Lo que es tener la cara dura…
(Frase dicha en 1955, exhibida en el Museo de la Revolución, en La Habana)
(Frase dicha en 1955, exhibida en el Museo de la Revolución, en La Habana)
No quería tocar ese tema sino contarles que con mis binoculares nuevos, regalo de Navidad, observé la Luna enorme de diciembre, anaranjada como una mandarina con todo y gajos, y a los peces saltando fuera del agua en la Bahía de Banderas. Decirles que mientras todos gritaban “Ahí, ahí” y señalaban los cuerpezotes grises de las ballenas jorobadas y los delfines en sus respectivos rituales de cortejo, no podía dejar de acordarme de aquel dientudo escualo de cartón que desde las pantallas aterrorizó nuestra playera niñez. Comentar que monseñor Ratzinger, alias Benedicto XVI, dijo, con su boquita fruncida, que la homosexualidad es tan peligrosa para el planeta como el cambio climático; que conducirá con mayor celeridad al fin del mundo… Él ha de estar tan seguro porque es una loca afocante, de carroza y balcón a la calle, cuyo sexo tampoco sirvió a la misión de perpetuar la especie.
Quería hablar de otras cosas. Contarles que en algunos versos de La última espira [Valladolid, Difácil, 2008], Jorge Tamargo propone la desmemoria como estrategia de sobrevivencia, habla de un “tránsito tranquilo hacia el olvido”. Cosa difícil, me dije mientras lo leía, porque los recuerdos construyen ese edificio tambaleante que es la vida. Educados así, el desmemoriado, en vez de ser dichosamente libre, se angustiaría de haber perdido las nociones. Ese “fardo memorioso” es la ilusión de que hemos vivido, de que nadie podrá quitarlos lo bailado. Ni lo llorado. Esto reflexionaba en la playa vallartense cuando supe, una vez más, que los olores y los sonidos, las sensaciones todas, nos devuelven a otras olas, a la danza del mar, al techito de palma y los tostones, al atardecer junto al árbol caído y las manos que cavaban en la cueva sin fin de los cangrejos. A esa otra orilla, entre nubes, donde siempre fuimos niños y tejíamos sueños y sueños y esperanzas, castillos de arena que la marea deshizo como algodón de azúcar en la boca.
La remembranza nos confunde y nos engaña, me dije, bizantina y retruecanosa. Nos hace creer que sobre su lomo regresamos a la esencia y las raíces, al ser que somos, al enfoque exacto de los prismáticos o el catalejo. En vez de hacer como Julián Dalmau, el protagonista más reciente de Lichi [El retablo del Conde Eros, México, Planeta, 2008], “ese cubano errante [que] se iba matando pasito a pasito sin necesidad de colgarse de una soga”, quien al comprender que ya no pertenecía a ninguna parte, “que en La Víbora o en La Habana o en Nueva York no había ni un árbol esperándolo, redondeó el círculo de su orfandad y mandó su cubanía al carajo” porque “todo nacionalismo acaba siendo caricatura”.
Para colmo, Kundera me susurraba al oído que la lucha de la memoria contra el olvido es la lucha contra el poder. Pero yo no quería pensar en el primer día del año ni leer noticia alguna. Que esa fecha pasara inadvertida ―al menos en este Parque― porque las palabras, aun los lamentos y las maldiciones, transmiten energía, dan fuerza. Resistiré la tentación, me dije. No vale la pena. Pero en la llamada de felicitación por su cumpleaños, mi hermana me contó que la picada de un ciempiés le dejó una pierna severamente infectada y que, días después, otro bicho con un centenar de patas le caminó por la frente. “¡Niña, pero dónde tú estabas!”, le pregunté con la sonsera que a veces padecemos quienes hace mucho no vivimos en la isla. “Tú sabes que yo duermo en el suelo”, contestó ella contundente, con esa creencia de “los de adentro” de que “los de afuera” estamos enterados de todo al dedillo ―¡debemos estarlo!― como si aún sudáramos allí.
El 24 de mayo de 2006 el diluvio universal cayó sobre Centro Habana. Cuenta mi madre que en sólo unos minutos la calle se convirtió en un río lodoso lleno de manchas de petróleo que se metió a las casas y alcanzó el metro de altura. El agua lo anegó todo, echó a perder los libros, ennegreció las paredes, cubrió los colchones y los desgració para siempre. Sólo pudo salvarse el de Camilo, que alcanzaron a subir sobre la cómoda. A mi mamá, unos parientes le prestaron otro. Desde entonces Piri y el marido duermen en el piso.
“Chica, ¿no hay manera de comprar una cama?”, cuestioné con la misma perdidez que si fuera extranjera. Ella, impaciente, me explicó que el cuarto está lleno de los sacos de cemento acumulados para hacer la barbacoa, especie de entrepiso de madera ―tapanco, dirían los mexicanos― que, para paliar las necesidades habitacionales, construyen los cubanos en las casas cuyo puntal alto lo permite. Quienes ven poblarse sus barrios y ciudades de edificios nuevos que suben en dos meses como leche hirviendo, tal vez no se expliquen por qué el proyecto de la barbacoa familiar tiene más de un año y no avanza. Es la eterna historia cubana: cuando hay cemento no hay arena; cuando hay arena no hay madera; cuando hay arena, cemento y madera, a mi cuñado le duele la columna, porque el pobre hombre no es ni joven ni fuerte ni constructor de barbacoas y hace tres años que duerme en el piso.
Para quienes no lo saben o se lo están preguntando, mi hermana no es un ama de casa desobligada, sino actriz del teatro, la televisión y el cine cubanos, ganadora en Ginebra del premio de actuación femenina del Cinéma Tout Écran en 2003. Su marido no es un desempleado mantenido; es escritor de guiones televisivos, promotor cultural, profesor de arte. Es cierto: con todo y premio Piri no es Pichi Perugorría ni Mirta Ibarra; le faltan suerte, ambición, vitrina, malicia, amigos y habilidades para “resolver” y “escapar”… ¡ni siquiera ha logrado que la UNEAC le autorice una cuenta de correo electrónico! Pero dónde se ha visto que un intelectual, un artista o un profesional, un ser humano digno cualquiera que sea su oficio, con trabajo fijo y salario, tenga que salir a robarse el alambrón de los edificios que tumbaron los últimos ciclones ―Ike, Gustav y el otro, el de los cincuenta años de abandono y de miseria― o arriesgarse a comprar cemento clandestino para hacer con sus propias manos —y las de otros amigos que tampoco son albañiles— un cuartito rudimentario y caber mejor ―es un decir― en el apartamento diminuto que ni siquiera tiene derecho a vender aunque sea propio.
La gran pregunta de estos días ha sido si, al hacer un balance después de medio siglo, valió la pena la revolución. La respuesta ―al menos para buena parte de los cubanos― parece ser no. Muchos han dado cifras de cómo después de ser el tercer país de América Latina en 1959, Cuba fue a parar al fondo de las listas, o cómo las estadísticas que la propaganda revolucionaria enarbola como grandes logros no asombran demasiado si se les compara con otras naciones de la región. Vean, por ejemplo, los datos que ofrece Andrés Oppenheimer en El País, basado en el Informe de desarrollo humano de las Naciones Unidas fechado el año pasado.
Pero a quiénes habrían de interesarles esas cifras. A los que siguen defendiendo a estas alturas el fidelismo no les importa el pueblo de Cuba sino su propia utopía individual, el símbolo que no pueden dejar morir para no quedarse sin asidero ni esperanzas. Celebran y no piensan ―es más cómodo, más conveniente― sobre qué se sostiene esa bandera de la dignidad continental, a qué precio la ondean sus cuidadas manos de idealistas clasemedieros que en los días de su vida han tenido que “probar suelo” ni los ha aguijoneado un alimaña.
Y para nosotros, los cubanos de adentro y de afuera, todos estos análisis no son más que palabras inútiles, pajas mentales, mientras no estemos dispuestos a hacer la nueva revolución o instaurar la nueva república, como bien señala uno de los colaboradores del ejercicio Revolución Cubana. 50 años en 50 palabras al que hace unos días convocó Camilo Venegas en su blog.
Quería hablar de otras cosas. Contarles que en algunos versos de La última espira [Valladolid, Difácil, 2008], Jorge Tamargo propone la desmemoria como estrategia de sobrevivencia, habla de un “tránsito tranquilo hacia el olvido”. Cosa difícil, me dije mientras lo leía, porque los recuerdos construyen ese edificio tambaleante que es la vida. Educados así, el desmemoriado, en vez de ser dichosamente libre, se angustiaría de haber perdido las nociones. Ese “fardo memorioso” es la ilusión de que hemos vivido, de que nadie podrá quitarlos lo bailado. Ni lo llorado. Esto reflexionaba en la playa vallartense cuando supe, una vez más, que los olores y los sonidos, las sensaciones todas, nos devuelven a otras olas, a la danza del mar, al techito de palma y los tostones, al atardecer junto al árbol caído y las manos que cavaban en la cueva sin fin de los cangrejos. A esa otra orilla, entre nubes, donde siempre fuimos niños y tejíamos sueños y sueños y esperanzas, castillos de arena que la marea deshizo como algodón de azúcar en la boca.
La remembranza nos confunde y nos engaña, me dije, bizantina y retruecanosa. Nos hace creer que sobre su lomo regresamos a la esencia y las raíces, al ser que somos, al enfoque exacto de los prismáticos o el catalejo. En vez de hacer como Julián Dalmau, el protagonista más reciente de Lichi [El retablo del Conde Eros, México, Planeta, 2008], “ese cubano errante [que] se iba matando pasito a pasito sin necesidad de colgarse de una soga”, quien al comprender que ya no pertenecía a ninguna parte, “que en La Víbora o en La Habana o en Nueva York no había ni un árbol esperándolo, redondeó el círculo de su orfandad y mandó su cubanía al carajo” porque “todo nacionalismo acaba siendo caricatura”.
Para colmo, Kundera me susurraba al oído que la lucha de la memoria contra el olvido es la lucha contra el poder. Pero yo no quería pensar en el primer día del año ni leer noticia alguna. Que esa fecha pasara inadvertida ―al menos en este Parque― porque las palabras, aun los lamentos y las maldiciones, transmiten energía, dan fuerza. Resistiré la tentación, me dije. No vale la pena. Pero en la llamada de felicitación por su cumpleaños, mi hermana me contó que la picada de un ciempiés le dejó una pierna severamente infectada y que, días después, otro bicho con un centenar de patas le caminó por la frente. “¡Niña, pero dónde tú estabas!”, le pregunté con la sonsera que a veces padecemos quienes hace mucho no vivimos en la isla. “Tú sabes que yo duermo en el suelo”, contestó ella contundente, con esa creencia de “los de adentro” de que “los de afuera” estamos enterados de todo al dedillo ―¡debemos estarlo!― como si aún sudáramos allí.
El 24 de mayo de 2006 el diluvio universal cayó sobre Centro Habana. Cuenta mi madre que en sólo unos minutos la calle se convirtió en un río lodoso lleno de manchas de petróleo que se metió a las casas y alcanzó el metro de altura. El agua lo anegó todo, echó a perder los libros, ennegreció las paredes, cubrió los colchones y los desgració para siempre. Sólo pudo salvarse el de Camilo, que alcanzaron a subir sobre la cómoda. A mi mamá, unos parientes le prestaron otro. Desde entonces Piri y el marido duermen en el piso.
“Chica, ¿no hay manera de comprar una cama?”, cuestioné con la misma perdidez que si fuera extranjera. Ella, impaciente, me explicó que el cuarto está lleno de los sacos de cemento acumulados para hacer la barbacoa, especie de entrepiso de madera ―tapanco, dirían los mexicanos― que, para paliar las necesidades habitacionales, construyen los cubanos en las casas cuyo puntal alto lo permite. Quienes ven poblarse sus barrios y ciudades de edificios nuevos que suben en dos meses como leche hirviendo, tal vez no se expliquen por qué el proyecto de la barbacoa familiar tiene más de un año y no avanza. Es la eterna historia cubana: cuando hay cemento no hay arena; cuando hay arena no hay madera; cuando hay arena, cemento y madera, a mi cuñado le duele la columna, porque el pobre hombre no es ni joven ni fuerte ni constructor de barbacoas y hace tres años que duerme en el piso.
Para quienes no lo saben o se lo están preguntando, mi hermana no es un ama de casa desobligada, sino actriz del teatro, la televisión y el cine cubanos, ganadora en Ginebra del premio de actuación femenina del Cinéma Tout Écran en 2003. Su marido no es un desempleado mantenido; es escritor de guiones televisivos, promotor cultural, profesor de arte. Es cierto: con todo y premio Piri no es Pichi Perugorría ni Mirta Ibarra; le faltan suerte, ambición, vitrina, malicia, amigos y habilidades para “resolver” y “escapar”… ¡ni siquiera ha logrado que la UNEAC le autorice una cuenta de correo electrónico! Pero dónde se ha visto que un intelectual, un artista o un profesional, un ser humano digno cualquiera que sea su oficio, con trabajo fijo y salario, tenga que salir a robarse el alambrón de los edificios que tumbaron los últimos ciclones ―Ike, Gustav y el otro, el de los cincuenta años de abandono y de miseria― o arriesgarse a comprar cemento clandestino para hacer con sus propias manos —y las de otros amigos que tampoco son albañiles— un cuartito rudimentario y caber mejor ―es un decir― en el apartamento diminuto que ni siquiera tiene derecho a vender aunque sea propio.
La gran pregunta de estos días ha sido si, al hacer un balance después de medio siglo, valió la pena la revolución. La respuesta ―al menos para buena parte de los cubanos― parece ser no. Muchos han dado cifras de cómo después de ser el tercer país de América Latina en 1959, Cuba fue a parar al fondo de las listas, o cómo las estadísticas que la propaganda revolucionaria enarbola como grandes logros no asombran demasiado si se les compara con otras naciones de la región. Vean, por ejemplo, los datos que ofrece Andrés Oppenheimer en El País, basado en el Informe de desarrollo humano de las Naciones Unidas fechado el año pasado.
Pero a quiénes habrían de interesarles esas cifras. A los que siguen defendiendo a estas alturas el fidelismo no les importa el pueblo de Cuba sino su propia utopía individual, el símbolo que no pueden dejar morir para no quedarse sin asidero ni esperanzas. Celebran y no piensan ―es más cómodo, más conveniente― sobre qué se sostiene esa bandera de la dignidad continental, a qué precio la ondean sus cuidadas manos de idealistas clasemedieros que en los días de su vida han tenido que “probar suelo” ni los ha aguijoneado un alimaña.
Y para nosotros, los cubanos de adentro y de afuera, todos estos análisis no son más que palabras inútiles, pajas mentales, mientras no estemos dispuestos a hacer la nueva revolución o instaurar la nueva república, como bien señala uno de los colaboradores del ejercicio Revolución Cubana. 50 años en 50 palabras al que hace unos días convocó Camilo Venegas en su blog.
6 comentarios:
Verdad que cuando una está fuera se le olvide cuán difíciles eran (y son) las cosas allá. Tu frase
"Es la eterna historia cubana: cuando hay cemento no hay arena; cuando hay arena no hay madera.."
me ha recordado un dicho mexicano, "Cuando hay carne es vigilia." Aunque la carne no es precisamente lo que abunda en la isla, claro, así que a lo mejor el dicho no es muy apropiado para las circunstancias.
Y ese adjetivo, retruecanosa, me encantó. Te lo voy a pedir prestado :-)
En cuanto a los idealistas clasemedieros, quizá el mejor regalo de Reyes que podrían recibir es una semana (sin permiso para salir) en una barbacoa cubana. Con acompañamiento de bichos peludos y multipatudos, desde luego.
Odette, amiga mía, ante todo feliz entrada de año. Ya te estaba extrañando un montón... Bueno, esos versos míos que citas -gracias por recordarlos-, en mi poema hablan de un camino -¿tercero, ineludible?- o un desvío, da más o menos igual, que nos conduce, no sólo a olvidar, sino, y sobre todo, a ser olvidado. Mi padre, en el fondo un pragmático jacobino, siempre nos hablaba de dos caminos: uno fácil pero que siempre acababa mal y otro duro pero que siempre acababa bien. Él de esta manera nos estimulaba en dirección al esfuerzo personal para todo. En ese poema, de tono claramente existencial, vengo a decir que todo da más o menos igual, que el final siempre es el olvido. Esto es olvidar y ser olvidado. Claro, cómo avanzar tranquilamente hacia ese final arrastrando la memoria que somos... En fin, no estoy seguro de que en el plano socio-cultural debamos olvidarlo todo, como tampoco lo estoy de lo contrario. Yo intento crecer cuanto puedo, vender cara mi piel al escepticismo que en mí avanza con fuerza. Para ello intento dosificar olvido y recuerdo de manera óptima. Pero como es normal, jamás lo logro. Creo que nadie podría lograr tal cosa. En cualquier caso, comprendo perfectamente, que ante la situación de tu familia después de aquellas inundaciones, hayas decidido recordar con vehemencia, y escupir memoria felizmente envenenada a la cara de ese asqueroso régimen. El texto como siempre estupendo. Gracias por estar ahí de nuevo. Te abrazo. Jorge
Oye, no funciona el link que has manda'o. Pero entré desde PD y lo leí. Sí, no podemos escapar de aquel agujero negro. Que los jeputas siguen llamando "revolución". Como diría Al Pacino / Michael Corleone en aquella escena del Padrino III: "Cada vez que creo que he logrado escapar, it pulls me back in!" :-((
Bueno, lo mejor para ti también por allá por el Popocatépetl.
Un abrazo
Sí, cara Odette, es tarea ardua el asunto cubano... Entre mis propósitos para el 2009 está hablar y pensar cada día menos en lo de Cuba porque, total, no
tiene remedio, y si lo tuviera, no depende de ti ni de mí. Como decía un tío mío, "que lo arreglen quienes lo desarreglaron"...
Qué te puedo decir, al principio vi las vueltas del destino en las declaraciones de la foto, luego con lo del puto Papa me reí, y con la llamada de tu hermana y lo que sigue casi lloro...
no puedo comentar porque me duele la razon un beso bebe que dios te guarde la pluma. goty.
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