martes, 18 de agosto de 2009

Juanes en camisa de once varas





Desde que lo oí por primera vez, hace ya bastantes años, he estado tentada a hacer un análisis sintáctico de las canciones de Juanes, pero ni la más profunda de sus letras —cosa difícil de determinar— resiste una mirada aguda. Eso, en definitiva, no es importante: sus seguidores las disfrutan y las valoran más que a las parábolas de Jesús. Finalmente, si a ésas vamos, yo no entendí lo que quería decir “Gitano o payo pudo ser” o “mitad juicio y mitad” (de niña no conocía los encabalgamientos y ahí paraba la frase) hasta mucho tiempo después de haberme aprendido y cantar apasionadamente el Tío Alberto de Serrat, muchas veces con lágrimas en los ojos, de ésas que no podemos explicar, porque provienen de una emoción demasiado profunda.
La obra habla por los artistas a veces más explícitamente que ellos mismos. En general, la manera en que los seres humanos actuamos y nos expresamos da cuenta de nuestro orden cerebral. Y el de Juanes, aunque de primera instancia pudiera parecer simple, es bastante enrevesado. Sirva para explicarlo, por ejemplo, aquel estribillo: “Me enamora/ que de mí sea tu alma soñadora”, que siempre me deja pensando si el alma es soñadora por sí misma o si —ordenando la frase, “soñadora de mí sea tu alma”—, ella, el alma, sueña con él.
Sus limitaciones de vocabulario quedan de manifiesto en todo su cancionero, pero veamos una estrofa como ésta: “Si tú me pagas con eso, yo ya no te doy más de esto”. O aquella otra de: “Cuando yo estoy pensando en tí,/ amor es lo que más fuerte sale de mí,/ por eso yo siempre vivo tan feliz/ pues tú eres lo que yo más quiero para mí”. U otra que ejemplifica, además, sus dificultades con la rima: “Y en la distancia te puedo ver/ cuando tus fotos me siento a ver./ Y en las estrellas tus ojos ver/ cuando tus fotos me siento a ver”. Es un cantante pop, ya lo sé, pero entre poperos también hay sus niveles de elaboración y transmisión de mensajes.
A lo que quiero llegar es a que la gran polémica desatada por el anuncio de su “Concierto por la Paz” el 20 de septiembre en la Plaza de la Revolución de La Habana sienta sus bases en esa característica suya: no tiene facilidad para expresarse, se le traban la lengua y las neuronas, no dice las cosas con claridad. Porque hasta ahora no ha declarado —al menos yo no lo he oído— cuál es su intención de hacer en Cuba ese concierto o a qué guerra se refiere. No aclarar esos dos puntos fundamentales es el inicio de una interminable cadena de malentendidos.
Dejemos establecida una premisa: Juanes puede cantar adonde le dé su regalada gana. Puede ir a Cuba, como tantos artista, y dar su recital en el teatro Karl Marx, en el estadio Latinoamericano, incluso en los escenarios del malecón y hasta —se me ocurre— en la escalinata de la Universidad de La Habana. Pero no, decidió —¿se lo impusieron?... ¿y lo aceptó?— hacerlo en la Plaza de la Revolución, el ágora por excelencia de la ídem. Tal vez hasta fantasea —por qué no, todos tenemos corazoncito y vanidad— con llenar ese sitio como años ha lo hiciera el otro Leo. Pero al recibir los reclamos de por qué precisamente ese sitio, lo primero que se le ocurrió decir es que se trataba de un concierto apolítico.
Pongo los ojos en blanco. Si Juanes es tan ingenuo como aparenta, necesita tal vez un cursillo intensivo de semántica. Alguien que le explicara que la paz necesariamente refiere a su contrario: la guerra, y que ambos términos son profundamente políticos. Ese pretendido apoliticismo es tan imposible en la Plaza de la Revolución habanera como en las selvas de su país o en su frontera con Ecuador y Venezuela.
Y dejemos sentada otra premisa: Juanes, que es —lo ha demostrado muchas veces— un tipo de buenos sentimientos, un luchador pacifista, una excelente persona, un hombre de gran corazón, puede hacer el concierto político que le apetezca. Contra el bloqueo comercial de Estados Unidos; en solidaridad con la miseria de aquel pueblo que no puede comprar sus discos más que pirateados porque los originales los vende el Estado —su contratante, que es el dueño de todo— en tiendas donde sólo se paga en divisa; en contra o incluso a favor del gobierno que los avasalla y también por la reconciliación de los cubanos de adentro y los de afuera. El detalle está en que él —que yo sepa— no ha definido cuál o cuáles de esas causas lo motivan.
Y cuando las cosas no se dicen claras, dejan abiertas todas las dudas. Entonces, podemos presuponer que ha caído en las garras de ambos gobiernos —USA y Cuba— que se aprestan a utilizarlo como excelente propaganda internacional. Pero también podemos sospechar que quiere darle su respaldo consciente a los Castro. Si ése fuera el caso, también tiene Juanes todo el derecho de hacerlo, como quienes le cantaron a Videla, a Pinochet y hasta al mismísimo Hitler. Las consecuencias que eso pudiera traerle las habrá contemplado ya o sabrá asumirlas mejor que Tiziano Ferro cuando dijo que las mexicanas eran bigotonas y sus ventas se desplomaron en el país de las ofendidas. Digo mejor, porque supongo que Juanes no es un tonto haciendo una broma de mal gusto, sino un tipo que sabe perfectamente lo que hace. ¿O no?
¿Sabe Juanes, por ejemplo, que hace sólo unos meses el salsero Willy Chirino pidió autorización a Raúl Castro ni siquiera para cantar en Cuba, sino para que, costeando el músico todos los gastos, se instalara una pantalla gigante en algún sitio del malecón y que sus compatriotas de la isla pudieran ver el concierto que ofrecía en Miami y Raúl se la negó? ¿Cómo va a pretender entonces Juanes que su actuación en La Habana no sea interpretada, al decir de la bloguera Yoani Sánchez, que allá vive y siente, “como su apoyo a un sistema que se apaga, como el espaldarazo a un grupo en el poder”?
Repito lo ya dicho: Juanes puede cantar donde quiera y ponerle a su concierto el nombre que desee. No tendría ni que andar dando justificaciones. Pero debiera saber que Cuba no es un país normal. Para cantar en el Auditorio Nacional, sus representantes no tienen que ir a Los Pinos (la casa presidencial mexicana), pero en Cuba esa autorización es otorgada a los más altos niveles de la dirigencia de la revolución. Si canta en el DF, eso no les importa un cacahuate a los mexicanos radicados en Los Ángeles o Chicago, pero les ofende —sin justificar extremismos que también ofenden— a quienes se sienten expulsados y agredidos, de una u otra manera, por un sistema político al que parece reverenciar Juanes con su visita a Cuba, sobre todo si no dice lo contrario.
Si Juanes se ha propuesto poner su granito de arena para la reconciliación de todos los cubanos —una causa, dicho sea de paso, esencialmente política porque es la política quien nos ha dividido—, tal vez un buen primer paso para lograrlo sería conseguir que el gobierno de Cuba, así como concederá visas a Miguel Bosé, Ana Belén, Víctor Manuel u Olga Tañón, otorgara el permiso de entrada para que junto a ellos, a Silvio y a Amaury Pérez Vidal, lo acompañaran artistas cubanos del exilio que tienen prohibido visitar su país, muchos de ellos amigos de Juanes: Willy Chirino, Gloria Estefan, Olga Guillot, Albita Rodríguez, Amaury Gutiérrez, Paquito D’Rivera, Arturo Sandoval…
¿Podrá gritar Juanes “¡Libertad!” —no democracia, sino libertad— en la Plaza de la Revolución? Ése sería su gran reto y la verdadera ayuda. Si lo lograra, entonces el objetivo del concierto estaría más que saldado. Porque hasta ahora lo único que ha logrado es justamente todo lo contrario de su pacífica misión: echar a pelear a los cubanos… ¡la cosa más fácil del mundo! Más fácil que sus fáciles canciones.
Hay un viejo son tradicional que dice: “Mi mamá me dijo a mí/ que cantara y que bailara,/ pero que no me metiera/ en camisa de once varas”. Parece que Juanes nunca lo oyó allá en su natal Colombia o no le hizo caso al consejo, porque se ha metido en la pata de los caballos demostrando una vez más que de buenas intenciones está empedrado el camino de… la Plaza de la Revolución José Martí.

martes, 11 de agosto de 2009

¿Muy lésbica, muy sáfica?

No sufre en la soledad, de Marta María Pérez Bravo,
fotografía usada como imagen de portada de Espejo de tres cuerpos




A todos los amigos que me lo han preguntado.



El domingo llegó un mensaje de una querida y vieja amiga de la universidad, académica en Cuba, quien me preguntaba: “¿crees que realmente es necesaria la cruzada contemporánea por el reconocimiento gay?, ¿no te parece, Odette, que haciendo grupos, asociaciones, editoriales, etc., se promueve aun más la automarginación?... ¿crees que tu Espejo de tres cuerpos no sería bien recibida por una editorial que no fuera gay?... No creo que los valores de tu excelente novela estén en el tema, sino en la maestría narrativa y los valores que propones.”
Decenas de amistades me han planteado cuestiones similares desde que salió la novela en febrero pasado. El más reciente y contundente fue mi querido amigo Félix Luis Viera en su excelente y puntual reseña publicada en Otro Lunes: “No pocas veces he dicho, y lo sostengo, que la literatura gay, lésbica, erótica, etcétera, no existe. No descubro nada al afirmar que la creación literaria tiene como basamento fundamental el ‘drama humano’; nada descubro cuando asevero que los temas eternos del hombre —del ser humano, valga aclarar en este caso específico— ya están preestablecidos desde el surgimiento de éste: el amor, la muerte, la lealtad, la traición, la bondad, la perversión… y los que faltan. Lo demás, y seguimos hablando del arte literario, son Asuntos. En cualquier narración o poema que se respete, pueden aparecer una o varias facetas de lo antes dicho, porque así de humanos, o a veces de inhumanos, somos. Ah… bueno… que el Asunto se desarrolle en un ámbito homosexual, por ejemplo, es otra cosa, pero los Temas son los Temas, y en este ámbito, como en cualquier otro, aparecerán.”
Para abordar un tema, o más bien un asunto, de tantas aristas e implicaciones emocionales, necesito hacer un poco de historia. Durante décadas, a más de una escritora cubana he oído afirmar ―yo misma lo dije miles de veces― que la marca de calidad en los textos escritos por mujeres radica en que “no se les note el sexo”. Según esto, somos mejores en tanto quien nos lea, si no viera previamente nuestra firma, no pudiera asegurar que el autor es mujer. O sea que seremos mejores mientras más nos parezcamos a los hombres, aunque muchos de ellos sean infinitamente menores, literariamente hablando.
No he leído estudios sobre literatura o arte, aun los más serios y documentados, en los que no se mencione primero ―es una regularidad absolutamente comprobable― la obra de los hombres. En Cuba, por ejemplo, nunca vi a Damaris Calderón, Teresa Melo o Sonia Díaz referidas antes del puñado de poetas varones de nuestra generación. Nunca a Albita Rodríguez, Xiomara Laugart o Luiba María Hevia antes que los trovadores con los que compartían escenarios. Nunca a Consuelo Castañeda, Magdalena Campos o Rocío García antes que los pintores coetáneos. Y así, sucesivamente, siempre hallamos primero la obra de los hombres, y la de las mujeres en los párrafos siguientes. Pero si alguno de esos artistas abordara abiertamente asuntos referidos o colindantes con la homosexualidad, fuera hombre o mujer, entonces siempre quedaría rezagado a los párrafos posteriores a los dedicados a heterosexuales.
Obviamente, no es un fenómeno específicamente revolucionario; lo mismo le pasó a Ballagas, Lidia Cabrera, Mirta Aguirre o Reinaldo Arenas, por sólo mencionar algunos. Es, además, antiquísima costumbre humana: a Helena no se le menciona entre los primeros protagonistas de La Iliada, aunque fueran ella y las diosas quienes provocaron el enredo. Sin embargo, para lo ocurrido en el último medio siglo en la mayor de las Antillas pudiera arriesgarse una sencilla explicación: el sistema político cubano, adscrito a la más reacia cultura patriarcal, buscaba la formación del “hombre nuevo”, y en ese concepto incluía, de manera indiferenciada, a las mujeres. O sea, que las mujeres también éramos “hombres nuevos”. La “liberación femenina”, la incorporación de ellas a la esfera laboral pública, incluso el destierro de viejos hábitos y escrúpulos era celebrado y se aplaudía en los informes, los discursos y la vida general en tanto las mujeres no contrariaran o trasgredieran los cánones masculinos. Se le incorporaba a los círculos de varones, se les hacía un huequito, pero para ello debían mimetizarse. (Y obsérvese cuán hondo calan esas enseñanzas, que en las oraciones anteriores hablo de las mujeres como si no fuera una de ellas.)
A cuántas cubanas y cubanos no habré escuchado decir ―cuántas veces no lo habré dicho yo misma― que no simpatizan con el feminismo ni con las militancias sectoriales de las llamadas minorías ―que en conjunto son la gran mayoría―, aun cuando no los conocieran. Cuántas veces afirmamos que nos parecían inútiles, que eran modos de dividir en vez de sumar, que no había necesidad de ponderar esas características correspondientes a la esfera íntima e individual. Cuánto nos sembraron en la cabeza que debíamos ser homogéneos, monolíticos, unívocos.
Ese proceso de “despertar” femenino a la vida pública que viví en Cuba, también ocurrió del mismo modo aparencial en todo el mundo patriarcal —o sea, en todo el mundo— y referido a todas las “minorías” (étnicas, sexogenéricas, sociales, económicas, etáreas, religiosas, lingüísticas, de capacidades diferentes, etc.). El discurso oficial proponía medidas y leyes que garantizaran su igualdad de derechos y oportunidades e, incluso, porcentajes obligatorios para que hubiera representación parlamentaria de esos sectores. Sin embargo, en la práctica, los beneficios han sido menores a los esperados o necesitados.
En Cuba, lógicamente, nadie puede fundar una editorial independiente, una asociación civil ni una ONG, pero en el resto del planeta ésas empezaron a ser vías para asociarse las personas con intereses o propósitos comunes que no encontraban eco —o no a la medida de sus demandas— en las instituciones oficiales. Así, en el caso de la llamada “comunidad gay” —restrictivo modo de abreviar LGBTTTI: lesbianas, gays, bisexuales, transexuales, transgéneros, travestis e intersexuales—, han surgido espacios “alternativos”, que van desde un sitio donde tomar un café o un trago sin que un puritano, un radical o un pervertido te molesten, hasta las jornadas culturales de la diversidad y las editoriales dedicadas al tema.
Y no se trata de una “cruzada por el reconocimiento gay” sino del proceso mundial de visibilización de un sector que, sin pretender aplastar o suplantar a nadie —como sí han hecho con nosotros a través de los siglos—, ha asumido públicamente su sexualidad sin hipocresía y ha decidido ganarse el lugar que por tanto tiempo le fue negado. Uno de los caminos para lograrlo ha sido llevar al arte y la literatura las especificidades, inquietudes, preocupaciones y denuncias intrínsecas de nuestra condición.
Volviendo al ámbito editorial, en la actualidad la cantidad de personas que hacen libros ―no a todos puede llamársele “escritores”― supera en gran medida no sólo la capacidad editorial, sino, sobre todo, la cantidad potencial de posibles compradores ―al mercado le da igual que sean o no lectores―, lo cual crea un inconveniente cuello de botella para quienes esperan ganancias de sus productos, punto esencial de cualquier negocio. Y en este caso, como en los estudios literarios o artísticos antes mencionados, pueden meter las manos al fuego de que los grandes emporios no priorizarán una obra de asunto homosexual, a no ser que el autor sea una vaca sagrada o miembro de sus catálogos con probada capacidad de venta.
De modo que las editoriales, revistas, páginas de internet o demás espacios definidos como homosexuales —y aledaños— no han sido un simple capricho segregacionista, ególatra o provocador, sino precisamente todo lo contrario: una necesidad de presencia y visibilidad, de salir del rincón que se nos había asignado para que no asustáramos ni pervirtiéramos al resto de la población “normal”. Claro que —y en esto tienen razón quienes señalan la aparente parcialización heterofóbica del asunto— si bien esos espacios, en particular los productores, expositores o difusores de arte, son especializados y reciben sólo material referido a su línea predeterminada, deben cuidar que el público meta no se acote exclusivamente a las “comunidades diversas”; deben tener acceso a verlas, leerlas y disfrutarlas todos los sectores de la sociedad porque, si no, de qué habría valido el esfuerzo. Si queremos que se nos acepte con naturalidad, que se nos reconozca como a ciudadanos “normales”, tenemos que dejarnos ver y comprender más allá de nosotros mismos o acabaremos siendo lo que no sirve de nada: guetos, minorías a las que se les trata con violencia, lástima o temor.
Clasificar una novela como de asunto lésbico no tiene nada de malo o de menor, como no lo tiene hablar de la novela histórica o antropológica, de la costumbrista o la picaresca. No hay que tenerle miedo ni asco al término: no se trata de catequismo ni pornografía. Como en la novela negra, de ciencia ficción, de fantasía, incluso infantil, los públicos de la narrativa de asunto homosexual son heterogéneos; la clasificación no tiene por qué ser prohibitiva o limitante. Un amigo me ha contado que volvió a leer todas las novelas de su adolescencia y consiguió encontrarle infinidad de lecturas y mensajes que a los quince años no alcanzó a interpretar. Lo mismo me ha pasado con la lectura de los cuentos de Oscar Wilde. Al buen lector no le asustan ni le detienen las clasificaciones porque son asunto mercadológico, casi extraliterario, y no un indicativo del público que debe o no leer las obras.
Que la salida masiva del clóset parezca un reforzamiento de la autosegregación es sólo aparencial. En el momento actual, el debate sobre el “asunto gay”, con todas sus ramificaciones y aristas, rebasa los límites geográficos de Castro Street, Chueca o la Zona Rosa. La prueba es, precisamente, que en este Parque estemos hablando tan tranquilamente del asunto. Y me alegro, entonces, que sea mi novela la que despierte estas inquietudes y nos permita conversar.

martes, 4 de agosto de 2009

El Parque cumple dos años

El Parque del Ajedrez, en Santiago de Cuba



Corrían los finales del año 2004 o los inicios del 2005 cuando mi hermana Ena Columbié me dijo: “Gorda, estamos preparando una revista de internet que se llamará La Polymita y queremos que tengas una columna fija”. No tuve que pensar mucho para decidir el título: Parque del Ajedrez, en homenaje a cierta esquina santiaguera que nos acogió en las postrimerías de los ochenta; uno de esos sitios simbólicos que guardan la esencia de una época, de una generación y que, aunque desaparecieran físicamente, quedarían en el recuerdo y la añoranza de la gente que los vivió.
Por esas cuestiones imponderables que tiene la vida, La Polymita no duró mucho en el ciberespacio. Tampoco, entonces, aquel Parque del Ajedrez. Tuvo que pasar el tiempo y reacomodarse las circunstancias hasta que el 8 de agosto de 2007 decidí abrir este blog, este parque virtual, este sitio de encuentros y reencuentros en el que hemos tenido tantas alegrías y uno que otro desaguisado.
Van a cumplirse dos años y les agradezco, una vez más, su lectura de cada martes, sus comentarios, su compañía, su amistad. Ese cariño que nos ha mantenido unidos hasta ahora y que nos mantendrá —ya lo sé— por mucho tiempo más.
Ésta es la crónica que, entonces, abrió las puertas de este Parque del Ajedrez.


En la esquina de Enramadas y Santo Tomás, en pleno corazón de Santiago de Cuba, está el Parque del Ajedrez. En una especie de mezzanine descubierto, hay un pasillo con banquitas y mesas de cemento sobre las cuales está empotrado, en granito blanco y negro, un tablero del ancestral pasatiempo.
La intención era —supongo— que los amantes del juego disputaran largas y atormentantes partidas o que todos nos convirtiéramos en futuros Karpov de la patria socialista; pero como en Cuba eso de romperse la cabeza no es precisamente cosa de juego, el espacio estuvo mucho tiempo abandonado, sucio, cubierto por las hojas y ramas que caían de los frondosos árboles hasta que, a mediados de los ochenta, como parte de aquel aparente esplendor que permitió abrir supermercaditos y otros comercios, se instaló allí un expendio de café. El café caro le llamábamos, porque la tacita de líquido retinto, concentrado, costaba 40 centavos, muchísimo más que el que se vendía en las cafeterías “normales” o en “La Isabelica”.
A eso de las seis de la tarde, cuando el calor empezaba a bajar —esto es un eufemismo, porque el calor en Santiago nunca baja—, nos encontrábamos en el café caro un grupo de amigos recién salidos de las respectivas oficinas. Allí fuimos amigos los que ya lo éramos y los que nos conocimos compartiendo aquellas mesas duras. Allí conversábamos de todo y de nada hasta que la noche nos clavaba en la boca del estómago un hambre casi siempre insaciable. Allí hablamos de los temas más serios y de asuntos baladíes, nos peleamos y nos aliamos de nuevo, nos enamoramos y nos desencantamos. Por aquel pasillo desfiló más de una generación y allí dejamos, seguramente, una impronta, un hálito, que aunque parezca otra cosa, ni el tiempo podrá borrar.
Por eso quiero que esta columna sea un tributo a aquel espacio y a mis amigos, estén en donde estén, dondequiera que los haya arrastrado la marea del exilio o del insilio. Aquí podemos encontrarnos de nuevo para disertar de literatura y de arte, hablar mal de Quien Tú Sabes o arrancarle las tiras del pellejo hasta al más pinto de la paloma, o sea, a Mazantini el torero, a tutti le mundachi. Así que apúrense a coger asiento, pídanle un buen café a la dependienta y espérenme, que ya llego.




lunes, 3 de agosto de 2009

Próximas presentaciones de Espejo de tres cuerpos






Altarte y Quimera Ediciones

tienen el agrado de invitarle a la presentación
y lectura de fragmentos de la novela

Espejo de tres cuerpos

de Odette Alonso

Presentadora: María Elena Olivera Córdova
Moderador: Sergio Téllez-Pon

Jueves 6 de agosto, 4:00 pm

Centro Cultural José Martí
Dr. Mora núm. 1, entre Hidalgo y Juárez,
Centro Histórico
(a la salida del metro Hidalgo)

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y PRÓXIMAMENTE

en el Festival Cultural de la Diversidad Sexual
Zacatecas

viernes 21 de agosto, 19:00 horas