martes, 28 de agosto de 2007

El respeto al cigarro ajeno


Fumar es un acto de poder. Poco tiene que alegar alguien que no fume, porque las costumbres y la vida están estructuradas según la prepotente manera de ellos, los fumadores. El mundo todo es su imperio: los restaurantes, las cafeterías, los bares y discotecas, los salones de juntas, las oficinas donde está prohibido, las aulas de las escuelas, los consultorios médicos, la casa de los amigos, la cama conyugal. Y ellos, los dueños de todos los espacios, les hacen una concesión especial a esos pesados que nos la pasamos molestándolos con nuestra aséptica manía y nos regalan un pedacito de sus dominios: las áreas de no fumar.
El fumador es un ser feliz e irresponsable. Sobran los dedos de una mano para contar aquellos que preguntan si molestan al encender un cigarrillo; el otro 99% lo encienden sin consideración alguna, te echa en la cara la primera bocanada y las siguientes, como si se tratara del mismísimo aliento de la divinidad, el cual tendríamos que agradecer conmovidos.
Ah, el humo… Ese también es feliz e irresponsable. Y provocador. Vean como jamás —¡jamás!— el humo de un cigarrillo acomodado en el cenicero o sostenido en una mano se dirige a la nariz del fumador. Con una intencionalidad que pasma, la sinuosa voluta se alarga, coquetona, justo hacia la nariz del que no fuma.
En los restaurantes, por ejemplo, el área para fumadores suele ser la más cómoda, aireada, iluminada y elegante, mientras se reserva para los otros el rincón pegado a los baños y la cocina. Pero cuando ellos fuman como alegres chimeneas en sus amplias terrazas y balcones con vista privilegiada, las volutas se desplazan por todo el salón hacia su lugar favorito: el apéndice nasal y el paladar del que no fuma.
Los no fumadores nos hemos pasado la vida besando sus bocas pastosas, impregnándonos con sus olores, haciendo de tripas corazón mientras ellos, alegres como siempre, platicadores, sin prejuicios, apagan sus colillas en la taza donde tomas o el plato en el que comes. Y si les reclamas, te atacarán en manada o te tratarán como a bicho raro que tiene el mal hábito de no fumar.
En cierta ocasión una amiga se indignó cuando un médico le dijo que fumar es una adicción como las drogas o el alcohol. Y el médico, efectivamente, se equivocaba: es peor, porque ningún cocainómano echa sus polvitos en tu nariz y ningún borrachín te clava un embudo en la garganta para llenarte la panza de licor. Y aunque así sea, los fumadores seguirán sintiéndose agredidos con la más mínima restricción porque, a su lógico entender, el respeto al cigarro ajeno es la paz. Y ya se sabe que la paz se fuma en pipa.

miércoles, 22 de agosto de 2007

Una de mis debilidades


Hace como mil ochocientos años, cuando empezábamos el quinto año de la carrera en la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de Oriente, le dije a Marlenys Villamar que había equivocado mi elección profesional, que prefería ser periodista que maestra de español. De más está decir que mi ilusión no era reportar la marcha de la zafra azucarera, el avance de las microbrigadas ni la agenda del primer secretario del partido en la provincia, sino ser columnista, un término que no tenía muy claro —pocos columnistas hay en la prensa cubana; poca prensa hay en Cuba—, pero que interpretaba como una especie de cronista (y crítica) del acontecer cultural y social.
Ahora tengo que decirles que mi debilidad —Marlenys caerá redonda ante esta confesión— es ser columnista de espectáculos. Sí, sí, ya sé que la prensa del corazón, como le llaman en España, suele ser la más inculta y superficial, pero me (y los) divertiría analizando, por ejemplo, los nuevos métodos de división silábica, hiatos y diptongos que proponen a la enseñanza de la lengua castellana los frígidos de Sin Bandera: “Que-to-doel-mundo ca-beenel-telé-fono/ que-nohay-dis-tancias grandespa-ranues-troamor…”
Alertaría a mis congéneres de que el grasiento de Arjona no es su inspirado cantor, sino su más denigrante detractor, porque no hay canción en la cual la coprotagonista (el protagonista es él, por supuesto) no tenga cuatro décadas y se le cuelguen los pellejos, o sea una histérica menstruante que lo pone a dieta cada 28 días, o una cretina virgencita que hay que estrenar con el Concierto de Aranjuez, o una idiota obsesionada por la gordura y las dietas, o una aburridísima bibliotecaria de lentes de fondo de botella, o una puta que se acuesta con el primer taxista por naco que sea. Y claro, si él fuera mujer, sería Demi Moore y presidenta.
Les llamaría la atención acerca del pésimo compositor que es el Gran Juanes, cómo rima ver con ver, eso con esto y fotografía con fotografía y cómo ese pretendido himno de “A Dios le pido” es simplemente un estribillo.
Les rogaría que observen bien a Enrique Iglesias y a Gael García Bernal y me juren que los ven guapísimos… ¡Ayúdenme, por favor, a descubrir la buenitud en esos bracitos de pollo de dieta! Y hablando de buenitud, les insistiría a las mujeres en que no se engañen: esas lagartijas que desfilan en las pasarelas y en los anuncios publicitarios no son representantes de la belleza ni de lo que prefieren los varones. Si no me creen, háganles una prueba de Pavlov ante dos fotos: Paulina Rubio y Galilea Montijo, y vean de qué lado cae más baba.
Y les avisaría —¡jajajá, jojojó!— cómo se transparentan las nalgas de Shakira a través de ese vestido vaporoso de “Don’t bother”. Escenas, ¡ojo!: cuando sale del cuarto dejando en la cama al manganzón y al final, cuando levanta el brazo en señal de despedida. Corran, corran a verla, después hablamos…

martes, 14 de agosto de 2007

El macho está en desuso


Hace unos días, saliendo del supermercado, me topé de frente con David Beckham en su uniforme merengue del Real Madrid, con su chonguito ridículo en plena mollera (moñito, diríamos los cubanos). A su lado, con look de Aquiles posmoderno, Brad Pitt adornaba también la vidriera del estanquillo de la esquina.
Sonreí pensando en mi abuela Cristina. Si ella hubiera visto a estos muchachos, les aplicaría los adjetivos implacables que adosaba a quienes le parecían especialmente desagraciados. Guariminicos —diría—, distróficos, enclenques, paliduchos... ñangos. A las señoras de entonces les parecían mucho más buenmozos los hombres de pecho ancho y peludo que esas niñitas lampiñas de cola de caballo que son ahora los “bellos” del planeta. Recuerdo haber oído decir, en más de una ocasión, a las negras de mi barrio en Cuba que para que el hombre fuera hombre debía apestar —ojo: apestar, no oler— a sudor, tabaco y alcohol.
Pero tampoco hay que llegar a extremos: no es que me parezca mal la aséptica pulcritud de los metrosexuales. Más bien me llama la atención que es ése, precisamente, uno de sus rasgos femeninos. ¿Por qué los hombres quieren ahora parecerse a las mujeres?, me pregunto. ¿Y por qué las mujeres son cada vez más proclives a sentirse atraídas por aquello que más se les parece?
Como resultado de décadas de militante feminismo y con el avance de la era de Acuario, la posmodernidad o como le quieran llamar a las nuevas tendencias de la moda y la androginia, hay un evidente regreso a los valores de la feminidad. De ello nos hablan la proliferación de asociaciones, agrupaciones y espacios dedicados a la mujer, a fomentar su visibilidad social, a la protección de sus derechos, a la lucha por la equidad, a la asesoría legal y laboral. De ello nos hablan también la incorporación de las mujeres a las esferas antes ocupadas exclusivamente por hombres, desde la política hasta los oficios y deportes más rudos, y los cambios de roles en la pareja, gracias a los cuales vemos con frecuencia inusitada —¡hasta en la tele!— cada vez más amos de casa, dedicados a las labores del hogar, al cuidado y la crianza de los hijos... lo que mi abuela llamaría manganzones, o sea, mantenidos.
A esa nueva tónica social hay que agradecer, de igual modo, la denuncia cada vez más frecuente de los casos de violencia intrafamiliar y de género que dejan al descubierto a los agresores y acaban con el silencio aterrador que antes los protegía. Es por ello que, precisamente ahora, salen a la luz los crímenes contra mujeres en Ciudad Juárez, por sólo mencionar un ejemplo especialmente cercano.
Hay un regreso a la mística femenina. Vuelve a hablarse de Lilith y a debatirse acerca de María de Magdala y de Eva y de Safo y de todas sus hijas. No es en lo más mínimo gratuito que precisamente ahora, y no hace una década, se reflexione acerca del principio femenino, de las religiones precristianas, de los ritos paganos de adoración a las diosas (en singular o plural).
Mientras tanto, cada vez con más frecuencia, tanta que ya se acepta como natural, los varones jóvenes —y los no tan jóvenes— usan el pelo largo, se adornan con aretes, pulseras y collares, se pintan el cabello, se depilan, se hacen tratamientos faciales, se rizan o se alacian. Sin duda alguna, la sociedad se ha ido feminizando y los hombres se feminizan a la par. Curiosamente, la partícula “metro” significa matriz. Y la matriz —sea cual fuere— es indiscutiblemente femenina. Vuelvo a sonreírme ante la imagen de los llamados metrosexuales, tan arregladitos. El macho está en desuso. A los hombres más apetecidos del planeta nada más les falta el abanico para bailar en Locomía.

miércoles, 8 de agosto de 2007

Parque del Ajedrez

Foto: Ronald Gavilán Yodú


En la esquina de Enramadas y Santo Tomás, en pleno corazón de Santiago de Cuba, está el Parque del Ajedrez. En una especie de mezzanine descubierto, hay un pasillo con banquitas y mesas de cemento sobre las cuales está empotrado, en granito blanco y negro, un tablero del ancestral pasatiempo.
La intención era —supongo— que los amantes del juego disputaran largas y atormentantes partidas o que todos nos convirtiéramos en futuros Karpov de la patria socialista; pero como en Cuba eso de romperse la cabeza no es precisamente cosa de juego, el espacio estuvo mucho tiempo abandonado, sucio, cubierto por las hojas y ramas que caían de los frondosos árboles hasta que, a mediados de los ochenta, como parte de aquel aparente esplendor que permitió abrir supermercaditos y otros comercios, se instaló allí un expendio de café. El café caro le llamábamos, porque la tacita de líquido retinto, concentrado, costaba 40 centavos, muchísimo más que el que se vendía en las cafeterías “normales” o en “La Isabelica”.
A eso de las seis de la tarde, cuando el calor empezaba a bajar —esto es un eufemismo, porque el calor en Santiago nunca baja—, nos encontrábamos en el café caro un grupo de amigos recién salidos de las respectivas oficinas. Allí fuimos amigos los que ya lo éramos y los que nos conocimos compartiendo aquellas mesas duras. Y allí conversábamos de todo y de nada hasta que la noche nos clavaba en la boca del estómago un hambre casi siempre insaciable. Allí hablamos de los temas más serios y de asuntos baladíes, nos peleamos y nos aliamos de nuevo, nos enamoramos y nos desencantamos. Por aquel pasillo desfiló más de una generación y allí dejamos, seguramente, una impronta, un hálito, que aunque parezca otra cosa, ni el tiempo podrá borrar. Por eso quiero que esta columna sea un tributo a aquel espacio y a mis amigos, estén en donde estén, dondequiera que los haya arrastrado la marea del exilio o del insilio. Aquí podemos encontrarnos de nuevo para disertar de literatura y de arte, hablar mal de Quien Tú Sabes o arrancarle las tiras del pellejo hasta al más pinto de la paloma, o sea, a Mazantini el torero, a tutti le mundachi. Así que apúrense a coger asiento, pídanle un buen café a la dependienta y espérenme, que ya llego.