martes, 24 de febrero de 2009




Pedidos en la República Mexicana: Quimera Ediciones

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Escritoras latinoamericanas en la Feria de Minería

Con Bertha de la Maza y Minerva Salado en la Feria de Minería



Jueves 26 de febrero, 16:00 horas, Auditorio Uno Sotero Prieto: Lectura de poetas latinoamericanas. Con Eleonora Requena, Ana Franco Ortuño y Odette Alonso.

Viernes 27 de febrero, 14:00 horas, Galería de Rectores: Lectura de narradoras latinoamericanas. Participantes: Teresa Dovalpage, Carla Quintanar y Odette Alonso.

Viernes 27 de febrero, 17:00 horas, Auditorio Uno Sotero Prieto: Presentación de la novela Espejo de tres cuerpos, de Odette Alonso (Quimera Ediciones). Con Teresa Dovalpage, Sergio Téllez Pon y la autora.

Sábado 28 de febrero, 15:00 horas, Auditorio Cuatro: Sáficas, lectura de poesía lésbica. Con Rosamaría Roffiel, Reyna Barrera, Artemisa Téllez y Odette Alonso.

Sábado 28 de febrero, 17:00 horas, Galería de Rectores: Presentación de la antología Dos orillas. Voces en la narrativa lésbica (Editorial Egales, Barcelona). Con Minerva Salado (editora), Rosamaría Roffiel, Artemisa Téllez y Odette Alonso. Modera: Bertha de la Maza.

Domingo 1 de marzo, 12:00 horas, Auditorio Cuatro: Mesa redonda de ensayistas latinoamericanas. Participantes: Carla Quintanar y Teresa Dovalpage. Moderadora: Odette Alonso.




Palacio de Minería
Tacuba 5, Centro Histórico

La casa de los espíritus

Carlos Schwabe, Le tonneau de la haine



A Inés María, que alguna vez pidió que hablara de ella.
A mi prima Astrid, que sabe lo que digo.
A mi abuela Cristina, dondequiera que esté.



En mi casa de Santiago había rincones por los que no podíamos pasar sin que un estilete helado nos subiera por la médula y acabara parándonos todos los pelos del cuerpo. Era enorme, de ocho o diez cuartos, situada en el número 606 de la calle Aguilera, una de principales del centro de la ciudad. Pero como en la “Casa tomada” de Cortázar, sus habitantes, cada vez menos, fuimos clausurando habitaciones y replegándonos hacia las que todavía parecían libres de aquel maléfico embrujo.
Para entrar al primer cuarto del ala derecha había que armarse del valor y la astucia de los caballeros medievales. Sobre todo porque era imprescindible atravesar en completa oscuridad el segundo cuarto, en penumbras aun de día —¿quién conseguía un bombillo si no “llegaban” a la ferretería el día en que tocaba comprar al grupo marcado en la libreta de productos industriales?—, y abalanzarse, después de cruzar una puertecita siempre cerrada, a la perilla de encender la luz, que había perdido la cubierta y, para colmo de terror, cualquier dedo que se le acercara desprevenido estaba a merced de la traición de los cables pelados.
Sin embargo, los siete u ocho pasos que separaban a la puerta de la saleta de la perilla desconchada no eran los más aterradores de la casa. No. Ésos eran los que iban de la otra puerta, la del segundo cuarto del ala izquierda, hasta el primer aposento de ese lado, donde dormíamos Piri y yo con mi abuela Cristina, primero, y después con mi mamá. Eran tres o cuatro pasos antes de abrir la puerta divisoria, pero la certeza de que alguien estaba observándonos, encimado sobre nuestra espalda mientras cruzábamos, era espeluznante. Pasábamos de prisa, sin querer mirar a los lados, sintiendo la inminencia de un ataque. Un susto irracional e indescriptible.
Una espiritista le dijo a mi madre que en la saleta, justo al lado de la entrada en cuestión, estaba sentada una mujer que alguna vez fue la dueña del predio. Pero adentro de la habitación había “algo”. Yo no tengo el don de “ver”; mi capacidad de “comunicación” con otros mundos, dimensiones y seres es muy limitada; pero en ese cuarto viví la experiencia más cercana a lo paranormal que haya conocido. Aprovechando las dormitaciones ajenas de la madrugada, me había colado allí con cierta personita y, después de sostener un encuentro cercano del primer tipo, nos venció el arrullador manto del sueño. No pasó mucho, unos minutos quizás, antes de que una mano, sin duda enfurecida, nos arrancara con lujo de violencia la sábana que nos medio tapaba. “¡Ay, coño, ya nos cogieron!”, pensé en el segundo que tardé en abrir los ojos y comprobar que la luz seguía apagada, la sábana sobre nuestros cuerpos y la personita roncando.
Otra noche, mi mamá y yo sentimos los chillidos de la gata y unos extraños ruidos en la saleta. Al llegar allí, junto al sillón donde supuestamente se sentaba la mujer, estaba la madre recién parida con sus tres gatitos desmadejados y fríos, como si los hubieran asfixiado, muertos. Sin una sola marca en el cuerpo. Nada había alrededor que pudiera haber provocado aquella situación. Nunca supimos qué pasó.
Por aquel entonces, la Piri, que ya estudiaba en La Habana, fue de vacaciones y una de aquellas madrugadas, sintió claramente cómo alguien se sentaba a los pies de la cama. Cuando abrió los ojos, allí estaba una señora gordita, morena, muy maquillada. Sonrió, pero no dijo ni una palabra. Mi hermana, aterrorizada, despertó a mi madre y por su descripción, aquélla identificó a una amiga de su tía que frecuentaba la casa en ciertas épocas, antes de nosotras nacer. Para quedarse más tranquilas ellas —quién sabe si el espíritu—, tuvieron que hacerle, por días, una serie de oraciones de Alan Kardec.
Pero “lo otro” no se quitaba ni con trapeadas de agua de arroz y chorritos de colonia ni con soplidos de cascarilla ni con despojos de todas las yerbas del monte. Esa casa nunca me gustó. Demasiado grande, demasiado vieja, demasiado llena de acechanzas. Tal vez entonces no lo tenía tan claro —al fin y al cabo era mi casa—, pero soñaba con un apartamento como el de mis primos, tan iluminado y limpio. Aunque entre sus viejas paredes pasaron casi todas las primeras, las segundas y hasta las terceras cosas —buenas y malas— y esos recuerdos no me abandonarán, fui más feliz cuando partí de allí. Todos los sueños en los que ella es el escenario son pesadillas: siempre hay un intruso escondido en los primeros cuartos, asomando el ojo inyectado en sangre por la mirilla o colándose por la puerta que no embona. Y ciertamente, en las temporadas de lluvia, la madera se recrecía tanto que no había poder humano que lograra cerrarla. Casi vivíamos en la calle.
A la calle daban las ventanas por las que cualquiera podía asomarse. De hecho lo hacían los amigos, los vecinos, el cartero, algunos vendedores clandestinos. A través de las persianas empolvadas gritaban nuestros nombres para que les abriéramos la puerta en los tiempos en que conseguíamos cerrarla. Por ellas entraba el hollín de las guaguas, el olor de la tintorería. A su través, algún ojo indiscreto quebró en más de una ocasión la intimidad. Esas ventanas iluminaron mis primeras memorias: los ojazos negros de Piri, sus cejas pobladas cuando llegó, recién nacida, de la Clínica Los Ángeles; mi mano derecha clavándose en el vidrio puntiagudo de un vaso roto, mi sangre mojando el mosaico rojo del patio, dejándome en la palma esta eterna cicatriz que corta, tajante, la línea de la vida.
El comedor, completamente abierto al patio, era el centro de la vida. Sobre aquella mesa de playwood con las patas minadas de comején se alimentaron los que ya no estaban y nosotros. Allí se contaban las anécdotas antiguas y las historias cotidianas. Allí partíamos el pedacito de carne que llegaba cada quince días, amasábamos harina para hacer empanadillas y buñuelos, y respondíamos, junto a miles de amiguitos, las tareas de la escuela. Allí descorchamos las botellas de la adolescencia, escribimos cartas enamoradas y escuchamos cada noche, en un radio de principios de siglo, “Alegrías de sobremesa” y “Nocturno”.
“Casi tan gris/ como es el mar de invierno”, cantaban Juan y Junior, “lleno de paz/ como un lugar desierto” y la voz de Pastor Felipe, profunda, leía los viernes clásicos poemas de amor. Un buen día, aquel General Electric no sonó más y hubo que esperar a las asambleas de méritos y deméritos del sindicato para ganarse el derecho a comprar el VEF ruso que lo sustituyó. Un buen día los techos empezaron a llenarse de goteras que era imposible reparar —¡todo fue siempre tan difícil en ese país!— y luego se nos fueron cayendo poco a poco sobre las cabezas. Toda la casa y toda la familia haciéndose pedazos: nosotras lejos, los viejos ya muy viejos, los gatos meando, incontinentes, cada rincón…
Que enfrente a mis fantasmas, parecen decir mis tenebrosos sueños con esa casa. Sin embargo, si me dieran a escoger, nunca regresaría a ella. Ni en las vidas siguientes. Eso digo mientras empiezo a escuchar una melodía: “Pueblo mío, que estás en la colina/ tendido como un viejo que se muere…” No sé por qué me viene a la mente esa canción prohibida, clandestina en las fiestas de muchachos, como las de Roberto Carlos. No sé por qué subo Aguilera bajo el sol del mediodía y me detengo frente a la fachada gris y azul. La mirilla ha quedado entreabierta. No puedo evitarlo: pego allí mi ojo. La sala está oscura pero el patio brilla. No se ve un alma.

martes, 17 de febrero de 2009

Revolutionary Road




Revoluctionary Road, la demoledora película de Sam Mendes, no ha sido considerada entre las mejores del año para la entrega de los premios Oscar porque a los señores de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas les pareció muy cruda. Y tienen razón, pero la rudeza no está simplemente en la histeria de los Wheeler ni en esa imagen final de Kate Winslet al pie de la ventana mirando hacia la luz exterior, sino en el excelente guión que nos echa en cara, como un escupitajo, que lo que pasaba en 1955 es exactamente igual en estos días: el habitante de las grandes ciudades como hormiga hacinada en los transportes y las oficinas, repitiendo comportamientos y patrones sociales que no le satisfacen, sobreviviendo sin alicientes pero con ese halo de “normalidad” que nos hace creer que la vida es sólo esta acumulación de días enredados como la ropa sucia en una canasta y que convierte en locos a quienes tratan de alterar o cuestionar ese “orden”.
Nomás hay que ver la traducción del título para su exhibición en Latinoamérica: Sólo un sueño. Seguramente nuestro traduttore traditore —al que no imagino muy calderoniano— consideró que el tema de la cinta era la ilusión enloquecida e imposible de los Wheeler y no precisamente todo el condicionante entorno que se opuso a ella. “No tenía que ser París”, dice Mrs. Wheeler, maniatada, obnubilada, cuando la esperanza de un cambio empieza a venirse abajo y sólo queda ante sus ojos el gran sueño americano: matrimonio perfecto con dos hijitos y esperando el tercero en la preciosa casita de madera de los suburbios que fue su maldita jaula de oro.
Una Kate Winslet tan flaca y desmejorada que nos hace llorar de saudade recordando a la llenita Rose de Titanic o a la exquisita Madelaine de Letras prohibidas (Quills). ¡Qué afán de convertirlas en distróficas! Estuve viendo recientemente a Jennifer Connelly en Casa de arena y niebla, incluso en Réquiem por un sueño, todavía preciosa, con esos hermosos ojos; no el fleco cadavérico y ojeroso de El día que la tierra se detuvo. O Halle Berry cuando ganó el Oscar, con su pelo corto y cara de mujer sana; no el esperpento verdoso de las películas siguientes. Esta lista podría ser interminable y no es más que otra de las muestras de la insatisfacción autodestructiva que nos llega a través de los medios. Es necesario aplastar la belleza, sustituirla por modelos enfermas y convencer a las señoras de que así, esqueléticas como el cadáver de la novia, es que se ven mejor.
Pero volviendo a la película de marras, los señores de la Academia, a quienes ha de molestarles especialmente un ojo tan agudo en un extranjero, sólo nominaron a Revolutionary Road en tres categorías: dirección de arte, vestuario y actor de reparto. Parece que a Mendes no le funcionó la estrategia de repetir el sello de American Beauty. Tal vez porque en Revolutionary Road faltan los aderezos de la homosexualidad y las drogas, tan socorridos en Hollywood para restarle valor a los asuntos, que hacía de aquellos personajes, independientemente de la intención de sus productores, estereotipos diferentes al “perfecto matrimonio americano tradicional”. Ése es, sin embargo, el de los Wheeler, una bella parejita que parecía “gente normal”, especial incluso, como miles de estadounidenses de los suburbios que han encarnado por décadas el american way of life.
Pero resulta que la cotidianidad es mil veces más mortífera que el asesino serial de No Country for Old Men (Sin lugar para los débiles… ¡mira tú la traducción!), que increíblemente le ganó el Oscar el año pasado a Expiation. Bobería vs. seriedad. Enfrentar la dura realidad nunca les ha gustado a los señores de la Academia, que seguramente premiarán El curioso caso de Benjamin Botton, más larga que un mes de mayo e igual de aburrida, con su ridículo zunzún en alta mar como la plumita mamona de Forrest Gump. Sin más mensaje que la exhibición de un fenómeno de feria que les dará el Oscar al mejor maquillaje, aunque lo hayan hecho por computadora, pero que pocas cosas más sólidas nos deja que la idea anticipada de lo que restará de Brad Pitt cuando el batallón de vástagos ajenos que Angelina le ha colgado de los hombros acabe con lo poco que le queda de juventud y belleza.
Pero ése es el tono que le gusta a la Academia y a buena parte del gran público: medio epopéyico, medio bobalicón, un tanto alegórico, pero sobre todo superficialito. Nada que les conmueva los cimientos o los enfrente a sí mismos. Gente lejana, asesinos y lunáticos que nunca nos toparemos en la calle, héroes legendarios, personajes históricos, ETs.
También debe haberles parecido cruda ―si es que la entendieron― la variante de happy end de Vicky, Cristina, Barcelona. Ya no digamos las “impropiedades” que ocurren en el transcurso, que les han valido folclóricas nominaciones a los españoles del elenco. Un filme donde, a diferencia de los últimos de Woody Allen ―Match Point, Cassandra’s Dreams (Los inquebrantables)―, no hay un solo muerto ni una gota de sangre. Ni menstrual. Pero es la más descojonante de todas. Tal vez no es para Oscar, no, pero venía a cuento por esto de que ni los más bonitos matrimonios están salvados de la violencia, la decepción y la desesperanza. Ni en 1955 ni ahora. Ni en América ni en Europa. Ni consumados ni apenas principiantes.
Nada, que mientras espero el estreno de Slumdog millionaire —según Mabel LA película del año— y La duda —para disfrutar una vez más la maestría de la Streep—, me quedo pensando que Winslet y DiCaprio, juntos, parecen estar destinados a que siempre se les hunda el barco. Ni modo.

martes, 10 de febrero de 2009

¿A favor o en contra?





“¿Tú estás a favor o en contra?”, pregunta mi vecino, mexicano, refiriéndose a ya saben quién. Mi expresión es de desconcierto. “Yo lo admiro”, me aclara con el dedito parado igualitico que aquél. “Ya sé que es un tirano, pero lo admiro”. Claro, pienso, quién no lo haría sobre todo si el admirador en cuestión no está aplastado bajo su bota, contenido en su rasero, amordazado por sus chantajes, muerto de hambre, hecho mierda.
A favor o en contra, ¿eso qué más da? La democracia no funcionó ni en la antigua Grecia cuando inventaron el concepto. Porque del dicho al hecho va mucho trecho. Siempre gana “el que debe ganar” sin importar cuántos votos lo favorezcan o cuántos adeptos tenga. Todas son alianzas acordadas previamente entre los propios políticos, que tan beligerantes parecieran en su patriótica actuación, y el pueblo, esa masa amorfa, ese bastión de veleidad e inconstancia, acaba alineándose al de la voz más alta sin importar lo que diga.
Una persona muy querida que hasta hace dos meses se refería al mandatario venezolano como “ese jabao que me cae como una patada en el hígado”, acaba de decirme que están todos muy contentos con Chávez porque mandó picadillo de res —cosa que los cubanos no veían, y mucho menos comían, desde hace décadas— y le exigió al gobierno repartírselo a la población, no como unas latas de sardinas que mandó antes y los raulistas vendieron convenientemente en las tiendas de divisa, en las que sólo pueden comprar los extranjeros y quienes tienen CUC, esa moneda inventada que vale aproximadamente 25 pesos cubanos.
Cuando empezó el revuelo alrededor de aquella propuesta de confederación de naciones que quería hacer Chávez para sentirse emperador, mientras yo me agitaba pensando en los ejércitos bolivarianos reprimiendo a mi pueblo si osaba levantarse contra el “nuevo imperio”, otro buen amigo me dijo, muy pausado y visionario: “Niña, cuando Chávez mande unos jaboncitos de olor, aquéllos van a estar felices con ser colonia de Venezuela”. Y es que aquella islita, faro de América toda, David vencedor de Goliat, siempre ha dependido de otros. La cacareada soberanía es de dientes para afuera. Alianzas, también, entre políticos.
Cuando en gran show transmitido por televisión —previa edición lógicamente—, el tribunal militar que juzgó al general Arnaldo Ochoa y a trece de sus colaboradores, acusados de veinte mil causas menos la que realmente era, llegó al veredicto final, el Comité Central del Partido, asustado, o alerta, ante cierto clima de inconformidad que se dejaba sentir como la brisa que en las tardes sube desde el malecón habanero, instruyó consultar en sus núcleos de base si los militantes estaban de acuerdo con la sentencia. Cuentan que los resultados eran bastante desfavorables a la carnicería y, sin embargo, Ochoa y tres de sus hombres fueron fusilados al amanecer del 13 de junio de 1989; el resto sería encarcelado con penas de escarmiento. ¿Sirve de algo, entonces, estar a favor o en contra?
El mes pasado, en un dossier dedicado al 50 aniversario de la revolución cubana, la revista Letras Libres publica “La Habana, ruinas y revolución”, un reportaje de Bertrand de la Grange y Maite Rico. El texto muestra, pormenorizadamente, con ejemplos surrealistas y realmaravillosos, como es el diario acontecer en la isla, cómo se hizo polvo, basura y miseria toda la herencia cultural que el gobierno revolucionario recibió en 1959, aquel rutilante esplendor mágico de La Habana de la primera mitad del siglo XX.
Bajo el texto, en la sección de comentarios, uno de esos defensores del castrismo que, sin haber puesto nunca un pie en Cuba, atacan en todas las esquinas del mundo a quien profiera media palabra que cuestione a aquel icono tropical, afirma sarcásticamente que “los campesinos y obreros de México han de ser la envidia de los cubanos”. Cuánto me gustaría que este individuo pudiera preguntarle directamente a los campesinos y obreros cubanos. Pero, más que eso, me gustaría que pudiera preguntarle a un cubano de su mismo nivel sociocultural si puede hacer chistecitos irónicos de tono político en algún espacio público controlado por el monopolio gubernamental de la información, único dueño de todos los medios de comunicación.
En el reportaje de Letras Libres, De la Grange y Rico cuentan cómo los establecimientos estatales —o sea, todos; en Cuba no hay iniciativa privada— están atiborrados de propaganda cheguevarista. Dicen que los libreros de viejo de la Plaza de Armas les aseguraron que “a los jóvenes europeos lo que más les interesa son las obras del Che”. A jóvenes ignorantes y fetichistas, a viejos militantes de izquierda que mientras en sus países claman por la creación de comisiones de la verdad y celebran los escrutinios de la ONU a sus gobiernos, se niegan a saber de los desmanes de cinco décadas de justicia revolucionaria, de fusilamientos en La Cabaña y de prisioneros refundidos en las mazmorras subterráneas del Morro con el agua de la marea alta ablandándoles los principios. Sólo quieren saber de camisetas coloridas y ajustadas y de películas románticas.
Como esa nueva cinta sobre el Che. Todos se asombran de que la haya hecho Soderbergh, el director de Sexo, mentiras y video y Erin Brockovich. Pocos parecen recordar —y es fundamental— que también es director de la comercialísima saga de la pandilla robabancos de Danny Ocean. No se angustien, no hay debate ideológico: Soderbergh no quiere catequizarnos sino sacarle la mayor cantidad de dinero a un producto comercial tan garantizado como el Guerrillero Heroico. Del mismo modo en que el gobierno de la isla, con el excelente pretexto que es la familia, nos lo saca a los exiliados mientras se llena la boca diciendo que somos gusanos, vendepatrias, lacra despreciable, peste del universo. Y de esa manera nos ven y nos tratan, fieles al dictado de sus ídolos, esos fundamentalistas voluntarios de una mentira que ni siquiera conocen.
Miriam Gómez, la viuda de Guillermo Cabrera Infante, contó en reciente entrevista que en cierta ocasión, en un avión, un hombre los insultó con un diluvio de improperios y argumentos por sus opiniones sobre Cuba. El enorme escritor no se inmutó, como si con él no fuera; sólo le dijo a su indignada esposa: “Es absurdo discutir, porque no se trata de ideas, sino de sentimientos. Ese hombre es de sentimiento totalitario: no hubiese visto los campos de exterminio de Hitler. ¿Cómo combatir eso?”
¿Quién convence a quién en esas interminables y absurdas discusiones que, por asuntos cubanos, solemos establecer con más frecuencia de la que quisiéramos? ¿Qué más da entonces, vecino, si estamos a favor o en contra?