martes, 16 de abril de 2013

(Des)arreglando el mundo






Esta mañana Patricia Toledo y yo amanecimos queriendo arreglar el mundo. Todo empezó después de leer los polémicos comentarios de la escritora nicaragüense Gioconda Belli a propósito de la situación que vive Venezuela después de las elecciones del domingo pasado y, más específicamente, alrededor de una cita donde Gramsci describe el descalabro del pensamiento socialista, en la que me topé de frente con un retrato fiel y al detalle de la Cuba en la que crecí:


Gramsci hacía la acotación de que cuando se cercena la crítica y el debate y por ende a los intelectuales, la reproducción ideológica de las ideas de izquierda se aborta. entonces la misión de enriquecer el pensamiento es sustituida por loa aparatos de propaganda de los partidos que lo que hacen es generar consignas y dogmas y posiciones rígidas que se bajan a las masas como instrumentos de agitación; pero no como herramientas para ayudar a reflexionar, aprender a analizar la realidad y desarrollar una conciencia revolucionaria sólida. Los aparatos de propaganda que sustituyeron a los intelectuales reprimidos en los países del Este, por ejemplo, generaron sistemas que aparentaban fervor revolucionario, pero que se desmoronaron en tiempo récord porque no existía solidez en las ideas. Se debía pensar según la línea oficial por obediencia y presión colectiva so pena de represión o repudio. Gramsci aseguraba que sin una crítica libre y un debate constante, ninguna izquierda podía lograr el cambio de conciencia que significa una verdadera revolución. Al impedirse ese cambio, los pueblos, en la primera oportunidad que tuvieran de expresarse o recuperar su libertad, regresarían a la ideología que sí llevaban interiorizada, la anterior a la revolución.


Para ello se necesitaría librepensadores, dijimos, exigir el acceso de todos a la educación. Pero hasta el sol de hoy no hay sistema sociopolítico —ninguno— que aplauda a quien lo revisa. Porque el papel del Estado, como el de la familia —espejos como son uno de la otra—, no es formar ni consentir a sus posibles enemigos, sino controlar, disciplinar, hacer entrar al aro, y si no se consiguiera por vías “pacíficas”, reprimir sin miramientos. Y sus principales instrumentos para ello no son —como podría pensarse— el ejército, la policía o las instituciones de justicia y penitencia, sino nada más y nada menos que la educación, en general, y la escuela, en específico.
La escuela —que podría y puede servir para muchas otras cosas— es, por lo general, la gran represora desde la más tierna edad, desde esa etapa en que las experiencias cognoscitivas se asientan como aprendizaje de sobrevivencia. En ella, rara vez se enseña a cuestionar y sí, siempre, a obedecer por mandato o instinto. Su misión es estandarizar, homogeneizar, meter en cintura. Y de poco sirve enseñar las letras, las operaciones matemáticas, la anatomía o la historia vista desde el lado de los triunfadores, si no se enseña también a desconfiar de todo aprendizaje y a privilegiar la duda como motor de profundización de los conocimientos. Es decir, si no se fomentan, en vez de la repetición y la memorización automáticas, el pensamiento intuitivo, investigativo y creativo y su sistematización, o sea, la estructuración sistemática de ese pensamiento que permita interrelacionar la teoría con la vida.
Entonces, qué pedimos realmente cuando insistimos en la educación para todos —sin hacer el debido énfasis, por ejemplo, en su calidad o su diversidad de enfoques— si es en la escuela —y en la familia— donde nos enseñan la conveniencia de no disentir  —e incluso de mentir— para evitarnos problemas; si son ésos los primeros lugares donde se aprende a odiar, a marcar las diferencias y a aplastar la rebeldía. Cada vez que alguien levante la cabeza por encima de la media, recibirá un golpe o una burla; cada vez que piense o se comporte distinto, se le llamará burgués u homosexual (entre una larga lista de apelativos registrados como ofensas). Al pensamiento mágico o alternativo se le calificará de oscurantista y nos enseñarán a huir de él como de la tiña en los ámbitos públicos, aunque en los privados sea práctica común.
Por eso mejor no les cuento los metafísicos caminos por los que siguieron nuestras reflexiones mañaneras. Pero entre ellos se habló de la libertad, ese término engañoso que es, realmente, la más grande de las consignas y la mayor de las utopías. ¿Qué será realmente la libertad?, me pregunté mientras me colgaba la bolsa al hombro y salía rumbo a la oficina.