San Carlos de la Cabaña es la sede actual de la
Feria Internacional del Libro de La Habana
Cuando escribí la reseña de las Escenas para turistas de Jacqueline Herranz-Brooke, dije algo que no es secreto para ningún cubano: el hambre fue la marca indeleble de los primeros noventa, cuando andábamos como autómatas, siempre con el estómago vacío. Marca y recuerdo a los que, como buenos masoquistas, volvemos casi cada vez que tenemos delante un plato lleno.
En una de esas tardes en que Orlando y yo comemos, como presidiarios, nuestras comiditas recalentadas en recipientes plásticos, encerrados en las oficinas del CILU (Centro de Información del Libro Universitario), nuestra común amiga Susana, mexicana, curiosa por tan molesta insistencia en ese tema, nos preguntó a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de los años del hambre. “¿Qué comían?”, indagó, y le conté del huerfanito té negro con mucha azúcar en el desayuno y la cena. “¡Té negro!, ¡cuánta suerte!”, exclamó Orlandito, “en mi casa se hacía una olla de tisana con cuanta yerba encontrábamos en el patio y era lo único que se tomaba en la noche”.
Y rememorábamos, ahora en son de chiste, los bisteces de toronja, el picadillo de cáscara de plátano, los emparedados de frazada de piso. Que parecieran mitos, leyendas urbanas, pero no lo fueron: yo misma pelé toronjas para empanizarlas y herví cáscaras de plátano para aplastarla y mezclar con puré de tomate. Y el mismísimo Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, publicó la noticia de los vivales detenidos en la terminal de ómnibus de La Habana vendiendo panes rellenos con colchas de limpiar pisos remojadas en vinagre y desmenuzadas hasta lograr la consistencia de la carne frita.
Hace unos días, mi madre le contaba al primo de Miami que se puso tan flaca entonces, que las amistades, temiendo lo peor, le consiguieron una cita con un médico muy prestigiado en Santiago de Cuba. El doctor la reconoció, le mandó análisis de todo tipo y finalmente, dio su diagnóstico: usted está acostumbrada a comer frituras de malanga, le dijo, y ahora no las puede hacer porque no hay aceite; está acostumbrada a su arroz con leche, a su flancito, a su natilla, y ahora no hay leche… Lo que tiene es DA, o sea, déficit alimenticio. Al llegar a la casa, la vieja le dijo a mi papá, que la esperaba preocupado: “con palabras muy finas, el doctor me dijo que lo que tengo es hambre”.
Le contaba a mi primo que lo único que cenaban en aquellos años del período especial era un platanito fongo hervido cada uno y medio pan, porque si se lo comían entero, no tendrían qué desayunar al otro día (la cuota diaria establecida es de un pancito redondo, de unos ocho centímetros de diámetro, por persona registrada en la libreta de abastecimiento). Que si tenían la suerte de conseguir un poquito de leche en polvo, hacían un café con leche aguadito, para que durara más. Y que el 31 de diciembre del año 95, la cena de Noche Vieja fueron unas yucas hervidas y un vaso de jugo de naranja.
Mientras la oía, volvió a mi recuerdo una de las escenas más deprimentes y vergonzosas que haya visto: dos grandes amigos, funcionarios nacionales de cultura y escritores reconocidos, con varios libros publicados y premios, rebuscaban, como menesterosos, en las cajitas desechadas del almuerzo en la Casa del Joven Creador, restos de comida que llevarse para cenar. Un huesito de pollo era la gloria, aunque ya lo hubiera chupado otro, porque con él podrían hacer una sopa. Y me acordé de la costilla de puerco que tuve por años en el congelador: se la echaba a cada potaje que hacía, luego la sacaba del guiso ya cocido y volvía a guardarla en el refrigerador hasta el próximo potaje. Así tenían al menos, eso creíamos, una cierta ilusión de sabor.
Sin embargo, la del estómago no era la única que padecíamos: teníamos un hambre insaciable de conocer, de actualizarnos, de entender cómo era el mundo, de imbricarnos en él. Éramos como aquel programa infantil de la televisión cubana que se llamaba ¡Quiero saberlo todo! Por eso recibíamos a los extranjeros con sed de isleños, como aztecas creyendo ver a Quetzalcóatl. Porque ellos conocían el orbe y podían contarnos las cosas que pasaban allá afuera. Y si eran mentiras, qué importaba... serían otras mentiras.
Por eso nos pasábamos, escondidos en las bolsas o forrados con papel periódico, los libros prohibidos que esos extranjeros nos dejaban como obsequio. Porque en Cuba, la isla de los libros, miles de ellos estaban indexados. Y cuando a uno le prohíben algo, es lo que más quiere, aunque sean las canciones —todas prohibidas— de Roberto Carlos, Julio Iglesias o Feliciano; del Puma, Nelson Ned u Oscar de León. Mucho más si eran las novelas de Vargas Llosa o Milán Kundera, los libros de Nietzsche, Sastre, Camus o Simone de Beauvoir. O aquel donde aparecía la foto original de Carlos Franqui junto a la plana mayor del Ejército Rebelde, que el gobierno revolucionario, mil décadas antes de que existiera Photoshop, había fotochopeado —vaya usted a saber cómo— pretendiendo borrar de la historia al ex combatiente traidor.
¿Por qué estaban prohibidos esos autores y cantantes? Por ser nihilistas o existencialistas; por practicar cualquier otra filosofía distinta al marxismo leninismo; por haber firmado algún manifiesto reclamando algo seguramente justo o apoyando alguna causa molesta para la Revolución; por hablar en contra, pensar acerca de o juzgar a alguna tiranía, fuera cual fuera, o a la nuestra en particular; por creer en Dios o mencionarlo con demasiada frecuencia… por cualquier cosa. Todo pretexto era bueno. Si bien las librerías estaban llenas de los clásicos, incluidos los estadounidenses, la literatura contemporánea brillaba por su ausencia. Ahora, con más maldad de mundo, me pregunto si ello no se debería a la imposibilidad del pago de derechos de autor que exigirían esos artistas vivos, y que era de dominio público en el caso de los clásicos. Pero, claro, las verdades y las claridades nunca han sido la especialidad de la casa.
De cualquier modo, no sólo los ajenos fueron sometidos a esos gardeos. Por décadas no se publicó ni se habló siquiera de Lezama Lima o Virgilio Piñera, que allí vivían. Ni después que se fueron se volvió a mencionar a Cabrera Infante, Gastón Baquero o Benítez Rojo. Todos fueron borrados de los planes de estudio, incluso (e inexplicablemente) de especializaciones como la que tomé en la universidad: literatura cubana. Cuando me quedé en México, el panorama literario que se abrió ante mis ojos era el doble o el triple de lo que concebía.
En una de esas tardes en que Orlando y yo comemos, como presidiarios, nuestras comiditas recalentadas en recipientes plásticos, encerrados en las oficinas del CILU (Centro de Información del Libro Universitario), nuestra común amiga Susana, mexicana, curiosa por tan molesta insistencia en ese tema, nos preguntó a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de los años del hambre. “¿Qué comían?”, indagó, y le conté del huerfanito té negro con mucha azúcar en el desayuno y la cena. “¡Té negro!, ¡cuánta suerte!”, exclamó Orlandito, “en mi casa se hacía una olla de tisana con cuanta yerba encontrábamos en el patio y era lo único que se tomaba en la noche”.
Y rememorábamos, ahora en son de chiste, los bisteces de toronja, el picadillo de cáscara de plátano, los emparedados de frazada de piso. Que parecieran mitos, leyendas urbanas, pero no lo fueron: yo misma pelé toronjas para empanizarlas y herví cáscaras de plátano para aplastarla y mezclar con puré de tomate. Y el mismísimo Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba, publicó la noticia de los vivales detenidos en la terminal de ómnibus de La Habana vendiendo panes rellenos con colchas de limpiar pisos remojadas en vinagre y desmenuzadas hasta lograr la consistencia de la carne frita.
Hace unos días, mi madre le contaba al primo de Miami que se puso tan flaca entonces, que las amistades, temiendo lo peor, le consiguieron una cita con un médico muy prestigiado en Santiago de Cuba. El doctor la reconoció, le mandó análisis de todo tipo y finalmente, dio su diagnóstico: usted está acostumbrada a comer frituras de malanga, le dijo, y ahora no las puede hacer porque no hay aceite; está acostumbrada a su arroz con leche, a su flancito, a su natilla, y ahora no hay leche… Lo que tiene es DA, o sea, déficit alimenticio. Al llegar a la casa, la vieja le dijo a mi papá, que la esperaba preocupado: “con palabras muy finas, el doctor me dijo que lo que tengo es hambre”.
Le contaba a mi primo que lo único que cenaban en aquellos años del período especial era un platanito fongo hervido cada uno y medio pan, porque si se lo comían entero, no tendrían qué desayunar al otro día (la cuota diaria establecida es de un pancito redondo, de unos ocho centímetros de diámetro, por persona registrada en la libreta de abastecimiento). Que si tenían la suerte de conseguir un poquito de leche en polvo, hacían un café con leche aguadito, para que durara más. Y que el 31 de diciembre del año 95, la cena de Noche Vieja fueron unas yucas hervidas y un vaso de jugo de naranja.
Mientras la oía, volvió a mi recuerdo una de las escenas más deprimentes y vergonzosas que haya visto: dos grandes amigos, funcionarios nacionales de cultura y escritores reconocidos, con varios libros publicados y premios, rebuscaban, como menesterosos, en las cajitas desechadas del almuerzo en la Casa del Joven Creador, restos de comida que llevarse para cenar. Un huesito de pollo era la gloria, aunque ya lo hubiera chupado otro, porque con él podrían hacer una sopa. Y me acordé de la costilla de puerco que tuve por años en el congelador: se la echaba a cada potaje que hacía, luego la sacaba del guiso ya cocido y volvía a guardarla en el refrigerador hasta el próximo potaje. Así tenían al menos, eso creíamos, una cierta ilusión de sabor.
Sin embargo, la del estómago no era la única que padecíamos: teníamos un hambre insaciable de conocer, de actualizarnos, de entender cómo era el mundo, de imbricarnos en él. Éramos como aquel programa infantil de la televisión cubana que se llamaba ¡Quiero saberlo todo! Por eso recibíamos a los extranjeros con sed de isleños, como aztecas creyendo ver a Quetzalcóatl. Porque ellos conocían el orbe y podían contarnos las cosas que pasaban allá afuera. Y si eran mentiras, qué importaba... serían otras mentiras.
Por eso nos pasábamos, escondidos en las bolsas o forrados con papel periódico, los libros prohibidos que esos extranjeros nos dejaban como obsequio. Porque en Cuba, la isla de los libros, miles de ellos estaban indexados. Y cuando a uno le prohíben algo, es lo que más quiere, aunque sean las canciones —todas prohibidas— de Roberto Carlos, Julio Iglesias o Feliciano; del Puma, Nelson Ned u Oscar de León. Mucho más si eran las novelas de Vargas Llosa o Milán Kundera, los libros de Nietzsche, Sastre, Camus o Simone de Beauvoir. O aquel donde aparecía la foto original de Carlos Franqui junto a la plana mayor del Ejército Rebelde, que el gobierno revolucionario, mil décadas antes de que existiera Photoshop, había fotochopeado —vaya usted a saber cómo— pretendiendo borrar de la historia al ex combatiente traidor.
¿Por qué estaban prohibidos esos autores y cantantes? Por ser nihilistas o existencialistas; por practicar cualquier otra filosofía distinta al marxismo leninismo; por haber firmado algún manifiesto reclamando algo seguramente justo o apoyando alguna causa molesta para la Revolución; por hablar en contra, pensar acerca de o juzgar a alguna tiranía, fuera cual fuera, o a la nuestra en particular; por creer en Dios o mencionarlo con demasiada frecuencia… por cualquier cosa. Todo pretexto era bueno. Si bien las librerías estaban llenas de los clásicos, incluidos los estadounidenses, la literatura contemporánea brillaba por su ausencia. Ahora, con más maldad de mundo, me pregunto si ello no se debería a la imposibilidad del pago de derechos de autor que exigirían esos artistas vivos, y que era de dominio público en el caso de los clásicos. Pero, claro, las verdades y las claridades nunca han sido la especialidad de la casa.
De cualquier modo, no sólo los ajenos fueron sometidos a esos gardeos. Por décadas no se publicó ni se habló siquiera de Lezama Lima o Virgilio Piñera, que allí vivían. Ni después que se fueron se volvió a mencionar a Cabrera Infante, Gastón Baquero o Benítez Rojo. Todos fueron borrados de los planes de estudio, incluso (e inexplicablemente) de especializaciones como la que tomé en la universidad: literatura cubana. Cuando me quedé en México, el panorama literario que se abrió ante mis ojos era el doble o el triple de lo que concebía.
Lo mismo sucedió con Celia Cruz y la Sonora Matancera, Meme Solís u Olga Guillot. Ni qué decir de Gloria Estefan y su marido, el morito santiaguero. O de los idos cuando el Mariel o después. Yo no supe que La Lupe era cubana hasta hace unos pocos años; mi madre, que es una ávida lectora, me preguntó hace nada quién era Reinaldo Arenas. A Celia la oí por primera vez ya en los noventa, en el apartamento de un amigo que antes de encender el tocadiscos, muy bajito, se cercioró de haber cerrado a cal y canto todas las posibles rendijas por las que pudiera salirse la música y delatar a los vecinos el delito que estábamos cometiendo. Y en el camino, prohibieron Fresa y chocolate, que acaba de estrenarse “oficialmente” en Cuba hace unos meses, o Alicia en el pueblo de Maravillas, que sacaron de circulación comercial en cuanto fue estrenada.
Pero —es justo decirlo— la Revolución nos dio la noción de la importancia capital de la cultura y el saber. Y nosotros, sus primeros hijos, teníamos —y aún lo conservamos— un voraz apetito. Irrumpíamos como hordas en las ferias del libro —entonces en el Palacio de las Convenciones— y salíamos de allí con las mochilas llenas, la mayoría sustraídos subrepticiamente. Supongo que las editoriales saben que a Cuba se va de simple expositor o a dejarse robar, porque un cubano no tiene ingresos para comprar a los excesivos precios de librería de cualquier parte del mundo, y para las editoriales no es negocio ofrecer a menor costo.
Lo cierto es que era una fiesta hojear y ojear todos aquellos ejemplares bellísimos, coloridos, con portadas duras y brillantes, hermoso papel en interiores y aquellas letras enormes. Alfaguara, Anagrama, Bruguera, Seix Barral, Tusquets… todas esas editoriales de ensueño, que nunca habíamos visto porque en las librerías cubanas —antes de que abrieran las que expenden en dólares— sólo se vendía la producción nacional.
Con sed, con hambre, exprimo estos recuerdos justo en la santa semana de los ayunos y los desayunos.
Pero —es justo decirlo— la Revolución nos dio la noción de la importancia capital de la cultura y el saber. Y nosotros, sus primeros hijos, teníamos —y aún lo conservamos— un voraz apetito. Irrumpíamos como hordas en las ferias del libro —entonces en el Palacio de las Convenciones— y salíamos de allí con las mochilas llenas, la mayoría sustraídos subrepticiamente. Supongo que las editoriales saben que a Cuba se va de simple expositor o a dejarse robar, porque un cubano no tiene ingresos para comprar a los excesivos precios de librería de cualquier parte del mundo, y para las editoriales no es negocio ofrecer a menor costo.
Lo cierto es que era una fiesta hojear y ojear todos aquellos ejemplares bellísimos, coloridos, con portadas duras y brillantes, hermoso papel en interiores y aquellas letras enormes. Alfaguara, Anagrama, Bruguera, Seix Barral, Tusquets… todas esas editoriales de ensueño, que nunca habíamos visto porque en las librerías cubanas —antes de que abrieran las que expenden en dólares— sólo se vendía la producción nacional.
Con sed, con hambre, exprimo estos recuerdos justo en la santa semana de los ayunos y los desayunos.
8 comentarios:
Excelente, Odettísima!
Te escribo desde Acapulco, donde vine a sobrellevar mis ayunos...
Me has movido tantos recuerdos, tantas hambres ("un hambre, amor,
hereditaria") y una sed tal que levanto mi cerveza helada en el borde del océano, muerdo con rencor un camarón y brindo por ti y tus luces que nos iluminan.
Besos,
Alesso
Gracias por saciarme el apetito, Odette.
Un abrazo,
Hambre, niña, la que nos espera como no nos apuremos en salvar las semillas de la alimentación de las de Monsanto y cia. De libros te diré que en las décadas que llevo viviendo en México lo que he podido leer ha sido gracias al sistema de trueque y a la internet. El buey por lo que ya habrán visto no quita el dedo del renglón... Ojalá deje de equivocarse tanto como en el pasado, pero yo ya perdí las esperanzas de que la luz se haga jamás bajo la sombra del Gran Khan. Surrealistas las peripecias que describes para engañar el hambre. Demuestra que tragar es un acto espiritual... tanta falta hace la ilusión del placer que de ello se deriva como el aspecto material de la cosa. Paz y Amor de La Mamadoc (no me respondió a la contraseña...así que lo meto como anónimo...)
Despues de 11 años de destierro, nos permitieron volver porque necesitaban divisas, cuanta impotencia y cuanta hipocrecía nos han obligado a vivir.
Cuando salimos por El Glorioso Puerto del Mariel, se nos grito, se nos pedrió, se nos huevió y se nos tildó de cuantos adjetivos calificativos para desprestigiar al ser humano existen en la lengua de Cervantes. Nuestro delito fue rebelarnos contra la opresion existente en esos momento y que dicho sea, no fue ni la mitad de la que vivieron ustedes.
Cuando regresé no conocia a mi propio hijo, de un niño gordito y muy bonito, solo quedaba un muchacho que solo era ojos y mandibula, Inés una niña rubia y bonita, se parecía a Olive la esposa de Popeye. Ahí comenzó mi Odisea, las visas por enfermedad, mi ir y venir constante (hasta 3 veces en el año 1992). Al descubrir que los extranjeros no cubanos podían comprar todo lo que quisieran y entar todo el dolar que quisieran, convertí a Joe en mi Sancho Panza, le preparé papeles y al mes estaba, el pobre, rumbo a Cuba, vestido con guayaberas y todo lo tipico de un gringo aplatanao. Antes de aterrizar en el aereopuerto de La Habana, le pasé (para no darle tiempo a contar) un paquete de dinero, además del que él llevaba como cualquier turista regular; creo que hasta el dia de hoy no sabe por qué razones fue invitado a concer a Cuba con tanta amabilidad por parte mia. Al llegar todo fue de maravillas, hasta los aduaneros lo felicitaban (hacía decadas no entraba a ese aereopuerto un legítimo gringo), no lo registraron, coló dos sendos maletines como de 80 libras cada uno y del dinero ni preguntar. Pero su primer acto de rebeldía fue cuando me vio en la cola de aduana para registrarme mi pobre maletin, ahí plantó y a los aduaneros no les quedó de otra que dejarme pasar. Por fin ya en el parqueo y montando los bultos en el carro, al Joe se le ocurrio retratarse a la entrada del aereopuerto, ahí fue cuando se percató de una manada de perros flacos que deambulaban por el area y él muy amante a los perros, comenzo a gritar: tengo que entrar, tengo que entrar a comprarles unos bocaditos de los que venden allá adentro a estos pobres perros que se estan muriendo de hambre. Y yo le grité: toda esa gente que esta ahí tiene mas hambre que los perros y si te atreves a salir con bocaditos en la mano te van a matar para quitartelos y comerselos. Hasta el dia de hoy Joe habla con mucha tristeza de los perros de La Habana.
Querida Odette, hoy al leer tu comentario, hasta la garganta se me cerró, pues la necesidad en nuestra tierra existe aun, picadillo de soya, enchilado de repollo, caldoza, picadillo de un pez extraño de nueva adquisición que se cria en pantanos o algo asi. Todavía muchos toman té en las mañanas con el mismo pan redondo de los años 90s y la misma libreta de abastecimientos, hoy como lo hace Joe con sus perros, yo pienso en los pobres cubanos, en nuestros hermanos que aun siguen viviendo EL PERIODO ESPECIAL. Y hasta he llegado a preguntarme ¿podrán tener algun dia un sabado de Gloria o un domingo de resurrección?...
Besos,
Maria Elena
Cuanto se diga de la decada de los 90 es poco para lo que realmente vivimos. Comenzare por señalar que en la isla no habia una base economica que permitiera la subsistencia de la poblacion sin aquel tratado o asociacion con el CAME (Consejo de Ayuda Mutua Economica) a la que pertenecian las republicas socialistas de Europa del Este. Cuba aportaba azucar, cacao, cafe, algo de citricos, todo el nickel de Moa y mano de obra barata para trabajar en lugares tan inhospitos y distantes como la helada Siberia en la tala de pinos. Estos paises a su vez nos pagaban con productos para abastecer la mal llamada Canasta Basica -que nunca ha sido suficiente-, amen de aquellas lineas de automoviles y maquinarias agricolas que supongo no eran aprobadas tecnicamente ni siquiera entre los propios fabricante. Dicho lo anterior, entenderan que cuando los rusos nos cerraron la llave, lo unico que tenian sembrados nuestros campos era caña de azucar, tres granos de cafe por las montanas e igual medida de cacao. Como sobrevivir entonces? Ahi aparecio la justificacion de movilizarnos ante una posible invasion americana. Esta fue la sabana con la que se cubrio la depauperante situacion. Yo siempre digo que detras de cada escaramuza politica, se esconde una segunda, tercera y cuarta intencion; eso, a riesgo de quedarme corta. Por tal razon se convoco a la Guerra de Todo el Pueblo asi como la preparacion para vivir (ironicamente) en condiciones extremas.
El ingenioso cubano servia los platos con picadillo de cascara de platanos como ya dijo Odette y otras muchas mas variantes que, si no aportaban nada nutritivo al organismo, al menos nos aplacaba la nueva dosis de hambre. Aparecio la pasta de oca donde no era extrano encontrar una pluma o el picadillo de soya enriquecido, el aceite de soya, el cerelax para sustituir la leche de los ninos y ancianos y cualquier otra cosa que poniendo un rato al fuego se tornara apto para masticar y tragar.
Pero ahi no quedo la cosa: cual de nosotras las mujeres no cortó una toalla para usar como intima (kotex) en los periodos menstruales. No piensen que podiamos darnos el lujo de echarlas a la basura, que va, habia que reciclarlas y guardarlas para el proximo mes. Y para sustituir la falta de jabon y detergente se colectaba la ceniza de la madera (palos de cualquier arbol) que se utilizaba para cocinar y, luego de mezclarla con agua y dejarla toda una noche al sereno para que asentara, el liquido resultante era utilizado para lavar. Otra alternativa fue utilizar la masa gelatinosa de la mata de maguey (muy parecida a una penca de agave) que al menos daba cierta suavidad en el momento de estregar la ropa, aunque luego la picazon te corcomiera las entranas.
No, no he terminado: usabamos agua con bicarbonato de sodio o goticas de zumo de limon como deshodorante, humo de una vela para limpiar los zapatos negros, naranja agria como shampoo, alpargatas de lona con suelas de gomas viejas de vehiculos, ropa de saco de harina teñido si encontrabamos con que y encima nos tocaba ir a abrir refugios los fines de semana para crear condiciones llegado el momento de una invasion aerea.
Les parecen pocas razones para mantenernos aun traumados? Les dire mas: disminuyo la poblacion felina (claro, los de casa de Odette sabian leer y escribir y se paseaban por el tejado mirando de vez en cuando para la sala llena de peludos) porque un gato era un plato de la gastronomia francesa en cualquier mesa. En Santiago se hizo muy popular el Callejon de los Perros (finisima paladar o restaurant clandestino) porque alli iban a parar los vagabundos desafortunados y de ahi a cualquier plato que se vendia como fricase de chivo.
Lo unico bueno en aquella epoca fue la entrada de los ex-marielitos. Ya mi mama se ocupo de contarte sus peripecias pero se le olvidaron detalles de mucha importancia. Al llegar ella con Joe, me toco ceder mi cuarto y todos los ventiladores de la casa para el gringo acostumbrado a estas frias latitudes. Gracias a el compramos un enorme refrigerador donde guardabamos provisiones hasta el proximo viaje, una lavadora, televisor a color con control remoto, VCR, grabadora, faroles chinos para los apagones, baterias para una mini-planta y ventiladores para sustituir los plasticos rusos. Mi hija se lleno de barbies, una sintetizadora que jamas aprendio a tocar, coloridas mochilas para la escuela, elegantes zapatos y ropa hasta de sobra. Pero yo sali jodida. El colchon de mi cama, acostumbrado al peso de la novia de Popeye, cedio cada uno de sus muelles ante el peso de Brutos en version americana del Tio Sam y cada vez que en las noches me pinchaba un pedazo de alambre saliente, yo lanzaba el clasico "Repinga" que tanto te averguenza de la Piri, acompanado de maldiciones al gordo junto a la amanaza de que cuado anunciaran visita de nuevo, me iba a acuartelar en mi cuarto y solo abriria la puerta para coger comida y sacar el orinal que utilizaria como escudo si acaso me querian sacar a la fuerza.
En conclusion, creo que Dante debio de haber vivido en la Cuba de los 90 antes de escribir su Infierno, porque tragedias como la nuestra solo aparece en libros clasificados como ciencia ficcion. O mejor, si Jesus hubiera nacido en nuestro pais, no hubiera tenido un final tan triste y doloroso, porque no nos podiamos dar el lujo de hacer cruces ya que la madera era necesaria para cocinar y hacer humo con la intencion de espantar los mosquitos. Ahora no nos vieramos en estos enredos de Viernes Santo y Domigo de Resurreccion. De todas maneras, el que vaya a la iglesia, que se acuerde de pedir que termine tanta miseria y dolor para el pueblo de Cuba.
Un beso carino, como siempre,
Ines
La realidad es mucho más rica que lo que la pluma puede describir, eso es cierto, como también ya lo ha dicho el mismísimo Antonio Damasio: "No es lo que ocurre, sino la sensación de lo que ocurre". Así que las historias parecidas o diferentes de los 90 se entrelazan en nuestros recuerdos para desde diferentes lares, pensar en que los días pueden ser mejores, incluso más allá del Verde Caimán. Aquí, en la "rica" Europa, sin ir muy lejos de las grandes ciudades, Dante también podría encontrar inspiración. Yo, sobretodo, pienso ahora ( en esta semana) en aquellos que no saben leer, ni conocen otra leche que la materna, ni siquiera tienen un poco de agua potable. Por y para todos esos seres mi oración.
Mi amiga, ahí sí que hay historias que contar. Sin ánimo ahora de detenerme en anécdotas personales, sólo te diré que aquella circunstancia del hambre por todas partes fue determinante para que mi familia viera una luz cuando apareció la posibilidad de movernos hacia México y, asimismo, para que no tuviéramos más de un hijo. Por esta veta sería mucho lo que podríamos aportar a tu bien sazonado testimonio, pero eso quizá sea otra vez. Hay tanto que rememorar y contar especialmente para lectores desinformados o distraídos. Baste ahora con la felicitación y el abrazo solidario de un lector.
Odette, leí tu texto de cercanísimas resonancias. Salí en el 92 con iguales dones y miserias en la mochila, con un hijo que quedaba a la espera de mi suerte, con tanto por hacer...
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