martes, 24 de febrero de 2009

La casa de los espíritus

Carlos Schwabe, Le tonneau de la haine



A Inés María, que alguna vez pidió que hablara de ella.
A mi prima Astrid, que sabe lo que digo.
A mi abuela Cristina, dondequiera que esté.



En mi casa de Santiago había rincones por los que no podíamos pasar sin que un estilete helado nos subiera por la médula y acabara parándonos todos los pelos del cuerpo. Era enorme, de ocho o diez cuartos, situada en el número 606 de la calle Aguilera, una de principales del centro de la ciudad. Pero como en la “Casa tomada” de Cortázar, sus habitantes, cada vez menos, fuimos clausurando habitaciones y replegándonos hacia las que todavía parecían libres de aquel maléfico embrujo.
Para entrar al primer cuarto del ala derecha había que armarse del valor y la astucia de los caballeros medievales. Sobre todo porque era imprescindible atravesar en completa oscuridad el segundo cuarto, en penumbras aun de día —¿quién conseguía un bombillo si no “llegaban” a la ferretería el día en que tocaba comprar al grupo marcado en la libreta de productos industriales?—, y abalanzarse, después de cruzar una puertecita siempre cerrada, a la perilla de encender la luz, que había perdido la cubierta y, para colmo de terror, cualquier dedo que se le acercara desprevenido estaba a merced de la traición de los cables pelados.
Sin embargo, los siete u ocho pasos que separaban a la puerta de la saleta de la perilla desconchada no eran los más aterradores de la casa. No. Ésos eran los que iban de la otra puerta, la del segundo cuarto del ala izquierda, hasta el primer aposento de ese lado, donde dormíamos Piri y yo con mi abuela Cristina, primero, y después con mi mamá. Eran tres o cuatro pasos antes de abrir la puerta divisoria, pero la certeza de que alguien estaba observándonos, encimado sobre nuestra espalda mientras cruzábamos, era espeluznante. Pasábamos de prisa, sin querer mirar a los lados, sintiendo la inminencia de un ataque. Un susto irracional e indescriptible.
Una espiritista le dijo a mi madre que en la saleta, justo al lado de la entrada en cuestión, estaba sentada una mujer que alguna vez fue la dueña del predio. Pero adentro de la habitación había “algo”. Yo no tengo el don de “ver”; mi capacidad de “comunicación” con otros mundos, dimensiones y seres es muy limitada; pero en ese cuarto viví la experiencia más cercana a lo paranormal que haya conocido. Aprovechando las dormitaciones ajenas de la madrugada, me había colado allí con cierta personita y, después de sostener un encuentro cercano del primer tipo, nos venció el arrullador manto del sueño. No pasó mucho, unos minutos quizás, antes de que una mano, sin duda enfurecida, nos arrancara con lujo de violencia la sábana que nos medio tapaba. “¡Ay, coño, ya nos cogieron!”, pensé en el segundo que tardé en abrir los ojos y comprobar que la luz seguía apagada, la sábana sobre nuestros cuerpos y la personita roncando.
Otra noche, mi mamá y yo sentimos los chillidos de la gata y unos extraños ruidos en la saleta. Al llegar allí, junto al sillón donde supuestamente se sentaba la mujer, estaba la madre recién parida con sus tres gatitos desmadejados y fríos, como si los hubieran asfixiado, muertos. Sin una sola marca en el cuerpo. Nada había alrededor que pudiera haber provocado aquella situación. Nunca supimos qué pasó.
Por aquel entonces, la Piri, que ya estudiaba en La Habana, fue de vacaciones y una de aquellas madrugadas, sintió claramente cómo alguien se sentaba a los pies de la cama. Cuando abrió los ojos, allí estaba una señora gordita, morena, muy maquillada. Sonrió, pero no dijo ni una palabra. Mi hermana, aterrorizada, despertó a mi madre y por su descripción, aquélla identificó a una amiga de su tía que frecuentaba la casa en ciertas épocas, antes de nosotras nacer. Para quedarse más tranquilas ellas —quién sabe si el espíritu—, tuvieron que hacerle, por días, una serie de oraciones de Alan Kardec.
Pero “lo otro” no se quitaba ni con trapeadas de agua de arroz y chorritos de colonia ni con soplidos de cascarilla ni con despojos de todas las yerbas del monte. Esa casa nunca me gustó. Demasiado grande, demasiado vieja, demasiado llena de acechanzas. Tal vez entonces no lo tenía tan claro —al fin y al cabo era mi casa—, pero soñaba con un apartamento como el de mis primos, tan iluminado y limpio. Aunque entre sus viejas paredes pasaron casi todas las primeras, las segundas y hasta las terceras cosas —buenas y malas— y esos recuerdos no me abandonarán, fui más feliz cuando partí de allí. Todos los sueños en los que ella es el escenario son pesadillas: siempre hay un intruso escondido en los primeros cuartos, asomando el ojo inyectado en sangre por la mirilla o colándose por la puerta que no embona. Y ciertamente, en las temporadas de lluvia, la madera se recrecía tanto que no había poder humano que lograra cerrarla. Casi vivíamos en la calle.
A la calle daban las ventanas por las que cualquiera podía asomarse. De hecho lo hacían los amigos, los vecinos, el cartero, algunos vendedores clandestinos. A través de las persianas empolvadas gritaban nuestros nombres para que les abriéramos la puerta en los tiempos en que conseguíamos cerrarla. Por ellas entraba el hollín de las guaguas, el olor de la tintorería. A su través, algún ojo indiscreto quebró en más de una ocasión la intimidad. Esas ventanas iluminaron mis primeras memorias: los ojazos negros de Piri, sus cejas pobladas cuando llegó, recién nacida, de la Clínica Los Ángeles; mi mano derecha clavándose en el vidrio puntiagudo de un vaso roto, mi sangre mojando el mosaico rojo del patio, dejándome en la palma esta eterna cicatriz que corta, tajante, la línea de la vida.
El comedor, completamente abierto al patio, era el centro de la vida. Sobre aquella mesa de playwood con las patas minadas de comején se alimentaron los que ya no estaban y nosotros. Allí se contaban las anécdotas antiguas y las historias cotidianas. Allí partíamos el pedacito de carne que llegaba cada quince días, amasábamos harina para hacer empanadillas y buñuelos, y respondíamos, junto a miles de amiguitos, las tareas de la escuela. Allí descorchamos las botellas de la adolescencia, escribimos cartas enamoradas y escuchamos cada noche, en un radio de principios de siglo, “Alegrías de sobremesa” y “Nocturno”.
“Casi tan gris/ como es el mar de invierno”, cantaban Juan y Junior, “lleno de paz/ como un lugar desierto” y la voz de Pastor Felipe, profunda, leía los viernes clásicos poemas de amor. Un buen día, aquel General Electric no sonó más y hubo que esperar a las asambleas de méritos y deméritos del sindicato para ganarse el derecho a comprar el VEF ruso que lo sustituyó. Un buen día los techos empezaron a llenarse de goteras que era imposible reparar —¡todo fue siempre tan difícil en ese país!— y luego se nos fueron cayendo poco a poco sobre las cabezas. Toda la casa y toda la familia haciéndose pedazos: nosotras lejos, los viejos ya muy viejos, los gatos meando, incontinentes, cada rincón…
Que enfrente a mis fantasmas, parecen decir mis tenebrosos sueños con esa casa. Sin embargo, si me dieran a escoger, nunca regresaría a ella. Ni en las vidas siguientes. Eso digo mientras empiezo a escuchar una melodía: “Pueblo mío, que estás en la colina/ tendido como un viejo que se muere…” No sé por qué me viene a la mente esa canción prohibida, clandestina en las fiestas de muchachos, como las de Roberto Carlos. No sé por qué subo Aguilera bajo el sol del mediodía y me detengo frente a la fachada gris y azul. La mirilla ha quedado entreabierta. No puedo evitarlo: pego allí mi ojo. La sala está oscura pero el patio brilla. No se ve un alma.

14 comentarios:

carlitos g. dijo...

Aun leo tus relatos,y escucho tu voz cada semana. Yo conoci esa " casa de los espiritus " y disfrute en ese ...El comedor, completamente abierto al patio, era el centro de la vida.....no escuchando , en un radio de principios de siglo, “Alegrías de sobremesa” y “Nocturno”.
sino de las conversaciones de Alonso y de la Istria, y todos los espiritus estaban aislados entre la intensa lluvia que caia por todos los lados( dentro y fuera de la casa ) y el buen matusalen que calentaba la gargantas de Yoyi, de maite y la mia .¿ Que no ha vivido esa casa ?
Felicidades por tu novela, espero poderla leer.
un beso

Anónimo dijo...

Increible la manera como la narrativa va ocupándote, adueñándose del lugar que siempre tuvo en ti. Te juro que se me pararon los pelos de punta con tu narración, yo tampoco quisiera estar en un lugar así ni en sueños; pero creo que esa experiencia es la que abrió de par en par las puertas de tu imaginación.
Gracias hermana, gracias.
Ena

Mabel Cuesta dijo...

Mi querida, como cada martes aqui estoy... se me ocurrieron todas las lecturas sicoanaliticas del mundo leyendo tu texto, no voy a hacer ninguna porque no soy personal autorizado, solo decirte lo que ya sabes, que la niña, adolescente, joven muy joven odette que vivio alli todavia tiene peleas que ganar, asuntillos que resolver...

ahora, lo de los espiritus me encanta... pasaba lo mismo en la casona de Vigia, se veian y oian cosas con mucha certeza y hay hasta quien asegura que vio a una persona muy conocida de la ciudad bajando las escaleras, mientras esa misma persona estaba en Angola y lo sabia todo el mundo...
en fin, el misterio de los que se quedan flotando entre el mundo de la muerte y el de la vida porque no se saben muertos o se saben, pero no quieren y desean resolver todo lo que dejaron pendiente antes de irse a otros planos...
pa'l carajo, yo cuando me vaya, me voy entera...
besos, todos...

LA REDACCIÓN dijo...

Una delicia leerte, como siempre. Un abrazo grande y memorioso.

Leticia Vaninna

Anónimo dijo...

Odette: Mi casa de Pinar, quizá no tan grande pero igual de vieja, nunca tuvo fantasmas; al menos yo nunca los percibí, ni la única gata que me permitieron tener tampoco (ella tuvo interminables camadas de gatitos que luego era preciso "reubicar", según el eufemismo materno que quería decir dejarlos abandonados en algún sitio, a lo cual siempre me resistí). Sin embargo, hay un no sé qué en común con este recuerdo que nos has regalado: las cuentas pendientes con el pasado, la infancia perdida, la sensación de pérdida y desamparo que nos ha quedado por el desarraigo, y sobre todo la terrible destrucción de la familia, junto con las viejas casas que se caen a pedazos. Mi madre vive todavía en Pinar es esa vieja casa que no tiene presencias inquietantes pero donde se tropieza a cada paso, en toda ella, con el fantasma del abandono. Diera lo que fuera por poder espantar a mis fantasmas como tú lo haces, pero yo no tengo el don, así que no puedo menos que agradecerte por permitirme proyectar mi experiencia en la tuya. Normy

Anónimo dijo...

Chica, qué susto. Yo me azoré muchísimo leyendo...Y siento lo de los gatitos. Parece que a la fea fantasma no le gustaban los felinos. ¡Fu! ¿Por qué no haces un cuento sobre esto? Claro que yo resucitaría a los gatitos en el cuento, eh.

Anónimo dijo...

Wow, ese relato parece un thriller, igual me impresione con la descripcion, muy grafica por cierto. En muchas casas grandes y de madera en Stgo, se han recreado esas historias, yo he visto "aparecidos" en casas de campo (bohios de yagua), pero la que mas recuerdo es la famosa Luz de Yara, que decian que salia en esa zona cercana a Manzanillo que provocaba accidentes horribles que casi siempre tenian su cuota de muertos. Excelente relato. Martin

Anónimo dijo...

Sublime... Fíjate que cuando iba yo a Stgo. me quedaba en casa de mis primos y de mi madrina y eso era en la calle Aguilera en una esquina... pero no me acuerdo de cuál era la otra que cruzaba Aguilera en ese punto ni del número... Eran unas casas maravillosas....
Me encantó esa nostalgia a pesar de sí o de ti... al final. Lo que son los primeros 25 años de nuestra vida... como decir, lo principal?

teresa coraspe dijo...

Las visiones, las percepciones de una casa, querida Odette, en nuestra escritura, son diferentes; quizás en tu casa. por el momento histórico que te tocó vivir, hayan permitido esos recuerdos, a la par que era un lugar plagado de misterios, por donde los duendes y fantasmas salían para asustar. Los míos, porque amo cada objeto y cada rincón en esta buhardilla, me permiten la compañía de lo inasible. Me estoy refiriendo también,por supuesto, al poema que te envié: LA CASA DE MENTIRAS, y en tu respuesta ya me hablabas que escribirías sobre tu casa. ¡Qué bueno es poder prescindir sin tanta nostalgia de una casa, de un lugar! Yo vivo como afincada a los recuerdos, a los obejtos; como afincada a la tierra de raíz. Ayer, desde un lugar un poco lejos de mi casa, cerca de un río hermoso y donde existen piedras bordeándolo, recordaba a Pavese, que tanto de nostalgia tuvo de su infancia y su lugar de origen; cada uno tiene un recuerdo personal; ajeno a otros recuerdos, pero todos incuestionablemente válidos, y donde la forma, el estilo es quizás lo más importante que lo real-absurdo, o realidad o ficción por separado. En mi caso y en el tuyo, creo no equivocarme hay algo más que ficción pura, y son los recuerdos que realmente han formado parte de nuestra vida; esos recuerdos que aunque sean amados o rechazados, forman parte de nuestra vida. Para ti siempre este afecto, y la admiración por tu manera ancha de narrar. Desde Ciudad Bolívar, Venezuela. Teresa.
PD: Cuando un país lo destroza una tiranía, no quedan sino los despojos.

Anónimo dijo...

Odette querida: no había podido abrir las puertas del parque. Hoy abrí este y estuve saboreando tus memorias de la casona. Súper bien esas visiones de muertos. Tienes fuerza para la literatura de horror, pero chica, tú haces de todo, tu talento florece en cada rendija de tu patio. Es un placer los descubrimientos que tus lectores llevan a cabo. Tu nuevo libro es otro encuentro emocional con el misterio que pronto leeremos. Ya veo que se puede ordenar. Y primera novela! para cambiar el rumbo de la poesía como forma de comunicar. Enhorabuena Pronto te escribo, desde otros ángulos; hoy he tenido un día a lo "Revolutionary road" Nos han engañado con la cárcel del trabajo, hermanita querida, pero ya queda menos!

Anónimo dijo...

la casa de aguilera... , el garage con el sofa y el tocadisco... las ventanas cerradas para prohibir el ruido de la parada... cuantos recuerdos....
Maria Isabel Rodriguez Giraudy

Odette Alonso dijo...

Y todos esos recuerdos sólo quedan en la cabeza de quienes la conocimos. Dicen los que han ido recientemente (yo no volví a Santiago después de 1994), que esa casa ya es otra, que la han cambiado completamente. Quienes se mudaron allí, alquilan cuartos para extranjeros y han hecho puertas donde estaban las ventanas o algo así. Encito entró y dice que ya no están las columnas de la sala ni los retoques del techo, ni esa especie de ventana encima de las puertas... que es otra casa.
Muchas gracias a todos, amigos. Siempre.

Anónimo dijo...

Excelente tu narrativa ,Oddete, lográs que uno entre en los mundos que tramás. Un abrzo desde mar del Plata, Argentina,


Silvia Loustau


www.silvialoustau.blogspot.com

Habana dijo...

Wao Odesita, que fabuloso que hayas podido suscribir tus recuerdos de esa manera, tuve la impresion de que una esperada reivindicacion no llegaria, cuando dices: Sin embargo, si me dieran a escoger nunca regresaria a ella". Pero al final, muy al final, gracias a Dios, en el fondo de tu corazon, a pesar de las pesadillas y a pesar de los pesares, el patio brilla, y eso me alivio, y yo diria que esos espititus aun te cuidan. Bella tu historia!