
Ahora que los veo sólo por televisión —transmisiones en vivo que se han convertido en el deporte nacional de los noticieros—, las imágenes de los preparativos, la espera, las ráfagas cada vez más fuertes, finalmente el diluvio y los daños posteriores siempre me regresan a los recuerdos de la infancia.
Lo mejor que tenían los ciclones era que no íbamos a la escuela por tres o cuatro días. Mi abuela Cristina preparaba pan tostado con aceite y ajo, y café con leche condensada rusa, dulcesita, como nos gustaba a Piri y a mí —la de vaca nos parecía nauseabunda—, y contaba mil veces la historia de cuando el Flora —icono huracanesco para el oriente de Cuba— se llevó las láminas de zinc del techo de los vecinos y las fueron a encontrar por la Plaza de Marte, llegando a Garzón.
Lo peor, que como la casa tenía demasiados años sin reparación —como casi todas las casas cubanas—, las goteras fueron en aumento proporcional con las temporadas ciclónicas y con el tiempo, las palanganas, cubos y jarritos no daban abasto para cubrir lo que ya eran cascadas. No en balde abundan en el cine y el teatro nacional las escenas en que los personajes caminan esquivando recipientes llenos de agua de lluvia.
Para los niños —y supongo que no sólo los cubanos—, un ciclón es un acontecimiento emocionante. No es difícil verlos en los noticieros de televisión o en las fotos de los periódicos disfrutando de lo lindo, chapoteando en las inundaciones, sonrientes encima de los botes que recorren las calles anegadas. Mi sobrino Camilo me relató como una aventura extraordinaria cuando después del Wilma, que hizo saltar el agua por encima del muro del malecón habanero, Piri, burlando a la policía que cerraba el paso a transeúntes y curiosos, lo llevó hasta donde llegaba el mar —cuadras y cuadras dentro de la ciudad— y él pudo meter los pies y mojarse las manos.
A nosotras, armadas de dos escobas despelucadas, nos encantaba sacar el agua que el caño del patio no podía tragar y desbordaba hacia el comedor y la saleta. Trabajo bastante inútil cuando el aguacero no cejaba y el alcantarillado era insuficiente. Tiempo después, se rompió y acabó cayéndose el codo de la canal del patio y por el hueco caía un chorro divino. Ahí nos bañábamos, ya grandes, con todo y ropa, para mitigar el calor del eterno verano santiaguero. Al menos ése era el pretexto para empaparnos y reír como niñas.
En la excitante espera, mientras el licenciado Rubiera o la Defensa Civil daban los partes meteorológicos y los reportes trágicos de las desgracias que el huracán ocasionaba en otras islitas del Caribe, era emocionante pegar papel precinta en las ventanas de vidrio —que no había entonces, esas planchas enormes de playwood que cubren los ventanales de los hoteles o las casas de la Florida y Cancún—, haciendo asteriscos y figuras geométricas. Mi papá era el encargado de esas funciones y nosotras lo ayudábamos de muy buena gana.
Pero tal vez el ciclón que más recuerdo fue el que esperamos Marta Mosquera y yo tomando café con licor de menta en “La Isabelica” mientras Santiago se quedaba completamente desolado como pueblo fantasma —¡perdón, ciudá!— y los primeros vientos agitaban los árboles del Parque de Dolores. Mil años después, recordando esa noche, escribí:
En la baranda tus ojos hipnotizan
hipnotiza tu voz
cuatro gotas de acíbar.
El aire es un lamento
no es normal el reflejo del neón en el agua.
Frente a la sombra de la noche
los presagios
ciclón el de los jugos
el del licor que mojará tus labios.
No estábamos esperando el ciclón, por supuesto… ni que fuéramos tan temerarias o tan meteorólogas. Quién sabe qué chisme o qué pócima cocinábamos mientras Isolina, la dependienta, nos echaba cada retorcidón de ojos… pensando seguro hasta qué hora íbamos a estar emborrachándonos a traguitos, sin dejarla huir a ella antes que se soltara el vendaval.
Ahora que sólo veo los ciclones por televisión, decía, la Piri —con ese buen humor, optimismo sin límite y excelente ánimo que la caracterizan— me cuenta cómo el viento parece arrancar la puerta carcomida del patio del diminuto apartamento de Centro Habana —ya no aquella casa enorme y disfrutable como parque de diversiones del centro de Santiago— y dice mi madre que por poco la aplasta, hace sólo unas semanas, un pedazo de cornisa reblandecida que se vino abajo, como en novela de Agatha Christie, justo un segundo después de que ella entrara a la cocina.