
Los mexicanos dirían que al comandante le ha ido como en feria la última semana allá en su tumba. No le ha escampado sobre su tejado de vidrio al pobre occiso. Lo que pareciera una excelente noticia —el levantamiento de sanciones de la Unión Europea contra el gobierno de la isla y el reinicio del diálogo—, realmente no lo fue tanto para la jerarquía revolucionaria. La liberación de cuatro prisioneros de conciencia —condición de la UE— demostró que en Cuba sí hay presos políticos, es decir, personas privadas de su libertad por pensar distinto a como parametra el comité central del Partido. Eso no es noticia para nadie que tenga dos dedos de frente, pero la (in)justicia revolucionaria se empeñó por décadas en imputarles causas comunes y negar su existencia.
Mientras esto se cocinaba en La Habana, en México un comando de hombres armados y encapuchados —presumiblemente Zetas— se “robaban”, como en película del sábado, una guagua con 33 cubanos, interceptados en medio del mar antes de llegar a Cancún y que eran trasladados, en calidad de detenidos, a la estación migratoria en Chiapas. Esto viene ocurriendo hace mucho y tampoco es un secreto, por más que los involucrados traten de ocultarlo: lanchas rápidas —dicen que yates de lujo— son cargados de cubanos en las costas de Pinar del Río y trasladados a Cancún. Allí los esperan autobuses —dicen que también de lujo— que los llevan hasta la frontera norte, donde se entregan a las autoridades estadounidenses y, acogidos a la Ley de Ajuste Cubano, reciben su documentación legal en cuestión de horas.
“La mafia de Miami”, gritan aquí repitiendo una frase de factura isleña. Lo cierto es que además de las redes de tráfico que cobran a los familiares de Miami por sacar clandestinamente a los suyos de la isla, hay redes coludidas en Cuba, porque cualquiera que conozca aquella realidad sabe que para llegar al extremo occidental, donde los recogen las lanchas, hay que ser trasladados por horas en algún medio de trasporte. Y en Cuba todas las guaguas son del gobierno. Que no se hagan ahora los chivos locos ni digan que es simple tráfico de talentos que "el imperio" malsano les quiere robar. Mucho más cuando la responsable de las cuestiones migratorias de la Secretaría de Gobernación mexicana acaba de balconear que la embajada de Cuba, en lo que va de administración, no ha respondido una sola comunicación de las que les mandan para consultarles la repatriación de los compatriotas ilegales. Un hecho es innegable e inocultable: a las autoridades cubanas les conviene que la gente se vaya porque mientras más estemos de este lado, más remesas llegarán a la isla.
Y hablando de dos dedos de frente, no son gratuitos los cuestionamientos a la veracidad de esas imágenes que transmitió la televisión cubana el pasado 17 de junio de un supuesto encuentro entre Fidel, Raúl y Chávez. "¿Acaso te dejaste engañar por ese video prefabricado?", me echaron en cara unas amigas. “¿Desde cuándo Raúl no usa traje militar?”, dijo una desde Nueva York; “¿no viste a Chávez más flaco que actualmente?”, apuntó la otra desde una latitud más sureña. Y luego, siempre con el mismo mono deportivo…
Picada mi curiosidad, me di a la tarea de revisar todas las versiones del video —que es una sola, por supuesto: la que difundió Cubavisión y que, dicho sea de paso, no aparece en ninguno de los medios cubanos— y no resultó muy sorprendente comprobar que no tiene el sonido original más que cuando Chávez saluda con un “Hasta la victoria siempre, venceremos”. El resto del tiempo, que no es mucho, apenas un par de minutos y medio, sólo se escucha, encimada, la voz del locutor cubano que enlista los temas sobre los que supuestamente departieron. ¿Por qué no habría de oírse la charla si realmente estuvieran tratando asuntos tan actuales como la crisis de los alimentos?
Recordé de inmediato que durante mi último viaje a Cuba, viendo el noticiero del mediodía, Dora, con ese ojo entrenado que su experiencia en la producción de medios audiovisuales le ha dado, saltó en la silla señalando a la pantalla donde una profesora, asistente a uno de los tantos congresos que hacen allá, hablaba de las maravillas y avances de la práctica de la química en la isla. La mujer era colombiana —o sea, hablaba español— y, sin embargo, la voz de una locutora cubana traducía encima del sonido original. Acto seguido, otro traductor interpretaba sobre un audio en taiwanés lo que decía —¡quién iba a entenderlo!— elogiosamente hacia Cuba un dirigente del deporte de la nación asiática. Ninguno de los cubanos presentes —ni yo— reparó en tal incongruencia y pillería hasta que ella nos lo hizo notar.
Como si fueran poco los traspiés internacionales, bien enchilado, dirían mis actuales coterráneos, Reinaldo Escobar, “representando” a su mujer —Yoani Sánchez, la bloguera de Generación Y—, en un enfrentamiento de hombre a hombre —que no en balde a Reinaldo lo apodan Macho Rico— acusó al máximo líder de llenar de medallas con la efigie del Apóstol los pechos de asesinos, corruptos y sinvergüenzas internacionales. “Lo peor que le pudo pasar a Martí se llama Fidel”, remató una de mis amigas. El susodicho había acusado a Yoani de hacer “labor de zapa y prensa neocolonial” al no rechazar el premio “Ortega y Gasset” que le otorgó El País hace unas semanas.
La avalancha de manifestaciones de apoyo y cadenas de emailes no se hizo esperar desde el gran solar de la blogósfera cubana, ese paraíso de la libertad de expresión. Los mismos espacios que mi paisano Eliades Acosta, jefe del Departamento de Cultura del CC del PCC, ha catalogado como “blogs en contra de Cuba”. Ésa ha sido siempre una de las estrategias más fructíferas de la represión y del silenciamiento: la santísima trinidad revolucionaria que ya mencioné hace unos días: igualar al gobierno y a sus cabecillas con la Patria. Si cuestionas a la revolución o a Fidel, estás atacando a Cuba… ¿Por qué, chico?, si Cuba es una isla inocente, pura tierra, matas y ríos, cuya única culpa, la pobre, es lo que de “humano” pulula sobre su superficie.
Pero dígame usted: ¿dónde se ha visto que un jefe de estado (o ex) —suponiendo que haya sido él quien lo escribió o lo dictó desde el más allá—, en el prólogo de un libro biográfico que habla de Bolivia, tenga que emprenderla contra una ciudadana común y corriente, que vive en un edificio de microbrigada y anda en bicitaxis y en camellos —a quien, además, nadie lee en Cuba porque allí está limitado el acceso a internet—, así haya ganado el Pullitzer? Ahí se demuestra lo fuera de perspectiva que está todo en Cuba. ¿Alguien puede imaginarse a Zapatero callando a una bloguera de Extremadura o Valladolid o a Calderón reprendiendo a un indio taraumara por haberse atrevido a decir que en la sierra pasan hambre y frío?
Miren la foto de arriba y díganme cuál jefe de estado en qué lugar del mundo o época histórica ha salido en la televisión mostrando cómo se usa una olla de presión. Eso no es humildad ni cercanía con la gente; no se engañe el mundo: es control. Por eso somos un pueblo torpe, inmaduro, maleducado y dependiente. Cómo podría ser de otro modo, si él ha determinado durante medio siglo hasta lo más insignificante: lo que comíamos; en las cantidades y frecuencia en que debíamos consumirlo; en la olla en que debía cocinarse y con qué combustible. Cómo vestirnos; cada cuándo adquirir ropa, calzado o artículos de higiene —hasta el jabón, el desodorante, las toallas sanitarias—; con qué atuendo entrar a los sitios públicos, restaurantes, cines, espectáculos, y con qué chancletas, shores o largo de mangas era inaceptable, en un país en el cual no hay dónde comprar la indumentaria que exigen.
Asimismo era él quien determinaba qué actos eran constitucionales y cuáles dejaban de serlo en un segundo. Qué culto podíamos profesar; en qué dios podíamos creer y en cuáles no; cuándo en uno, cuándo en otro y cuándo en ninguno. A qué familiares podíamos escribirles y a cuáles no; cuándo podíamos hacerlo y cuándo por nada del mundo; cuándo aceptarles regalos como viles pordioseros y cuándo esos obsequios eran veneno ideológico para nuestras débiles mentes poscapitalistas. Quiénes eran nuestros amigos, quiénes nuestros enemigos y cuándo ese cuadro cambiaba para ser todo lo contrario. A quién podíamos admirar y venerar y cuándo se convertía al héroe en defenestrado. Quiénes se quedan en la patria socialista y quiénes podían irse; quiénes son recibidos y quiénes expulsados.
A qué viajes teníamos derecho y a cuáles ni soñarlo. A qué adelantos tecnológicos podíamos acceder y cuáles eran bloqueados por resultar perniciosos. Cómo debíamos divertirnos; cuándo podías tomarte una cerveza y cuándo no había ni en los centros espirituales; qué música debíamos oír, qué libros podíamos leer, qué caricaturas veíamos en la televisión. De qué temas podíamos escribir y por cuáles caeríamos presos o perderíamos la carrera o el trabajo; qué cuestionar de pronto, cuando él estuviera de buenas, y qué era absolutamente incuestionable. Y, en todos los casos, qué castigos aplicar a quienes contradijéramos cada una de esas disposiciones. La lista podría ser interminable.
Somos un pueblo sobreprotegido y, por tanto, menospreciado. Subestimado e inutilizado. Castrado; que nunca coincidieron mejor un verbo y un apellido. Lleno de miedos que sostienen el gran círculo vicioso: por habernos enclaustrado durante décadas —además del ostracismo y el despiste que constituye de por sí la condición insular—, los cubanos no saben cómo es el mundo, cómo manejarse o sobrevivir en él y, por eso mismo, prefieren mantenerse encerrados. Cualquier psicólogo diría que ésa es una reacción natural: allá adentro sienten protección. Sea como sea, se creen a salvo. Y eso es muy respetable.
Quienes hemos tenido la oportunidad y el privilegio de traspasar horizontes podemos alertarlos, tratar de orientarlos, abrirle los ojos. Pero si con esa necedad gallega que nos corre por las venas prefieren hacer oídos sordos y creer que el futuro pertenece por entero al socialismo, no veo que haya mucho qué hacer que no sea seguir dándole la vuelta al mismo ladrillo. Y yo, al menos yo, no tengo vocación bizantina.