martes, 8 de diciembre de 2009

Índigo





Hay quienes dicen que no se acercan a la poesía porque no la entienden… como si la poesía fuera para entenderse y no para sentirse. O peor: como si en este mundo absurdo hubiera algo cabalmente comprensible. Y da dolor que sean los editores, esos seres que a veces suponemos letrados y cultísimos, quienes alcen su dedo índice para hacer la señal de la negación, dando como pretexto que “la gente” no lee.
Por eso siempre es una fiesta ver nacer un poemario como si se echara un barco al mar. Por eso sonreí, feliz, cuando llegaron hasta mi puerta —en un sobre sin remitente, para guardarme la sorpresa— las Letras índigo de Jetzabeth Fonseca. En primerísimo lugar porque a Jetza le tengo un cariño especial. La conocí hace un año, cuando apenas empezaba a juntar los versos que le hicieron ganar el Concurso de Poesía Manzanillo 2008. En la primera noche del festival que cada año se realiza en aquel puerto del Pacífico, Jetzabeth leyó un par de textos en el patio del Starbucks y luego en el bar Botas, anteponiendo la disculpa de que no era poeta. Pero en aquellas líneas asomaba tan evidente ese germen, que más de uno de los participantes nos acercamos a decirle, con seguridad, que sí lo era.
Me lo confirma ahora este libro, suave como el aire de aquellas playas tibias, rotundo como su oleaje feroz. Este libro de versos largos que me hacen dosificar el aliento para llegar hasta la última sílaba. Para pensar, entonces, en el oficio del poeta, en sus aparentemente pocas recompensas, en los enormes horizontes que esconde o que desvela.
La poesía es una capacidad especial, una impronta fisiológica, un don que no está en escribir versos sino en el modo de ver e interpretar la realidad, en la manera de mezclar las palabras para transmitir atmósferas, para crear desde el mundo ese otro mundo que a ratos pareciera mágico, irreal, y que no es más que poético. Este planeta al que llamamos Tierra está lleno de artistas. Y aun dentro de ellos, pocos son los poetas. Porque la poesía no está en el mundo mismo ―por hermoso o dramático que sea―, sino en el ojo que lo observa, en esa especie de lente detrás de la pupila con el que se mira, aunque no te des cuenta, la poesía que a veces vive sólo en el silencio, agazapada.
Reconocerla es también una suerte de don instintivo y, por lo tanto, inexplicable. Así se diferencia al poeta del simple versificador ―aun el mejor―, como se sabe del buen cantante desde que abre la boca y suelta las primeras notas. Eso fue lo que sentí en Jetzabeth Fonseca aquellos días de noviembre y lo que encuentro, con regocijo, en este poemario desde cuyas ventanas se ve el mar en todos sus tonos, hasta llegar al índigo más profundo, el del corazón y el de la entraña.
La semana pasada me preguntaban dos jóvenes colegas cómo encaminar sus esfuerzos para que el “mundo literario” supiera de su quehacer. “No tengo la menor idea”, les dije pensando en mis dos poemarios inéditos que duermen, desencantados y pacientes, entre los circuitos y bytes de la computadora. Muchas veces me pregunto para qué escribimos, para quién. ¿Qué esperanza tiene un poeta de que alguien más lo lea? ¿Sirve de algo la poesía en un mundo de tan falaces cofradías?
A veces lo pedestre de la vida nos hace perder, al menos de momento, esa noción, esa ilusión. Hace unas semanas quería subirme en la torre de alta tensión que está en el patio de la oficina donde trabajo. Un poste enorme que se alza unos veinte o treinta metros hacia el cielo. En su tronco, cementados, hay unos peldaños de hierro que yo soñaba escalar. “Ni se te ocurra que voy a ayudarte a trepar ahí”, me decía Orlando y nos reíamos. Un buen día, descocotada, a punto de atrofiarme las cervicales con tal de observar su altura, comprendí que lo que deseo es mirar al horizonte sin obstáculos.
Lo ratifiqué hace sólo un par de días mientras observaba una foto de La Habana tomada desde el piso 18 del edificio de becados de F y Tercera. Toda la ciudad a los pies y enfrente el mar, siempre el mar, índigo el mar de La Habana, esas aguas que son cárcel y bendición. Así las veía cada mañana a principios de los 90 más allá del convento de las capuchinas y del hospital Ameijeiras, desde aquel tercer nivel adonde llegaba, como un estertor, el ronquido de los barcos que entraban o salían de la bahía. Así las veía en Santiago, tan brillantes que enceguecían, con solo bajar alguna de sus lomas o mirar hacia el sur desde un balcón o una pendiente.
A veces, en la prisa de la cotidianidad, en el dar por sentado que la sensibilidad no trae más que sufrimiento, en el catalogar como absurdo todo impulso no práctico, en el prestar oídos a esa idea generalizada de que la madurez implica superar la ridiculez de perder el tiempo midiendo versos, no nos damos cuenta de cómo van acumulándose muros delante de los ojos. No sólo la fachada anaranjada del vecino o la pared de ladrillos del baño, que es mi horizonte durante las diez horas que permanezco en la inútil oficina. A veces quiero amurallarme el corazón, porque considerar bella a la vida requiere un nivel de optimismo, tolerancia y entusiasmo que se me antoja inaudito.
Entonces llegan, como un regalo, las letras de Jetzabeth, la sonrisa de los amigos, sus mensajes que son abrazos. Entonces digo, como Alejandro Sanz de su música: “no es que sea mi trabajo, es que es mi idioma”. Entonces redescubro que es una percepción personalísima, individual, inagotable, y veo poesía en el azul del cielo despejado de estos días, en esa Luna deslumbrante de diciembre, en la carrera libre de las ardillas por el muro, en el vuelo de los aviones y la celeridad del metro. Y en los trescientos pasos que me llevan a la esquina, en los zunzunes y las mariposas que liban de la bugambilia, en el dolor oscuro de lo perdido, en la bruma de los sueños, en las voces que hablan dentro de mi cabeza. Y también —por qué no— en el modo en que algunos balones se cuelan al fondo de la portería después de describir una elegante y límpida elíptica, o en la manera en que una bola sobrevuela la pizarra del jardín central diciendo adiós, adiós Lolita de mi vida.
Índigo —como las letras de Jetzabeth— o turquesa —como esas playas caribeñas que adornan el “escritorio” de mis computadoras—, así quiero ver el mar adondequiera que pose la vista. Y acaso lo logro si dejo que mi mirada traspase el muro de ladrillos, la fachada de los vecinos, los cerros y volcanes que sitian la ciudad. O si permito, simplemente, que la Poesía me lleve hasta el final de sus versos y desde allí me lo muestre. Siempre… una vez más.


Para más datos sobre los sucesos del 8 de diciembre de 1988 en la Librería “El Pensamiento” de Matanzas: leer aquí

13 comentarios:

Escombros Hablaneros dijo...

Muy delicada esa crónica sobre la poesía que seguirá viva mientras alguien sueñe.

jtg dijo...

Bueno, amiga, cuántas y qué preguntas... Precioso texto... La poesía y su "no sé qué". Ese "no sé qué" sanjuanista que se nos encima violento o amable, da igual, pero siempre incontestable. Creo que hay más de un millón de respuestas posibles a la pregunta de qué es la poesía. Eso la salva, tal vez, de toda muerte probable. Da gusto, mucho gusto, ver, o incluso entrever, a un poeta en su fase germinal. Y es verdad, cuando aparece hay pocas dudas. Puede que no sepamos qué es la poesía, pero siempre sabemos dónde está, y sobre todo, dónde no está. Gracias por tu texto lleno de ella. Te abrazo.
Jorge

arrabalpoético dijo...

Un texto para enmarcar.Belleza.

Juan Carlos Recio. dijo...

Que hermoso y que poeta eres! mucha sabiduría y muchas razones como lector para seguir por este parque, por este pretexto tan personal de acercarnos a tí. Hoy estaba triste, pero encuentro en tus palabras muchas respuestas. Te lo agradezco como no podrás calcular.
un abrazo

Anónimo dijo...

Preciso y precioso!Me levantó el ánimo en esta mañana encamada.

rafa dijo...

¡Lindo! asi es...

Maya dijo...

Querida Odette: he pasado una tarde contigo leyendo el Parque, sentadita en un banco virtual, rodeada de sol cubano. Lo del 8 de diciembre ha sido una clase de historia para mí. Sabía algo del suceso ya que varios matanceros me lo contaron; tu explicación llenó los huecos. Como ofreciste el link original del 2007, me fui alla y además de su lectura, miré los comentarios, que en sí mismos iluminan el ambiente psicológico de la época. Como siempre, eres una ventana al pasado y la memoria; aunque sea dolorosa, nos valida.
un abrazo.

Anónimo dijo...

mi entrañable odette, la belleza siempre te rodea y en esta ocasión me siento honrada de ser parte de tus palabras. es una delicia saber que te ha llegado en el día necesario para dejar la muralla de los vientos estancados y mirar otros colores de mar distintos.
un abrazo grande con mi agradecimiento latente...
jetzabeth

Teresa Dovalpage dijo...

Qué hermoso texto. La poesía (y los poetas y las poetas)van más allá de la simple comprensión, se sienten por dentro.

Jorge Bousoño dijo...

Vaya, que de pronto todo el mundo anda con similares preocupaciones.

Muy buen texto/defensa Odetsita (dónde sino???)

A propósito del tema:
http://animaldefondo.blogspot.com/2009/12/neutralidad-en-la-creacion-artistica.html

Tuyo siempre, JB
[ElDuende] de AlasCUBA
---tratando de defender la Poesía también---

PD. Si me embullo, en la tarde escribo mis consideraciones sobre Siglo XXI y su intento de modernidad (contrario a la POESIA)

Anónimo dijo...

Las campanas suenan alto y fuerte, por la liberación inmediata y sin condiciones del dr: Biscet, y de todos los presos políticos cubanos.

http://www.youtube.com/watch?v=h5xGzA94v_A

Anónimo dijo...

Qué pregunta la tuya Odette! Para qué se escriben versos? Quizás yo supe por qué comencé, eso sí lo tengo claro, para qué... creo que para que no se me mueran dentro las miradas... esas que sacamos afuera de forma más lograda algun@s y menos otr@s, pero que todos tenemos.
Precioso tu texto, me dejó pensando entre esas olas, sobre los vaivenes con que nos mece la vida.
Un abrazo.
Marina

Anónimo dijo...

¡Que bueno lo que escribís, que buena tu manera de ver esta vida que nos dan! Te comprendo tanto, yo trabajo en una editorial y se que para los empresarios que desean ganar dinero con la publicación de libros, la poesía es considerada un género menor, y siempre dicen que no se vende. ¡Pero que suerte! pienso yo, la poesía no debería venderse jamás, cómo la comprarían los pobres, los desesperados, los enamorados, los chiquillos que no saben que esa sensación que los asalta es pura poesía. Por fortuna está todavía al alcance de todos cuando miramos el rostro del amado y vemos las arrugas que le han nacido con los años que han pasado junto a nosotras. La poesía -creo- es esa libertad inmensa que te permite elevarte aunque tengas un muro
enfrente (como el que tienes) y navegar en el azul profundo. Bueno,
estoy muy romántica Odette y me despido. Siempre s un gran placer
leerte.
Lita.