
…soy sólo la boca de que la verdad se vale para hablar.
SARAMAGO
El miércoles pasado, un encargo imperioso me hizo salir de casa apresurada y refunfuñando. Cumplido el pedido en cuestión pero todavía autosermonéandome con rudeza, caminé despacio hasta La Morena para tomar el transporte que me llevaría al metro Etiopía. Como tardaba, recordé que en la otra esquina hay un Oxxo y fui a comprar algo para el almuerzo. Cuando ya le hacía la parada al taxi, vi que detrás venía el microbús. “Ya ni modo”, me dije y subí al carro.
El locutor de la estación que tenía sintonizada el chofer decía que hay personas en todo el mundo que ven constantemente la cifra 11:11. En sus relojes digitales, en computadoras o aparatos electrónicos, en las placas de los carros, la cuenta del supermercado o cualquier otro lugar por donde posan la vista de pronto y sin previa intención. Como todo pronóstico apocalíptico suele hacerme resplandecer de felicidad, sentí que el oído interno se me ensanchaba a su máxima capacidad para no perder detalle y la oreja crecía como apéndice de bruja.
Comentaba el individuo que desde los inicios de la humanidad esa secuencia numérica, que indica la unicidad con la divinidad, está grabada en nuestra memoria y ADN como especie, lista para ser activada. Que por estos días, con la inminencia del cambio de era que tantos confunden con el fin de los tiempos, se repite ese código como señal de que es hora de despertar.
El taxi llegó a Etiopía en un suspiro y no pude saber más. Pero mientras hacía mi cotidiano trayecto subterráneo, pensé que nada sucede por casualidad. Fue necesario que alterara mi rutina matutina, que subiera al edificio adonde fui, que luego cruzara a comprar la merienda y que decidiera no esperar el microbús, para que tomara precisamente ese taxi, no el anterior ni el siguiente, justo a la hora en que el chofer escuchaba el programa sobre el 11:11.
Llegada a mi destino, desde lo alto de la escalera de la estación Universidad paseé la mirada por el paradero e inmediatamente me topé con el 1111 en los últimos dígitos del teléfono de Locatel, pintado en los autobuses para reportar cualquier queja. “Lo importante no es ver el número, sino tener conciencia de él”, me dije mientras adivinaba la silueta del Ajusco completamente cubierto de nubes, como si no existiera.
Cuando subí al siguiente taxi, en el radio sonaba una banda sinaloense, con ese clarinete que siempre me ha parecido tan especial. “¿Por qué para la música?”, preguntaba una voz dentro de la pieza, y otro, con tono ebrio, le respondía: “¡Qué siga la música!” El taxímetro volaba más rápido que el Correcaminos, pero ni me inmuté: no entablaría discusión con aquel muchacho que tenía todo el cuerpo tatuado de serpientes y una inscripción asomando por el cuello, que oía banda norteña y tenía la mirada torva y los ojos extrañamente enrojecidos para la hora. Le pagué los 17 pesos que me cobró y me dije “¡Qué siga la música!” segundos antes de escribir 11:11 en la barra de Google y apretar el botón de “Buscar”.
Lo que vi me dejó atónita. Páginas y páginas, imágenes e imágenes en torno al asunto. “¡Pero cómo no sabía esto!”, me preguntaba incrédula, pensando que aunque soy consciente de que las matemáticas son el lenguaje del universo, generalmente estoy más atenta a las secuencias alfabéticas. “Adónde ha andado esta cabeza…”, insistí antes de transitar de inmediato a las teorías conspiratorias: “¿O acaso alguien me está nublando los ojos para ocultarme información? ¿Qué traman?”…
Según algunos, 11:11 es el código que permite el acceso a otros campos dimensionales hacia los que nos dirigiremos después del 21 de diciembre de 2012, fecha profusamente mencionada y reconocida en los tiempos recientes por ser, según la cuenta larga del calendario maya, el final de nuestro actual ciclo de vida planetaria. Cuentan que, según previsiones y cálculos del Observatorio Naval estadounidense, el solsticio de invierno de 2012 ocurrirá el día de marras… ¿saben a qué horas?... Pues a las 11:11 del meridiano de Greenwich.
Uno de los tantos modos de medir el tiempo terráqueo se llama precesión de los equinoccios, también conocido como año platónico. El alineamiento del ciclo de precesión del solsticio de invierno y el centro de la galaxia, que ocurrirá alrededor de la fecha mencionada por los mayas y durante las décadas siguientes, representa el “punto cero” del reloj cósmico, inicio de una nueva era en la conciencia humana, lo cual quiere decir que un nuevo ciclo galáctico ha comenzado. Ése que algunos dan en llamar Era de Acuario.
Para otros, sin embargo, la insistencia en la visibilización del guarismo en cuestión es un recordatorio de la existencia de 1111 espíritus guardianes, llamados también intermedios; guías entrenados para auxiliarnos en el cambio de curso del planeta, entidades esenciales no necesariamente cariñosas, amables y ñoñas, como suele imaginarse equivocadamente a los ángeles. Una especie de ejército que no tendrá reparos en hacer lo que tenga que hacer.
Pero ya dejo de atormentarlos con mis previsiones agoreras. Como dijera aquel muchachito nazareno, tan locuaz él, cuyos mensajes quedarán descifrados, dicen, precisamente en la próxima era: el que pueda entender… ¡que entienda! Ahí tienen la punta del iceberg. Si les interesan estos temas, pónganse buzos caperuzos —es decir, atentos— y averigüen. Porque como le dije al Knito hace unos días a propósito del Anticristo, nadie nos salvará más que nosotros mismos, si es que eso fuera posible.
Dicen que la Biblia —¡siempre le echan la culpa a la pobre!— llama “hora 11” al tiempo de la inminencia, lo previo a todo cambio. Si después de diciembre de 2012 las cosas siguen como hasta ahora, a mí me va a dar Changó con conocimiento… Y si se van y me dejan aquí, les juro que no vuelvo a dirigirles la palabra en las vidas que nos queden. Pero mientras dura la hora 11 estaré tan emocionada haciéndome ilusiones, que qué más da morir después de desengaño. Como buena acuariana en medio de su era, alguna otra locura me inventaré.
El locutor de la estación que tenía sintonizada el chofer decía que hay personas en todo el mundo que ven constantemente la cifra 11:11. En sus relojes digitales, en computadoras o aparatos electrónicos, en las placas de los carros, la cuenta del supermercado o cualquier otro lugar por donde posan la vista de pronto y sin previa intención. Como todo pronóstico apocalíptico suele hacerme resplandecer de felicidad, sentí que el oído interno se me ensanchaba a su máxima capacidad para no perder detalle y la oreja crecía como apéndice de bruja.
Comentaba el individuo que desde los inicios de la humanidad esa secuencia numérica, que indica la unicidad con la divinidad, está grabada en nuestra memoria y ADN como especie, lista para ser activada. Que por estos días, con la inminencia del cambio de era que tantos confunden con el fin de los tiempos, se repite ese código como señal de que es hora de despertar.
El taxi llegó a Etiopía en un suspiro y no pude saber más. Pero mientras hacía mi cotidiano trayecto subterráneo, pensé que nada sucede por casualidad. Fue necesario que alterara mi rutina matutina, que subiera al edificio adonde fui, que luego cruzara a comprar la merienda y que decidiera no esperar el microbús, para que tomara precisamente ese taxi, no el anterior ni el siguiente, justo a la hora en que el chofer escuchaba el programa sobre el 11:11.
Llegada a mi destino, desde lo alto de la escalera de la estación Universidad paseé la mirada por el paradero e inmediatamente me topé con el 1111 en los últimos dígitos del teléfono de Locatel, pintado en los autobuses para reportar cualquier queja. “Lo importante no es ver el número, sino tener conciencia de él”, me dije mientras adivinaba la silueta del Ajusco completamente cubierto de nubes, como si no existiera.
Cuando subí al siguiente taxi, en el radio sonaba una banda sinaloense, con ese clarinete que siempre me ha parecido tan especial. “¿Por qué para la música?”, preguntaba una voz dentro de la pieza, y otro, con tono ebrio, le respondía: “¡Qué siga la música!” El taxímetro volaba más rápido que el Correcaminos, pero ni me inmuté: no entablaría discusión con aquel muchacho que tenía todo el cuerpo tatuado de serpientes y una inscripción asomando por el cuello, que oía banda norteña y tenía la mirada torva y los ojos extrañamente enrojecidos para la hora. Le pagué los 17 pesos que me cobró y me dije “¡Qué siga la música!” segundos antes de escribir 11:11 en la barra de Google y apretar el botón de “Buscar”.
Lo que vi me dejó atónita. Páginas y páginas, imágenes e imágenes en torno al asunto. “¡Pero cómo no sabía esto!”, me preguntaba incrédula, pensando que aunque soy consciente de que las matemáticas son el lenguaje del universo, generalmente estoy más atenta a las secuencias alfabéticas. “Adónde ha andado esta cabeza…”, insistí antes de transitar de inmediato a las teorías conspiratorias: “¿O acaso alguien me está nublando los ojos para ocultarme información? ¿Qué traman?”…
Según algunos, 11:11 es el código que permite el acceso a otros campos dimensionales hacia los que nos dirigiremos después del 21 de diciembre de 2012, fecha profusamente mencionada y reconocida en los tiempos recientes por ser, según la cuenta larga del calendario maya, el final de nuestro actual ciclo de vida planetaria. Cuentan que, según previsiones y cálculos del Observatorio Naval estadounidense, el solsticio de invierno de 2012 ocurrirá el día de marras… ¿saben a qué horas?... Pues a las 11:11 del meridiano de Greenwich.
Uno de los tantos modos de medir el tiempo terráqueo se llama precesión de los equinoccios, también conocido como año platónico. El alineamiento del ciclo de precesión del solsticio de invierno y el centro de la galaxia, que ocurrirá alrededor de la fecha mencionada por los mayas y durante las décadas siguientes, representa el “punto cero” del reloj cósmico, inicio de una nueva era en la conciencia humana, lo cual quiere decir que un nuevo ciclo galáctico ha comenzado. Ése que algunos dan en llamar Era de Acuario.
Para otros, sin embargo, la insistencia en la visibilización del guarismo en cuestión es un recordatorio de la existencia de 1111 espíritus guardianes, llamados también intermedios; guías entrenados para auxiliarnos en el cambio de curso del planeta, entidades esenciales no necesariamente cariñosas, amables y ñoñas, como suele imaginarse equivocadamente a los ángeles. Una especie de ejército que no tendrá reparos en hacer lo que tenga que hacer.
Pero ya dejo de atormentarlos con mis previsiones agoreras. Como dijera aquel muchachito nazareno, tan locuaz él, cuyos mensajes quedarán descifrados, dicen, precisamente en la próxima era: el que pueda entender… ¡que entienda! Ahí tienen la punta del iceberg. Si les interesan estos temas, pónganse buzos caperuzos —es decir, atentos— y averigüen. Porque como le dije al Knito hace unos días a propósito del Anticristo, nadie nos salvará más que nosotros mismos, si es que eso fuera posible.
Dicen que la Biblia —¡siempre le echan la culpa a la pobre!— llama “hora 11” al tiempo de la inminencia, lo previo a todo cambio. Si después de diciembre de 2012 las cosas siguen como hasta ahora, a mí me va a dar Changó con conocimiento… Y si se van y me dejan aquí, les juro que no vuelvo a dirigirles la palabra en las vidas que nos queden. Pero mientras dura la hora 11 estaré tan emocionada haciéndome ilusiones, que qué más da morir después de desengaño. Como buena acuariana en medio de su era, alguna otra locura me inventaré.