martes, 25 de mayo de 2010

¿Quién mató a Paulette Gebara?




Fanática como soy de la novela negra y policial, de las historias de asesinatos y detectives, la nota roja y la justicia mexicanas me dejan casi siempre en coitus interruptus. O nunca resuelven los casos, o inventan culpables y versiones increíbles hasta para el más imbécil, o si la hubiera, no te enteran de la solución. En el mejor de los casos nos hacen creer que el criminal se suicidó en la cárcel, como el Caníbal de la Guerrero.
Nuestros investigadores, jueces y policías serían la causa del colapso hepático de Agatha Christie y Conan Doyle, como lo son del mío. Por si fuera poco, con prisa de eyaculador precoz los medios de comunicación nos alborozan hasta límites a veces inconcebibles, para luego dejarnos a medio palo. Y el público lector, televidente o escucha, como esposa acostumbrada a poco, se conforma con no pedir más y acaba olvidando, pasando la página, hablando de cosas más “de moda”.
Esta alharaca empezó cuando el supuesto asesor inmobiliario Mauricio Gebara y su esposa Lisette Farah, avecindados en las finísimas colonias de colindancia entre la capital y el Estado de México, la mañana del 22 de marzo denunciaron la misteriosa desaparición de su hija Paulette, una niña de cuatro años con discapacidad motora y lingüística. Las fotos de la menor coparon las portadas de los periódicos, las vallas publicitarias y puentes peatonales de las principales avenidas y los espacios noticiosos de todas las televisoras y estaciones radiales mientras unos nada desesperados padres pedían, de la manera más poco convincente, que les devolvieran a su hija. Aquí entre nos, más inquieta me pongo yo cuando pierdo el cortaúñas.
Circo, maroma y teatro se sucedieron durante los siguientes días. Todo México jugaba a desentrañar el misterio. Hasta los capos y los sicarios de las mafias tuvieron chance de descansar un rato y sentarse a ver las noticias de Paulette. Las hipótesis se sucedían: desde las más descabelladas, como que la había abducido los extraterrestres porque en las fotos los ojos de la niña parecían no tener iris, sólo pupila, como los alienígenas ―ésa era, por supuesto, de mis favoritas―, hasta un secuestro para pedir rescate, tráfico de órganos, venta o prostitución infantil. No faltaba la teoría del accidente, entendido éste como una caída, un empujón, un golpe no premeditado o una asfixia coyuntural, pero también se especulaba que alguno de los padres podría estar utilizando la desaparición como venganza contra el otro, y se sospechaba de las sirvientas y sus novios, de los vigilantes del edificio, algún vecino o los supuestos amantes de la señora de Gebara.
Uno de los aspectos más interesantes del caso fue cómo, en un país donde la madre es lo más sagrado, no hubo quien no señalara desde el primer momento a Lisette Farah como la responsable indiscutible del asesinato, que todavía no era asesinato sino sólo desaparición. Claro que esta mujer, según nos la dibujaron tendenciosamente los medios, no es la abnegada madrecita mexicana: mantenía la compostura, no lloraba a moco tendido, se le veía evidentemente fastidiada, parecía insensible como si no hablara de su hija, hacía bromas de mal gusto ―como invocar a Harry Potter para que encontrara a Paulette―, fumaba como chimenea y decía “aych” volteando los ojos. Sólo le faltaba mascar chicles frente a la cámara. Además, nos contaron que desatendía a las hijas por pasársela en Facebook y el chat, que tenía al menos un amante, que se fue de week end con una amiga a güilear con otros hombres a Los Cabos… Y es joven, guapa, inteligente y aparentemente rica, detalles que la “gran masa” suele convertir al instante, envidiosamente, en características imperdonables.
Cualquiera que haya visto un solo capítulo de La ley y el orden, Cold case o CSI sabría, al menos, las primeras medidas a tomar en una circunstancia como ésta; la procuraduría mexiquense por supuesto que no. El apartamento de los Gebara no fue asegurado, ni siquiera la habitación de la niña. Cuentan que los agentes deambulaban como Pedro por su casa e iban a hacer sus necesidades al baño que solía usar la menor. En la cama de Paulette pernoctaron los familiares y amigos que los acompañaron durante los días de búsqueda; allí mismo, sobre aquel colchón, ofrecía la madre las entrevistas. Resultado más que obvio: todas las posibles huellas y evidencias quedaron borradas.
Casi una semana después, por incurrir en inconsistencias y divergencias en sus declaraciones, fueron arraigados los padres y las muchachas del servicio. A la madre se le inició expediente como indiciada. Curiosamente, la madrugada siguiente apareció el cadáver de Paulette. ¿Dónde? A los pies de su propia cama, entre el colchón y la baranda, debajo de las cobijas. Vestida con la piyama azul que todos vimos sobre la cama en miles de tomas previas. Y entonces el procurador de justicia mexiquense Alberto Bazbaz, a quien ironizando en torno a su apellido y su eficacia investigativa medio México ha apodado El Babas, pero que en ese momento aún se relamía los bigotes seguro de que había encontrado la catapulta hacia la Procuraduría General de la República en el próximo sexenio, se presentó en los noticieros matutinos para afirmar que se trataba sin duda alguna de un asesinato y que llegarían hasta las últimas consecuencias.
Pero en los días siguientes se empezó a rumorear que Mauricio Gebara era gran amigo del procurador, compañero de escuela. En la autopsia milagrosamente no encontraron rastro de violencia ni huellas en la casa, ni porque trajeron peritos del FBI. Todos los detenidos fueron liberados por falta de pruebas: no servían los monitores de vigilancia del edificio, nadie vio entrar ni salir a nadie, nunca apareció el amante de Lisette. El tema empezó a perder actualidad ante tanta matanza cotidiana más espeluznante. En fin, que Paulette ―nunca más ad hoc― pasó a mejor vida. Cual reza el mexicanísimo refrán: “El muerto al hoyo y el vivo al gozo” que, dicho sea de paso, en Cuba tiene un final más consonante, cual corresponde a nuestra vernácula desfachatez.
El viernes pasado, finalmente, El Babas Bazbaz dio sus conclusiones: anunció que la muerte de la niña fue accidental. O sea que ella sola, con todo y su discapacidad, rodó sobre el colchón, se metió en el hoyo y se apretó la nariz. Y allí se quedó quietecita durante diez días mientras entrevistaban a su madre, los amigos pernoctaban y las sirvientas arreglaban la cama cada mañana. Nada más le faltó decir que fue suicidio premeditado porque Paulette tenía motivos suficientes para suponer que sería mejor morirse ahora y evitar todas las que le esperaban con el par de padres que le tocaron.
Precisamente en un capítulo de La ley y el orden escuché que en la generación de niños que vio caer las Torres Gemelas en Nueva York se ha desarrollado un síndrome de indiferencia hacia el horror. Algo similar ocurre en sociedades como la mexicana —¿acaso todas?—, donde el morbo que sigue debe ser superior al anterior y cada vez más efímero porque, como dice la gente del espectáculo —fase nefasta—: el show debe de continuar. La Mataviejitas y El Caníbal son personajes de fábula infantil; los asaltos a transeúntes y los secuestros exprés, boberías del pasado. Ahora preferimos ver niños balaceados —con la foto del hueco de la bala en la espalda—, decapitados, destazados, entambados, encobijados, licuados en ácido… En ese contexto, el de Paulette fue un caso light. Supuestamente no había ni un golpe ni una vejación en su cuerpecito. Ni veneno en su estómago, más que el de una hamburguesa de McDonald’s. Ni siquiera se descompuso demasiado ni apestó. La impresión que pueda habernos dejado se supera con facilidad.
¿Quién la mató? Tal vez nunca lo sabremos. Como no supimos dónde quedaron los cuerpos de Muñoz Rocha o Hugo Alberto Wallace; quién acribilló a Paco Stanley a la salida de El Charco de las Ranas; quiénes asesinaron al niño Fernando Martí o a la hija de Nelson Vargas; quién le metió el plomazo al delantero del América Salvador Cabañas en el Bar Bar o adónde fue a parar el Chapo Guzmán después de escaparse de la cárcel a la vista de todos, enredado entre la ropa de la lavandería como en las películas. Y ni qué decir de los miles y miles y miles de anónimos asesinados por el crimen organizado: narcotráfico, secuestro, contrabando y sus demás variantes. Ahora mismo nos entretenemos imaginando, con afiebrado goce, adónde tendrán escondido al diputado panista Diego Fernández de Cevallos, cómo le arrancaron el chip antisecuestro con las famosos tijeras, qué otras torturas pormenorizadas y espantosas le estarán propinando, en qué vado se encontrará su cuerpo acribillado y hecho trozos con la barba guardada en una bolsita de súper. Pero eso también lo olvidaremos en cuanto nos mareen con un crimen peor. Y otro y otro y otro más.
¿Quién mató a Paulette Gebara?... Da igual, parecemos decir todos, inmersos en la indiferencia hacia lo pasado de moda y la excitación por lo terrorífico que vendrá. Pero después de muerta la niña, volvieron a matarla los ineptos peritos, investigadores y funcionarios de la procuraduría mexiquense y los medios de comunicación que decidieron que ésa ya era noticia vieja. Porque esos detectives que aun cerrado el caso siguen investigando, esos periodistas que no aceptan la “versión oficial”, sólo aparecen en las películas y en las series de TV, y obviamente no son mexicanos. Y la matamos cada uno de nosotros los conformes, los acostumbrados a que es normal que nada se resuelva porque así es aquí. O sea: ¡Fuenteovejuna, señor!
Posdata:
Al filo de las dos de la tarde de este martes 25, el procurador Alberto Bazbaz ha presentado su renuncia... Más que pertinente, entonces, mi pregunta: ¿Quién mató a Paulette Gebara? ¿O acaso pretenden que con la expiación de Bazbaz el caso queda resuelto y todo mundo tranquilo?

martes, 18 de mayo de 2010

Es por culpa de una hembra




Lo hermoso es sólo el comienzo de lo terrible.
Rainer Maria Rilke


Escuché por primera vez a Mecano allá por el año 93, recién llegada a México. José Miguel llevó unos casetes del grupo español a la oficinita de la calle de Medellín que era la sede de la naciente Asociación de Intercambio Cultural “José María Heredia”. En las tardes, cuando todos se iban y no quería regresar a encerrarme en el cuarto de azotea en el que vivía, me quedaba desentrañando los misterios de la computadora, artefacto totalmente nuevo para mí, y fascinada con las letras de José María Cano. No así con las de su hermano Nacho, que siempre me han parecido tan simplonas e insulsas…
“Me cuesta tanto olvidarte” discutía el puesto de favorita con “No es serio este cementerio” y "El blues del esclavo". Después se ubicaban “Quédate en Madrid”, “Cruz de navajas” y “No hay marcha en Nueva York” y, al final, “Hijo de la Luna” y “Una rosa es una rosa”. “Aire” estaba incompleta porque no alcanzó la cinta —como solía pasar entonces— y cuando se cortaba, quedaba suspendido, precisamente en el aire, ese no sé qué del tipo/a volando ventana abajo. Y uso los dos géneros porque esa androginia de Ana Torroja, que iba más allá de su modo de vestir o de peinarse y llegaba hasta cantar las canciones en masculino, era una de las notas originales del trío.
Una de aquellas tardes compré un TDK de 60 minutos en los puestos de afuera de la estación Chilpancingo y al día siguiente grabé sólo las que me gustaban, para evitarme la molestia de tener que pasar manualmente —como era entonces— “Maquillaje”, “Las curvas de esa chica”, “Hoy no me puedo levantar” y todas esas boberías discotequeras del Nacho, que parecía más maricón que Juan Gabriel y, parafraseándolo, ay qué pesado qué pesado, pero bueno, este comentario no viene al caso…
Recordé todo esto porque el taxista que me trasladaba del metro a la oficina venía oyendo “Hijo de la Luna”. Volví a escuchar con detalle cómo el gitano mata a su mujer cuando sospecha que el hijo que han tenido —“blanco como el lomo de un armiño, con los ojos grises en vez de aceituna”— no es suyo, sino de un payo; cómo se lleva al niño al monte y allí lo deja, y cómo la Luna, que ya había hecho un pacto medio macabro con la gitana, se queda tranquilamente con el muchachito albino, sin trámite alguno de adopción, como si nada más hubiera pasado.
Pensé en el artículo de la semana pasada en este Parque del Ajedrez, una de las piezas más terribles que haya escrito desde “Un puñado de cenizas”. Cómo, sin embargo, casi todos los comentarios recibidos aludían a su belleza. ¿Qué es lo bello y qué, lo terrible?, me pregunté y les pregunté a mis amigos en esa plataforma virtual que se llama Facebook, adonde a ratos me siento más acompañada y viva que en la propia realidad. Alguien dijo que la canción era tan hermosa que no prestaba atención a la letra; otros preguntaron por qué me parecía terrible. Varios coincidimos en ese entretejido de dominios que puede hacer de belleza y horror la misma cosa o, al menos, una muy cercana, complementaria incluso, al decir del poeta Rilke.
Lo más interesante, sin embargo, fue comprobar cómo han cambiado los tiempos desde aquellos primeros noventa. Ahora podemos afirmar que “Hijo de la Luna” es la historia de un feminicidio por celos y odio de raza, como apuntó Ana Paulina, y hasta de un infanticidio o, cuando menos, abandono de menor. Así, si repasamos el resto de las letras de Mecano… ¡ay mamá, cuántas cositas feas se encuentra uno! A la luz de nuestros días, claro está, que en aquella época de la movida y el posfranquismo Mecano fue de lo más cool, como se diría ahora. Matizado con ese humor rudo y sarcástico de los españoles, que en sus canciones era un acierto, hay todo un catálogo de machismo y misoginia.
Pero seamos justos, ésa es la característica más rampante de toda la canción popular —desde la llamada música clásica hasta el reggaeton, no sólo del bolero y la balada—, donde el hombre es casi siempre el protagonista —aunque parezca lo contrario— y las mujeres son unas reinitas ingratas que no los valoran, unas malditas desgraciadas que los han engañado o unas tontas que no los merecen. Tras el supuesto “culto a las damas” se ocultan muchas manifestaciones de desprecio y menosprecio, disfrazadas a veces de sublimidad, galantería y devoción.
La mayor parte del tiempo pasamos por alto esos matices porque no nos enseñan a razonar, sino sólo a escuchar en un primer nivel de percepción. Por eso el arte suele servir de poco; tal vez sólo de cierto placer estético o autocomplacencia narcisista de autor y receptores, incluso como eslabones independientes. Hasta lo más evidente puede ser refutado —alegando usos y costumbres, como las demandas sindicalistas— porque, además, así es la vida desde hace milenios, desde que el mundo es mundo patriarcal: el hombre distribuye premios y castigos según su masculina visión y las mujeres jugueteamos con esas nociones como algo (casi) incuestionable, ya dado, “natural” e inamovible.
Es el leguaje del amor, se diría. A veces ridículo y dulzón, plagado de requiebros, chantaje emocional y reclamos plañideros, pero también lleno de ese afán por contender y agredir, como si toda relación humana —incluso y sobre todo la pasión — fuera una lidia, una batalla en la que uno de los rivales tuviera que ganar o, lo que es peor, hacer perder al otro; visión guerrera a la que nos acostumbramos hombres y mujeres, fuente de tanto sufrimiento y gasto inútil de energía.
“Es por culpa de una hembra que me estoy volviendo loco, no puedo vivir sin ella pero con ella tampoco”, cantaba entre macha y hembrísima la Torroja allá en los finales de los ochenta. Y la culpa, siempre la culpa…


martes, 11 de mayo de 2010

Soñar despierta




Abro los ojos y tengo en la mano una cápsula dorada, un poco más larga que una pastilla. La observo detenidamente mientras pienso en la vida. El sol que entra por la ventana la hace brillar; el reflejo traza figuras de luz en la pared, sobre los muebles. Es un explosivo muy potente, concentrado. Voy a tomármela tragando en seco. Cuando llegue al estómago y los ácidos corroan su envoltura, estallará.
Abro los ojos y voy subiendo una pendiente, una calle sin asfalto. Me fijo adonde pongo el pie, trato de no pisar en falso. Hay una casa blanca, con ventanas de vidrio y una mujer me mira por entre las persianas. Su mirada es un látigo. Fallo el siguiente paso, me resbalo, una piedra me rasga el pantalón y la rodilla. La sangre se coagula al instante en que sale, prefigura lo que será la costra, la postilla. El dolor ensordece. Sé que cuando vuelva la cabeza ya no estará su rostro detrás de la cortina.
Abro los ojos y sobre una mesa de quirófano hay un cuerpo. Del techo pende una estructura cuadricular hecha de cuchillas afiladas, parecida a aquel artefacto que metíamos en las cubetas para hacer hielo en cuadritos o a las navajas de la primera escena de The Cube. Todo está en silencio, en calma, a la espera. No se conoce la hora exacta pero en cualquier momento caerán.
Abro los ojos y el tren anaranjado entra a toda velocidad a la estación. Una mujer madura, de apariencia extranjera, está parada al borde del andén. El viento la despeina cuando el convoy le pasa por delante, casi rozándola. Se abren las puertas y ella da un paso atrás. Los que bajan la empujan; la empujan los que suben. Parece un monigote.
Abro los ojos y es de noche. Entre las sombras veo un escapulario de Teresa de Ávila, su corazón en llamas. Un puñal cobra altura, el brazo a todo lo largo. Antes del golpe, el alma escapa en un suspiro y observa desde afuera. “Lástima de máquina perfecta”, parece decir su voz imperceptible. Es ella quien hunde en la nuca el tiro de gracia. “¿Será que al fin conocerá la paz?”
Abro los ojos y hay una casa frente al mar. Pocas habitaciones, unas cinco quizás. El techo de palma, las paredes ligeras y en cada una de ellas, un mural. Desde la terraza se observan el amanecer, el mediodía, los ocasos. Me siento junto al tronco caído, echo puñados de arena a los cangrejos que asoman por la boca de sus cuevas laberínticas. La tarde cae. El mar rompe con fuerza, las gotas se hacen sal sobre la piel. Una canción muy vieja se escucha en lontananza. ¿Habrá allá, detrás del horizonte, algún camino?
Abro los ojos y la goma de un lápiz va borrando el nombre que escribí, letra por letra: la o, la ese, la ene van dejando un rastro sucio, rasposo, en el papel. Vuelvo a abrirlos y no veo más que arena. Una arena brillante que deslumbra; millones de granitos iridiscentes. Tal vez, más que silicio, sea mar, la lumbre de las olas, los fuegos de Tritón. Tal vez una galaxia, el universo. Tal vez un puñal, las vías del tren, el odio de unos ojos, una píldora que estalla en mil colores.

martes, 4 de mayo de 2010

Si Cuba se hundiera en el mar





¿Qué pasaría si una de estas tibias mañanas primaverales sintonizara el telediario en lo que cuela la cafetera su tintura y escuchara, no la tantos años esperada, sino esta insólita noticia: “Se hundió en el mar la isla de Cuba”? ¿Qué haría después de caer, desencajada, incrédula, en el sillón de enfrente de la tele? ¿Cambiaría a CNN?, ¿correría al teléfono a marcar el 00 53 7?, ¿me conectaría a internet para tratar confirmarlo?, ¿llamaría a Orlando y a Minerva, a Efraín, a Marlenys, a Mabel?, ¿lo pondría en el Facebook?...
Retomé esa vieja “fantasía” a fines de la semana pasada, cuando Carlos Pascual, el excelentísimo embajador gringo en México, dijo en un foro que “el cambio climático se va a encargar de resolver el problema que Estados Unidos tiene con Cuba, porque en 50 años la isla va a desaparecer bajo el mar”. Agregó que cambiarán los mapas, especialmente de las zonas costeras, por lo que también desaparecerá, por ejemplo, la península de la Florida.
Bien dicen que Natura es sabia: nunca pensé que ese asunto se resolviera de tan perfecta y contundente manera. Ni una orilla ni la otra, ni pa’ ti ni pa’ mí. En dos segundos el señor Pascual vaticinó la solución del “problema cubano”. Ni comuñangas ni gusanos: todos de cabeza para el mismo foso, un acuático círculo infernal en el que tendrán que convivir por toda la eternidad lanzándose consignas e improperios.
Las islas son pedazos de corcho, buques sin ancla. Sólo las une al fondo marino un cordoncito imantado, del ancho de un hilo dental, del que posiblemente puedan zafarse un día y salir a navegar. O voltearse, como rimbaudiano barco ebrio entre las olas. ¿Qué pasaría, entonces, si a consecuencia de la nostradamusiana predicción del señor Pascual, del deshielo de los polos, del aumento del nivel de los océanos, de una serie de maremotos y tsunamis o del peso de la infamia, la isla de Cuba se hundiera en las verdosas aguas del mar Caribe?
¿Qué es Cuba?, me pregunto. ¿Acaso el amor ridículo a la tierra y a la hierba que pisan nuestras plantas, como dijera Martí? ¿Acaso, como cantara Heredia, las palmas, oh, las palmas deliciosas? ¿La bandera de Byrne deshecha en menudos pedazos o una luna tan brillante como aquella que se filtra en la dulzura de la caña? ¿Qué es Cuba: sólo el paisaje, las calles que pisamos, la línea del mar, los edificios que se desploman de abandono?
¿Qué sería de la vida de los sobrevivientes sin esa contraparte? Sin el Hijo de Puta, sin el amigo del alma, sin el pariente chantajista y pedigüeño. Sin nadie a quien recriminar o a quien proteger de las verdades, a quien no mandarle el mensaje o la noticia que “pueda comprometerlo”… ¿Podríamos entonces encontrar nuestro camino, aquel que supuestamente salimos a buscar cuando abandonamos el país? ¿Podríamos librarnos de la culpa de habernos “salvado” por segunda vez?
Si un día oyéramos esa noticia, ¿podríamos ser otra cosa que cubanos? Por ejemplo, gente normal, independiente, que tuviera existencia propia, intereses personales, aspiraciones, sin que pesara de manera tan monstruosa la “traición” a la tierra, sin que dejar la tierra fuera una traición y un anatema. Si supiéramos que no hay ningún lugar al que regresar, ¿entenderíamos, entonces, que la vida es hacia delante, daríamos el siguiente paso?
Recuerdo ahora a quienes me han echado en cara cuánto canso con mi manojo de historias del pasado, cuán absurdas y sin sentido se tornan mis reflexiones acerca de ese presente cubano que no me pertenece, al que no pertenezco, en el que no estoy inserta y que, posiblemente, no alcance a comprender aunque haya vivido allí alguna vez. Recuerdo el comentario reciente de alguien de la isla a quien, cuando le dije que allá la cosa está en candela, respondió: “¿Aquí?, ¿en candela?... No niña, quién te dijo eso, si acaban de dar pollo para menores de 14 años y picadillo ¡de res! al resto de la población…” Recuerdo el malecón desbordado de gente que bailaba con Calle 13 o celebraba apoteósicamente la victoria de Industriales en la serie nacional de béisbol mientras las turbas agredían a las Damas de Blanco en las calles de La Habana más profunda o los encarcelados morían en sus huelgas de hambre —más hambre que la cotidiana— sin que nadie escucharan sus demandas de ser reconocidos oficialmente como presos de conciencia. Recuerdo las sesiones de terapia en las que Celia me decía: “conserva tu centro” y yo hablaba de todo menos de mí. “El equilibrio en tu centro”, insistía ella, y yo me desesperaba sin encontrar un centro que me perteneciera, sin pertenecerme a mí misma.
¿Podríamos seguir adelante sin la esperanza de un tiempo mejor para los nuestros, de una supuesta democracia, de que algún día pudieran vivir como nosotros, sin muchos lujos pero comprando lo elemental en un supermercado donde alcanzara su salario, en vez de esperar y conformarse con lo que “llegue a la bodega”; sin tener que mendigar los tres dólares, los tres trapos y las medicinas que les mandamos “los de afuera”; leyendo u oyendo lo que quisieran y no lo permitido por un gobierno que permite poco o lo obtenido clandestinamente… en dos palabras: siendo personas, ciudadanos de primera?
¿Y si no se hundiera, si simplemente nos dijeran —como acaba de contarme un amigo recién llegado de la isla— que allá no están tan mal, que los sitios donde venden en CUC están llenos de cubanos tomando cerveza, que hay un metrobús con guaguas nuevas, grandes y cómodas, que los centros comerciales no tienen nada que envidiarle a los de acá, que ellos se han acomodado muy bien a robarle al Estado y sobrevivir con sus trampas y triquiñuelas?... Si nos dijeran eso, ¿podríamos acaso seguir adelante o el castigo, el autocastigo y la culpa no terminarán jamás?
Ya sé que peco de inocencia pero si, haciendo un ejercicio de ilusión —ilusionista tal vez—, algunos de nuestros compatriotas fueran honestos y nos dijeran, no en plan de batalla de ideas sino sentados tranquilamente en el patio familiar, que la isla se parece cada vez más a cualquier otro país, con sus miserias y sus riquezas; que ellos están tan bien o tan mal como nosotros en nuestros respectivos lugares y con nuestros respectivos gobernantes; que dejemos de subestimarlos y compadecerlos, de juzgarlos o de justificarlos, que los dejemos ser. Que entendamos de una vez que son felices allí y así, que ésa es la vida que desean y que no quieren ningún cambio; que si algún día estuvieran inconformes, lo resolverían ellos… ¿qué haríamos, entonces, “los de fuera”?
Si, ya sé que hace tiempo, asfixiada por la desesperanza y la impotencia que ese tema nos siembra, prometí no volver a hablar de Cuba. Pero los dolores tan viejos y tan hondos no pueden echarse en una bolsita y tirarlos al mar cual botella que se trague una ballena o mensaje que se pierda para siempre.