
Para mi prima Astrid y para mi mamá,
maestra de español, por su cumpleaños.
Entonces recordé el texto leído en la víspera por Nacho Martín, mi contertulio gachupín ―o sea, español―, que bromeaba poéticamente sobre su experiencia al respecto en las casi dos décadas que lleva en tierra azteca:
Ya casi no conozco gilipollas
o quizás todos se volvieron pendejos.
El mogollón se está volviendo un chingo
y ahora en vez de resaca tengo cruda.
Guagua es niño pequeño en Sudamérica, bebé, término que en México aplica hasta casi los cinco años, edad en la que ya en Cuba llevarían mucho tiempo siendo vejigos o fiñes. Criatura a la que, de ser niña, nunca se le llamaría en México hembra, que así se habla de los animales, no de las personas. Entonces, recién salida de la panza, a la cría se le dice mujercita… ¡Válgame Dios, qué mujer tan chiquitica! A uno de mis amigos, por preguntar con toda dulzura a una recién parida si el nuevo ser había sido hembrita, se le armó un sal p'afuera, un revolú, un huéleme la colcha, un dale que te pego, un Songo le dio a Borondongo que le costó la amistad de la ofendida madre… ¿Recién parida dije? ¡Ni que fuera una vaca! Lo correcto es recién aliviada, como si la susodicha se hubiera curado de una enfermedad muy dolorosa.
Ni hablar de los límites territoriales y semánticos entre estómago, panza y vientre porque entonces el enredo se tornaría inexplicable para un forastero con otra terminología para los mismos órganos. Y es que la lengua castellana, a la que tantos insistimos en llamarle español a pesar de los reclamos de las otras comunidades ibéricas, tiene tantas palabras para nombrar las mismas cosas y tantas variantes regionales para cada una de ellas, que sospecho que quienes tratan de aprenderla deben quedarse en Babia tan a menudo como los propios hispanoparlantes cuando llegamos a otras zonas o países.
Muchas veces me pregunto qué interpretará un recién avecindado en la capital azteca, por muy latinoamericano o ibérico que sea, al escuchar la Chilanga banda de Café Tacuba… banda, que es pandilla, mara, piquete, palomilla, conjunto musical o simplemente grupo de amigos; chilango(a), casi gentilicio de los nacidos en el Distrito Federal:
chinchinflas y malafachas,
acá los chómpiras rifan
y bailan tibiritábara.
Mejor yo me echo una chela
y chance enchufo una chava,
chambeando de chafirete
me sobra chupe y pachanga.
Mi ñero mata la bacha
y canta la cucaracha,
su choya vive de chochos
de chemo, chupe y garnachas.
Transando de arriba abajo,
ahí va la chilanga banda;
chinchín si me la recuerdan,
carcacha y se les retacha.
Y ya ni meternos en las “malas palabras”… Cuentan de un venezolano que viendo la ciudad de México desde el avión, desbordada e infinita, dejó escapar un instintivo y mascullado veeerrrga que les provocó un delicioso escozor a más de una de las señoronas que venían en la aeronave. Y uno de mis amigos, recién llegado de la isla, le explicaba al taxista el camino que debía seguir: “Coja aquí a la derecha”. Al escuchar la risita burlona del ruletero ―término que, en rigor, debería aplicarse a quien manejara una ruleta―, le espetó: “¿De qué se ríe?, ¿nunca ha cogido aquí a la derecha?”, a lo que el chafirete le respondió, muy mexicanamente, “No, güero, la verdad es que no”. Güero dijo, que en Cuba sería el adjetivo aplicado a un huevo podrido y aquí es rubio o de piel blanca, como chele en Centroamérica si es extranjero. Y en Cuba cheles serían bultos, bártulos, como tiliches en México… “Coge tus cheles y dale” significaría “agarra tus pertenencias y vete de aquí”. ¿Agarrar? ¡ni que tuviera garras!; ¿tomar? ¡ni que fuera a beberse!... ¿coger?...
Decir “en rigor” me recordó la anécdota más extralingüística de un forastero que visitaba Santiago y entró a una de aquellas tiendas caras donde se vendían algunos productos fuera de la libreta de abastecimientos, por la libre. El individuo le preguntó a la dependienta si no tendría un probador, para oler el aroma antes de comprarlo. Ella le respondió rotundamente que no y el hombre insistió: “En rigor, debieran tener un probador”, a lo que la mujer farfulló: “Eso será en Rigor, mijito, pero aquí, en Santiago de Cuba, está prohibido abrir los frascos”.
Todas estas asociaciones iba haciendo, en la exaltación de la sinonimia y la anécdota chusca, mientras continuaba mi camino hacia el trabajo, o sea, hacia la chamba, la pincha, el laburo, el curralo. Recordaba el reclamo de mi prima Astrid por haber usado “linkeo” en el Parque de la semana pasada. “¡Tú, la filóloga, cómo es posible!”, argüía. Es tal el nivel de globalización y asiduidad de las nuevas tecnologías, le expliqué, que la Real Academia Española ya aceptó como verbos, con sus conjugaciones correspondientes, faxear y escanear. Con esa misma sonrisita con que rememoraba en incidente, le dije entonces: “Lo que falta pa’ que acepten chatear, cliquear, linquear es nada, así que modernízate, mi prima, no vayan a llamarte arcaica”.
Como si aquél fuera día de confrontaciones semánticas, al llegar a la oficina me topé de frente con el pastel de cumpleaños de mi compañera Fabiola, una caja anaranjadísima que decía, sin el menor recato: Panificadora El Bollo. Más allá del exquisito nombre del negocio, incuestionable sin duda, en Cuba nunca llamaríamos panificadora a una panadería y mucho menos a una dulcería. Claro que dulcería, aquí, sería donde venden caramelos, nunca panes de dulce. Y siguiendo esa línea de pensamiento, tan carbohidratada y edulcorante, inmediatamente comprendí que no debo leer con tan poética inocencia aquel verso de “La vida es una concha tremendamente hueca”. Mucho menos cuando haya público sureño.
“¿Te gusta chupar?”, me preguntó, recién llegada a estos lares, uno de mis alumnos. “¡Uy, éste qué lanzado!”, pensé… No, realmente no debo haber usado lanzado porque ese término para mí, entonces, no quería decir nada. En última instancia, alguien que fuera expelido a los aires desde la boca de un cañón y eso, verdaderamente, está cañón. Empinar el codo, dirían los viejos en la isla, pero aquí empinarse entra en los peliagudos terrenos del albur y para eso hay que cursar, casi casi, un doctorado, teoría y práctica.
Leí en algún sitio no hace mucho que la lengua de Cervantes, ésa que enarbolamos como estandarte del buen decir, era, en su tiempo, jerga de soldados. Ni sublime ni culta ni elevada ni aristocrática. Algo así como la Chilanga banda de los Siglos de Oro… ¿Quieren algo más elaboradamente barroco en comparación, por ejemplo, con el nuevo programa de concursos que anuncia Televisa para el próximo fin de semana y que se titulará 100 mexicanos dijieron [sic] o cualquiera de esos espacios que regularizan el lenguaje juvenil, marginal, sectorial, etcétera?
Algunas batallas parecieran inútiles. Lamento decírselos con tal crudeza, pero en esto del idioma, tan móvil y cambiante, no hay bastiones inexpugnables ni tienen mucho sentido las fijezas. Si nos abandonamos a la dialéctica como a las mareas, cuando pasen algunas décadas y todo se escriba con “k”, sin vocales ni diéresis ni signos de puntuación, Café Tacuba será como el Quijote de finales del XX, un paradigma del buen español de los abuelos. Porque, al fin y al cabo, mis socios, cuates, valedores, colegas, cúmbilas, consortes, ambias, aseres y moninas, ¿todo pasado no fue siempre mejor?... Y al que no le guste: ¡carcacha y se le retacha!