lunes, 24 de septiembre de 2007

Hoteles prohibidos

Hotel Habana Hilton, después Habana Libre
después Habana Tryp... ¿y ahora?

Cuando le mandé a mi amiga española Carmen García del Carrizo el penúltimo borrador de “Un puñado de cenizas” —ese terrible cuento que pueden leer en Con la boca abierta (Madrid, Odisea Editorial, 2006) o pedirme, con toda confianza, para que se los mande por email—, me preguntó, verdaderamente disgustada, por qué Yanela y Mar, las protagonistas, no iban a un hotel en vez de estar haciendo cosas delante de cualquiera.
Inmediatamente recordé a Teresa Melo, quien acuñó que “ser cubano es una tarea”, que incluye —agrego— no sólo ir por el mundo explicando qué tipo de cubano eres y por qué, sino, además, dar detalles de una vida cotidiana que al resto le parece bizarra, inconcebible, invención malintencionada de gusanos y enemigos de la revolución. Pero como sé que Carmen no es de los que así pensarían, le expliqué que en Cuba los hoteles son para extranjeros y se cobran en dólares. La noche cuesta como cualquier otro hotel del mundo, cincuenta o setenta dólares los más baratos, y el salario promedio de un cubano no rebasa el equivalente a quince o veinte dólares al mes.
En los ochenta, la época en que Cuba sonreía —como decía Ariel—, cuando pusieron supermercaditos donde se podía comprar carne rusa uruguaya, repollos búlgaros rellenos y tamal en lata nacional, también proliferaron en La Habana las llamadas posadas, unas pocilgas como la que aparece en la primera escena de Fresa y chocolate, que alquilaban por horas mientras una larga cola de parejas esperaba afuera muertos de pena —todo el mundo sabía a qué iban— o entre chistes y desenfadada convivencia. Y donde, lógicamente, no alquilaban habitaciones a personas del mismo sexo.
Pero en Santiago —cuna y pan— no había posadas. El único hotel de paso que recuerdo era Chapela, un motel en la carretera al aeropuerto, hacia el que echábamos los ojos lo más disimuladamente que podíamos —la discreción en los cubanos es casi un imposible— cada vez que pasábamos en una de las guaguas que llevaban hacia la entrada de la bahía. Nunca vi a nadie saliendo de allí, ni un alma. Parecía más bien un cementerio detrás de la alta barda que sólo dejaba ver los techitos de las cabañas.
Las veces que estuve en un hotel fue durante una Vuelta a Cuba que logró conseguir mi familia cuando cumplí quince años o en algunos encuentros y congresos de artistas. En todos los casos, al registrarse, le entregaban al huésped una tarjeta con su nombre completo, el número de habitación y los días que estaría hospedado. Sólo presentándola se podía traspasar la entrada, en la cual siempre había un portero, o subir al elevador, donde el ascensorista la revisaba cuidadosamente. Si alguien que no estuviera hospedado lograba burlar tantos retenes, incluida la recepción, donde pululaban los ojos vigilantes, es porque era un as de las transfiguraciones y la invisibilidad.
De modo que cuando quería uno conocerse un poco más con alguien, tenía que esperar a que toda la familia saliera (cosa bastante difícil en hogares con ancianos o niños pequeños), buscar un rincón oscuro en cualquier calle —detrás de un arbusto, un automóvil o en una escalera— (situación bastante arriesgada para parejas de cualquier conformación) o pedirle el cuarto a los amigos que pudieran prestarlo (gracias Berthica, gracias Marta Campos, ¡gracias Arístides!). O esperar a que el Sindicato o la Juventud Comunista dieran la posibilidad de alquilar un fin de semana en la playa —premio a la buena conducta del compañero militante o resultado de alguna triquiñuela—, momento en el cual coincidíamos todos los amigos y aquello parecía otra posada en la que también había que esperar turno.
Porque no crea usted que era tan fácil y sencillo como lo es en cualquier lugar del mundo alquilar una casa en la playa o una habitación de hotel. En Santiago de Cuba —y en todas las provincias del interior— había una sola oficina de turismo y no miles de agencias de viaje como en cualquier pueblo del planeta. Esa oficina única —que era, por supuesto, una dependencia gubernamental— ponía a la venta las habitaciones asignadas a la provincia en hoteles de La Habana u otros destinos para el verano o el fin de año siguientes. Para obtener una reservación, el interesado debía marcar un número de teléfono un único día y a una determinada hora. No un conmutador con diez líneas… no, un número único. Quienes tenían el dedo más veloz podían acceder a lo que iba quedando. Dependiendo de su suerte y habilidad dactilar, reservarían una semanita en el Habana Libre, en el lleno de cucarachas Bruzón, en el cayéndose a pedazos Isla de Cuba… o en ningún lado.
Hubo en ciertos años otra variante. Cualquier hijo de vecino hacía una lista adonde se anotaban los futuros viajeros. Eso ocurría dos o tres meses antes del día único de venta en la oficina única de turismo. Cada tarde, los anotados se reunían en algún lugar público de la ciudad para pasar lista. Quien faltaba, quedaba automáticamente eliminado y el siguiente avanzaba a su lugar. Cuando se iba acercando la fecha, la rectificación se hacía dos veces al día. Así, los que conseguían llegar al final, entraban en ese orden a la oficina el día señalado a ver si alcanzaban Habana Libre, Bruzón, Isla de Cuba… o nada.
Para el boleto del avión o la guagua que lo trasladaría a su destino había que hacer otra cola y rectificar otras listas. Así que o se la pasaba uno corriendo de un lado a otro de la ciudad para decir “aquí” en cada una de ellas, o varias personas de la familia tenían que rotarse la responsabilidad. O le pedía a algún amigo que le hiciera el favor, con el peligro de que el susodicho se anotara y le tocara Riviera mientras usted se iba al Isla de Cuba… o a ningún lado.
La otra variante era casarse. Cuando uno se anotaba en la lista de los matrimonios —sí, para todo había listas—, podía, sin hacer la cola de meses, reservar una Vuelta a Cuba o unos diítas en un hotel. Pero como usted comprenderá, nadie puede casarse todos los veranos.
¿Ya ves, mi querida Carmen, por qué Mar y Yanela no pudieron ir a un hotel? O sea que si en 1964, mi año de nacimiento, cuando Nicolás Guillén escribió “Tengo” esta escena era posible:


Tengo, vamos a ver,
que siendo un negro
nadie me puede detener
a la puerta de un
dancing o de un bar.
O bien en la carpeta de un hotel
gritarme que no hay pieza,
una mínima pieza y no una pieza colosal,
una pequeña pieza donde yo pueda descansar.



se convirtió en una soberana mentira con el transcurso del tiempo. Ni negro ni blanco ni mulato ni chino podía entrar a hotel alguno sin tener su reservación de la oficina única. Ni dancing ni bar, que para eso también había que anotarse en la lista, esperar turno y enseñar el carné de identidad en la entrada. Después, con la llegada masiva del turismo —mayoritariamente sexual—, las historias fueron otras; requerirían del espacio de otro Parque. Pero las recientes noticias de protestas universitarias en la isla, una de cuyas quejas es que los cubanos no pueden entrar a los hoteles, no hace más que confirmar lo que he contado.

martes, 18 de septiembre de 2007

El boom de la explicitez



Lo que hace unos años considerábamos vulgar, hoy es digno de una antología de la puerilidad. Recuerdo cómo decía “¡oooh, qué atrevido, qué insinuante!” cuando Lalo Rodríguez cantaba “he manchado mis sábanas blancas/ recordándote”, y “¡uff, qué bajeza!” con El General farfullando: “Bien bien buena, tú te ves bien buena/ parece una botella de coca cola”. Eso es elaborada metáfora, magistral manejo de imágenes, ahora que vivimos el boom de la explicitez.
Y no culpemos al reggaeton, porque antes de que Daddy Yankee pusiera a pedir gasolina, a perrear y a janguear como putas malas a todas las niñas del planeta, ya la Charanga Habanera cantaba aquello de “te di, te di donde te gusta a ti/ ahí, en el centro/ y te dejé con la bala adentro”, los panameños Rabanes alardeaban de que “cuando me lo agarra yo lo tengo tieso”, Illya Kuryaki and The Valderramas invitaban “a mover el culo, a mover el culo” y Molotov le ladraba “perra arrabalera” posiblemente a la misma recogida —o a la prima— a la que Kaos apodaba La Ramera porque “en cualquier tronco se atora”. Y mientras unos suplicaban: “Mueve tu cuchi cuchi, mami, mueve tu cuchi cuchi”, las otras respondían, haciendo ojitos, “no te metas con mi cucu”. Y si a ésas vamos, echando mucho más pa’trás el casete, tampoco era tan sacrosanto, por ejemplo, aquello de “dile a Catalina que se compre un guayo que la yuca se te está pasando” o lo de “quimbombó que resbala pa la yuca seca”.
De modo que no debieran asustarnos ni asombrarnos demasiado las propuestas del reggaeton. Sólo que entonces, aquellas canciones eran picaresca popular, manifestaciones más o menos aisladas de marginalidad o rebeldía, o payasadas de algún maleducado queriendo hacerse el gracioso. Pero ya se ha visto que la globalización no sólo atañe a la economía y las luchas sociales: en lo que va de siglo, un ejército de negros raspita dando saltos simiescos y agarrándose lo que tienen en la entrepierna, y una colección de pelvis descoyuntadas llenan los videos musicales, los ojos y las glándulas —no sólo salivares— de buena parte de los jóvenes que creen que eso es la música chida.
¡Y deja el perreo!, que los bailes, mal que bien, siempre tiene su componente erótico... ¡las letras! ¡Madre del Verbo!, como decía mi tío Pepín. Mi favorita, la que me hace levarme del sofá alzando la bandera de los derechos de las mujeres a la dignidad, es la de Calle 13 y Nelly Furtado que, como buena canadiense, no ha de entender ni la mitad:



Hoy voy a sel tu veterinario,
pa’ tlanquilizalte los ovarios […]
y voy con toa la yuca,
[…]
Mami dale, vamos a conveltilnos en animale,
en sapos y en ranas
y hacer una fiesta con syrop de banana.
Con ganas, rompe las avellana.
Y no me dé tan duro, que se me inflama,
quiero vel to’el panorama,
déjame hacelte un sonograma y chequealte toa,
y comelte toa,
y chupalte como una boa,
mojalte en salsa barbacoa
pa’ dejalte bruta como Rocky Balboa.


Y otra inspirada letra que me provoca una revoltura que sube desde mi área abdominal es ésta:


Cambia esa cara de seria,
esa cara de intelectual de enciclopedia
que te voy a inyectal con la bacteria
pa’ que des vueltas como machina de feria,
señorita intelectual
ya sé que tiene el área abdominal
que va a explotal como fiesta patronal
que va a explotal como palestino.
Yo sé que a ti te gusta el pop rock latino
pero este reggaeton se te mete pol los intestino
pol debajo de la falda como un submarino
y te saca lo de indio taíno.




Porque no basta ser vulgar; hay que ser el mejor de los vulgares, y ahí no tiene competencia el Residente de Calle 13, “el máximo exponente del pecado”, que se llama a sí mismo, con un tino indiscutible, “la araña que el idioma daña”. Ahí, como se diría en Cuba, llegó y paró. Ese jabao es lo más. Y no es que pretenda que la gente escuche en masa a la sinfónica de Viena —que no estaría mal de vez en cuando—, pero una cosa es decir “la rabia, coño, paciencia, paciencia” y otra muy distinta, reseñar cuántos dedos va a meterle a su gata o cómo esa diabla, puesta en cuatro, le chupa el pirulí o tiene tremendo culo.
Y a veces no es siquiera lo que dicen, sino los modos. No quiero parecer santa —que un buen culo intranquiliza a cualquiera—, pero esas muecas, esos gestos y el tono de la voz que al mundo les parecen tan graciosos, me remiten a anécdotas y vivencias de tipos masturbándose en plena calle y persiguiéndote todo el camino, con la cosa afuera, mientras repetían un rosario de eso que llaman piropos, o sea, marraneces.
Por eso no puedo sonreír cuando un reggaetonero manotea y enfurruña la boca para decir: “Súbete la minifalda hasta la espalda” o “quiero ver a to’ los grillos moviendo el fondillo”. O “Mami no te pongas changa, que tú traes tu tanga que te vas a poner pa’ enseñarnos las nalgas” o “Que se preparen que lo que viene es pa’ que le den duro”. Y en esta última tonada, ponga usted atención y júreme que lo que dice no es: “Que se me pare, que lo que viene…” etcétera, etcétera… ¿Ya ve?, si ellos no son lo suficientemente cochinos, los oídos de uno, acostumbrados a sonidos similares de toda la vida, parece que sí.
Sin pretender emular a mi abuela Cristina, que se volvería a morir si los escuchara, esas fusiones urbanas son música de pandilleros, un atentado a la sensibilidad estética de quienes esperamos de la vida —y de la música— un poquito más. Hace un año Leonardo Padura escribió un excelente artículo sobre el tema, “La educación sentimental”, en el cual advertía del, a su juicio, peor legado de esta era de la vulgaridad: “Lo que me duele del reggeatón y sus letras no es tanto lo que provocan ahora entre sus consumidores, sino y sobre todo lo que dejarán en ellos como sedimento cultural, sensorial, afectivo, como sustancia para la evocación cuando los tiempos de hoy ya sean los de ayer.”
Vamos de acuerdo, Padura. Así que zúmbale el mambo pa que mis gata prendan lo motore… que hasta Nelson Ned, José Feliciano y los Pasteles Verdes, juntos, eran mejor que esto. ¡Hasta la Macarena! Porque ahora sí que como vislumbraron, preclaros, Los Van Van: “¡Se acabó el querer!”.

martes, 11 de septiembre de 2007

Mare nostrum

Bahía de Santiago de Cuba

A Piri



Las primeras veces que estuve en el Mediterráneo fue en el cuarto de televisión de mi casa de Santiago oyendo a Serrat en un viejo tocadiscos de aguja. En el mapa europeo del Pequeño Larousse, Piri y yo localizábamos Algeciras y Estambul para tratar de entender de la manera más aproximada “el sabor amargo del llanto eterno” y pensábamos que entre ambas ciudades seguramente habría un poco más de cien pueblos porque, de lo contrario, aprovechaban bastante mal el espacio en Europa.
Cuando en noviembre de 2003 esperé en el balcón de un hotel de Málaga a que el amanecer echara su luz sobre las olas grises del Mediterráneo, azotado por un temporal que mis amigos juraban y perjuraban que era inusual en esa región y en esa época del año, estaba segura de que iba al encuentro con un viejo conocido. Y así fue en ésa y en cada ocasión en que pude estar a su vera, en Alicante, Valencia o Barcelona, con frío, con lluvia o con sol.
Gente de mar, al fin y al cabo, habitantes de isla, eternos robinsones, estamos acostumbrados a que la vida transcurra en las orillas, a que las olas y el azul estén ahí, a la vuelta de la esquina. En la autonombrada capital del Caribe —a veces me pregunto si en Martinica o Guadalupe, por no decir en Puerto Rico o La Española, piensan que Santiago de Cuba es su capital—, en la más caribeña de las ciudades cubanas, es natural ver el mar desde sus empinadas calles. “Como una cicatriz/ los rieles del tranvía parten la calle en dos/ una suave pendiente los arroja hacia el mar/ con destellos que ciegan” dice mi poema “Santiago de Cuba”. Cuando lo escribí, mi cabeza volaba loma abajo por la calle de San Francisco de la mano de Manolito Borja —que Dios sabrá adónde se llevó y por qué.
Desde mi balcón de La Habana, a tres cuadras del malecón, el mar resplandecía a toda hora con ese azul profundo, casi índigo, que no he visto en ningún otro lugar. “El mar es una lástima de azul desperdiciado”, dice mi “Portales de la calle Infanta”. Allí, desde ese balcón de Concordia, oí las roncas sirenas de los pocos barcos que en los principios de los noventa entraban a la bahía. Allí inventé historias que poco duraron. Desde allí anduve todos los caminos posibles y en cada bocacalle podía ver el mar.
Por eso se cuela el viento por las hendijas de mis versos y huele a salitre. Y se van a la playa los personajes de mis novelas y hablan de nostalgia por las mareas los textos literarios que analizo en mis ensayos. Y el primer cuento que escribí empezó cuando la protagonista se tomaba un ron añejo triple mirando la lluvia caer sobre el pueblo marino de Santa Fe.
Por eso cuando Darsi me preguntó cómo me había acostumbrado a vivir en una ciudad sin mar, pensé en la canción de Serrat: “Quizá porque mi niñez sigue jugando en tu playa/ y escondido tras las cañas duerme mi primer amor/ llevo tu luz y tu olor por dondequiera que vaya”. Y en el mediodía mexicano —quién sabe si por efecto del ozono— sentí el olor salobre de los días de la infancia, cuando nos acercábamos a Siboney o Juraguá, o cuando en el camino hacia Caletón Blanco avistábamos los cañones oxidados de los barcos hundidos en la guerra que nos robó la independencia, o cuando mi abuelo José me llevaba a tirarle piedras al mar desde las almenas del Castillo del Morro. Y en el rojo atardecer del valle de los aztecas vislumbro la entrada de la bahía y el cayo Smith como si los mirara desde el acantilado donde colgaron el parque Frank País y, alrededor, como un escudo que me abraza, veo las montañas de Santiago de Cuba.

(Si das click sobre la foto, podrás ver la bahía con todos sus detalles, desde el Morro hasta La Socapa, el cayo en el medio con su iglesia en la punta. Está tomada desde Punta Gorda, creo que desde el parque Frank País; las casitas blancas son las del Barrio Técnico.)

martes, 4 de septiembre de 2007

Bartolo, el último que abre


Patio de la entonces Casa del Joven Creador,
ahora Museo del Ron

A Omar, Piri y Lazarito


En la esquina que forman la Avenida del Puerto (nombrada San Pedro en ese tramo) y la callecita de Sol, en plena Habana Vieja, se levanta el palacio del conde de la Mortera, una construcción del siglo XVIII en la que, a finales de los ochenta y principios de los noventa, estuvo la Casa del Joven Creador, sede nacional de la Asociación “Hermanos Saíz”, la organización que agrupaba a los jóvenes artistas cubanos.
El equipo multidisciplinario que allí trabajaba, gente de todas las especialidades y géneros artísticos y de promoción cultural, encabezado por Omar Mederos, quiso convertir el viejo recinto colonial en un centro con una programación variada y sistemática que permitiera darse a conocer a los jóvenes creadores y, al mismo tiempo, animar culturalmente la zona medio marginal en la que se enclavaba.
Y entre un sinfín de actividades —exposiciones de artes visuales, lecturas literarias, presentaciones de músicos y trovadores, proyecciones de cine, encuentros teóricos— nació el Bartolo, llamado así como homenaje a Beny Moré. En recuerdo de Bar Esperanza, el último que cierra y, con esa genialidad de Omar para los dicharachos y juegos de palabras, bautizamos al nuestro como Bartolo, el último que abre. En punto de las doce de la noche de cada sábado, desde la garita en que Waldi mezclaba la música salían las notas de “A medianoche empieza la vida, a medianoche empieza el amor…” cantadas por el Bárbaro del Ritmo, y así daba inicio la fiesta. El bar servía tragos y bocadillos que eran un lujo en aquella época (y en ésta) y los asistentes, a medida que subía el calor de la madrugada, llenaban con sus bailes y su buen humor el patio colonial.
Al principio, los asiduos eran artistas y amigos de la Casa —del lado izquierdo, Odette y su pandilla; del derecho, Carlos y las muchachitas—. Pero en una Habana muerta de aburrimiento y sepultada en la oscuridad, las noticias del Bartolo corrieron como pólvora y la concurrencia creció desproporcionadamente. Una aquellas noches era tal el gentío desbordado hasta la avenida, que llegó la policía a subirlos en la acera para que no interrumpieran el tráfico. Marilín Garbey y yo nos asomamos discretamente por uno de los balcones del entrepiso y cuando la muchedumbre nos vislumbró entre tinieblas, coreaban nuestros nombres. Yo me sentía Eva Perón.
Por allí desfiló toda la intelectualidad joven y toda la farándula. Y los amigos de los amigos de los amigos. Fue, sin dudas, la primera discoteca gay del país. Gay y straigh, sin exclusión, porque era el primer lugar público donde se pudo bailar con quien le diera la gana a uno sin represión. La música iba desde “Pretty woman” y “La isla bonita” hasta Enigma, Juan Luis Guerra y Willy Chirino, que estaba prohibido, por ser del Miami y cantar aquello de "Ya viene llegando... ya todo el mundo lo está esperando". Fue allí donde vi por primera vez esas coreografías a la tejana —tipo Caballo Dorado— que se bailan en grupo.
Y hubo hasta noches temáticas: ¿se acuerdan de la Fiesta de los Géminis? Cada uno llevó un presentico para los festejados: cualquier mierdita, desde una vieja tetera despostillada hasta un gorrito de cumpleaños con la liga zafándose de la presilla. ¿Y aquella fiesta de disfraces en la que me vestí... de mujer? Con minifalda, bajichupa, maquillaje y pelo —que entonces tenía bastante largo— acomodado en un moño desflecado. Edda, la del bar, me miraba y le decía a Piri: “Ay, chica, pero si Odette es bonita…"
Y yo, que ya saben que no me gusta nadita el asunto de la bailadera, acababa la noche echando unos pasillos de miedo al son de “San Pedro de Macorís” con el gordo del solar de al lado, que no era artista ni la cabeza de un guanajo, pero la pasaba de lujo con nosotros. Y al filo de las cinco de la mañana, borrachos y felices, apagábamos la música, cerrábamos la casona y nos íbamos en la primera guagua que salía del paradero de la Lonja del Comercio, desde La Habana hasta Marianao o hasta La Víbora, cantando a todo pulmón canciones infantiles mientras el chofer nos miraba aterrorizado (o divertido) por el espejo retrovisor.



(Además de a los ya mencionados, dedico este texto, con toda emoción, a Suyín, Agustín, la Maciñeiras, Carmen Duarte, Iris, Puchi, Kiki, Yoyi, la Chivi, la flaca, Bladimir, Camilo Venegas y Camilo Hernández, Ale Aragón, Aquino, Arístides, Pedrito, Carro, Anabel López, Yasnieli y Maylín, Niurka y Marlén, Ana María Ramos, Pepe Carratalá, Marín, y a las amables ancianitas de Escobar que una noche, mientras veíamos bailar a una de aquellas criaturitas, echando el pelo a un lado y otro como en un video de Olivia Newton-Jones, me decían con los ojos muy abiertos: “¡Tiémplatela, tiémplatela tú que puedes!”)