martes, 27 de mayo de 2008

Cuna y pan

Corneta china en el carnaval santiaguero



Santiago de Cuba, policromada
estampa criolla que derrite el sol…
Beny Moré


En memoria de todos mis muertos.
A mis coterráneos, a mis amigos de siempre.




En una pecera panorámica situada por encima de las cabezas, un pulpo amarillento enreda entre sus tentáculos a Chichí, nuestro gato barcino. Mi padre, al que nunca, ni por error, le interesaron los felinos, me dice orgulloso: “Mira, lo mordió”, pero sé que aquella dentellada de Chichí no lo salvará, que tiene el tiempo contado, que en cualquier momento empezará a convulsionar en medio del patio de mosaicos rojos. Cuando abro los ojos, pasan unos segundos largos antes de que sobre mi ventana actual se disipe la imagen clarísima de las persianas de mi cuarto de Santiago, donde dormí los primeros 25 años de mi vida.
“Tendrás mucho que contar de la casa de Aguilera”, profetizó hace unos meses, cuando abrí el Parque del Ajedrez, mi amiga Inés María. Mucho podría contar y, sin embargo, enmudezco. Aquella casa enorme es el escenario de todas mis pesadillas. O se mueren los gatos, o ha entrado un ladrón que debemos perseguir aterrorizadas, o una presencia oscura se oculta en la penumbra de las habitaciones, o alguien quiere a la fuerza abrir la puerta que ya no podemos sostener. Podría arriesgar algunas explicaciones a este terror onírico, pero sospecho que ninguna sería suficientemente acertada ni convincente. Ni siquiera para mí.
Hace unos meses mi madre, que vive confinada en un diminuto apartamento en una bulliciosa zona de La Habana profunda, me contaba cuánto extraña su casa de Santiago, el lugar que es para ella fuente de recuerdos inagotables, donde acontecieron su infancia y su juventud, la muerte de sus viejos, el nacimiento de sus hijas, y al que tuvo que renunciar, como hacen siempre las madres, para darle una vida más estable a Piri, que deambulaba entre horrores por la capital. Yo, sin embargo, no quiero regresar nunca a aquella casa. Ni en las vidas siguientes. Ya bastante tengo con los malos sueños y con memorias esquivas que suelen asomarse cuando nadie las llama.
Tratando de borrarlas, vuelvo a acomodarme sobre la almohada y entonces, sin abrir los ojos, despierto en una de las banquitas forradas de azulejos del jardín de la Clínica Los Ángeles. Siempre he referido como mi primer recuerdo la entrada de Piri, recién nacida, con esos ojos profundos y las cejas negrísimas, en la sala de la casa de Aguilera; sin embargo, en el fondo de mi memoria hay una tarde nublada de noviembre —que nublada ha de haber sido porque era día de los santos inocentes— en que mi abuelo José y yo subimos, como fugitivos, la oscura escalera de la clínica para ver a mi prima Isel, que nació mes y medio antes que mi hermana.
A la Clínica Los Ángeles me llevaron unos meses después con la mano derecha atravesada por una herida absurda y dos décadas más tarde, allí esperamos a mi madre los tres —Alonso, Piri y yo—, en esos tiempos en que todo se revuelve dentro de una mujer. En la esquina santiaguera donde se ubica ese hospital, se juntan el final de la Carretera Central y Garzón, avenidas que revivo amplísimas a esta distancia. Desde ahí empieza a descolgarse una de las infinitas lomas que suben o bajan en todas direcciones desde y hacia el centro de la ciudad. Ésa, la que se desprende de la carretera central, va a parar a Trocha, la calle emblemática de los carnavales santiagueros.
Y en tarde de carnaval veo bajar al apóstol Santiago en su caballo de madera por la empinada escalinata del Cabildo Teatral. Pomares (†), Meneses (†), Fátima, Caldas, enfundados en sus respectivas caracterizaciones, sacan a la calle el tradicional teatro de relaciones que da vida a personajes y situaciones hilarantes y críticas, carnavalescas. Con ellos van Saskia, Odalis, Dagmara y Mercedes enseñando de nuevo lo que en su Asamblea de mujeres sorprendió a media ciudad. En cualquier momento, por cualquier esquina desembocarán la conga de Los Hoyos o la de San Pedrito, con sus caperos adornados de plumas coloreadas, canutillos y lentejuelas, sus cornetas chinas que erizan la piel y esos tambores que retumban en el centro del cuerpo, en ese espacio entre el estómago y el corazón donde dicen que se asienta el alma.
Un olor a cerveza y orines inunda la ciudad junto a la música irredenta. Cerca del mar, por la estación de ferrocarriles, estará instalada la tribuna desde donde un jurado evaluará el espectáculo que presenten carrozas, congas y comparsas en una competencia que a veces se torna encarnizada. El desfile previo, encabezado por esos muñecones espantosos que tanto miedo le daban a Piri, bajará Aguilera desde la Plaza de Marte, pasando justo frente a la puerta de mi casa. Hacia todos los confines de la ciudad, miles de calles se convertirán en verbenas populares, con quioscos donde se vende cerveza aguada y ron en grandes vasos encerados y hallacas, los tamales santiagueros, mientras en las tarimas las orquestas hacen bailar toda la noche a sus fanáticos.
Por una de esas calles, una mañana límpida, voy de la mano de mi abuelo José que me lleva a montarnos en los trenes, a buscar frutas al Caney, a ver los aviones despegar del aeropuerto, a cruzar el mar en la lanchita que atraviesa la bahía. O con mi abuela Cristina tomamos la ruta 7 hasta la última parada para ir a recoger florecitas en el cauce seco del río Marimón, o la 9 para llegar hasta el zoológico o la loma de San Juan y treparnos en los cañones de la gran batalla en la que se perdieron todos los sueños de libertad.
En vacaciones, mi mamá contrataba aquellas excursiones a la Gran Piedra o el Puerto de Boniato en guagüitas que serpenteaban por los senderos sostenidos en las faldas de las montañas, desde las que veíamos cambiar el clima y la vegetación a medida que subían. Todos esos trayectos me sembraron la noción del viaje, la sed del desplazamiento y del descubrimiento, la certeza de que dejarse encerrar entre límites, los que fueren, es una muerte adelantada, más dolorosa y agonizante que la verdadera.
Todavía afirmo, convencida, que ningún sitio hay tan hermoso como aquel risco donde se alza el Castillo del Morro. Que ningún mar es tan brillante al mediodía. Que no hay balcón que se asome al Caribe con más encanto que aquél. Allí, entre sus muros, entre viejas historias carcelarias, instrumentos de tortura y pozos que van a dar a la fosa de Bartlett, me sentía pirata y era feliz. Como lo era desandando los caminos rodeados de maleza que unen los pequeños poblados costeros. Por allá nos sorprendió muchas veces el anochecer. Al desembocar en alguna de las curvas de la carretera a Punta Gorda, el olor a pescado inundaba la guagua y se impregnaba en la piel. Un olor profundo que no había en las mañanas, cuando sólo olía a mar.
Y si era feliz jugando a ser pirata o mambí y blandiendo como espada el flaco palo de hervir la ropa —¡quién soñaba con lavadoras en aquellos tiempos!—, lo que no me gustaba nadita era ser bombero (believe it or not). Contrariamente a la fascinación que veo en los niños “modernos” hacia esa heroica profesión, la visión de las llamas achicharrándolo todo me aterrorizó desde muy chica. Posiblemente desde que mi abuelo José me llevó a observar el fuego —así llamábamos entonces a los incendios— de la cartonera, un almacén que ardió sin control. “¿A quién se le ocurre llevar a una niña a ver eso?”, peleaba mi abuela esa noche en que yo no podía conciliar el sueño. Todavía impresionada, recuerdo la columna de humo negro que veíamos los días siguientes desde las alturas de la Normal.
Ahora, que no puedo escribirle a Isel porque es médico militar y le desgraciarían la vida si mantiene relaciones con su prima gusana, el humo y el olor del tabaco me traen siempre el recuerdo de su abuelo Eugenio y del sabor de la materva, que nunca más tomamos después que le nacionalizaron la tiendita. En aquellas tardes calurosísimas, el paseo hasta la tienda fue sustituido por otros entretenimientos, como hacer burbujas de jabón o bañarnos con la manguera los días en que llegaba el agua. Después, mi abuela Lola haría una champola de guanábana o Pepín enfriaría la chicha fermentada de la cáscara de piña mientras veíamos trepar por la pared a aquel gordo lagarto verde al que él bautizó como Percival, con acento en la última sílaba, o mientras escuchábamos a mi tía Noris contarnos de la nueva espiritista que le habían recomendado.
O en gran aventura familiar, nos iríamos a la playa, lidiando con las guaguas repletas que llevaban a Siboney, a Mar Verde, a Caletón, desde cuyas ventanillas era un misterio fascinante divisar los cascos oxidados de los barcos hundidos a principios de siglo en aquella misma batalla. Después, con los años, la playa fue exclusividad de los amigos, de los amores adolescentes. La playa, las primeras borracheras y todas las que siguieron.
Un collage de callejones, esquinas, quicios y resquicios me obnubila. El banquito de la universidad donde nos sentábamos todas, amontonadas, a esperar la hora de clases. Los escalones y los edificios de Becas Quintero, el show de Rancho Club, los viajes a Contramestre, todos los despertares. La casona de la UNEAC, el patio del Cabildo, el Parque del Ajedrez, el Balcón de Velásquez, la escalinata de Padre Pico y en su base, una tarima donde cantarían Nicolás, Quevedo, Urquijo, y leería poemas con Gabi Soler y Alfredo Quintana.
Y el café con menta de La Isabelica, las noches culturales de la calle Heredia, la Casa de la Trova, esos ojos que cambiaron mi rumbo en el salón de actos de la biblioteca Elvira Cape, el refugio de Inés María en las alturas del Copa y algunas tardes sentadas en las periqueras de la tienda del Fondo de Bienes Culturales en los bajos de la Catedral. Y en la casa de José María, el primer poeta romántico de la lengua, donde me reúno con los amigos del taller literario municipal, los sábados tocan Aquiles y el Grupo Muralla, canta el coro del Conservatorio Esteban Salas. La ciudad entera era entonces una feria cultural.
Alguna noche acabo en La Escalera, pero no todas, porque León me prohibió llevar allí a mis amigos maricones. Y otra noche, en represalia por disentir de los métodos y estrategias de dirección de la AHS provincial —y por tantas otras cosas que no podían llamarse por su nombre—, mis jefes me degradaron a recortar papelitos de periódico y me confinaron a la Galería de Arte Universal. La lejanía física del centro de la ciudad era también, por supuesto, un intento de alejarme de todo lo demás, una táctica de domesticación y aplastamiento.
Sin saberlo, habían marcado mi destino. Meses después, mientras el avión se elevaba entre las lomas y el océano, escribiría los versos de “Llanto por la ciudad cuando me alejo”:

Oh ciudad
cuánto amor se me cae
qué triste te me vuelves entre tanta montaña.
Qué sola estás.
A qué manos entregaste tu vejez
con qué artificios te cubren el semblante.
Cómo es posible ciudad
cómo es posible
este patriótico olvido en que te dejan.



Como fondo musical, Pedro Luis Ferrer cantaba: Santiago, cuna y pan, Santiago

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Los invito a leer 5 preguntas a Odette Alonso, entrevista que me hizo Luis de la Paz para el Diario Las Américas, publicada el domingo pasado en Miami.

martes, 20 de mayo de 2008

Érase una vez… y otra

Sônia Menna Barreto, Lápis de Tróia, 2001



Según los agoreros, en lo que va de década este mundo debió haberse acabado, cuando menos, en dos ocasiones: el 11 de agosto de 1999 cuando una inusual alineación de astros, la Gran Cruz Cósmica, nos hizo esperar lo peor durante toda la madrugada, y el 1 de enero de 2000, cuando supuestamente las computadoras iban a ponerse turulatas sin poder reconocer tanto cero. Ahora, un nuevo augurio nos asecha: 21 de diciembre de 2012, fecha que equivale al fin de la Cuenta Larga del calendario maya, según asienta la estela 11 de Izapa; momento en el cual ocurrirá un acontecimiento trascendental que sólo sucede cada 5,125 años: el inicio de la alineación del Sol con la llamada “gruta negra” de la Vía Láctea.
Este tránsito, que tardará décadas —parece que el astro rey no tiene mucha prisa—, arrojará allá por 2043 el nacimiento de un nuevo sol. Y aun así de lento el asunto —¡si no sabremos esperar nosotros!—, como ese tipo de incierto presagio me pone loquita de la emoción, mientras observo descender, pesados, esos jumbos de Lufthansa, KLM o Air France, pienso que cuando volvamos al origen, en las comunidades de sobrevivientes dispersos sobre un mapa terráqueo y galáctico tan diferente al actual, relataremos a los hijos del clan que alguna vez surcaron los cielos inmensos aparatos a los que llamábamos aviones. Ellos, ya abuelos, cuando nosotros hayamos muerto, repetirán a sus nietos que en tiempos idílicos los pájaros eran tan grandes, que cargaban en sus panzas pasajeros y mercancías hasta las orillas más lejanas. Y así nacerá el mito de los hombres voladores que en algún mejor pasado podían desafiar la gravedad.
En esas noches junto a la fogata o bajo la luz sin fin del cinturón de fotones, los viejos contaremos de un hombre enorme y barbado, a veces furioso e impío como un demonio de cuyos ojos brotaban rayos de fuego, otras aguerrido, iluminado y hermoso, que gobernaba al mundo desde una isla en medio del mar. “¿Cómo se llamaba, abuelo?”, preguntarán los niños, y ante la imposibilidad de pronunciar esas dos sílabas macabras por temor a que la lengua y las tripas se calcinen, buscaremos un asonante: “Gulliver”, responderemos más tranquilos. Y mezclándolo todo para complacer a tan exigente auditorio, hablaremos de un pueblo de enanos lujuriosos que quiso ejecutarlo con un tirapiedras, pero después de miles de intentos fallidos decidieron marcharse poco a poco en improvisadas piraguas como la de Guillermo Cubillo, hasta dejarlo solo en aquel cayo, apuntándolos con un tridente descomunal que atravesaba cualquier océano. “Nunca lo vimos morir”, agregaremos pensativos. Con el tiempo, la tradición lo habrá convertido en el dios inmortal, cruel y magnánimo, dadivoso y vengativo.
Seguramente narraré mil veces que un hombre hubo que se apellidaba Anderson y era programador de computadoras, artefactos más rápidos y certeros que el cerebro humano. Ese muchacho, delgado y guapo como una gaceta pálida, un mal día tuvo frente a sí a un moreno estrafalario llamado Morpheus, como el dios del sueño, que le ofreció una píldora roja y otra azul. Si Mr. Anderson tomaba la añil, su vida seguiría siendo cómoda y aburrida como la de todos nosotros y no se enteraría de nada en este mundo; pero si se zampaba la colorada, se convertiría en Neo, el elegido, el salvador de la humanidad. Después de ciertos episodios de programación mental, teletransportación y antigravidez nada comunes entre los que tragamos la pastillita azul, pero pan de cada día para la pandilla interestelar que lo creía El Héroe, el pobre acabó electrocutado en un gran generador universal tratando de salvar a la mítica Sión, último reducto de esta Tierra, donde todos gozaban la papeleta en una especie de carnaval orgiástico bastante apetecible a ratos.
“Yo también quise tomar la píldora roja”, diré entre dientes y pensaré que allá por los principios de los noventa, cuando mi alma se quedó tan sola y tan maltrecha, soñaba con que me contrataran para ir a darle la mano al enorme barbado, forrada de explosivos como los palestinos, y hacer pedazos al hijo de puta aunque volara con él y me tocara andarlo arriando —o más bien él a mí— por toda la eternidad. Mientras eso recuerdo, mis nietos adoptivos imitarán la acrobática pelea de Neo contra los Mr. Smith, les susurrarán a los más chicos su secreto antes de dormirse cada noche: “Era el Hijo de Dios” y se encomendarán al cristo cibernético-celuliodeo ansiando alcanzar algún día su fama, su valor y su entrega.
Y rememoraré bajo las estrellas del nuevo firmamento que una de las viejas mañanas de primavera subió una joven piernuda al gusano de luz y, replegada en una esquina del vagón, interpretó canciones italianas. Pero no las de Ramazotti ni Volare ooh, cantare ooooh, no: melodías clásicas, de aquellas de los entonces lejanísimos, y todos la mirábamos como merluza en congelador. Una torre altísima hubo a las orillas de un río, les diremos después, donde se reunían hombres y mujeres de todos los confines a tratar de hallar soluciones a los más grandes problemas del planeta. Cada uno hablaba un idioma diferente, pero no sólo el que brotaba de sus bocas, sino el que anquilosaba sus pensamientos en odios eternos, deseos de venganza, miedos y sumisiones indescriptibles. Así, cuando pase el tiempo y pase un águila sobre el mar, el edificio flaco de la ONU se habrá convertido en la Torre de Babel y en la cima, entre los escombros, cantará una sirena soprano con cola de merluza las rimas del derrumbe en una lengua incomprensible.
Y así, con tantos ires y venires, los cayucos se volverán arca y aquellos navegantes suicidas serán Marco Polo, Colón, los shogunes del Oriente en sus galeones de fastuosas arboladuras, que darán luz a otras tierras milagrosas y sorprendentes más allá de las Indias Occidentales y del estrecho de Bering; la vaca Ubre Blanca, que daba más de mil litros de leche al día, y su dueño, el caballo innombrable, se fundirán para volverse el becerro de oro; el ciclón Wilma se desbordará como diluvio universal, y mis amigas, reverdecidas en las nostalgias del devenir, renacerán como amazonas o vírgenes, hadas o brujas, princesas azules y valquirias de las noches febriles. Y Elegguá seguirá siendo el dueño de los caminos, estará pintado a la entrada de todas las cavernas y en las ceibas que coronen todas las encrucijadas se le pondrán ofrendas y se bailará bembé.
Poco a poco, sin proponérselo, irá surgiendo y conformándose un mundo de dioses y mitos que no será más que la recreación fantasiosa de otro mundo igualito, porque no somos los primeros ni seremos los últimos. Pero nuestros descendientes, sin saber que el tiempo termina y recomienza una y otra vez de forma más o menos similar, contarán a sus nietos que alguna vez hubo un parque con una fuente al centro y en la veranda un oráculo, mitad mujer mitad tablero de ajedrez, se entretenía profetizando, a veces con su poquito de mala leche —¿y quién no?—, el pasado, el presente y lo por venir.

martes, 13 de mayo de 2008

La Habana sí



A Yoani Sánchez, allá en La Habana de un siglo después*



Tal vez por haber mencionado a Eusebio Leal hace dos semanas y recordar, en consecuencia, su programa televisivo Andar La Habana… tal vez por haber leído el fogonerazo de Camilo Venegas acerca de la “estática milagrosa” que mantiene en pie tantos edificios ubicados fuera de los límites del proyecto de remozamiento Leal… tal vez porque La Habana es presencia constante en mi memoria, de pronto me veo sentada en el muro del malecón una cálida noche de principios de los noventa. A mi lado, una amiga santiaguera; a mi espalda, nuestro coterráneo: el general Antonio Maceo, Titán de Bronce, erguido en su estatua ecuestre. Tan a gusto estamos hablando de su experiencia pedagógica, de aquellas fascinantes historias de griegos y romanos que ella pareciera conocer al dedillo, que no vimos acercarse a dos muchachos, unas criaturas, que se han sentido en la masculina y cubanísima obligación de acompañar y proponer.
Que indiferentes a su presencia —eso fingíamos… quién podría ignorarlos tan pegaditos que estaban— hayamos continuado aquella plática matizada de frases clásicas que mi amiga suele aplicar a las contingencias de la cotidianidad, les pareció verdaderamente chocante a nuestros jóvenes enamorados. En un alarde de bravucona presión, reforzaron sus cada vez más groseras interrupciones y ante la insistencia de nuestro desprecio —que fue sólo una gentil negación; no podría ser de otro modo tratándose de esta amiga de esmerada educación y trato—, empezaron a gritarnos todo un repertorio de lindezas que ya podrán imaginar, desde el muro hasta la mismísima puerta de mi edificio, mientras nosotras, sólo unos pasos adelante, huíamos despavoridas Oquendo arriba.
En aquellos años anteriores a las jineteras y sus chulos, el disfrute de la belleza del malecón habanero, esa enorme boca azul que se abre desde el Morro hasta el 1830, casi siempre se veía perturbada por tipines de esa laya o por los hijos de Onán, que practicaban sus pajísticos dones a todo lo largo del arrecife costero, silbándole desde allí a cualquier hembra para presumirles el instrumento en cuestión porque, además, como buenos cubanos, adoraban el exhibicionismo.
De modo que, mejor, antes de seguir contemplando sus impudencias, camino hacia 23, esa hermosísima avenida, corazón de La Habana moderna, observando mientras me acerco el elegante edificio del Hotel Nacional con sus dos torretas y detrás, las alas enormes del Focsa como abrazándolo. Paso ante las oficinas de Cubana de Aviación, frente al cine La Rampa y la cafetería Milán, junto a la Casa de la Cultura Checa y al restaurante Praga, tan oscuro que no sabía uno lo que tragaba allí. Doy vuelta a la derecha en el Pabellón Cuba y entro al edificio de al lado, en cuyo quinto piso está Radio Ciudad de La Habana. Voy a encontrarme con Albis Torres (†) y Joel Valdés, productora y conductor del programa Hoy, en el cual anuncio cada semana la programación de actividades de la Casa del Joven Creador.
Al salir de la emisora, seguramente andaré por N hasta el edificio América, en la esquina de 27, donde tienen su cuartico alquilado Teresa y Sigfredo. En el camino, pasaré ante la entrada enrejada del refugio que construyeron en los ochenta cuando se suponía que —entonces sí… como cada vez— llegaría la invasión americana. Por ese mismo tiempo, semanas y semanas cavamos a pico y pala los estudiantes de la Universidad de Oriente en las laderas de Becas Quintero, al resistero del sol, sudando como presos de la cárcel del Sing Sing, para que las lluvias del siguiente mayo taparan totalmente las trincheras y las llenara de tierra el olvido hasta que convocaran a los preparativos para la próxima invasión.
Los tres metros cuadrados de Teresa y Sigfredo fueron hogar y refugio de esos días. Muchos de mis poemas de entonces tienen que ver con ese espacio y esas almas. Siempre había un buchito de café, un tecito, una sopa de nada, un trago de ron. Y si no, salíamos por esos senderos de Dios que quedan por la cantera de San Lázaro, hoy Fragua Martiana, a buscar una botella de chispa ‘e tren a un precio que mejor no recordar. En los tiempos de gran hambre, cada uno de los amigos llevaba el ingrediente que lograba conseguir y hacíamos un pastel de arroz con mayonesa de papa que todavía me hace salivar como perro de Pavlov.
Si bajaba por N y cruzaba San Lázaro, en la esquina de Infanta y Concordia se alza la Iglesia del Carmen, donde vi en el 91 la más fervorosa manifestación de devoción hacia la Virgen de la Caridad del Cobre en su peregrinación anual. No podía creer que tanta gente se congregara en un acto de esa naturaleza cuando la religión había estado tan duramente vigilada y condenada por décadas. Impresionada y emocionada, tal vez ilusionada incluso, escribí entonces “Los mercaderes del templo”. Y tiempo después, deambulando por esa misma calzada ruinosa hacia la Quinta de los Molinos, nació “Portales de la calle Infanta”.
Subiendo por 27, en cambio, salgo justo a la base de la escalinata de la Universidad de La Habana, con su alma máter impertérrita allá arriba, braciabierta para todos sus hijos. Allí, en la colina, como le llaman familiarmente, una tarde me entregaron los ejemplares de mi primer libro, una noche oímos leer a Benedetti en la Plaza Cadenas y una mañana nos enteramos por el Granma de que ya nos había alcanzado aquella enfermedad terriblemente capitalista que es la suma de mil otras, y que su primera víctima nacional era nada menos que Veguillas, cosa bastante comprensible —parecía insinuar la nota oficial— tratándose de teatreros perversones que, para colmo, habían andado por el mundo sueltos y sin vacunar.
¿Ustedes sabían que la 127 no tenía confronta?... Yo tampoco, y después de salir del Pico Blanco del St. John, donde habían cantado Xiomara y Anabel, me quedé toda la madrugada en la plazoleta de frente a la Universidad con el acoso inevitable, indetenible e insistente de un caballerito proletario al que, si algo tuviera que agradecerle, sería que me enseñó otra ruta para llegar al Mónaco. El chofer de aquella guagua que al fin pescamos en la parada de la Casa de la FEU, amenizaba su noche con un radio VEF en el que Carlitos Varela gritaba desgañitado Tropicollage, que entonces era una canción atrevidísima.
Parada allí, en la esquina de 27 y L, no recuerdo claramente la primera vez que fui a La Habana. Supongo que muy chiquita, porque entre brumas veo una habitación del Habana Libre con vista al mar y una cola enorme en Coppelia, la famosa heladería, donde había entonces mil sabores, entre ellos el naranja-piña, que en mi paladar nada tenía que envidiarle a fresa ni a chocolate. Dice mi madre que después de dos o tres horas de espera mi padre dijo: “¿Ya vieron Coppelia?... Mírenla bien, porque aquí no vuelvo”. Y lo cumplió.
Dígannos guajiras, pero para Piri y para mí no había lugar más de ensueño que, precisamente, el Habana Libre. Tal vez por el recuerdo de aquel viaje infantil, tal vez por esa exuberancia de luces, cristales, mármoles, escaleras, vegetación interior. Cada vez que pisábamos El Vedado, acabábamos en esa esquina de 23 y L. Poniendo un telegrama para Santiago, llamando por teléfono a cualquiera o visitando aquel baño tan amplio e iluminado que parecía un salón de fiesta. Y luego, bajábamos La Rampa por esas aceras de granito coloreado para ir a merendar al Karabalí o al Wakamba, cuando todavía vendían sándwiches tostaditos y tartaletas.
Cuando llegué definitivamente el 30 de junio de 1989, ya había vivido tanto en La Habana como si hubiera nacido allí. Casi creía compartir —¡ilusa yo!— esa gracia divina, ese orgullo sempiterno que baña a los habaneros en sus días sobre esta Tierra. Los dos años y medio que me esperaban serían mucho más intensos de lo que entonces pude imaginar. Por eso, algo dentro de mí canta ahora mismo: Ooh La’bana, ooh La’bana… y le susurro al oído, aunque sea en fotos, enamorada aún: La Habana, paraíso encantado; La Habana, princesita del mar. Entonces me parece que no me he ido, que sigo despertando en mi cuarto de la calle Concordia, colgando de una 98 hasta la Avenida del Puerto, tomando un té de jazmín en el asteroide de Soleida o sentándome en un banco de Línea y G a esperar que la tarde me devuelva esa extraña fragancia de la felicidad.

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Yoani Sánchez, quien escribe en La Habana de manera casi milagrosa el blog Generación Y, acaba de ser nombrada por Times una de las cien personas más influyentes del mundo en 2008 y de ganar el Premio Ortega y Gasset en periodismo digital que otorga El País. Debió haber estado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid la noche del pasado 6 de mayo recibiendo su galardón, pero el gobierno cubano, demostrando a todas luces su verdadera voluntad de cambio, le negó el permiso de salida.

martes, 6 de mayo de 2008

Lesbos y las lesbianas

Cartel publicitario de la serie The L Word



El 10 de junio en Atenas, un tribunal deberá determinar si le ordena cambiar su nombre a la Comunidad Griega de Homosexuales y Lesbianas (OLKE), debido a que tres ciudadanos de Lesbos han interpuesto una querella porque consideran que “la identidad histórica y regional y la personalidad de sus habitantes” se ven insultadas con el uso de su gentilicio para llamar a las mujeres que gustan de otras mujeres. “Nuestro destino geográfico ha sido usurpado por ciertas damas que no tienen relación alguna con Lesbos”, agregó Dimitris Lambrou, uno de los demandantes y director de la revista cultural Davlos.
Como “una broma de mal gusto que bordea la discriminación” calificó el hecho Evangelia Vlami, una portavoz de la organización griega, mientras Lambrou se queja de que su hermana “no puede decir en público que es lesbiana”… Algún problemilla tendrá la señorita Lambrou, digo yo, porque hasta ahora ninguna nacida en esa isla griega se había puesto tan punkie.
Los solicitantes afirman, como si la hubieran conocido, que Safo no era lesbiana… Bueno, lesbiana sí era porque allí nació —aunque dice la Real Academia Española que el gentilicio correcto es lesbio/a—, pero que no tenía esas pervertidas costumbres. Que era casada y con hijos… Ay, Lambrou, por favor, qué me cuentas que no haya visto mil veces… El asunto es que tendrán que ir pensando en poner su denuncia no ante el Tribunal de Justicia Europeo, como amenazan si no son favorecidos con la decisión del juez ateniense, sino ante la ONU o la Confederación Intergaláctica porque, a estas alturas, quién les quita el título de lesbianas a todas las marimachas del universo.
Aunque tal vez no sea tan grave el asunto del despojo nominal porque, a propósito de esta exigencia de Lambrou y compañía, el sociólogo colombiano Manuel Velandia convocó en su casa a un grupo de amigas homosexuales confesas y practicantes, más o menos autoaceptadas y autoasumidas, que consideraron “terrible, despectivo y discriminatorio”, aunque “políticamente correcto”, el término lesbiana y no alcanzaron a ponerse de acuerdo acerca de cuál calificativo usar para denominarse a sí mismas. Y la verdad es que a mí, en lo personal, lesbiana me parece, como se diría en Cuba, una palabra picúa, es decir, ridícula y rebuscada, con esa combinación de “s” y “b” alta tan difícil de pronunciar que pareciera atorarse entre la punta de la lengua y el paladar.
Pero si hay que nombrar las cosas para que existan y luego puedan visibilizarse —ese otro término tan moderno y agringado—, ¿cómo reconocernos, entonces, si en esta lesbiandad nos hallamos como a la fuerza? Ni modo que la ONU, ese organismo tan aséptico, nos llame tortilleras, bolleras o areperas —acepciones domésticamente culinarias que refieren la acción de amasar las harinas— precisamente ahora que nos esforzamos en limitar los carbohidratos y las grasas trans de nuestra dieta planetaria.
“¡Mira que comen mierda!”, me dice mi amiga Ena y tiene razón. Porque mientras en querellarse se entretienen aquellos lesbianos/as del primer mundo, ahí mismo en la Colombia de Velandia, en la ciudad de Manizales, por admitirlo públicamente dos muchachas de 16 y 17 años de edad han recibido infinidad de humillaciones en un colegio que se llama nada más y nada menos que Leonardo da Vinci. Cuando debieran estar impuestas y permeadas del universal espíritu humanista y gay del gran artista italiano, las autoridades de la preparatoria prefirieron negarles el cupo. Ellas solicitaron una acción de tutela al libre desarrollo de su personalidad que fue fallada a su favor, por lo que se ordenó su inmediata reintegración escolar. Pero el pasado 25 de abril, cuando fueron a matricularse en décimo grado, cientos de compañeras las recibieron con rechiflas y carteles de rechazo. Magola Franco, la directora del colegio, dijo que no podía hacer nada por evitar el altercado, porque el resto de las estudiantes tenían derecho a la protesta.
Todo el alumnado, concentrado en la cancha de básquetbol, gritaba a coro: “No las queremos, fuera de aquí”. Si usted accede a este video, se le pondrán los pelos de punta y le rechinará el alma de coraje e indignación como me ocurrió a mí. La estudiante organizadora de la protesta dijo a la prensa que los actos no eran en contra de las niñas, sino que buscaban proteger la “integridad del colegio y de nosotras”. Estas muchachitas colombianas del Da Vinci, como los hermanos Lambrou de Mitilene, no quieren ser identificados como “puras lesbianas”.
Cómo no van a pensar así, me pregunto, cómo no van a sentirse “ofendidos”, si a gays y lesbianas se nos sigue identificando con locas de carroza o bomberos; si el tratamiento en los medios va del extremo de las increíblemente bellísimas muchachas de The L Word a la caricaturización tenebrosa, marginal o mamarrachesca en el otro extremo; si todavía estas noticias como la que hoy comentamos aparecen en Youtube y otros portales relacionadas a videos de lesbianas cachondas y juguetonas que siguen siendo la fantasía hot de tantos hombres y de algunas lesbianas que priorizan la curiosidad sexual por encima de la condición humana.
Es el resultado de conceptos profundamente arraigados en la sociedad durante siglos de segregación y del desconocimiento de los principios básicos del comportamiento sexual, porque la homosexualidad no es una epidemia que se contagie. Y si lo fuera… ¡a correr liberales de Perico!, como dirían en mi patria, porque no los salvará ni el médico chino. Y mucho menos esos terapeutas que hicieron la semana pasada en México su congresito de cómo sanar la homosexualidad no deseada.
En pleno siglo XXI, después de todo el trecho andado desde Safo hasta acá, indigna seguirnos enterando de —y viviendo— casos de crímenes de odio por homofobia y discriminación consuetudinaria, redadas y detenciones que violan todas las normas del debido proceso, como la del actor, activista y empresario Tito Vasconcelos en la ciudad de México la semana pasada.
Hace un año, estando en España, leí la noticia de que, para “salvaguardar su honor”, Paulina Rubio había demandado por seiscientos mil euros a Dónde estás corazón, programa de espectáculos de Antena 3, por haber sugerido que ella era lesbiana. La jueza encargada del caso desestimó la querella “por cuanto la condición de homosexual de una persona en la actualidad no debe ser entendida como deshonrosa”. Pero España va diez pasos delante de todos nosotros. Allí las izquierdas son izquierdas y los derechos son derechos. Y no es un simple juego de palabras. Juezas como ésa, que le pongan los puntos a las íes, necesitamos por acá y también en Mitilene.