martes, 28 de septiembre de 2010

Hora 11





…soy sólo la boca de que la verdad se vale para hablar.
SARAMAGO


El miércoles pasado, un encargo imperioso me hizo salir de casa apresurada y refunfuñando. Cumplido el pedido en cuestión pero todavía autosermonéandome con rudeza, caminé despacio hasta La Morena para tomar el transporte que me llevaría al metro Etiopía. Como tardaba, recordé que en la otra esquina hay un Oxxo y fui a comprar algo para el almuerzo. Cuando ya le hacía la parada al taxi, vi que detrás venía el microbús. “Ya ni modo”, me dije y subí al carro.
El locutor de la estación que tenía sintonizada el chofer decía que hay personas en todo el mundo que ven constantemente la cifra 11:11. En sus relojes digitales, en computadoras o aparatos electrónicos, en las placas de los carros, la cuenta del supermercado o cualquier otro lugar por donde posan la vista de pronto y sin previa intención. Como todo pronóstico apocalíptico suele hacerme resplandecer de felicidad, sentí que el oído interno se me ensanchaba a su máxima capacidad para no perder detalle y la oreja crecía como apéndice de bruja.
Comentaba el individuo que desde los inicios de la humanidad esa secuencia numérica, que indica la unicidad con la divinidad, está grabada en nuestra memoria y ADN como especie, lista para ser activada. Que por estos días, con la inminencia del cambio de era que tantos confunden con el fin de los tiempos, se repite ese código como señal de que es hora de despertar.
El taxi llegó a Etiopía en un suspiro y no pude saber más. Pero mientras hacía mi cotidiano trayecto subterráneo, pensé que nada sucede por casualidad. Fue necesario que alterara mi rutina matutina, que subiera al edificio adonde fui, que luego cruzara a comprar la merienda y que decidiera no esperar el microbús, para que tomara precisamente ese taxi, no el anterior ni el siguiente, justo a la hora en que el chofer escuchaba el programa sobre el 11:11.
Llegada a mi destino, desde lo alto de la escalera de la estación Universidad paseé la mirada por el paradero e inmediatamente me topé con el 1111 en los últimos dígitos del teléfono de Locatel, pintado en los autobuses para reportar cualquier queja. “Lo importante no es ver el número, sino tener conciencia de él”, me dije mientras adivinaba la silueta del Ajusco completamente cubierto de nubes, como si no existiera.
Cuando subí al siguiente taxi, en el radio sonaba una banda sinaloense, con ese clarinete que siempre me ha parecido tan especial. “¿Por qué para la música?”, preguntaba una voz dentro de la pieza, y otro, con tono ebrio, le respondía: “¡Qué siga la música!” El taxímetro volaba más rápido que el Correcaminos, pero ni me inmuté: no entablaría discusión con aquel muchacho que tenía todo el cuerpo tatuado de serpientes y una inscripción asomando por el cuello, que oía banda norteña y tenía la mirada torva y los ojos extrañamente enrojecidos para la hora. Le pagué los 17 pesos que me cobró y me dije “¡Qué siga la música!” segundos antes de escribir 11:11 en la barra de Google y apretar el botón de “Buscar”.
Lo que vi me dejó atónita. Páginas y páginas, imágenes e imágenes en torno al asunto. “¡Pero cómo no sabía esto!”, me preguntaba incrédula, pensando que aunque soy consciente de que las matemáticas son el lenguaje del universo, generalmente estoy más atenta a las secuencias alfabéticas. “Adónde ha andado esta cabeza…”, insistí antes de transitar de inmediato a las teorías conspiratorias: “¿O acaso alguien me está nublando los ojos para ocultarme información? ¿Qué traman?”…
Según algunos, 11:11 es el código que permite el acceso a otros campos dimensionales hacia los que nos dirigiremos después del 21 de diciembre de 2012, fecha profusamente mencionada y reconocida en los tiempos recientes por ser, según la cuenta larga del calendario maya, el final de nuestro actual ciclo de vida planetaria. Cuentan que, según previsiones y cálculos del Observatorio Naval estadounidense, el solsticio de invierno de 2012 ocurrirá el día de marras… ¿saben a qué horas?... Pues a las 11:11 del meridiano de Greenwich.
Uno de los tantos modos de medir el tiempo terráqueo se llama precesión de los equinoccios, también conocido como año platónico. El alineamiento del ciclo de precesión del solsticio de invierno y el centro de la galaxia, que ocurrirá alrededor de la fecha mencionada por los mayas y durante las décadas siguientes, representa el “punto cero” del reloj cósmico, inicio de una nueva era en la conciencia humana, lo cual quiere decir que un nuevo ciclo galáctico ha comenzado. Ése que algunos dan en llamar Era de Acuario.
Para otros, sin embargo, la insistencia en la visibilización del guarismo en cuestión es un recordatorio de la existencia de 1111 espíritus guardianes, llamados también intermedios; guías entrenados para auxiliarnos en el cambio de curso del planeta, entidades esenciales no necesariamente cariñosas, amables y ñoñas, como suele imaginarse equivocadamente a los ángeles. Una especie de ejército que no tendrá reparos en hacer lo que tenga que hacer.
Pero ya dejo de atormentarlos con mis previsiones agoreras. Como dijera aquel muchachito nazareno, tan locuaz él, cuyos mensajes quedarán descifrados, dicen, precisamente en la próxima era: el que pueda entender… ¡que entienda! Ahí tienen la punta del iceberg. Si les interesan estos temas, pónganse buzos caperuzos —es decir, atentos— y averigüen. Porque como le dije al Knito hace unos días a propósito del Anticristo, nadie nos salvará más que nosotros mismos, si es que eso fuera posible.
Dicen que la Biblia —¡siempre le echan la culpa a la pobre!— llama “hora 11” al tiempo de la inminencia, lo previo a todo cambio. Si después de diciembre de 2012 las cosas siguen como hasta ahora, a mí me va a dar Changó con conocimiento… Y si se van y me dejan aquí, les juro que no vuelvo a dirigirles la palabra en las vidas que nos queden. Pero mientras dura la hora 11 estaré tan emocionada haciéndome ilusiones, que qué más da morir después de desengaño. Como buena acuariana en medio de su era, alguna otra locura me inventaré.

martes, 21 de septiembre de 2010

To’ el mundo bailando en cuero con la mano en los bolsillos





Hace unos días me mandaron el video de un concurso de belleza en la discoteca Guanímar, en Guanabo, una de las playas del este de La Habana. En la filmación, en tiempo real y de muy mala calidad, asistimos a un show en el cual el público, azuzado por un animador tipo el Residente de Calle 13 ―desagradable y pasa’o como un yunque―, corea “quítate la parte ‘e abajo”, “quítate la parte ‘e arriba” y a ese son las contendientes se aligeran de ropa ―ya de por sí ligeras― y hacen movimientos cada vez más ilustrativos, audaces y provocadores para mostrar las capacidades, habilidades y dones que en ese certamen les valdrían la victoria. Acaban como Dios las trajo al mundo ―un poquito más creciditas, claro está―, chupeteándose y apretujándose unas con otras, y enseñando alegremente hasta las entretelas de Falopio mientras los asistentes deliran de regocijo.
Eso siempre ha pasado, dirán algunos y tienen razón. Cuando éramos chicos fueron casi un mito en Cuba las llamadas fiestas de perchero ―porque te entregaban uno cuando llegabas para colgar tu ropa―, sólo que no ocurrían en una discoteca propiedad del Estado sino al tibio amparo de los aposentos, ocultas del ojo del vecino, y como estaban penadas por la ley revolucionaria, si alguien daba el chivatazo y te agarraba la policía en esas encueraciones, ibas a dar a la cárcel sin excusa ni pretexto y hasta con el casco puesto.
Dirán otros ―y también tendrán razón― que cosas peores hemos visto, por ejemplo, en Wild On!, ese programa de E! Entertainment Television que muestra las animaciones nocturnas en los destinos de alto turismo del universo y más allá. Porque desde que los medios de comunicación se obsesionaron por lo íntimo y lo macabro, desde que tener una cámara de video dejó de ser un lujo y pasó a formar parte de las aplicaciones básicas de cualquier teléfono celular, desde que surgieron las redes sociales y la vieja frase de “ya no hay vida privada” se nos convirtió en realidad, todo eso baila ante nuestros ojos, de tan estupefactos, casi espetafuctos.
Hablas de gente que se divierte, que suelta el cuerpo sin inhibiciones, que la pasa bien, protestarán otros… ¿No era ese mismo tipo de represiones y golpes de pecho lo que se le criticaba a la moral burguesa? ¿Qué pasa, Odette, te estás poniendo vieja, moralista y olvidadiza?... Es cierto, cuántas veces no habré repetido que cada quien tiene derecho de ―al buen decir cubano― hacer con su culo un tambor y dárselo a tocar a quien más le guste. Sin embargo, tal vez no se equivocaban las abuelas, con su sabiduría milenaria, cuando regañaban: “niña, no te muevas así que los hombres no te van a respetar…” Y yo, si bien no tengo la sapiencia, ya me aproximo a esa edad.
Y no es que quiera inaugurar la Liga de la Pureza ni el club de No drogas, no sexo, no rocanrol, pero no es posible ver un video así y quedarse indiferente. Mucho menos los cubanos, que “o no llegan o se pasan”, es decir, que no tenemos puntos medios: o nos encanta o nos indigna. O pasamos rapidito y convenientemente del enojo al despelote porque en esa vida comunitaria que tuvimos que llevar, si no eras como la mayoría —dicho ahora en buen mexicano—, te llevaba la chingada. Eso nos dio parámetros menos firmes y, al instante, todo suele derivar hacia el chiste ingenioso, la carcajada y pasa sin más trámite a los anales de lo sin importancia y del olvido.
De pronto me pregunto qué pensaría la presidenta del mexicano Instituto Nacional de las Mujeres si viera tan especial concurso. A ella que la hicieron disculparse públicamente después de afirmar que en Miss Universo “se exhibe a las mujeres como reses”. Nada más cercano a la más cierta realidad: como vacas en feria agropecuaria, como esclavas en tarima colonial, sin más valores que la belleza física y la juventud —que no son pocos pero no son todos—, porque allí ser lo más bobas posible parece un requisito de inscripción.
Ya sé que lo de Guanímar es una velada underground, pero son precisamente las manifestaciones soterradas —y no las “oficiales”— las que marcan la verdadera esencia de una época o una coyuntura, especialmente en un planeta donde, como me dijo ayer un amigo, se ha entronizado el ultraje femenino como acto cultural. ¿Que a eso colaboran las propias mujeres? Absolutamente. ¿Que las que bailan encueradas en el video lo están haciendo a gusto y de propia voluntad? Es muy posible, claro que sí. ¿Que tienen derecho a hacerlo? Totalmente… ¿Pero están conscientes ellas de que repiten roles, valores y patrones al uso —ahora y en cualquier época— para complacer intereses y apetitos que no siempre son los propios, y que en esa complacencia se degradan?
Quienes me conocen saben que he sido todo menos puritana. Confieso que aunque nunca me desnudé enfrente de un auditorio —que recuerde—, he hecho miles de barbaridades incontables ―de cuenta, no de cuento― de las que no me arrepiento porque son parte de mis aprendizajes e, indiscutiblemente, no sería quien soy si no las hubiera experimentado. Pero, ¿cuáles son los límites, el equilibrio entre diversión y vulgaridad, entre gozar y joderse la autoestima? Porque cuántas veces la que se creía más sabrosa, un buen día se dio cuenta de que es sólo una infeliz incapacitada para “darse su lugar”, ese otro término de antaño.
Sí, tal vez me estoy poniendo vieja y han brotado de donde originalmente se asentaron los atisbos de la educación de mis abuelas prerrevolucionarias, aquellas que insistían en no confundir libertad con libertinaje. Y no, no me parece gracioso ni divertido ver a esas muchachas desnudándose en la discoteca de Guanabo, como no me lo pareció la semana pasada el video de la springbreaker aventada de la tarima a golpe de pelvis.
En las últimas dos décadas he tenido el privilegio de conocer mujeres de todas las edades y nacionalidades —cubanas incluidas, por supuesto— comprometidas en una lucha, a veces tortuosa, por el respeto a las mujeres en todos los ámbitos. Con esas amigas he aprendido a tejer solidaridades y a reenfocar la vida, a verla desde otros puntos de vista que desconocía o desdeñaba, tan machistas como fuimos en medio de la formación del hombre nuevo, proceso en el que las hembras también debíamos ser hombres. A esas amigas, a esas maestras, como a mis abuelas, les estoy agradecida y les dedico este texto.

martes, 14 de septiembre de 2010

Al son que les tocan



Para Roxana y Ariana por las conversaciones a propósito.



El espectáculo es, para mi gusto, denigrante. Una spingbreaker —o sea que no llega a los 20 años— encima de un escenario con la grupa alzada; un reggaetonero que le propina tremenda nalgada y acto seguido, después de una pirueta en la que pasa la pierna sobre su cabeza, adelanta la pelvis —lo que en Cuba llamaríamos ni más ni menos que un pingazo— y la niña sale volando cabeza abajo. Se incorpora en medio de las risas del resto de los bailadores y vuelve a subir a la tarima para recibir su siguiente dosis de “castigo”.
“Hay mujeres con tan poca dignidad”, dije, “que cómo no van a proliferar los hombres que las maltraten”. Una amiga me respondió que tal vez no es cuestión de dignidad sino de educación. Incluso de gustos diferentes. Entonces recordé los movimientos coreográficos, tan similares al performance del video, de un ritmo tradicional cubano como el guaguancó. Recordé a los rockeros que se lanzan al público en un acto de liberación y, desafiando las leyes de la gravedad, navegan entre los brazos de una marea de admiradores. Recordé a otras tantas jovencitas que gritan como poseídas en los conciertos y les obsequian sus prendas íntimas a los artistas. Recordé las manifestaciones de fanatismo instintivo de casi todas las religiones.
La filmación de marras es un reportaje sobre los dislates de los adolescentes gringos durante el Spring Break y estaba en el muro de un amigo de Facebook, anunciada como algo hilarante que no debíamos perdernos. Algunos de los participantes en el debate que se armó a continuación, apoyaban la tesis de la comicidad e incluso consideraban el material como una joyita. Yo me preguntaba si estarían ironizando, si realmente les resultaba graciosa la situación o tal vez la observaban con interés antropológico, como si vieran un documental de las costumbres de apareamiento de los chimpancés.
¿Qué significará para esa niña del video —me cuestioné entonces— que el individuo la empuje al vacío de un vergazo? ¿Acaso un privilegio, el honor de haber sido elegida como doncella para sacrificio, un bello recuerdo de un artista a quien admira? ¿Estoy irrespetando el derecho a la diversidad del que habla mi amiga cuando digo que me parece denigrante tal comportamiento o el que las mujeres bailen, sordas y gozosas, ritmos en los que se afirma que son unas perras arrabaleras que deben ser castigadas o que las prefieren muertas por traicioneras y poca cosa?
El domingo conocí a la nietecita recién nacida de unos amigos muy queridos. La abuela, para hacerle gracia, bailaba como loquita una salsa. La niña, que se reía y movía con júbilo sus extremidades, seguramente crecerá entendiendo que ese ritmo es divertido, ameno, del gusto de sus parientes. A ninguno de los que allí estábamos nos parecía insano que la criaturita lo asumiera de ese modo desde tan tierna edad. Eso mismo ha de suceder en el seno de las familias amantes del reggaetón. ¿Por qué entonces éste, y no la salsa u otras danzas, nos lleva a límites de tolerancia?... ¿Tal vez porque subvierte los pilares morales de la “decencia” occidental, especialmente los relacionados con la exhibición de la sexualidad?
¿Qué hace distintos al chúntaro style o el slam del ska del danzón, el mambo o el chachachá?... ¿Sólo una mirada clasista, racista o generacional? ¿Tal vez la exaltación de la violencia y el maltrato a las mujeres? ¿O la exaltación de ese maltrato con tintes de violencia? Porque, a decir verdad, ¿qué tanto se diferencian de otros géneros más candorosos —como el bolero, la balada o las rancheras— donde, disfrazadas de galantería y devoción, asoman tantas muestras de desprecio, subestimación y condena hacia ellas?
Uno de los grandes problemas de las sociedades humanas, desde su instauración misma, es no haber aceptado ni consentido el derecho de cada uno a ser como es y a que le guste lo que le gusta. El afán del poder —sea cual fuere y al nivel que fuere, desde los gobiernos hasta la familia— por estandarizar a todos en una única norma “aceptable” hace que grandes sectores de este conglomerado queden entre los límites de una marginalidad diversa y mayoritaria, porque ¿qué porcentaje de la población mundial es blanco heterosexual masculino occidental y saludable?
Es decir, que casi todos somos minoría. Pero dentro de esas minorías también nos despreciamos, nos cuestionamos, nos deslegitimamos unos a los otros. Forma parte de la naturaleza humana —¿o será también cuestión de educación y costumbres?— defender con pasión nuestras creencias, querer tener la razón y, para ello, tratar de anular —con argumentos o a la fuerza— toda disensión. Difícilmente intercambiamos criterios con naturalidad si éstos son disímiles. De modo que sé que voy a dejar en candela este Parque cuando plantee el intríngulis al cual me han arrojado estas reflexiones.
Soy una mujer que dedica gran parte de su vida, su obra y sus esfuerzos a edificar una sociedad donde todos tengamos los mismos derechos y oportunidades, y las mujeres seamos respetadas y consideradas con equitatividad. Pero si a la niña del video y a sus contertulios les satisface que los tiren de la tarima a punta de ya saben qué, ¿tienen derecho a seguir bailando al son que les toquen o hay que llamarlos a la “cordura” y convencerlos —concientizarlos— de que esas mujeres merecen un trato digno? ¿Debemos contentarnos con su modo de divertirse, pensar que son "cosas de muchachos", dejarlos a su aire o tal vez simplemente reírnos como mis amigos de Facebook; o en cambio, tomar una actitud crítica que pudiera ser, si lo vemos fríamente, represiva o coercitiva? ¿Qué hacer ante esas manifestaciones de la cultura popular?

martes, 7 de septiembre de 2010

¿Qué los sueños, sueños son?

Gaby de la Garza, Ximena González-Rubio y Liz Gallardo son
Alma, Mercedes y Julia Aparicio




Soñé que sería ejecutada en la silla eléctrica. Pasado mañana. No había matado a nadie ni cometido crimen alguno; me decían que era una especie de sorteo tipo ruleta rusa. “Un error del sindicato”, fue la frase textual. Tal vez era el espejo onírico de la angustia de Don José, el protagonista de Todos los nombres, la novela de Saramago que en estos días me hace ligero y divertido el viaje en metro hacia el trabajo, y de regreso. El respetuoso e incorruptible oficinista, después de su incursión alocada e ilegal en cierto recinto escolar, en medio de un estado febril incontrolable deliraba: No robé nada, no robé nada…. e imaginaba las más abochornantes consecuencias.
Pero no, yo no estaba angustiada. Me parecía un poco injusta la veleidad con que me habían elegido para el sacrificio, pero estaba tranquilísima. Creo que hasta contenta. Al menos seleccionaba con todo cuidado la ropa que llevaría, sacándola del armarito donde la guardábamos de niñas, en el cuarto de María Yodú, junto al comedor de la casa de Santiago. “Brasiere no”, me decía, “mejor un top, que es más cómodo”.
Hablando de sostenes, tal vez la pesadilla —que no lo era tanto— fuera en solidaridad con la situación de las Aparicio, esa familia de mujeres que llena la pantalla de Cadena Tres a partir de las diez de la noche. La matriarca, Rafaela, que fuma tabaco y siempre anda con la boca y el ceño fruncidos, está a punto de entregarse a la justicia por un encargo de asesinato contra su propio yerno, cosa que verían con simpatía y envidia casi todas las suegras del planeta.
A pesar de la trama aderezada con maldiciones, espíritus chocarreros, servicios profesionales de prostitución y sicoterapia, lesbianismo, poliamor y otras intensidades, Las Aparicio es una telenovela bastante aburrida. Odio la voz en off que introduce y concluye cada capítulo con frases filosoficoides y sentenciosas recitaditas a lo Del otro lado del corazón. O a lo Carrie Bradshaw en Sex and the City. O a lo Marie Alice Young en Desperate Housewives. Pero además, las líneas dramáticas se arrastran lentas como culebra vieja, los errores de continuidad hacen olas, la credibilidad de algunos personajes y subtramas está por el piso… Pero las actrices —colirio para los ojos— son tan bellas que parecen bestias fotografiadas por National Geographic o Animal Planet: una potranca, un cervatillo, una gacela púber, una venada, una jirafa, con unas curvas tan pronunciadas y espléndidas que ni la Carretera Central por el Camino Viejo del Cobre. Dejan a uno con vértigo de tanto pestañear, y duermo tan alebrestada —febril como el Don José de Saramago, balbuceando Mercedes, Mercedes— que hasta sueño con la silla eléctrica.
Dada la urgencia sumaria de mi ejecución, no habría oportunidad de viajar a despedirme de Piri y de mi madre, pero tampoco tenía ganas de telefonear a Cuba. Una sola llamada quería hacer, y no sabía si ese día o en la víspera. Caminaba por un pasillo largo y mal iluminado con una Marta Mosquera de la edad y apariencia de los años ochenta, cuando tomábamos café con menta en La Isabelica, y le pedía, ególatra hasta en la muerte: “Ocúpate de que se publiquen mis libros”.
Los verdugos, sentados en la mesa de mi última cena, me concedían el derecho de que dos amigos, un hombre y una mujer, me acompañaran en los minutos finales, pero decidí que ninguno, ni el más fuerte de espíritu ni la más amada, merecía el castigo de presenciar tal espectáculo. Mi rostro retorcido, los ojos desorbitados, la cabeza echando humito, el cuerpo tratando de romper las correas que me ataran. Una muerte tan parecida a mi propia vida.
Si a suplicios nos remitimos en busca de explicaciones, podría ser que esta madrugadora inquietud se debiera al sobresalto de ver los centros comerciales ya decorados para Halloween sin haber pasado las Fiestas Patrias. En cualquier momento empiezan a sonar los villancicos y las risas del gordo noruego —sueco, finlandés o lo que fuera— y yo pierdo la paciencia y el buen humor por todo lo que resta de 2010 hasta que dejen de beber los peces en el río y la Marimorena se regrese a su cueva. Eso… eso sí tiene tintes de pesadilla.
Qué sería de los sueños, me pregunto, si las improntas fisiológicas —gritar, huir, aguar o desaguar— no nos sacaran de ellos tan abruptamente… Adónde iríamos a parar en esa otra realidad paralela, tan real como cualquiera, porque ¿acaso no es la vida un sueño?, como dijera Calderón —el de la Barca, no el enano macabro… De pronto me vi de cuerpo entero, toda vestida de blanco, con la camisa metida dentro del pantalón y un cinturón de hebilla ancha. Y luego, subía la santiaguerísima loma de San Francisco dentro de un carro chiquito, de modelo viejo, que manejaba un muchacho parecido a Iván, el secretario del sindicato de la UNAM. Sentía lo pronunciado de la pendiente y la potencia del motor tratando de vencerla, pero no podía ver el camino.
Desperté cuando pedía que no me sedaran con sueros ni anestesia; quería sentir el corrientazo que me cociera los sesos y los dejara listos para quesadilla. En el instante final, transitando entre la onírisis y el despertar, o tal vez entre el aquí y el más allá, me decía: “Ya sabía yo que era inútil preocuparse tanto por el conocimiento y la superación… ¡Mira cómo va a quedar esa pobre materia gris!” Abrí los ojos y así mismo estaba el día: turbio, oscuro, tormentoso. Como salido de un sueño.