El taekwondoín cubano Ángel Valodia Matos pateó al árbitro
para mostrar su inconformidad con la decisión de su combate,
acción que al comandante en jefe —o a quien escribe sus Reflexiones—
le pareció digna y justificada. ¡Qué se puede esperar!...
La bandera cubana ondea a media asta en el corazón de los isleños. Como si no hubiera sido poco el descalabro de casi todos sus atletas, en partido espectacular ante Corea del Sur la selección nacional de beisbol perdió en los Juegos Olímpicos de Beijing la esperadísima medalla de oro ya perdida en los de Atenas. La actuación de la delegación cubana fue desastrosa: sólo dos medallas de oro; que las once de plata y las once de bronce no sirven para el orgullo, son simple consuelo de perdedores. Desde México’68 no se quedaba en posición tan desfavorecida. Pareciera que el deporte, uno de los pilares imbatibles de la propaganda revolucionaria, empezara a desmoronarse estrepitosamente para confirmar que cuando muere el emperador, cae el imperio.
El sábado cuando hablé con mi madre, que juró no encender el televisor ni para ver la clausura de los juegos y pidió que en los días por venir no se le mencionara la palabra “pelota”, mi hermana recordaba la alegría y el regocijo con que celebrábamos en los ochenta las victorias internacionales de nuestros atletas. Entonces, los triunfos de Juantorena, Stevenson, Miguelina Cobián, Emilio Correa, Silvio Leonard, María Moré, Mireya Luis o Ana Fidelia eran los de aquella patria heroica y los de todos nosotros.
Nosotros, que disfrutamos de los boyantes ochenta y aun así protestamos, armamos el sal p’afuera y p’afuera nos mandaron. Nosotros veíamos en la tele y en los actos a un gigante pretencioso y arrogante que puso a la islita en el mapa del mundo y nos convirtió en potencia, en faro de América toda, en cabeza de los países del Tercer Mundo y los no alineados. Nosotros fuimos el pequeño David enfrentado con coraje al enorme Goliat del imperialismo yanqui. Fuera más o menos propaganda, más o menos teatro, más o menos manipulación, aquél era un líder y no una momia que divaga en su senilidad y olvida hasta el nombre que él mismo le puso a las catorce provincias que inventó; no un zombi al que pasan en la tele cada seis meses en videos prefabricados en los que nadie cree.
Nosotros éramos gloriosos porque vivíamos en un país igual. Así nos desbordábamos a las calles, tan niños, para recibir a los presidentes amigos del nuestro. A Brezhnev, a Honecker, a Torrijos, a los Ortega, que después resultaron grandes bandidos pero entonces creíamos —nos lo hicieron creer— héroes. Nos llevaban cantando al aeropuerto Pionero soy de corazón o Somos socialistas, p’alante y p’alante, y al que no le guste que tome purgante… O vitoreando con ingenio: Nierere, Nierere, venimo’ a recibirte sin saber quién ere’… o Neto, Neto, Santiago te saluda con afe’to y con re’peto.
Nosotros tuvimos trece años de victoriosas guerras imperiales en África, aunque después nos enteráramos de que fueron un robadero de marfiles y una gozadera de generales y doctores y que los angolanos nos odiaban como se odia al que se mete adonde no lo llaman e impone allí su ley. A quién le importaba entonces que aquellas conquistas dieran al traste con la economía nacional, abandonada en la euforia bélica de su principal estratega y de sus seguidores y benefactores. Quién iba a pensar que en sólo unos años el invencible campo socialista se desmoronaría como merengue. A quién le iba a preocupar si entonces había supermercados donde se podía comprar en moneda nacional y restaurantes, también en moneda nacional, a los que ir, con reservaciones sí, pero sin necesidad de que fueran un premio otorgado por el sindicato, la Juventud o el Partido… Y hasta casas en la playa adonde reventarnos el hígado de alcohol y el cuerpo de sexo, todavía felices y esperanzados.
Qué les quedó a estos muchachos de las generaciones Y, los deportistas de hoy, nuestros hijos crecidos en el período especial, sino un país en ruinas, sostenido por el hambre, las carencias de todo tipo, la prostitución, el robo, las mentiras, la miseria humana y el desprestigio que ella ocasiona; el mismo deterioro social por el que hace cincuenta años se hizo la revolución. Qué orgullo sostiene a estas generaciones criadas en el pillaje y la doble moral y en la frustración heredada de sus padres y sus abuelos, con una sola idea fija: irse del país… y mientras, escapar, o sea, tratar de sobrevivir. ¿Quién puede estar orgulloso de un país y una vida así?
Aunque sean parte de los privilegiados, de los bien alimentados, de los que tienen moneda convertible y con suerte, hasta una casita o un carro, llegan estos deportistas a las olimpiadas quién sabe con qué motivaciones, oteando cómo huir del ejército de oficiales abiertos y encubiertos de la Seguridad del Estado que los acompañan y vigilan, sin muchas esperanzas de aprovechar los juegos como los otros atletas, como un escaparate para ser vistos y comprados —sí, comprados; que tampoco ellos son amateurs—, porque ni siquiera tienen la libertad de soñar con pertenecer a las mejores ligas del mundo sin ser considerados traidores a la patria y que se les niegue el derecho de regresar a la tierra que los vio nacer. Y si regresaran, devueltos por las policías del mundo ante su intento ilegal de deserción, verse despojados de sus medallas y sus glorias por haber intentado el escape.
Que son culpa de las mafias deportivas las derrotas de los cubanos en Beijing, dicen las Reflexiones del Comandante en Jefe. Y que fue culpa de la lluvia que mojó la pista de tartán que Dayron Robles no rompiera el récord olímpico en los 110 con vallas. ¡Qué sería de Fidel sin las conspiraciones del imperialismo y las inclemencias del clima! ¿A quién le hubiera echado la culpa de cada desacierto? Y que los chinos se excedieron en la excelencia de sus instalaciones teniendo un pueblo sumido en la pobreza… ¡como si él no hubiera hecho unos Panamericanos en 1991 que fueron el toque de diana de una miseria nacional que emuló a la reconcentración de Weyler y al machadato!
A pesar de todo, el comandante considera que hay que darle una medalla de oro al honor. ¿A cuál honor?, me pregunto. Si éstas no son imágenes del desastre, que baje Dios y lo diga.
El sábado cuando hablé con mi madre, que juró no encender el televisor ni para ver la clausura de los juegos y pidió que en los días por venir no se le mencionara la palabra “pelota”, mi hermana recordaba la alegría y el regocijo con que celebrábamos en los ochenta las victorias internacionales de nuestros atletas. Entonces, los triunfos de Juantorena, Stevenson, Miguelina Cobián, Emilio Correa, Silvio Leonard, María Moré, Mireya Luis o Ana Fidelia eran los de aquella patria heroica y los de todos nosotros.
Nosotros, que disfrutamos de los boyantes ochenta y aun así protestamos, armamos el sal p’afuera y p’afuera nos mandaron. Nosotros veíamos en la tele y en los actos a un gigante pretencioso y arrogante que puso a la islita en el mapa del mundo y nos convirtió en potencia, en faro de América toda, en cabeza de los países del Tercer Mundo y los no alineados. Nosotros fuimos el pequeño David enfrentado con coraje al enorme Goliat del imperialismo yanqui. Fuera más o menos propaganda, más o menos teatro, más o menos manipulación, aquél era un líder y no una momia que divaga en su senilidad y olvida hasta el nombre que él mismo le puso a las catorce provincias que inventó; no un zombi al que pasan en la tele cada seis meses en videos prefabricados en los que nadie cree.
Nosotros éramos gloriosos porque vivíamos en un país igual. Así nos desbordábamos a las calles, tan niños, para recibir a los presidentes amigos del nuestro. A Brezhnev, a Honecker, a Torrijos, a los Ortega, que después resultaron grandes bandidos pero entonces creíamos —nos lo hicieron creer— héroes. Nos llevaban cantando al aeropuerto Pionero soy de corazón o Somos socialistas, p’alante y p’alante, y al que no le guste que tome purgante… O vitoreando con ingenio: Nierere, Nierere, venimo’ a recibirte sin saber quién ere’… o Neto, Neto, Santiago te saluda con afe’to y con re’peto.
Nosotros tuvimos trece años de victoriosas guerras imperiales en África, aunque después nos enteráramos de que fueron un robadero de marfiles y una gozadera de generales y doctores y que los angolanos nos odiaban como se odia al que se mete adonde no lo llaman e impone allí su ley. A quién le importaba entonces que aquellas conquistas dieran al traste con la economía nacional, abandonada en la euforia bélica de su principal estratega y de sus seguidores y benefactores. Quién iba a pensar que en sólo unos años el invencible campo socialista se desmoronaría como merengue. A quién le iba a preocupar si entonces había supermercados donde se podía comprar en moneda nacional y restaurantes, también en moneda nacional, a los que ir, con reservaciones sí, pero sin necesidad de que fueran un premio otorgado por el sindicato, la Juventud o el Partido… Y hasta casas en la playa adonde reventarnos el hígado de alcohol y el cuerpo de sexo, todavía felices y esperanzados.
Qué les quedó a estos muchachos de las generaciones Y, los deportistas de hoy, nuestros hijos crecidos en el período especial, sino un país en ruinas, sostenido por el hambre, las carencias de todo tipo, la prostitución, el robo, las mentiras, la miseria humana y el desprestigio que ella ocasiona; el mismo deterioro social por el que hace cincuenta años se hizo la revolución. Qué orgullo sostiene a estas generaciones criadas en el pillaje y la doble moral y en la frustración heredada de sus padres y sus abuelos, con una sola idea fija: irse del país… y mientras, escapar, o sea, tratar de sobrevivir. ¿Quién puede estar orgulloso de un país y una vida así?
Aunque sean parte de los privilegiados, de los bien alimentados, de los que tienen moneda convertible y con suerte, hasta una casita o un carro, llegan estos deportistas a las olimpiadas quién sabe con qué motivaciones, oteando cómo huir del ejército de oficiales abiertos y encubiertos de la Seguridad del Estado que los acompañan y vigilan, sin muchas esperanzas de aprovechar los juegos como los otros atletas, como un escaparate para ser vistos y comprados —sí, comprados; que tampoco ellos son amateurs—, porque ni siquiera tienen la libertad de soñar con pertenecer a las mejores ligas del mundo sin ser considerados traidores a la patria y que se les niegue el derecho de regresar a la tierra que los vio nacer. Y si regresaran, devueltos por las policías del mundo ante su intento ilegal de deserción, verse despojados de sus medallas y sus glorias por haber intentado el escape.
Que son culpa de las mafias deportivas las derrotas de los cubanos en Beijing, dicen las Reflexiones del Comandante en Jefe. Y que fue culpa de la lluvia que mojó la pista de tartán que Dayron Robles no rompiera el récord olímpico en los 110 con vallas. ¡Qué sería de Fidel sin las conspiraciones del imperialismo y las inclemencias del clima! ¿A quién le hubiera echado la culpa de cada desacierto? Y que los chinos se excedieron en la excelencia de sus instalaciones teniendo un pueblo sumido en la pobreza… ¡como si él no hubiera hecho unos Panamericanos en 1991 que fueron el toque de diana de una miseria nacional que emuló a la reconcentración de Weyler y al machadato!
A pesar de todo, el comandante considera que hay que darle una medalla de oro al honor. ¿A cuál honor?, me pregunto. Si éstas no son imágenes del desastre, que baje Dios y lo diga.
6 comentarios:
Excelentes reflexiones, Odette. Me han llevado de la mano a las consignas berreadas y al horripilante Cocopán de los Panamericanos. No sabía de la pateadura del árbitro. Y menos mal que no pasó en la pelota, porque si le da con un bate...
Teresita
Comparto totalmente tu criterio, Odette. Vibrante artículo. Saludos desde Barcelona
Ay Odette, amiga mía, para qué abundar en lo que dices. Tienes toda la razón, pero, ¿alguien en su sano juicio pudiera contestar a tus comentarios?...
Sin embargo, a mí la posición en el medallero me importa muy poco. No somos ni mejores ni peores por eso. Casi me alegra que se vaya proporcionando la inversión en el deporte -antaño absolutamente desmedida- con relación al estado real de los sectores productivos de la isla. Aquel país con sectores improductivos tan desarrollados -ejército, salud, educación deporte- en el que no se trabajaba ni para alumbrarnos por la noche era una locura, una mentira y una mordida envenenada a la inteligencia de los alelados observadores. Eran mucho más reales las "patrullas click" -¿recuerdas?- que los éxitos deportivos. Así que no creo que nos venga mal un poco de cordura para drenar tanta pompa y tanto fasto... Lo de las reflexiones de la bestia, bueno, qué le vas pedir a ese Ayatolá caribeño. Lo raro sería lo contrario. A ver si deja de reflexionar de una vez para descanso de sus "irreflexivos" congéneres. Para qué hacen falta los árbitros, cojones... patearlos, eso, si no se rinden ante la más excelsa cubanía. ¿A quién se le puede ocurrir robarle un combate a un integrista de las lomas, a un protegido del Ayatolá? Para qué abundar, insisto.
Gracias como siempre, amiga. Y que no te afecten esas cosas.
Abrazos fuertes.
Jorge
tanta razon que tienes querida amiga, que te apuesto que lloraste cuando lo escribiste ( de frustracion claro)lo de la patada es parte de trineuronalidad de casi todos los deportistas de Cuba y algunas partes del mundo; me explico: de todas las neuronas del cerebro ( unos cuantos billones) ellos tienen tres:comen, defecan y se reproducen , que mas puedes esperar. un abraz querida bye!
Parece que las consigna:
“¡Fidel! ¡Fidel!
¿qué tiene Fidel?
...que los imperialistas no pueden con ¡él!”
ha transmutado en:
“¡Fidel! ¡Fidel!
¿Qué tienen Fidel? …
...que en los imperialistas se excusa ¡él!”
Amigos, si se pudo doblegar a la dictadura, exijamos nuestro derecho de ayudar nuestros familiares y amigos en democracia.
http://laprimerapalabraque.blogspot.com/2008/09/el-pueblo-cubano-necesita-ayuda.html
No se trata del levantamiento del embargo u otros temas políticos en los que podemos discrepar, se trata del hambre y la desesperación de nuestros familiares y amigos, desamparados por un gobierno irresponsable que no privilegia el bienestar de su pueblo. Unámonos, demostremos una vez más la fuerza de nuestra opinión.
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