martes, 27 de mayo de 2008

Cuna y pan

Corneta china en el carnaval santiaguero



Santiago de Cuba, policromada
estampa criolla que derrite el sol…
Beny Moré


En memoria de todos mis muertos.
A mis coterráneos, a mis amigos de siempre.




En una pecera panorámica situada por encima de las cabezas, un pulpo amarillento enreda entre sus tentáculos a Chichí, nuestro gato barcino. Mi padre, al que nunca, ni por error, le interesaron los felinos, me dice orgulloso: “Mira, lo mordió”, pero sé que aquella dentellada de Chichí no lo salvará, que tiene el tiempo contado, que en cualquier momento empezará a convulsionar en medio del patio de mosaicos rojos. Cuando abro los ojos, pasan unos segundos largos antes de que sobre mi ventana actual se disipe la imagen clarísima de las persianas de mi cuarto de Santiago, donde dormí los primeros 25 años de mi vida.
“Tendrás mucho que contar de la casa de Aguilera”, profetizó hace unos meses, cuando abrí el Parque del Ajedrez, mi amiga Inés María. Mucho podría contar y, sin embargo, enmudezco. Aquella casa enorme es el escenario de todas mis pesadillas. O se mueren los gatos, o ha entrado un ladrón que debemos perseguir aterrorizadas, o una presencia oscura se oculta en la penumbra de las habitaciones, o alguien quiere a la fuerza abrir la puerta que ya no podemos sostener. Podría arriesgar algunas explicaciones a este terror onírico, pero sospecho que ninguna sería suficientemente acertada ni convincente. Ni siquiera para mí.
Hace unos meses mi madre, que vive confinada en un diminuto apartamento en una bulliciosa zona de La Habana profunda, me contaba cuánto extraña su casa de Santiago, el lugar que es para ella fuente de recuerdos inagotables, donde acontecieron su infancia y su juventud, la muerte de sus viejos, el nacimiento de sus hijas, y al que tuvo que renunciar, como hacen siempre las madres, para darle una vida más estable a Piri, que deambulaba entre horrores por la capital. Yo, sin embargo, no quiero regresar nunca a aquella casa. Ni en las vidas siguientes. Ya bastante tengo con los malos sueños y con memorias esquivas que suelen asomarse cuando nadie las llama.
Tratando de borrarlas, vuelvo a acomodarme sobre la almohada y entonces, sin abrir los ojos, despierto en una de las banquitas forradas de azulejos del jardín de la Clínica Los Ángeles. Siempre he referido como mi primer recuerdo la entrada de Piri, recién nacida, con esos ojos profundos y las cejas negrísimas, en la sala de la casa de Aguilera; sin embargo, en el fondo de mi memoria hay una tarde nublada de noviembre —que nublada ha de haber sido porque era día de los santos inocentes— en que mi abuelo José y yo subimos, como fugitivos, la oscura escalera de la clínica para ver a mi prima Isel, que nació mes y medio antes que mi hermana.
A la Clínica Los Ángeles me llevaron unos meses después con la mano derecha atravesada por una herida absurda y dos décadas más tarde, allí esperamos a mi madre los tres —Alonso, Piri y yo—, en esos tiempos en que todo se revuelve dentro de una mujer. En la esquina santiaguera donde se ubica ese hospital, se juntan el final de la Carretera Central y Garzón, avenidas que revivo amplísimas a esta distancia. Desde ahí empieza a descolgarse una de las infinitas lomas que suben o bajan en todas direcciones desde y hacia el centro de la ciudad. Ésa, la que se desprende de la carretera central, va a parar a Trocha, la calle emblemática de los carnavales santiagueros.
Y en tarde de carnaval veo bajar al apóstol Santiago en su caballo de madera por la empinada escalinata del Cabildo Teatral. Pomares (†), Meneses (†), Fátima, Caldas, enfundados en sus respectivas caracterizaciones, sacan a la calle el tradicional teatro de relaciones que da vida a personajes y situaciones hilarantes y críticas, carnavalescas. Con ellos van Saskia, Odalis, Dagmara y Mercedes enseñando de nuevo lo que en su Asamblea de mujeres sorprendió a media ciudad. En cualquier momento, por cualquier esquina desembocarán la conga de Los Hoyos o la de San Pedrito, con sus caperos adornados de plumas coloreadas, canutillos y lentejuelas, sus cornetas chinas que erizan la piel y esos tambores que retumban en el centro del cuerpo, en ese espacio entre el estómago y el corazón donde dicen que se asienta el alma.
Un olor a cerveza y orines inunda la ciudad junto a la música irredenta. Cerca del mar, por la estación de ferrocarriles, estará instalada la tribuna desde donde un jurado evaluará el espectáculo que presenten carrozas, congas y comparsas en una competencia que a veces se torna encarnizada. El desfile previo, encabezado por esos muñecones espantosos que tanto miedo le daban a Piri, bajará Aguilera desde la Plaza de Marte, pasando justo frente a la puerta de mi casa. Hacia todos los confines de la ciudad, miles de calles se convertirán en verbenas populares, con quioscos donde se vende cerveza aguada y ron en grandes vasos encerados y hallacas, los tamales santiagueros, mientras en las tarimas las orquestas hacen bailar toda la noche a sus fanáticos.
Por una de esas calles, una mañana límpida, voy de la mano de mi abuelo José que me lleva a montarnos en los trenes, a buscar frutas al Caney, a ver los aviones despegar del aeropuerto, a cruzar el mar en la lanchita que atraviesa la bahía. O con mi abuela Cristina tomamos la ruta 7 hasta la última parada para ir a recoger florecitas en el cauce seco del río Marimón, o la 9 para llegar hasta el zoológico o la loma de San Juan y treparnos en los cañones de la gran batalla en la que se perdieron todos los sueños de libertad.
En vacaciones, mi mamá contrataba aquellas excursiones a la Gran Piedra o el Puerto de Boniato en guagüitas que serpenteaban por los senderos sostenidos en las faldas de las montañas, desde las que veíamos cambiar el clima y la vegetación a medida que subían. Todos esos trayectos me sembraron la noción del viaje, la sed del desplazamiento y del descubrimiento, la certeza de que dejarse encerrar entre límites, los que fueren, es una muerte adelantada, más dolorosa y agonizante que la verdadera.
Todavía afirmo, convencida, que ningún sitio hay tan hermoso como aquel risco donde se alza el Castillo del Morro. Que ningún mar es tan brillante al mediodía. Que no hay balcón que se asome al Caribe con más encanto que aquél. Allí, entre sus muros, entre viejas historias carcelarias, instrumentos de tortura y pozos que van a dar a la fosa de Bartlett, me sentía pirata y era feliz. Como lo era desandando los caminos rodeados de maleza que unen los pequeños poblados costeros. Por allá nos sorprendió muchas veces el anochecer. Al desembocar en alguna de las curvas de la carretera a Punta Gorda, el olor a pescado inundaba la guagua y se impregnaba en la piel. Un olor profundo que no había en las mañanas, cuando sólo olía a mar.
Y si era feliz jugando a ser pirata o mambí y blandiendo como espada el flaco palo de hervir la ropa —¡quién soñaba con lavadoras en aquellos tiempos!—, lo que no me gustaba nadita era ser bombero (believe it or not). Contrariamente a la fascinación que veo en los niños “modernos” hacia esa heroica profesión, la visión de las llamas achicharrándolo todo me aterrorizó desde muy chica. Posiblemente desde que mi abuelo José me llevó a observar el fuego —así llamábamos entonces a los incendios— de la cartonera, un almacén que ardió sin control. “¿A quién se le ocurre llevar a una niña a ver eso?”, peleaba mi abuela esa noche en que yo no podía conciliar el sueño. Todavía impresionada, recuerdo la columna de humo negro que veíamos los días siguientes desde las alturas de la Normal.
Ahora, que no puedo escribirle a Isel porque es médico militar y le desgraciarían la vida si mantiene relaciones con su prima gusana, el humo y el olor del tabaco me traen siempre el recuerdo de su abuelo Eugenio y del sabor de la materva, que nunca más tomamos después que le nacionalizaron la tiendita. En aquellas tardes calurosísimas, el paseo hasta la tienda fue sustituido por otros entretenimientos, como hacer burbujas de jabón o bañarnos con la manguera los días en que llegaba el agua. Después, mi abuela Lola haría una champola de guanábana o Pepín enfriaría la chicha fermentada de la cáscara de piña mientras veíamos trepar por la pared a aquel gordo lagarto verde al que él bautizó como Percival, con acento en la última sílaba, o mientras escuchábamos a mi tía Noris contarnos de la nueva espiritista que le habían recomendado.
O en gran aventura familiar, nos iríamos a la playa, lidiando con las guaguas repletas que llevaban a Siboney, a Mar Verde, a Caletón, desde cuyas ventanillas era un misterio fascinante divisar los cascos oxidados de los barcos hundidos a principios de siglo en aquella misma batalla. Después, con los años, la playa fue exclusividad de los amigos, de los amores adolescentes. La playa, las primeras borracheras y todas las que siguieron.
Un collage de callejones, esquinas, quicios y resquicios me obnubila. El banquito de la universidad donde nos sentábamos todas, amontonadas, a esperar la hora de clases. Los escalones y los edificios de Becas Quintero, el show de Rancho Club, los viajes a Contramestre, todos los despertares. La casona de la UNEAC, el patio del Cabildo, el Parque del Ajedrez, el Balcón de Velásquez, la escalinata de Padre Pico y en su base, una tarima donde cantarían Nicolás, Quevedo, Urquijo, y leería poemas con Gabi Soler y Alfredo Quintana.
Y el café con menta de La Isabelica, las noches culturales de la calle Heredia, la Casa de la Trova, esos ojos que cambiaron mi rumbo en el salón de actos de la biblioteca Elvira Cape, el refugio de Inés María en las alturas del Copa y algunas tardes sentadas en las periqueras de la tienda del Fondo de Bienes Culturales en los bajos de la Catedral. Y en la casa de José María, el primer poeta romántico de la lengua, donde me reúno con los amigos del taller literario municipal, los sábados tocan Aquiles y el Grupo Muralla, canta el coro del Conservatorio Esteban Salas. La ciudad entera era entonces una feria cultural.
Alguna noche acabo en La Escalera, pero no todas, porque León me prohibió llevar allí a mis amigos maricones. Y otra noche, en represalia por disentir de los métodos y estrategias de dirección de la AHS provincial —y por tantas otras cosas que no podían llamarse por su nombre—, mis jefes me degradaron a recortar papelitos de periódico y me confinaron a la Galería de Arte Universal. La lejanía física del centro de la ciudad era también, por supuesto, un intento de alejarme de todo lo demás, una táctica de domesticación y aplastamiento.
Sin saberlo, habían marcado mi destino. Meses después, mientras el avión se elevaba entre las lomas y el océano, escribiría los versos de “Llanto por la ciudad cuando me alejo”:

Oh ciudad
cuánto amor se me cae
qué triste te me vuelves entre tanta montaña.
Qué sola estás.
A qué manos entregaste tu vejez
con qué artificios te cubren el semblante.
Cómo es posible ciudad
cómo es posible
este patriótico olvido en que te dejan.



Como fondo musical, Pedro Luis Ferrer cantaba: Santiago, cuna y pan, Santiago

________


Los invito a leer 5 preguntas a Odette Alonso, entrevista que me hizo Luis de la Paz para el Diario Las Américas, publicada el domingo pasado en Miami.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Muy bien Odette. Sentido y entrañable relato con Santiago de fondo...Y de figura. Tu blog se mueve, nos mueve, sin prisa pero sin pausa, de la opinión a la literatura. Tus últimas entradas no se detienen en lo bien escrito, buscan más allá, amparo tal vez en el regazo de la forma. Yo, que ahora leo más bien poca narrativa, te agradezco el quiebro. Gracias como siempre.
Y un abrazo,
Jorge

Anónimo dijo...

Como en los otros blogs tu mirada alienta, alerta, lleva de la mano para que cada cual resuelva su rollo. Gracias por este tour santiaguero, por estos recuerdos que parten de tu casona de la infancia y recorren nuestra ciudad.
Queve

Anónimo dijo...

Cariño:
Has provocado que se me mojen los ojos, menos mal que no uso pestañas postizas ni maquillajes porque el embarre hubiera sido escandalosamente feo. Yo no he podido alejarme de mi ciudad ni en sueños, jamas he tenido uno que tenga que ver algo con estos ultimos años de mi vida. Como le decia a Nicolas hace unos dias, mi amor quedo colgado en las calles de Santiago y, como no le pude sacar visa, tengo que regresar por el aunque sea en brazos de Morfeo. Yo no soy fuera de esas calles, a mi tambien se me agolpan los sentimientos, tengo pesadilllas y maldigo las aduanas. Pero la distancia se me hace mas tolerable porque atesoro mis recuerdos que desempolvo de a poco para repasarlos una y otra vez.
En el 2003 estuve por alla y ya nuestra ciudad no es la misma. En cuanto pasas Chapela, un penetrante aroma a corral de puerco se te mete por la nariz y te acompaña por toda la ciudad y como si fuera poco, los exterminadores de los mosquitos se hacen mas presente en esos dias por donde estas parando que en cualquier temporada despues de un ciclon. No se, pero hay una extraña conexion.
Ahora si coges la ruta 7, no tienes idea de donde quedarte porque ni a Mar Verde se va por la misma carretera y ya no entendi donde termina Marti o como llegar al Cementerio. La calle Heredia, aunque pintadita y bien conservada, es una arteria mercantil donde se comercializa cualquier cosa que aguante el nombre de pieza de arte. Lo mismo pasa con nuestro Parque del Ajedrez que ahora es propiedad de las jineteras con los "puntos" y de los encargados de llevar las listas para rectificar las colas esperando que algo aparezca para vender. Los pocos conocidos que pude ver, se han convertido en seres huraños y desmemoriados: nadie te da referencias de otra persona y te observan con si vieran a un fantasma o un recien salido de terapia intensiva con el que ya no se contaba. En fin que me senti como la santiaguera de otro planeta.
Mi refugio del Copa sigue siendo el mismo. Tete en sus balances arropada de medio luto tratando (infructuosamente) de imponer respeto, las puertas con el entra y sale de personajes como perros por su casa y en esos dias se completo el cuadro con el acostumbrado grito de los merolicos de mi barrio proponiendome el ultimo "tumbe". En las noches, igual que antes, hay que salir para la acera porque la calabacita de mi abuela no deja de anunciar que en las casas decentes hay que apagar las luces a las ocho, incluidas las del patio. Pero aun asi, con todos estos problemas e inconvinientes, ya compre unas agujetas y las bolas de estambre necesarias para pasar mi vejez en Santiago de Cuba y tejer y destejer, mientras Rafelito me lee un libro. Es asi como quiero terminar mis dias, mierda que me va a seguir cayendo nieve despues de muerta.
Un besote,
Ines

Anónimo dijo...

Soy amiga de Rafael Quevedo. Se puede decir que crecimos juntos y por el te conoci. Desde entonces no he dejado de leer tus blogs. Podras suponer que soy Santiaguera. Quiero agregar que casi 40 años despues lo sigo siendo. Vivo en Miami hace mas años de los que quisiera contar...
Te admiro, Odette. Ese ultimo blog tuyo de Santiago que me envio Rafael
me hizo volver atras muchos años, mas de los que quisiera contar...
Tambien la entrevista de Diario Las Americas. Solo quiero agregar que nos haces sentirnos orgullosos de nuestras raices y que mientras existan Odettes, nunca olvidaremos de donde vinimos. Salud, amiga!
Con toda mi admiracion, Vivian

María José Mures dijo...

Querida Odette, siempre escribes con el alma en la mano, pero cuando nace un poema de la vivencia como tú has hecho, eso ya ni se puede explicar...
Te espero en el próximo Parque.

Jo Ruiz dijo...

No sabía eso de que León te prohibiese llevar mariquitas a la Escalera...Pues yo ví allí más de un amigo suyo,mariquitas reprimidos casi todos.Creo que León tenía o tiene una extraña obsesión con ese tema. A mí me gustaba ir a La Escalera, entre otras cosas, precisamente porque allí se respiraba libertad, lo mismo que en la Isabelica o el Parque de Ajedrez.
En cuanto a tu casa de Aguilera: pues yo la recuerdo nítidamente, sobre todo alguna que otra noche que allí bebíamos té y leíamos poesía, en la época en que tu hermana estudiaba en el ISA y venía a Santiago de vacaciones.
Ya veo que estás escribiendo tus memorias,te ha llegado por fin "el efecto proust".
Saludos.

Anónimo dijo...

Tu Santiago, mi Santiago, nuestro Santiago... Queridisima Odette, muy hermosa tu narrativa de nuestro terruño, lo reviviste. Gracias por mantenerlo tan lindo, eres genial, me regresaste, también yo despierto allá todos los dias y luego tengo que mover dos veces la cabeza para despertarme aquí. Es muy dificil nacer en un pueblo tan hermoso y luego por circunstancias no deseadas mantenerse alejado. !Pero hasta en la foto me senti metida dentro del grupo!; también me senti leyendo el poema de Garcia Lorca " Ire a Santiago".
Mis felicitaciones a tan honorable hija de Santiago de Cuba,
Besos, Maria Elena

el goty dijo...

nada querida , que entre ines recordandome de donde vengo y tu con tu pluma van a acabar conmigo; me has traido al recuerdo un libro que atesoro y leo a cada rato Estancias , de miguel collazo, tus meditaciones oniricas " son algo para descojonar a cualquiera un abrazo grande de este habitante de santiago. ps: leon siempre fue asi de pendejo , antes en el medio y despues sera...

carlitos g. dijo...

querida odete, llego algo tarde ,pero leo y releo y pienso que eres tu " La caja de musica",
que levantas la tapa y todos escuchamos ..ese balsamo azul .....
Me falto tiempo para agradecerle a la Istria y a Alonsito el calor que me dieron en la casa de Aguilera, a pesar de llover a mares dentro y fuera .Abres la tapa de la caja de musica y estoy sentado en el patio conversando con ellos , y yoyi y maite, ...y rones viejos y la incorformidad...
gracias

Anónimo dijo...

Hoy tus recuerdos de Santiago han removido los míos y me ha llamado la atención cuántas coincidencias albergan nuestras memorias, no solo a nivel sensorial (el olor a carnaval que le digo yo a la mezcla de orine y cerveza...) sino me ha sorprendido sobre todo tu visión de la casa de la calle Aguilera, ahora te confieso que a mí también me resultaba muy enigmática y leyendo tu blog me he transportado a aquellas tertulias en nuestros tiempos pre-universitarios. Bueno tesoro, enhorabuena por el blog.

Eduardo Frias Etayo dijo...

Odette
Qué decirte? No creo que haya para mucho, sólo que tienes una capacidad acojonante de engorrionarme con tus vívidas descripciones (más bien no es gorrión, ya paso a categoría de tiñosa en hombro izquierdo)