martes, 27 de abril de 2010

Vago y divago





Si algo verdaderamente bueno han tenido los días recientes, es el desentrañamiento de un misterio ancestral: ahora ya sabemos por qué el pollo cruzó la carretera. Fue por una disfunción hormonal. Eso acaba de ser revelado por el presidente boliviano Evo Morales, a quien le pegó tan fuerte lo del cambio climático que le dio por asegurar que los alimentos transgénicos y la sobrehormonación de las aves de corral destinadas al consumo humano son los responsables de la propensión hacia la homosexualidad y la calvicie.
En los hombres, claro está, que para este tipo de espécimen neosocialistoide las mujeres no existimos o importamos menos. “Si se les cae el pelo, que compren pelucas”, pensará seguramente mientras repite las lecciones que aprendió en algunas borracheras de coca con sus adorados maestros ―ya saben quiénes―, machines y peludos ellos, rebosantes de testosterona.
Tal vez esa descompensación que provoca en los caballeros, al textual decir de Evo, “desviaciones en su ser de hombres” fueron las que impulsaron hacia Los Pinos a Joaquín Sabina, ese recalcitrante misógino machito gachupín. Después de haber sido “regañado” y acusado de ingenuo en sendos comunicados públicos, absurdos y desproporcionados, del presidente Calderón y su secretario de Gobernación, por haber cuestionado la efectividad de las estrategias gubernamentales de combate al narcotráfico, en vez de “aplicarle el 33” ―que implica deportación inmediata―, la amenaza más común para cualquier extranjero que se atreva a abrir la boca en México, el cantautor español acabó compartiendo lujoso ambigú ―donde seguramente sirvieron pechugas hormonadas― que culminó con la interpretación de “La canción de los buenos borrachos” ―ninguna mejor― acompañado a coro por el jefe del Estado mexicano y su ministro del interior, dizque muy varoncitos ambos.
“Ya nadie vale un cacahuate”, iba yo reflexionando mientras observaba, desde el avión de hélice que me trasladaba a Aguascalientes, la mierda haciendo olitas en la laguna donde desembocan las aguas albañales del DF. A través de la ventanilla de esa navecita hembra, con la discreta coquetería de las pequeñas cosas ―ésas que, según Serrat, suelen ser trascendentes y darnos las casi imperceptibles satisfacciones del día a día―, reconocí las cúpulas del velódromo y de la TAPO y un cerro del Chiquihuite que apenas se adivinaba detrás de la nata amarillenta del esmog.
Ya en la hidrocálida región, cuando nos detuvimos frente a la fuente en forma de manzana para ver a la urraca tomar agua y mojarse las patas, Iván Trejo me dijo: “Esto es sin duda un buen augurio” y sentí crecer un alborozo en el centro del pecho. No se equivocó mi regio amigo: fueron excelentes las horas pasadas en Aguascalientes, a excepción de la primera noche, cuando una pesadilla me lanzaba al fondo de la siguiente por más que les gritaba a las ánimas en pena que debían poblar aquella habitación de hotel: “Ya déjenme dormir, cabronas, vengo sólo por dos días, no voy a quitarles su espacio, no se inquieten”…
Hay cosas de las que nos damos cuenta mucho después. Al terminar la lectura del jueves en el Centro de Investigación y Estudios Literarios de Aguascalientes (CIELA), donde tuve el honor de compartir mesa con Sofía Ramírez, Juan Carlos Quiroz y Juan Domingo Argüelles, una señora me insistió con énfasis: “Usted no es un fantasma”. Se refería a uno de los poemas que acababa de leer, aquel que dice:

Soy un fantasma.
Los que hablan de mí
no me conocen
los que extienden su mirada hacia mi orilla
saben
de antemano
que no me encontrarán.
Yo viví en una isla
respiré el salobre viento de las tardes
puse mis manos
sobre sus ojos
al dormir
besé su boca.
Yo viví en una isla que se hundió para siempre.
Desde entonces
en tierra firme
soy un fantasma.


Se le atribuye a Hemingway aquella recomendación tan socorrida entre escritores y aprendices de que tan importante es lo que escribimos como lo que borramos. Hace tiempo eliminé de ese poema el que era su penúltimo verso: “vago y divago” decía. Un juego de palabras nada agraciado para la poética; un par de verbos que frenaban el rítmico fluir. Cuando apreté la tecla de “Delete” entonces, me sentí satisfecha: por fin me complacía el resultado. Sin embargo el jueves, después del comentario de la señora, me quedé pensando: ¿habré querido borrar también de mi vida esa esencia de vagar y divagar que es, en dos palabras, lo que soy?
La avioncita del regreso tenía una hélice café y la otra negra. Despegó con la ligereza de una mujer menuda y nos regaló un viaje tan estable como el de ida. A punto de aterrizar, me impresionó, como cada vez, la imponencia de los volcanes presidiendo el valle: don Goyo echando su fumada matutina al pie de la Iztaccíhuatl y la ciudad, abajo, una maqueta insignificante, un caserío extenso y diminuto, como pueblo de hormiguitas.
Sí, ésta soy yo ―me dije atisbando hacia afuera―, y es la que quiero ser. No tengo que disculparme ni avergonzarme cuando los demás insisten en que viajo mucho. Sí, adoro moverme, prefiero los traslados a las estancias, me mata estar fija en un mismo sitio por más de un minuto y medio. Soy, como decía Serrat, paloma torcaz y quiero “entre el cielo y el mar vagabundear como un cometa de caña y de papel”. No importa si, remedando a Sabina, porque no quiero ser estatua de sal me llamen todos culo inquieto.
Por eso, nomás me bajé del avión y tomé camino hacia la Fiesta del Libro y la Rosa, feria que a la manera del Sant Jordi barcelonés organiza desde hace dos años la Coordinación de Difusión Cultural de la UNAM. Ana Franco, a nombre del Periódico de Poesía, nos invitó a un variado grupo de colegas a aventarnos unos cuantos versos en el vestíbulo de la sala Miguel Covarrubias del Centro Cultural Universitario. Y allí estuvimos, poema en ristre, como San Jorge en el día de San Jorge ―que además se ha instituido como Día Mundial del Libro para recordar los natalicios de Shakespeare y Cervantes―, en esta lucha sin fin por tratar de cortarle al menos una de sus espantosas cabezas al dragón de la ignorancia, de la incultura, de la insensibilidad.

martes, 20 de abril de 2010

Persiguiendo un orgasmo desesperadamente




A Livier, por lo tantas veces comentado.
A Amélie y sus amigas, Nadir y Rodolfo, Montse y Reto
por la velada de anoche.



Anoche, en la sede de la Sociedad General de Escritores de México (SOGEM) realizamos una tertulia para presentar la Antología mínima del orgasmo (Monterrey, Ediciones Intempestivas, 2009). Estuve gratamente acompañada por mis amigas y colegas Amélie Olaiz, Nadir Chacín y Montserrat Hawayek, compañeras en esta orgiástica aventura, y por un público participativo y retador. Tan intenso y animado estuvo el ambiente, que ni siquiera sentimos el temblorcillo de 5 grados Ritchter que sacudió el valle de México. Me atrevo a asegurar que todos salimos satisfechos, como después de un buen orgasmo.
Éste es el texto que compartí allí:


Cuando leí los resultados de la Primera Encuesta Nacional sobre Sexo que Consulta Mitofsky realizó en 2004, me quedé, como se diría en Cuba, patidifusa. Tan aterradores eran, que sentí un escalofrío recorrerme el cuerpo desde el cóccix hasta la coronilla y viceversa. Sólo 2.6 % de las encuestadas relacionó la palabra sexo con satisfacción, y sólo 1.9 % con felicidad. Por aquella misma época, el Instituto Mexicano de Sexología dio a conocer que, según sus investigaciones, 80 % de las mujeres que viven en ámbitos rurales y 40 % de las asentadas en las ciudades padecen anorgasmia, o sea, nunca han tenido un orgasmo.
El orgasmo femenino no es cosa fácil, ya se sabe. Comparado con el masculino, tan expedito, inevitable y vistoso, el nuestro es algo así como desentrañar un tesoro. Llegar a él demora; requiere paciencia, tanteo, insistencia inteligente. Pero cómo un instituto especializado en sexualidad —me pregunté entonces, incrédula; me lo sigo preguntando ahora— afirma esa barbaridad atroz en vez de indagar, por ejemplo, en la capacidad amatoria de las parejas de esas pobres mujeres y en sus propias costumbres de represión y desconocimiento, insuficiente o nula educación sexual.
No hace mucho escuché a una amiga afirmar, con una contundencia que rayaba en la indignación, que el orgasmo está sobrevalorado. Al instante concluí, apenada por ella: ¡otra que no se viene! Porque cuando uno no conoce el orgasmo, puede vivir eternamente despreocupada entre las brumas de su ignorancia; pero quien lo ha sentido al menos una vez en la vida, sólo podrá otorgarle su justísima dimensión. Ni más ni menos. ¿No es acaso una especie de Big Bang dentro del vientre? ¿No es la concentración de toda la energía en un punto que de pronto estalla? ¿Quién podría renunciar a esa impronta creacionista, a ese universo que se contrae y se expande en el regazo?
Confieso que soy una golosa de los orgasmos. Tal vez debido a mis costumbres sexuales, a mi elección de preferencias, a mi temperamento caribeño, el orgasmo ha sido siempre el punto culminante de toda cópula. Hacia allí se encaminan, literalmente, todos los esfuerzos. Es su objetivo, su meta, su razón de ser. Entiendo, admiro y respeto a quienes encuentran o fijan en el apareamiento un fin ulterior más elevado y pretensioso, más universalmente conservacionista y regenerador, pero aun en ese caso, creo que siempre será mejor lograrlo del modo más placentero.
Una cosa sí hay que aceptar: el orgasmo no nace; se hace. Hay que lucharlo pues, ponerse durita, que es —observen ustedes qué paradoja— todo lo contrario al masculino proverbio de “flojita y cooperando”. Porque la famosa cosquillita con la que suele confundírsele y referírsele es sólo el preludio del estallido que vendrá. Y es —no lo olviden, no se dejen engañar— una respuesta fisiológica absolutamente democrática: no está vedada a nadie. Porque como escuché alguna vez: no hay mujeres frígidas, sino mal manipuladas. Y añadiría yo: seguramente poco ilustradas en la propia anatomía y sus placeres.
En la vida, como en la literatura, para alcanzar sueños hay que trazarse objetivos claros, bien definidos. Y si en la primera me esfuerzo por cumplir a cabalidad mi intención de “llegar hasta el final” con todo el gozo posible, así lo hago también en la segunda. Sería imperdonable condenarnos a la anorgasmia de que hablaba el Instituto Mexicano de Sexología. Por eso ha sido una fiesta participar en esta Antología mínima del orgasmo —que no del orgasmo mínimo… ¡gracias a Dios… y a la destreza adquirida!—, compilación de textos que Livier Fernández Topete y Héctor Alvarado reunieron el año pasado para las Ediciones Intempestivas de Monterrey y que ya ha tenido presentaciones en las principales plazas —literarias— de la República mexicana.
Lo celebro hoy, una vez más, al lado de las 51 multiorgásmicas amigas con las que comparto estas páginas que son una orgía policultural y multilingüística. Lo celebro como a cada uno de los orgasmos: propios y ajenos, solitarios o solidarios, sincrónicos o alternos, onanísticos y orgiásticos, extrovertidos o modosos, generosos o caprichosos, monogámicos y políglotas. Los del libro y los de la vida real; los pasados y los futuros. Porque como dijo uno de los asistentes a la tertulia en la Sogem, no existe el orgasmo, sino orgasmos; disímiles, variados, cada uno con personalidad propia. Recuerdo en este momento una frase reciente de mi amiga Ana Gloria: “Lo único malo que tiene el orgasmo es que dura muy poquito”. ¡Precisamente por eso hay que venirse mucho!
“No te hagas más pajas mentales”, dirían en Cuba si me ven tan elocuente en la teoría y sin visos de praxis inmediata y concreta, como quien se ilusiona con un imposible. Pero a estas alturas sé que las “pajas”, incluso las mentales, habrán de conducirme, sin lugar a dudas, al fin deseado: el divinísimo orgasmo, es decir, cuando menos una catarata de ideas, un surtidor de esperanzas que, más tarde o más temprano, hagan de lo imposible, realidad.

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Y éstos son mis poemas incluidos en la Antología mínima del orgasmo:


TATUAJES

La punta de la lengua dibuja el redondel
una esfera de fuego
un tatuaje liminar sobre tu vientre.
La punta marca el triángulo
el círculo primario
la ranura de luz donde luego se hunde
el cántaro de lava
la eclosión.


MEDIODÍA

A mediodía
una lluvia de flores tapiza el aguacero
y adentro el aire se hace más liviano.
Sobre tu piel mi piel
en mi boca el elíxir
estela de humo limpio
advenimiento.


miércoles, 7 de abril de 2010

Íntima sexualidad




La semana pasada, a raíz de la declaración pública de la homosexualidad del cantante puertorriqueño Ricky Martin y de mi artículo en este blog al respecto, varios amigos se mostraron incómodos: me insistieron en que la sexualidad es un asunto íntimo y que no hay razón alguna para sacarlo del confinamiento a los aposentos particulares donde ha estado resguardado, dicen, por los siglos de los siglos. Pero eso no es exactamente cierto: si bien el apareamiento humano —que es sólo una de sus manifestaciones— suele consumarse en la paz de las habitaciones, la sexualidad es y ha sido siempre un asunto público.
Cuando Ricky Martin o yo decimos que somos homosexuales, estamos haciendo más o menos lo mismo —aunque en sentido contrario, afirmativo en este caso— que cuando, ante las presiones o dudas sociales, tantos varones insisten, enfurecidos, en que “no soy puto, güey” o tantas muchachas abren los ojos y mueven la cabeza diciendo “te juro que no me gustan las mujeres”. O sea, definiendo nuestra identidad sexual que es —tanto para homos como para heteros— una de las características fundamentales de la personalidad.
Cuál es la fobia a las etiquetas —si de homosexuales se trata; que en cualquier otro caso (profesión, grado académico, oficio, nacionalidad o procedencia, etc.) hay muy pocas reticencias—; cuál, si desde el segundo mismo en que nacemos se nos clasifica como hembra o macho —una etiqueta a veces tan infuncional y equívoca— atendiendo precisamente a nuestros órganos sexuales. Y esa calificación nos es solicitada, aunque pueda apreciarse a simple vista, en todos los formularios que llenamos durante el transcurso de la vida, desde el acta de nacimiento hasta la de defunción.
Para los heterosexuales la sexualidad es también un asunto público. Ellos salen de la mano a la calle, caminan abrazados de sus parejas, se besan —en la boca— delante de todos, bailan eróticamente y se aprietan en lo oscurito e, incluso, en lo más iluminado. En franca exhibición de su preferencia, presentan a sus parejas a la familia y los amigos, y realizan esos grandes festejos publicitarios que son las bodas para celebrar el contrato de cópula reproductiva según el cual unirán semilla y vientre —alegorías metafóricas de los órganos sexuales— para formar una familia. Y luego enseñan, orgullosos, sus embarazos y a sus proles, frutos inequívocos de la consumación del apareamiento sexual.
¿No son, acaso, todos esos rituales expuestos a los cuatro vientos una declaración pública? No hay que ponerse un letrero en la frente ni enarbolar una bandera que diga “soy heterosexual” porque lo muestran y lo demuestran, con pavorreálica ostentación, en cada uno de sus actos relacionados con el amor y la pareja. Y también en los relacionados con el ejercicio del poder a todos los niveles.
Que la sexualidad —sea la que fuere— se confine al ámbito de lo íntimo —o lo vergonzoso— es dejar a los abusadores en un coto de impunidad. Ahora nos sorprende y nos indigna la cantidad de curas acusados de pederastia cuando hemos callado —y enseñado a callar y exigido ese silencio— por décadas, por siglos, ante los pederastas de cualquier profesión y grado de familiaridad que pululan en nuestras sociedades y para los que nos hemos hecho de la vista gorda por vergüenza a confesarnos sus víctimas. Porque cuántas niñas —y niños— no fuimos manoseados o tuvimos que observar y tocar los genitales que nos mostraban los mayores, muchas veces miembros de nuestras propias familias, escuelas o círculos de amistades. Cuántas y cuántos no seguimos aguantando que los abusadores nos falten el respeto en el transporte público o cualquier lugar donde se sientan cómodos y protegidos sabiendo que nos avergonzaría hacer un escándalo relacionado con ese tipo de sucesos. A cuántas y cuántos no tratan de chantajearnos y engañarnos a cambio de favores sexuales, y cuántos y cuántas no utilizan esa vía para “ascender” y mejorar…
En las sociedades donde los “diferentes”, los menores o los más “débiles” sigan siendo objeto recurrente de abuso o escarnio, la sexualidad no es —ni puede ser— un acto circunscrito a la esfera de lo íntimo. De que lo sexual salga definitivamente a la luz, dependerá que ya no haya que callarse las ofensas, las agresiones, la discriminación y las calumnias; que no queden tranquilamente impunes los abusadores.
“Ojalá llegue el día en que no sea necesario que un artista tenga que confesar que es homosexual” me han repetido casi textualmente, como frase hecha, varios amigos, incluidos algunos homosexuales, como si hacerlo fuera una impropiedad y una vergüenza que debiera seguir oculta. Yo digo: ojalá algún día no sea necesario que un artista “confiese” su homosexualidad sino que todos y todas podamos decirlo como los heterosexuales, sin miedo, sin pena, como quien dice soy doctor o equilibrista.