si miles de pequeños hombrecitos jugaran a atinarle un martillazo sobre el hueso.

Mi primer recuerdo claro de la ciudad de México fue aquella noche del 2 de junio de 1992 cuando, al salir del metro Zócalo, una nutrida llovizna se veía a contraluz y al fondo, el campanario de la Catedral Metropolitana, esas piedras viejas, profundamente grises, de su fachada, y los tambores de los concheros resonando, místicos, en la Plaza de la Constitución. Esas fueron las primeras lluvias que me mojaron bajo cielo azteca y desde entonces, cada verano llueve sobre mojado. Es linda la lluvia, sí. Bellísima. Ahora mismo la estoy mirando y preguntándome a qué recabrona hora va a parar. Espera inútil, porque en estos meses pareciera que no escampa.