martes, 29 de abril de 2008

¿Quién le cree a Eusebio Leal?



K., la respuesta a tu mensaje del jueves



Pues sí: resulta que a estas alturas viene el historiador de La Habana, en su papel de cura sentencioso, a decirnos que se oye muy feo que le llamemos negros a los negros y maricones a los maricones, y que los que vivimos fuera también somos sus hermanos. Y Alfredo Guevara, presidente del Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica (ICAIC), a enterarnos de la situación precaria de la educación en la isla:


"…¿pueden la escuela primaria y secundaria y el pre [universitario], tal cual han llegado a ser, regenteadas por criterios y prácticas descabellados e ignorantes de principios pedagógicos, psicológicos elementales, y violadora de derechos familiares, ser formadora de niños y adolescentes, y por tanto fundar futuro? […] Jamás podrá construirse [la patria soñada] con solidez a partir de dogmas, empecinamiento, desconocimiento de la realidad real o ignorando los mensajes alertadores de la experiencia y de los ciudadanos".


La alharaca no se hizo esperar. Los discursos de ambos funcionarios y las esperanzas de cambio volvieron a darle la vuelta al mundo con esta facilidad y expeditez que los medios cibernéticos le han impreso a nuestra vida. Sin embargo, como muchos de ustedes, yo tampoco les creo aunque estén diciendo la más profunda verdad desde el fondo de su corazón y aunque haya presupuestos en los que coincidamos.
Celebro, porque siempre es saludable desperezarse y recomponerse, el debate y las reflexiones que ha propiciado el reciente Congreso de la UNEAC. Pero me llama mucho la atención que tanta supuesta libertad de expresión tenga lugar precisamente ahora que el anciano yace en su lecho de muerte —si no es que six feet under—, sin conciencia ni fuerzas para mandarlos, castigados, a recoger café a las montañas de Oriente, a construir un pedraplén o a que se los coman las sabandijas en las selvas africanas. Ahora es muy fácil hablar y hablar. Si son tan guapos —o sea, valientes— y están tan conscientes de lo que ahora enarbolan… ¿cómo no lo hicieron antes?, me pregunto.
Quién se atrevía a hacerlo, dirán, y tienen razón mas sólo en parte. Todavía recuerdo vivamente otro congreso de artistas a mediados de los ochenta —el primero de la Asociación Hermanos Saíz— donde Arturo Cuenca le dijo a Fidel unas cuantas verdades, de ésas que a aquél nunca le gustó oír y menos aceptar. En ese mismo instante se acabó de facto el proceso de rectificación de errores y tendencias negativas y las patrullas se hicieron presencia constante a la salida de los conciertos de trovadores o las exposiciones de artistas plásticos, proliferaron los censores, las detenciones, los chantajes, las patadas. Casi todos los jóvenes creadores que estuvimos en el Palacio de las Convenciones aquella tarde vivimos hoy fuera de Cuba.
También recuerdo por aquel entonces a un grupo de estudiantes de las carreras de ciencias de la Universidad de La Habana encabezados por un muchacho apodado Peteco. Nunca supe su nombre ni los conocí, pero como reguero de pólvora corrió por la capital la noticia de que hacían una revisión de la Constitución. Y por revisionista, se decía que Peteco —que era un simple estudiante, no un legislador, y seguramente tendría todos los accesos bloqueados para llegar al Parlamento y proponer sus reformas, aunque reuniera las diez mil firmas que la Carta Magna exigía para un procedimiento de esta índole— fue a parar a Villa Marista, el cuartel general de la Seguridad del Estado, donde lo sometieron, además de a los interrogatorios de rutina, a dos torturas clásicas: el perro sin dientes y la gaveta. En el primer procedimiento, contaban, los heroicos combatientes del MININT azuzaban a un perro de ataque, negro y enorme, y lo echaban a correr a través de un pasillo al final del cual se hallaba el detenido despidiéndose de su vida, sin saber que al animal le habían sacado los dientes para que no dejara marcas; en el segundo, el prisionero era encerrado por tiempo indefinido en una gaveta como las de la morgue.
Ese can y ese cajón —estoy segura— nos han perseguido por el resto de nuestros días a todos los que oímos aquel relato. Los revivo con tanta recurrencia como si Peteco hubiera sido yo. Como mismo me persigue el recuerdo de aquel juicio revolucionario en el cual, sin posibilidad de defensa —porque cuando alguien enfrenta en Cuba un proceso judicial de antemano está condenado—, sentenciaron a cárcel al hermano mayor, al más querido, con el pretexto estúpido de tener unos dólares, que entonces estaban prohibidos y un año después se convirtieron en moneda de curso legal. Aquél era un escarmiento para todos. Y creo —lo he pensado muchas veces y lo afirmo hoy por primera vez— que justo en ese momento terminó para la cultura y la historia cubanas, a fuerza de persecuciones, golpes y exilios rematados por ese acto injusto y falaz, el periodo conocido como Generación de los Ochenta.
Sí, tampoco les creo a Eusebio Leal y Alfredo Guevara, ni a ninguno de los jerarcas de la burguesía revolucionaria. Chupópteros, les llama mi amigo K, al que está dedicado este texto, porque han pasado décadas succionando las ubres del régimen, riéndoles las gracias y las desgracias, comiendo bien, viviendo mejor y mandando a sus hijos al extranjero a “escapar” —o sea, salvarse— de la realidad a la que supuestamente ponderan y defienden.
No les creemos su buena voluntad, como ellos no creen la nuestra. Acostumbrados a vivir en el engaño, la doble moral y el disimulo, volver a confiar será un proceso que requerirá tiempo y voluntad de todas las partes. Tendríamos que dejar, ambas orillas, los viejos papeles —siempre extremos, como buenos cubanos— de víctimas y salvadores, crucificados e iluminados, jodidos y radiantes diría Benedetti, y aprender a respetarnos todos sobre una nueva plataforma de igualdad. Los de afuera tendríamos que acostumbrarnos, por un lado, a dejar de pensar y hablar por ellos, a no considerarlos unos inútiles que no saben ni pueden tomar sus propias decisiones; por el otro, a no ser más los traidores, los gusanos apestados, ni reaccionar como tales cada vez. Porque a veces pareciera que vivimos a la defensiva, esperando a que digan algo bueno de estos últimos cincuenta años para saltarles al cuello como desquiciados.
Todos estamos gravemente enfermos, los de afuera y los de adentro. Cualquier proceso de reconciliación exigirá, como primer paso, la deposición de los odios, las descalificaciones a ultranza y el deseo de venganza. Cosa difícil en los humanos, tan apegados a las energías más nefastas, sobre todo cuando se han sufrido en carne propia despojos y vejámenes.
Durante medio siglo, aquél nos echó a pelear como a perros rabiosos y con dientes. Este panorama de intolerancias sin fin y desconfianzas mutuas es su obra maestra. La nuestra podría ser el reencuentro de todos los cubanos. Suena a utopía, pero así son los grandes retos. Asumirlo o seguirnos despedazando inútilmente será la disyuntiva de los próximos tiempos. A ver si al fin fundamos la patria “con todos y para el bien de todos” que alguna vez, iluso como fue siempre el pobrecito, soñó Martí.

martes, 22 de abril de 2008

¿Ésas no son cubanas?

Damas de Blanco, reprimidas ayer en La Habana



Allá por los finales de la década de los años veinte del siglo pasado, Ignacio Piñeiro y su Septeto Nacional cantaban el son que lleva el mismo título que este texto (sin los signos de interrogación) y que, presuponiendo que la cubana es la perla del Edén, afirma contundente:

Las que no sean de talle gracioso
de andar zalamero
con gracia sin par;
ésas no son cubanas.

Si no subyugan sus ojos divinos
y con amor le borran
todo su pesar;
ésas no son cubanas.


El sábado pasado pensaba en las gorditas desabridas o las flacas desgarbadas, despojadas de su dosis de cubanía sólo por no tener andar zalamero ni gracia sin par. Y pensaba en ellas, porque un amigo que vive en la isla, inmerso en la jubilosa euforia que han dejado por allá los debates del reciente Congreso de la UNEAC, me mandó un mensaje donde afirmaba, tan rotundo como Ignacio Piñeiro, que los emigrados que no comparten sus presupuestos ideológicos no son cubanos. O son “falsos cubanos” que niegan la existencia y las penurias de los once millones —ésos sí muy cubanos— que habitan en la isla.
Ser cubano no es una condición opcional. Quien nace en la isla lo es, le guste a quien le guste; no puede ser dominicano ni puertorriqueño ni ruso. Otra cosa son la ideología y la política. Esos cubanos pueden no ser “revolucionarios”, ni fidelistas ni socialistas ni marxista-leninistas, ni algún otro “ismo” que se cultive en uno u otro lado, pero son absolutamente cubanos. ¿Qué habrían de ser si no?... ¿acaso turcos, acaso filipinos, acaso panameños?
Decir que un cubano no es cubano —le respondí a mi amigo como nos enseñaron que se debe responder a las “provocaciones”: de inmediato— porque no comparte con varios o con miles o con millones de compatriotas las mismas ideas es una de las barbaridades más imperdonables que cometió por décadas la dirigencia de la revolución, basada en la eterna y conveniente confusión entre Cuba, la revolución y Fidel, que se fundieron en una sola entidad, en una santísima trinidad revolucionaria. Quien no congeniara con el titular de todos los poderes o con su programa político no sólo era un mal cubano, sino que ya no era cubano, como si por decreto pudiera excluírseles de esa condición esencial que va más allá del acta de nacimiento o las clasificaciones burocráticas.
A los múltiples y variados tipos de cubanos que conozco fuera de Cuba, adscritos a las más diversas corrientes de pensamiento y acción, sólo hay una cosa que los une y los identifica sin lugar a dudas o a contradicciones: Cuba. Todos quieren “salvar” a Cuba, “rescatarla”, “dignificarla”, cada uno a su manera, cada uno tan cubano, tan lleno de pertenencia y raigambre, tan entregado al servicio de la patria como quienes viven en la isla. Porque criticar a un gobierno, e incluso luchar activamente contra él, no es desamar a la patria sino a veces justamente lo contrario.
Hoy, este mundo globalizado adonde cada vez es más difícil que la injusticia o la represión queden en el oscuro pozo del silencio y la ignorancia, amaneció con la noticia de que ayer en la mañana fuerzas femeninas del Ministerio del Interior y “pueblo en general” desalojaron —“de inmediato y espontáneamente”, según Granma—, en medio de las ya consabidas injurias —Pin pon fuera, abajo la gusanera, etc.—, a diez integrantes de las Damas de Blanco que se manifestaban pacíficamente en las inmediaciones de la Plaza de la Revolución de La Habana. A la fuerza, arrastradas por las policías y la muchedumbre (ver fotos), fueron subidas a un autobús y, según los despachos de prensa internacionales, hasta el momento en que esto publico no se conoce su paradero.
Las Damas de Blanco, único grupo opositor que se manifiesta públicamente en las calles de La Habana, son esposas y madres que piden la liberación de los presos políticos de la primavera negra de 2003, cuando 75 cubanos fueron puestos tras las rejas, después de someterlos a juicios sumarios, acusados de disentir. Por primera vez la prensa local —el Noticiero Nacional de Televisión y el periódico Granma, que incluyó una edición especial con “críticas de la población” a la “provocación burda y descarada” de las manifestantes— dio cuenta del hecho porque, hasta ahora, el cubano “común y corriente” no las conocía. Cuando mi madre, aquí, supo de ellas, abría los ojos desmesuradamente y repetía: “¡Hay que estar fuera de Cuba para saber qué pasa en Cuba!”
La persona humana, como se dice ahora —¡mucho más la inhumana!—, suele tener muy poca capacidad para tolerar las diferencias. Tolerar, diría mi amigo Sergio Villarreal, tampoco es el verbo correcto; aceptar debiéramos decir —y hacer— con más frecuencia. “Ya no eres mi hijo”, dicen los padres cuando el vástago los decepciona; “ya no serás mi amiga”, te rompe el corazón una muchacha por cualquier bobería; “tú no eres hombre”, acusan los otros al niño que no dice malas palabras ni tira piedras y que, además, llora. Cuando siente competencia y diferencia, la persona humana —animal al fin y al cabo— siempre ataca por las partes más vulnerables, por las esencias que nos sostienen. Porque desde criaturas, en cualquier parte del mundo, nos enseñan que “estás conmigo o estás en mi contra”.
“Ellos no son cubanos”, repitió e hizo repetir por décadas el gobierno de la isla para referirse a quienes habían abandonado su tierra natal. “Ellos no son cubanos”, repetía con furibunda alegría mi amigo isleño el sábado al mediodía. Ahora pienso en las Damas de Blanco, sin andar zalamero ni gracia sin par… Ésas, ¿tampoco son cubanas?


Más información y fotografías:
AFP
BBC Mundo

martes, 15 de abril de 2008

El enorme mito de la educación cubana

Escuela Secundaria Básica en el Campo (ESBEC)


Un muy querido amigo español casado con cubana acaba de contarme que su sobrino, que vive en la isla, no tuvo clase la semana pasada porque su maestra emergente se la tomó libre. No era vacaciones; ella simplemente no fue a trabajar y la directora repartió a los niños de su grupo entre otras aulas ya atestadas de alumnos. Al sobrino le tocó con una maestra que, en medio de las explicaciones, como quien matiza la charla, decía pinga y cojones constantemente. Cuando los demás muchachos vieron que el sobrino evitaba repetir aquella jerga, lo acusaron de maricón y se rieron de él. La maestra también se rió y le dijo, gesticulando con toda la cara y moviendo las manos: “No se puede ser tan burguesito, cojooone”.
Su maestra oficial regresó el lunes a clases y el martes lo regañó fuertemente porque el sobrino de mi amigo se atrevió a ir a clase un día de lluvia. Ella le explicó con detalle, como corresponde a una buena mentora, que cuando llueve hay que aprovechar… Lo cual quiere decir, en perfecto cubano, faltar a la escuela y al trabajo. Asombrado con la anécdota, que le parecía como de otro mundo, mi amigo le preguntó a su cuñada por qué no cambiaba al niño de grupo. Ella respondió: “Ni muerta; esa maestra falta, pero al menos no los insulta ni escribe con faltas de ortografía”.
Pues déjame contarte, le dije a mi amigo, que la seño de Camilo, que es una chusmita de chancletas metededo y bajichupa que se llama Yusimí… ¿La de los Reyes Magos?, me interrumpió él… ¡Esa misma!, la que les dijo a los niños de cinco años en preescolar que los Reyes no existían, que no fueran comemierdas… Como ésa también falta mucho, un día mi madre le propuso a Piri que cambiaran de aula a Camilo y mi hermana respondió lo mismo: “¡Ni muerta!”. Porque entonces, aunque fuera a distancia, Yusimí le iba a hacer la vida imposible al niño por haberla "traicionado" y dejar en evidencia las razones que había para pedir el traslado.
Y lo de la lluvia siempre ha sido así. Cuando digo en México —ciudad en la cual de junio a septiembre llueve todas las tardes a partir de las cinco y hasta la mañana siguiente— que en Cuba a la primera lloviznita —¡ni qué decir de los ciclones!— no íbamos a clases y en los registros de asistencia los maestros ponían L L U V I A, vertical, letra bajo letra de la primera a la última línea, no quieren creerme.
Pero déjame decirte, insiste mi amigo, que mi sobrino no estudia en un tugurio de Regla, sino en una escuela privilegiada del Nuevo Vedado. Y me cuenta que como ése es un barrio residencial de antiguos burgueses y altos funcionarios del gobierno —gente bien se diría por acá—, para que admitieran al niño, al que “no le tocaba” estudiar allí, su cuñada tuvo que sobornar a la administración escolar con dinero que los tíos mandaron puntualmente desde España. No es escuela de muchachos marginales, no, dice mi amigo: los llevan en carros hasta la entrada; ellos van con mochilas de marca, pantalones Levis, MP3 para escuchar música y meriendas con chocolates y otras cositas que sólo se compran en las tiendas de dólares. O sea, nada que se parezca a una escuela “normal”, como la de Camilo, por ejemplo, en Centro Habana.
“Hijos de yegua”, le cuento, nos decía Orestes Sánchez del Campo, el profesor de física de octavo grado, en la mejor secundaria de Santiago de Cuba en los años setenta. Pero, entonces, era una excepción. Nuestros padres fueron a protestar a la dirección por el maltrato y la grosería. Qué tiempos aquéllos… ¿Algún padre protestará ahora que pinga, cojones y sus múltiples sinónimos y derivaciones —tranca, tolete, mandarria, morrongón, similares y conexos— son el idioma cotidiano fuera, pero también dentro de las aulas?
Con las migraciones, esa desgracia rebasa las fronteras. Efraín, que es teacher de un college estatal en Miami, tiene en su aula adolescentes de muchos países latinoamericanos, revoltosos y rebeldes como todo teenager, pero ninguno como los cubanos —¡y las cubanas!—, que se le paran en medio del aula, con las manos en la cintura y moviendo el piecito —bien sabemos los cubanos cómo—, y le gritan: “¿Qué pinga le pasa al calvo e’ mierda éste?” Y cuando los reporta a la dirección, los papás llegan reclamando por qué el singao del maestro la tiene cogida con sus niños.
Es duro decirlo, pero mucho de esto tiene que ver con el hecho de que la figura del maestro perdió prestigio y respeto cuando dejó de ser un genuino transmisor de la sabiduría, que parece interesar a muy pocos en estos tiempos, y se convirtió en un papagayo del conocimiento. ¿Cuántos de los actuales docentes se dedican al magisterio por vocación? La mayoría de quienes estudian pedagogía —en Cuba y en el mundo entero— son los que no pasan los exámenes o a quienes no les alcanzan los puntos del escalafón para inscribirse en medicina, ingeniería, derecho o arquitectura, publicidad o informática. Cargan, además, con la frustración de ejercer una profesión que tampoco les da grandes satisfacciones de orden económico, porque suele ser de las peor remuneradas. Quienes enseñan, pues, a nuestros hijos son de los peores profesionales. Y ese círculo macabro perpetúa una educación mediocre en el mejor de los casos; totalmente inutilizante y deformadora la mayor parte de las veces.
Y ésos ya mencionados —la irresponsabilidad y la falta de compromiso, la deplorable educación y la mala formación profesional de los maestros; las diferencias sustanciales entre las escuelas a las que van los hijos de los dirigentes y a las que asiste el resto del pueblo; los sobornos para lograr cambios— no son los únicos vicios y desaciertos del sistema educativo cubano. Sería eterno adentrarnos en detalles tan escabrosos como el contenido “orientado” de los planes de estudio, la vigilancia estricta a los docentes para que no vayan a decir algo diversionista o contrarrevolucionario (pinga y cojones sí pueden decir a gusto; ésos son atributos del hombre nuevo), la adscripción absoluta a la doctrina y a la metodología marxista-leninista sin permitir el menor acercamiento a ninguna otra corriente de pensamiento contemporáneo, la censura sobre los temas tabúes y los autores prohibidos —generalmente relacionada con la política y la ideología—, el calamitoso estado de los planteles y del material didáctico, el atraso tecnológico, la limitada distribución de uniformes escolares que sólo pueden ser adquiridos en una temporalidad increíble (cada tres años).
Cuando veo el comercial de las películas piratas —donde la mamá llega a la casa con una cinta chafa y el niño dice que no necesita estudiar porque ya compró el examen; “Las películas piratas se ven mal, pero tú como padre te ves peor”—, me acuerdo de los exámenes robados. En los setenta era costumbre que una noche antes de su aplicación, las pruebas finales de matemática, física y química fueran sustraídas de los Bungos, una cadena de ESBEC [internados de educación secundaria ubicados en el campo] en las afueras de Baire, población situada a unas dos o tres horas de Santiago de Cuba. Tal vez los “pagaba” con sexo alguna muchacha al profesor de la materia, al jefe de cátedra o hasta al inspector provincial —que en Cuba el sexo es mejor moneda de cambio que el dinero (o al menos lo era en aquellos tiempos)—; tal vez las robaban los alumnos más avezados en las artes del “toma lo que no es tuyo”, ampliamente practicadas en ese tipo de escuelas. Tal vez las entregaban los propios maestros para garantizar que todos los estudiantes pasaran de grado. Porque entonces eran muy estrictas las campañas promocionistas que obligaban a los profesores, a riesgo de ser incluso expulsados del sistema educacional, a promover al 100% de los educandos aunque no supieran ni jota. El que se atreviera a cuestionar esa instrucción nacional o a suspender a un estudiante, así fuera el más bruto, tenía que responder en asamblea pública y se llevaba una llamada de atención a su expediente laboral.
Vaya usted a saber cómo salían de los Bungos esos exámenes y llegaban a Santiago en plena madrugada, a veces ya resueltos. Teniendo en cuenta que las escuelas estaban en el fin del mundo, que se accedía a ellas por caminos vecinales y terraplenes alejados de la carretera central y que en Cuba el transporte interprovincial es limitadísimo, no es descabellado pensar que el traslado lo hacían personas que tenían carro… ¿Y quiénes eran los únicos que tenían carros en Cuba?... Respuesta correcta: los dirigentes.
Cuando no “se conseguían” previamente, había profesores, incluso de los más rigurosos o respetados, que resolvían el examen en la pizarra, como si fuera un ejercicio de clase, y nos instaban a copiarlo rápidamente mientras alguno de sus compañeros, o algún alumno, vigilaba desde la puerta que nadie se acercara y los sorprendiera. Pura faramalla, porque todos sabíamos que esas “medidas” eran necesarias para que la escuela mantuviera su lugar destacado en la emulación socialista y no enfrentara reprimendas o castigos del Sectorial de Educación o del Partido provincial.
Ya sé que van a decirme que esto pasa, más o menos, en cualquier país, mucho más tratándose de escuelas públicas o como le llaman en México: de gobierno. Tienen razón, claro que sí... ¡también en Cuba!

martes, 8 de abril de 2008

Una noche de copas, una noche loca



Hace alrededor de dos siglos y una década que no iba a un antro. Las últimas veces fueron una inolvidable noche madrileña en La Lupe con Lazarito, Enrique y Pedro allá por los finales del 2003 y otra noche defeña, con Orlan y Fer, en fecha cumpleañera que ahora mismo no soy capaz de precisar de tantos años que han pasado.
A principios de los noventa, recién llegados a México, las discotecas fueron para nosotros un descubrimiento. Lo más cercano que había en la Cuba de mi generación, eran aquellos salones de algunos hoteles, con bola de vidrio espejeante de música disco; pero ya se sabe que a los hoteles casi nunca se pudo entrar. Mi primera vez en México fue en Christine de Cancún. Aquel lugar nos pareció tremendamente alucinante, inmenso como un estadio con todo y gradas. Cobijados por la música ensordecedora, gritábamos “¡Abajo Quien Tú Sabes!”, nerviosos por el desafío.
Ya en la ciudad capital, no recuerdo cuándo ni con quiénes fue la primera noche de disco, pero recuerdo miles, todas revueltas como en collage. En Satélite, en la Roma, en el Centro, en la San Rafael… Con nombres que iban cambiando cuando lograban sobrevivir a cada clausura. Especialmente aquel local de Monterrey casi esquina Oaxaca que alguna vez tuvo otro nombre y luego fue Anyway y después quién se acuerda cómo. Cerca de la medianoche, el juego de luces sobre la pista anunciaba el momento en que empezaba el baile. Era muy curioso, al menos para nosotros, que antes de eso nadie se animaba a subir y ese instante era como una estampida. A las dos de la mañana había un show de travestis; gordas divinas, forradas de lentejuelas, que imitaban a Lupita D'Alesio, a Rocío Banquells, a Paquita la del Barrio, a Rocío Dúrcal. Después, con la bonanza, hubo dos y hasta tres shows, uno en cada piso, para todos los gustos y preferencias. A las cinco, cuando anunciaban el cierre y encendían las luces, una buena parte de la concurrencia se quedaba a esperar las siete, hora en que iniciaba el servicio del metro.
Todo eso recordamos el fin de semana porque el sábado al amanecer llegó mi amigo Efraín desde Miami. Después de apetitoso desayuno casero, obligada comida en la Condesa, esa suerte de Village mexicano, y consabido baylicito en las rocas en la terraza del Konditori de la Zona Rosa, la noche nos sorprendió investigando qué antro existía aún, que muchos han sido clausurados en los últimos tiempos. El Lisptick dijeron, en la esquina de Reforma y Amberes, frente al exclusivísimo Champs Élysées, y hacia allá encaminamos nuestros pasos.
Pescamos un sofá a cambio de comprar un vodka cuyo precio nos hace suponer que la botella será extraída de la reserva imperial de los zares. Bautizada de lujuria por el mismísimo Rasputín. Y ya sabes que si no compras el litro, no te sientas en toda la noche. Enfrente, una muchacha de ojos grandes despliega una coreografía para cada pieza musical que arrojan con atronador volumen las bocinas. Cruza el brazo sobre el pecho, lo ondea encima de la cabeza, señala con el índice a media concurrencia, gira. Vuelve el estribillo a la primera frase y de nuevo, en la misma secuencia, cruza el brazo sobre el pecho, lo ondea encima de la cabeza… Contoneándose, pega el trasero a la pelvis del moreno medio torpe al que tiene al lado. Él la atrae rodeándole con las manos la cintura y ella se separa, coqueta. “¿No es ésta una discoteca gay”?, me pregunto justo cuando ella echa sus brazos sobre los hombros de la amiguita caretona que había estado secundando toda su rutina coreográfica. Le grita algo al oído; que si se lo susurrara, que es lo que parece sugerir la cercanía de las caras y los cuerpos, la otra no escucharía ni pío. Separan las cabezas y les saltan chispas de los ojos. “Hum, se me hace que son un trío”, pienso con mi mente cochambrosa, aunque realmente el moreno está de lo más pasmao en el rincón. “¡Qué poca iniciativa y creatividad las de este muchacho!”, juzgo.
Mientras, el muñequito de cuerdas y la flaca del otro lado dan saltos tictaqueantes y asincrónicos. “Éstos no podrían bailar en La Placita”, sigo juzgando, ¡qué fea costumbre, chico! La Placita era la comparsa carnavalera de los niños fresas en Santiago de Cuba, institución tradicional en la que bailaron Piri y Angelitico hace bastantes años ya. Al otro extremo del salón, los barmen descamisados preparan tragos multicolores lanzando al aire las botellas. Los vemos cuando tratamos de abrirnos paso entre la multitud regocijada para llegar finalmente, como si fuera un milagro, a la puerta del baño. De regreso, nos arrolla un trencito de locas que atraviesan el salón saltando como pajaritos (valga la redundancia). “¡Qué bueno es divertirse aunque uno no sepa bailar!”, me digo pensando en mi poca habilidad para ese asunto y en la absurda vergüenza que me ha provocado siempre. Miro alrededor y reflexiono con tono académico: “¡Qué bueno que esta generación no se limite con etiquetas o simplemente las asuman todas”. Achantada de nuevo en el prodigioso sofá, apuro medio vaso de coctel a ver si los vapores del alcohol me aligeran la pesadez de anciana aguada que ya no tiene edad para estos trotes y veo al pasmaíto insistiendo con la de los ojos grandes, que se hace la del rogar, como se (mal) dice coloquialmente por estos lares.
“¡Ustedes están muy viejos!”, nos echó en cara el fresco de Albertico Bremermann a Orlando y a mí hace unos meses cuando disertábamos, también académicamente, acerca de esa música tan alta que no permite platicar y el gentío que te aplasta, te clava el codo en el costado, te pisa, te da un nalgazo, te pica el ojo… “¿Quién va a una discoteca a platicar?... Para eso váyanse a la cafetería de Sanborns”, concluyó el atrevido con toda la boca llena de razón.
El sábado, mientras pagábamos los 120 pesos del cover le decía a Efraín: “¿Te acuerdas que el Anyway costaba 33 con dos bebidas?” Ya en la tarde habíamos recordado aquellos teléfonos mágicos por los que podíamos hablar gratis a Cuba, los amigos y las fiestas de entonces, los antros a los que fuimos, aquel Cougart negro en el que recorríamos la ciudad cuando todavía no había estaciones de metrobús arruinando la belleza de Insurgentes. Hace casi veinte años. Tiene razón Albertico. “¡Ya estamos viejos!”, lo remedo muerta de risa y Efraín protesta, echando fuego por esos ojos verdes que le brillan como faro del Morro: “¡Cállate, hija de puta!... ¡Vieja estarás tú!”

martes, 1 de abril de 2008

Últimas noticias del Paraíso

Bodega cubana, lugar donde se compran, cuando "llegan",
los abarrotes regulados por la libreta de abastecimiento



Con harto entusiasmo —se diría en México— recibe el mundo las noticias de la apertura comercial en Cuba. Altos funcionarios del nuevo gobierno y familiares de ellos han anunciado que ya se podrá comprar medicinas en cualquier farmacia —y no exclusivamente en la del barrio de residencia—, electrodomésticos, computadoras y celulares; que se homologarán en una sola las dos monedas que circulan actualmente (pesos y CUC); que ya los cubanos pueden alojarse en los hoteles y se analizan las posibilidades de permitirles salir a turistear al extranjero. Noticias esperanzadoras —hay que decirlo— que nos hacen soñar con que a la vuelta de unos años, el nuestro podría ser un país “normal”; noticias que dejan al descubierto la certeza de que si estas prohibiciones no habían sido levantadas antes —y ahora lo han sido en menos de un mes—, era por la impertinencia y la tozudez de una sola persona.
¿Que quién podrá alojarse en el Nacional o el Cohíba?... ¿Eso qué importa?, ¿quién puede hacerlo en México, Buenos Aires, Madrid o Nueva Zelanda?... Dignifica saber que no eres un perro de quinta que tiene el acceso restringido a sus propios espacios; saber que podrías —si pudieras— ir a tomarte un trago o un helado a sus cafeterías y tal vez algún día, con los ahorros de toda la vida… Ubica ir comprendiendo en propia experiencia que esos turistas y familiares que van a la isla no son millonarios ni superiores, sino gente común y corriente que viaja con sus magros ahorritos o gracias a un descomunal tarjetazo que no saldarán en años.
Intrigados y curiosos ante la cascada de anuncios sorprendentes y esclarecedores, dos compañeros de la oficina se acercaron el viernes a preguntar mi opinión. Algo les contaba acerca de los 250 pesos (unos 10 dólares entonces) que ganaba mensualmente en la Casa del Joven Creador y del dilema oferta/poder adquisitivo que pudieran constituir todas estas liberalizaciones si el valor de la moneda y el monto de los salarios no alcanzan un nivel equivalente al medio global, cuando uno de ellos me espetó: “Pero qué importa eso, si les dan de comer carne tres veces a la semana”… “Y un kilo de huevo, y un litro de leche diario por persona”, agregó la otra.
“¡Eso no es cierto!”, me desgañité con el índice en ristre como buena cubana. Pero cómo explicarles, en primer lugar, que nunca “nos lo dieron todo”; que cuando usamos —tan incorrectamente— el verbo “dar”, no queremos decir que nos abastecían gratuitamente, como cree el mundo entero, sino que nos permitían la posibilidad de comprar. Y en segundo lugar que nunca, ni en los tiempos de la gloria revolucionaria, comimos carne tres veces a la semana. Que “llegaba a la carnicería” cada quince días —no estaba disponible siempre, como en cualquier carnicería— y “tocaba” ¼ de libra, es decir, unos 120 gramos por persona. Y que años después, fue delito penado por las leyes matar una vaca, vender la carne, comprarla o consumirla, de modo que cuando se conseguían unos bistecitos de contrabando, para freírlos había que cerrar a cal y canto las puertas y ventanas para que el olor —tan escandaloso en el caso de la res— no se escapara y alertara los vecinos. Que nunca faltaba el hijo de puta que pudiera denunciarlo a las autoridades, entiéndase comité de defensa de la revolución (CDR), ese engendro de organización vecinal creado para vigilarnos y delatarnos unos a los otros.
Cómo contarles que la primera vez que compré en México un pollo rostizado, me senté a llorar como doliente ante el cadáver, recordando que jamás en mi casa vimos un pollo entero —y menos de ese tamaño; aquéllos eran palomitas— y jamás nadie pudo engullirse una pechuga completa; había que dividirla entre Piri y yo. Y mi madre y mi abuela, a las que ésa era la pieza que les gustaba, tuvieron que renunciar de por vida a disfrutarla para que nosotras la comiéramos. Porque no podías escoger la pieza que querías, sino aceptar la que te daba el carnicero.
Cómo explicarles que los niños recibían leche hasta los siete años, y que a partir de esa edad nadie tiene derecho a tomarla, a no ser que la comprara a precios de oro en el mercado negro o en las tiendas de dólares, cuando hubo tiendas de dólares. Cómo explicárselo, si a ellos les han machacado toda la vida y los han ilusionado con que Cuba es la sociedad perfecta, equitativa y abundante a la que podrían llegar si dejaban de votar por el PRI y lo hacían por el PRD. Cómo, si en su libro de textos de secundaria había una foto titulada “Socialismo: Cuba”, en la que un soldado entregaba un racimo de plátano a los isleños y en la explicación decía que un camión pasaba a cada casa y nos entregaba gratuitamente toda la despensa de la semana. Y que la libreta de abastecimiento era sólo un método de control —que lo es, obviamente— sólo para que nadie recibiera dos veces el mismo producto. Y que el salario era poco porque, al recibir todo lo básico sin pagar un centavo, ese dinerito podía invertirse en comprar algún artículo de lujo, como una lámpara, un jeans, unos tenis o una blusa extra, aparte del uniforme café, igualitico —tres blusas, dos faldas o pantalones, medias y zapatos—, que supuestamente nos entregaban para trabajar.
Cómo explicarles, a estas alturas, que la libreta de productos industriales, gemela de la de abastecimiento pero para ropa, calzado y enseres domésticos, regulaba que recibiéramos, pagándola por supuesto y si teníamos la suerte de que “llegara” a la tienda en la fecha en que le correspondía comprar al grupo al que pertenecíamos —yo era F3 y jamás alcanzaba nada hasta ahí—, una muda de ropa al año y cada seis meses, un calzón o un brasier, no los dos, uno: o te tapabas arriba o te tapabas abajo.
Cómo explicarles y que me crean, que los jeans y los tenis de verdad los conocimos a fines de los setenta, cuando empezaron a llegar, cargados con todo lo habido y por haber, los familiares de la comunidad —o sea, los emigrados a Estados Unidos—, que hasta ese momento habían sido unos traidores apátridas a los que debíamos despreciar y no podíamos escribirles ni hablar con ellos, a menos que quisiéramos perder el trabajo o la posibilidad de estudiar una carrera en la universidad. Y que años después, ya en los noventa, el precio en el mercado negro —donde único se conseguían— de un pantalón de mezclilla o unos zapatos deportivos llegó a ser el salario completo de un profesional.
Cómo contarles que cuando abrieron, en la edad de oro de los ochenta, aquellas tiendas de ropa cara por la libre —o sea, fuera de la libreta—, las colas para comprar eran de días, la gente dormía a las puertas de la tienda y se trataba de unas blusas de brillo y unos suetercitos como de terciopelo, de verano en los países del Este, o sea, insoportables en el calor de la isla, unos zapatos plásticos que sacaban ampollas y unos desodorantes que daban una peste a grajo de padre y muy señor mío. Haciendo un ahorrito, mi madre nos compró una a Piri y una a mí, para que nos las fuéramos rotando. Ella, pobrecita, nunca volvió a usar nada nuevo desde que nosotras nacimos; tenía que conformarse con lo que íbamos dejando, ya desteñido y deshilachado, zurcido una y otra vez.
Cómo decirles que en aquella sociedad equitativa, donde todos debíamos ser iguales, las carencias y las ventajas no eran parejas si se trataba de los hijos de un trabajador que de los de un dirigente, habaneros o gente del interior. Porque en La Habana —queridos míos, no se me enfurruñen, que así ha sido siempre—, capital al fin y al cabo, todo era mejor y más accesible. Y de los jerarcas y sus hijitos más vale ni hablar…
Hace mucho, cuando en México o en cualquier lugar del mundo indagan acerca de este tipo de detalles de la vida cotidiana en Cuba —¡ya no digamos de la salud y la educación!—, prefiero cambiar de tema. “No lo entenderías”, me disculpo y callo. ¿Quién que no lo haya vivido podría comprenderlo? Escapa al entendimiento humano, incluso al más fantasioso o truculento, y siempre, al final de la larga y dolorosa explicación, acaban concluyendo que eso que contamos no es posible, que no hay quien pueda creerlo. O lo que es lo mismo: nos acusan de gusanos mentirosos y exagerados, y refuerzan su idea de que somos unos malagradecidos. Que muy bien hicieron en expulsarnos del Paraíso.