Como avispa, Neo en la saga Matrix
El jueves, en el metro, una avispa me picó la nuca. ¿Qué hacía una avispa a tanta profundidad?, eso mismo me he preguntado sin receso desde entonces. Que la traía en la ropa desde afuera, me han dicho algunos. ¿Pero de dónde iba a sacar una avispa si anduve la misma ruta de todos los días sobre la avenida contaminada y ruidosa? Que la traían otros y voló hacia mí ya dentro del vagón. ¿Pero cómo nadie me alertó?
La cuestión es que a la altura de la estación Miguel Ángel de Quevedo —poético el asunto, a decir verdad—, o sea, llevando unas seis paradas de trayecto, sentí en la parte posterior de mi cuello la cosquilla de unas patas diminutas. Instintivamente eché hacia allí un zarpazo y en el mismo instante en que tomaba en mi mano un insecto mucho mayor del que esperaba encontrar, sentí su estocada traicionera y un estilete de dolor agudo llegando hasta el omóplato.
La tiré contra la puerta y entonces pude observarla. Negra, espigada, brillosa, con sus alitas transparentes a lo largo del cuerpo como en postura militar. La vigilé con ojo atento lo que restó de viaje, no sé si con temor de que se despabilara o con pena de que muriera minutos después. "¿No la mataste?", me preguntó Orlandito, incrédulo. Si no soy capaz de desearle mal a quienes me hacen daño, ¿cómo iba a ultimar al pobre animalito que lo único que hizo fue defenderse? Además, aunque pionera en su especie, no es la primera que me clava su aguijón y me deja el veneno adentro.
Siempre he necesitado explicaciones otras. Que una avispa me pique dentro del metro no puede ser un suceso normal. Que no pululan esos insectos por el laberinto subterráneo buscando cuellos propicios. ¿Cuántos ataques de este tipo pueden acontecer al año en la red metropolitana?... Por algo ese animal me mancilló el cogote precisamente a mí. ¿Y por qué a mí?, insisto y recuerdo a Maya, que siempre dice que la pregunta correcta no es ¿por qué? sino ¿para qué?
¿Para qué pues?, reflexiono mientras me palpo la bola dura y caliente como del tamaño de un limón, y de pronto aparece ante mis ojos el broquel que tienen en la nuca los personajes de Matrix. Mmm, pensé, tal vez necesitaba un hoyo por el que entrara a mi cuerpo toda la preciosa energía que despidió la apertura del Portal de Orión, suceso cósmico que según los expertos aconteció el 8 del 8 del 8, o sea, la jornada siguiente al ataque de la avispa.
Días atrás había observado en las noches, con el rabillo del ojo, unas sombras oscuras desplazándose alrededor. Más que sombras, grandes bloques de realidad que se movían, sobreponiéndose unos a otros, serpenteando al ritmo de los latidos de mi corazón. Como un rompecabezas cuyas piezas no embonaran perfectamente o se salieran de lugar. Como el tremor que dejan los jumpers en la pantalla de la vida al saltar de un escenario geográfico a otro. Como si el programa de la matriz se hubiera desconfigurado y estuviera fallando. ¿A qué explicación adscribirme? ¿Demasiado estrés, alta tensión del ojo… o polvo de fantasmas y puertas interdimensionales?
¿Qué sería de la vida sin la fantasía y la magia de esas explicaciones otras? El llano aburrimiento de la razón y la lógica. Sé que hay quienes gustan de realidades sin orlas, ¿pero qué sería de mí si no pienso que esto es sólo una espera, un entrenamiento, y que después de tanta chatez cotidiana vendrá —¡tiene que venir!— una recompensa amable o, al menos, tiempos más animados, menos conformistas?
Por eso atravieso el ojo dorado que veo detrás de mis párpados cada mañana mientras me lavo la cara —¿el ojo de Dios?— y ya estoy en una aséptica estación de metro, blanquísima e iluminada como el limbo, donde una niña que se parece a mí me da instrucciones, en una lengua incomprensible, como un canto antiguo, de hacia dónde debo dirigirme. A lo lejos, casi imperceptible, un violín rechina una danza húngara o un huapango.
Me subo a un tren vacío, silencioso, veloz —¿así será la muerte?—, y desemboco en la gran sala donde se celebra una especie de congreso de confederados galácticos. Ancianos de batilongos blancos y barbas crecidas; gallardos comandantes en sus trajes espaciales. Discuten —siempre otros; nunca nosotros mismos— la verdad o apariencia del supuesto cambio climático que nos llevará a los tiempos del fin, la sucesión de eventos catastróficos que conducirán al mismo desenlace y nos permitirán entender a los terrícolas cuán chiquitos e irresponsables somos, la ocurrencia de guerras futuristas con sables de hoja láser o tradicionales puñaladas traperas, la salvación del puñado que trascenderá a la nueva era después de recibir el punzonazo ponzoñoso de un insecto inesperado o el mensaje de “Follow the white rabbit”.
Bah, puras películas de Spielberg, Lucas y los Wachowski, dirán algunos, pero el viernes, cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las 8:08 de la mañana del 8 de agosto de 2008. En Pekín, ahora Beijing, se estaban inaugurando los Juegos Olímpicos y en el cielo se abría el Portal de Orión. ¿Por qué no desperté a las 8:07 o a las 8:09? Quienes digan: casualidad, no me convencen. Si todo fuera casual, no existirían las casualidades.
Cinco veces 8 es 40. Cuatro y cero: 4; los cuatro caminos, el número de Elegguá. 5 es el dígito de los cambios; 4, el equilibrio; 8, la omega, el símbolo del infinito, el número de la comunicación con otras dimensiones. Mmm, reflexiono, hoy debe ser efectivamente un día muy especial; el primero de un buen ciclo. Y justo en el momento en que todo esto anotaba en mi libreta, salió el tren del túnel en CU y toda la luz de las diez de la mañana cayó sobre mis letras.
El jueves, en el metro, una avispa me picó la nuca. ¿Qué hacía una avispa a tanta profundidad?, eso mismo me he preguntado sin receso desde entonces. Que la traía en la ropa desde afuera, me han dicho algunos. ¿Pero de dónde iba a sacar una avispa si anduve la misma ruta de todos los días sobre la avenida contaminada y ruidosa? Que la traían otros y voló hacia mí ya dentro del vagón. ¿Pero cómo nadie me alertó?
La cuestión es que a la altura de la estación Miguel Ángel de Quevedo —poético el asunto, a decir verdad—, o sea, llevando unas seis paradas de trayecto, sentí en la parte posterior de mi cuello la cosquilla de unas patas diminutas. Instintivamente eché hacia allí un zarpazo y en el mismo instante en que tomaba en mi mano un insecto mucho mayor del que esperaba encontrar, sentí su estocada traicionera y un estilete de dolor agudo llegando hasta el omóplato.
La tiré contra la puerta y entonces pude observarla. Negra, espigada, brillosa, con sus alitas transparentes a lo largo del cuerpo como en postura militar. La vigilé con ojo atento lo que restó de viaje, no sé si con temor de que se despabilara o con pena de que muriera minutos después. "¿No la mataste?", me preguntó Orlandito, incrédulo. Si no soy capaz de desearle mal a quienes me hacen daño, ¿cómo iba a ultimar al pobre animalito que lo único que hizo fue defenderse? Además, aunque pionera en su especie, no es la primera que me clava su aguijón y me deja el veneno adentro.
Siempre he necesitado explicaciones otras. Que una avispa me pique dentro del metro no puede ser un suceso normal. Que no pululan esos insectos por el laberinto subterráneo buscando cuellos propicios. ¿Cuántos ataques de este tipo pueden acontecer al año en la red metropolitana?... Por algo ese animal me mancilló el cogote precisamente a mí. ¿Y por qué a mí?, insisto y recuerdo a Maya, que siempre dice que la pregunta correcta no es ¿por qué? sino ¿para qué?
¿Para qué pues?, reflexiono mientras me palpo la bola dura y caliente como del tamaño de un limón, y de pronto aparece ante mis ojos el broquel que tienen en la nuca los personajes de Matrix. Mmm, pensé, tal vez necesitaba un hoyo por el que entrara a mi cuerpo toda la preciosa energía que despidió la apertura del Portal de Orión, suceso cósmico que según los expertos aconteció el 8 del 8 del 8, o sea, la jornada siguiente al ataque de la avispa.
Días atrás había observado en las noches, con el rabillo del ojo, unas sombras oscuras desplazándose alrededor. Más que sombras, grandes bloques de realidad que se movían, sobreponiéndose unos a otros, serpenteando al ritmo de los latidos de mi corazón. Como un rompecabezas cuyas piezas no embonaran perfectamente o se salieran de lugar. Como el tremor que dejan los jumpers en la pantalla de la vida al saltar de un escenario geográfico a otro. Como si el programa de la matriz se hubiera desconfigurado y estuviera fallando. ¿A qué explicación adscribirme? ¿Demasiado estrés, alta tensión del ojo… o polvo de fantasmas y puertas interdimensionales?
¿Qué sería de la vida sin la fantasía y la magia de esas explicaciones otras? El llano aburrimiento de la razón y la lógica. Sé que hay quienes gustan de realidades sin orlas, ¿pero qué sería de mí si no pienso que esto es sólo una espera, un entrenamiento, y que después de tanta chatez cotidiana vendrá —¡tiene que venir!— una recompensa amable o, al menos, tiempos más animados, menos conformistas?
Por eso atravieso el ojo dorado que veo detrás de mis párpados cada mañana mientras me lavo la cara —¿el ojo de Dios?— y ya estoy en una aséptica estación de metro, blanquísima e iluminada como el limbo, donde una niña que se parece a mí me da instrucciones, en una lengua incomprensible, como un canto antiguo, de hacia dónde debo dirigirme. A lo lejos, casi imperceptible, un violín rechina una danza húngara o un huapango.
Me subo a un tren vacío, silencioso, veloz —¿así será la muerte?—, y desemboco en la gran sala donde se celebra una especie de congreso de confederados galácticos. Ancianos de batilongos blancos y barbas crecidas; gallardos comandantes en sus trajes espaciales. Discuten —siempre otros; nunca nosotros mismos— la verdad o apariencia del supuesto cambio climático que nos llevará a los tiempos del fin, la sucesión de eventos catastróficos que conducirán al mismo desenlace y nos permitirán entender a los terrícolas cuán chiquitos e irresponsables somos, la ocurrencia de guerras futuristas con sables de hoja láser o tradicionales puñaladas traperas, la salvación del puñado que trascenderá a la nueva era después de recibir el punzonazo ponzoñoso de un insecto inesperado o el mensaje de “Follow the white rabbit”.
Bah, puras películas de Spielberg, Lucas y los Wachowski, dirán algunos, pero el viernes, cuando abrí los ojos y miré el reloj eran las 8:08 de la mañana del 8 de agosto de 2008. En Pekín, ahora Beijing, se estaban inaugurando los Juegos Olímpicos y en el cielo se abría el Portal de Orión. ¿Por qué no desperté a las 8:07 o a las 8:09? Quienes digan: casualidad, no me convencen. Si todo fuera casual, no existirían las casualidades.
Cinco veces 8 es 40. Cuatro y cero: 4; los cuatro caminos, el número de Elegguá. 5 es el dígito de los cambios; 4, el equilibrio; 8, la omega, el símbolo del infinito, el número de la comunicación con otras dimensiones. Mmm, reflexiono, hoy debe ser efectivamente un día muy especial; el primero de un buen ciclo. Y justo en el momento en que todo esto anotaba en mi libreta, salió el tren del túnel en CU y toda la luz de las diez de la mañana cayó sobre mis letras.
7 comentarios:
Sacar la ponzoña y un poquito de pipi. Ya está sanao.
De haber, fango de costa o con ceniza húmeda.
Ch.
Lo del pis me consta que es muy efectivo porque de pequeña fuimos atacados por avispas en un paseo familiar. Te felicito por el texto, atrapa desde la primera línea.
Si tal picadura te ha iluminado de esa forma, que vivan las avispas, hija mía. Que vivan!
Querida Odette, cada vez que "caes" a la literatura en tu texto de los martes me das una alegría. Me gustas siempre, pero aún más cuando tus textos pretenden --y logran-- trascender la opinión o el análisis. Gracias por este cuento de avispas y cábalas. Con el abrazo de siempre,
Jorge.
Qué bien escrito, Odette. Gran literatura.
Saludos.
Qué divino que escribes ODette.
Un abrazo. Jennie
Me ha encantado Ponzoña, mi querida poeta.
Estoy de acuerdo con los otros amigos: escribes buena literatura, de la que te engancha, como dice uno de ellos, desde el principio. No sabes cuánto me alegró ver tus visiones del 888; visiones que tocarán algún ojo interesado en el propósito de la existencia. Genial Odette. Te envio un abrazo.
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