“¿Tú estás a favor o en contra?”, pregunta mi vecino, mexicano, refiriéndose a ya saben quién. Mi expresión es de desconcierto. “Yo lo admiro”, me aclara con el dedito parado igualitico que aquél. “Ya sé que es un tirano, pero lo admiro”. Claro, pienso, quién no lo haría sobre todo si el admirador en cuestión no está aplastado bajo su bota, contenido en su rasero, amordazado por sus chantajes, muerto de hambre, hecho mierda.
A favor o en contra, ¿eso qué más da? La democracia no funcionó ni en la antigua Grecia cuando inventaron el concepto. Porque del dicho al hecho va mucho trecho. Siempre gana “el que debe ganar” sin importar cuántos votos lo favorezcan o cuántos adeptos tenga. Todas son alianzas acordadas previamente entre los propios políticos, que tan beligerantes parecieran en su patriótica actuación, y el pueblo, esa masa amorfa, ese bastión de veleidad e inconstancia, acaba alineándose al de la voz más alta sin importar lo que diga.
Una persona muy querida que hasta hace dos meses se refería al mandatario venezolano como “ese jabao que me cae como una patada en el hígado”, acaba de decirme que están todos muy contentos con Chávez porque mandó picadillo de res —cosa que los cubanos no veían, y mucho menos comían, desde hace décadas— y le exigió al gobierno repartírselo a la población, no como unas latas de sardinas que mandó antes y los
raulistas vendieron convenientemente en las tiendas de divisa, en las que sólo pueden comprar los extranjeros y quienes tienen CUC, esa moneda inventada que vale aproximadamente 25 pesos cubanos.
Cuando empezó el revuelo alrededor de aquella propuesta de confederación de naciones que quería hacer Chávez para sentirse emperador, mientras yo me agitaba pensando en los ejércitos bolivarianos reprimiendo a mi pueblo si osaba levantarse contra el “nuevo imperio”, otro buen amigo me dijo, muy pausado y visionario: “Niña, cuando Chávez mande unos jaboncitos de olor, aquéllos van a estar felices con ser colonia de Venezuela”. Y es que aquella islita,
faro de América toda, David vencedor de Goliat, siempre ha dependido de otros. La cacareada soberanía es de dientes para afuera. Alianzas, también, entre políticos.
Cuando en gran show transmitido por televisión —previa edición lógicamente—, el tribunal militar que juzgó al general Arnaldo Ochoa y a trece de sus colaboradores, acusados de veinte mil causas menos la que realmente era, llegó al veredicto final, el Comité Central del Partido, asustado, o alerta, ante cierto clima de inconformidad que se dejaba sentir como la brisa que en las tardes sube desde el malecón habanero, instruyó consultar en sus núcleos de base si los militantes estaban de acuerdo con la sentencia. Cuentan que los resultados eran bastante desfavorables a la carnicería y, sin embargo, Ochoa y tres de sus hombres fueron fusilados al amanecer del 13 de junio de 1989; el resto sería encarcelado con penas de escarmiento. ¿Sirve de algo, entonces, estar a favor o en contra?
El mes pasado, en un dossier dedicado al 50 aniversario de la revolución cubana, la revista
Letras Libres publica “
La Habana, ruinas y revolución”, un reportaje de Bertrand de la Grange y Maite Rico. El texto muestra, pormenorizadamente, con ejemplos surrealistas y realmaravillosos, como es el diario acontecer en la isla, cómo se hizo polvo, basura y miseria toda la herencia cultural que el gobierno revolucionario recibió en 1959, aquel rutilante esplendor mágico de La Habana de la primera mitad del siglo XX.
Bajo el texto, en la sección de comentarios, uno de esos defensores del castrismo que, sin haber puesto nunca un pie en Cuba, atacan en todas las esquinas del mundo a quien profiera media palabra que cuestione a aquel icono tropical, afirma sarcásticamente que “los campesinos y obreros de México han de ser la envidia de los cubanos”. Cuánto me gustaría que este individuo pudiera preguntarle directamente a los campesinos y obreros cubanos. Pero, más que eso, me gustaría que pudiera preguntarle a un cubano de su mismo nivel sociocultural si puede hacer chistecitos irónicos de tono político en algún espacio público controlado por el monopolio gubernamental de la información, único dueño de todos los medios de comunicación.
En el reportaje de
Letras Libres, De la Grange y Rico cuentan cómo los establecimientos estatales —o sea, todos; en Cuba no hay iniciativa privada— están atiborrados de propaganda cheguevarista. Dicen que los libreros de viejo de la Plaza de Armas les aseguraron que “a los jóvenes europeos lo que más les interesa son las obras del Che”. A jóvenes ignorantes y fetichistas, a viejos militantes de izquierda que mientras en sus países claman por la creación de comisiones de la verdad y celebran los escrutinios de la ONU a sus gobiernos, se niegan a saber de los desmanes de cinco décadas de justicia revolucionaria, de fusilamientos en La Cabaña y de prisioneros refundidos en las mazmorras subterráneas del Morro con el agua de la marea alta ablandándoles los principios. Sólo quieren saber de camisetas coloridas y ajustadas y de películas románticas.
Como esa nueva cinta sobre el Che. Todos se asombran de que la haya hecho Soderbergh, el director de
Sexo, mentiras y video y
Erin Brockovich. Pocos parecen recordar —y es fundamental— que también es director de la comercialísima saga de la pandilla robabancos de Danny Ocean. No se angustien, no hay debate ideológico: Soderbergh no quiere catequizarnos sino sacarle la mayor cantidad de dinero a un producto comercial tan garantizado como el
Guerrillero Heroico. Del mismo modo en que el gobierno de la isla, con el excelente pretexto que es la familia, nos lo saca a los exiliados mientras se llena la boca diciendo que somos gusanos, vendepatrias, lacra despreciable, peste del universo. Y de esa manera nos ven y nos tratan, fieles al dictado de sus ídolos, esos fundamentalistas voluntarios de una mentira que ni siquiera conocen.
Miriam Gómez, la viuda de Guillermo Cabrera Infante, contó en reciente entrevista que en cierta ocasión, en un avión, un hombre los insultó con un diluvio de improperios y argumentos por sus opiniones sobre Cuba. El enorme escritor no se inmutó, como si con él no fuera; sólo le dijo a su indignada esposa: “Es absurdo discutir, porque no se trata de ideas, sino de sentimientos. Ese hombre es de sentimiento totalitario: no hubiese visto los campos de exterminio de Hitler. ¿Cómo combatir eso?”
¿Quién convence a quién en esas interminables y absurdas discusiones que, por asuntos cubanos, solemos establecer con más frecuencia de la que quisiéramos? ¿Qué más da entonces, vecino, si estamos a favor o en contra?