
al norte de Montova, Italia
Los ojos mexicanos se abrieron desmesuradamente cuando mi madre, con toda la naturalidad del mundo, dijo que en cualquier momento Camilo, que acaba de cumplir nueve años, empezará a “encerrarse” con sus amiguitas porque Manolín, el primo, que ahora tiene 17, desde hace años vigila que su abuela salga de la casa para meter a las muchachitas. “Pero ¿para eso?”, preguntaron, también muy abiertas, las bocas mexicanas. Las mismas que han dicho en más de una ocasión que los cubanos somos silvestres, rústicos, bestiecillas salvajes sin mucho pulimento; como buenos costeños, directos y rotundos, sin educación que nos limite los instintos a las normas elementales de compostura y contención que dictan la moral y las buenas costumbres del altiplano.
Y es que nada hay más falso que aquella frase de Martí que suponía que del río Bravo a la Patagonia había solo un pueblo. Aunque hablemos —supuestamente— el mismo idioma y hayamos sido colonizados por la misma metrópoli, nada hay más distinto a un argentino que un mexicano, a un caribeño que un peruano, a un venezolano que un uruguayo. Incluso dentro de las mismas regiones y países suele haber diferencias irreconciliables y disputas incomprensibles.
Y si hay un tema disímil y controversial no es la política o la lingüística, sino el sexo. Para los cubanos, especialmente los más jóvenes, criados —es cierto— con mucha apertura en ese ámbito, nada es más desconcertante que una frase tan frecuente por estos lares como: “Yo no soy muy sexual”. Los ojos cubanos se abren en este caso igual de grandes que los mexicanos del principio y siente uno como un desconcierto horadándole el pecho y las entendederas. Sin embargo, cuando alguien dice esa frase, lo que realmente está estableciendo es que no es una prostituta, una cualquiera, una fácil. O que no es una máquina sexual si de un hombre se tratara, que los hay, claro que sí, que hacen afirmaciones de ese tipo.
El jueves pasado, la Gaceta de la UNAM publicó un reportaje sobre los resultados de una encuesta realizada entre estudiantes de 13 a 19 años de varios estados de la república mexicana. Un alto porcentaje de las muchachas consultadas manifestaron estar convencidas de que deben ser pasivas sexualmente y no tener deseos; que las mujeres sólo pueden ser valoradas y reconocidas socialmente si son madres o esposas; que deben casarse por la iglesia y llegar vírgenes al matrimonio.
En 2004, la Primera Encuesta Nacional sobre Sexo, de Consulta Mitofsky, revelaba datos aterradores: sólo 2.6% de las encuestadas relacionaba la palabra sexo con satisfacción y sólo 1.9% con felicidad. El Instituto Mexicano de Sexología dio a conocer, por su parte, que 80% de las que viven en ámbitos rurales y 40% de las asentadas en las ciudades no han tenido nunca un orgasmo. Que padecen anorgasmia, concluye el Imesex. El orgasmo femenino no es cosa fácil, ya se sabe. Comparado con el masculino, tan inevitable y vistoso, el nuestro es algo así como desentrañar un tesoro. Llegar a él demora y requiere paciencia, tanteo, insistencia inteligente. Pero cómo un instituto especializado en sexualidad, digo yo, afirma esa barbaridad atroz en vez de indagar en la capacidad amatoria de las parejas de esas pobres mujeres y en sus propias costumbres de represión… Pero de qué capacidad hablo si a todos, incluidos los investigadores del Isemex, nos inculcaron desde niños que el sexo es sucio, feo y destinado a la reproducción.
Establecer que no se es una puta está marcado en los genes de la humanidad desde tiempos ancestrales. Una mujer, para que la respeten todos, y en especial su hombre, no puede ser una puta. Se lo machacan de las más diversas formas y se lo tatúan en las circunvoluciones más intrincadas del cerebro, de igual modo que a los hombres (la mayor parte de las veces la misma madre que castra a sus hijas) le dicen que todas las mujeres son putas, menos la que le dio la vida, por supuesto. Círculo macabro ése.
¿Qué significa no ser una puta? Simplemente pensar que el sexo no es lo principal en una relación (cuando es el único aspecto que diferencia a una relación de pareja de cualquier otra relación humana); tratar de no disfrutarlo mucho (no te vayan a confundir); creer que el orgasmo no es necesario; ponerle coto a ciertas regiones de la anatomía. Eso en el mejor de los casos. En el peor: no hablar de sexo por considerarlo un tema vulgar e impropio de mujeres; aprender a apagar los deseos hasta no sentirlos; considerar que son feos los genitales, que es desagradable hacer el amor… y cerrar los ojos, resignada, deseando que el otro, que es un animal pervertido e incontinente, el pobrecito, termine ya.
Que no hay conexión directa entre los besos —aun los apasionados— y el alebrestamiento de los órganos genitales nos han dicho en reiteradas ocasiones algunas bocas de tierra firme. O sea que puede darse uno los más tremendos mates y apretar como poseído —actividades a las que en México llaman fajar—, sin que eso implique continuar el acto sexual hasta su culminación. Se puede parar en cualquier momento y entablar una tranquila charla acerca de la necesidad de renegociar el capítulo agrícola del Tratado de Libre Comercio o lamentar la muerte de la perra de Paulina Rubio —me refiero al can de su propiedad, claro está— sin que eso asombre o descompense a nadie. Y no mienten, los veo en el metro tan jariosos que hasta yo me excito —¡rústica calenturienta, sí señor!— y cuando menos lo esperas, termina la función sin la más mínima muestra de alteración fisiológica en ninguno de los participantes.
Para los cubanos —bestiecillas silvestres a Dios gracias—, esa concepción del noviazgo de manita sudada queda perfectamente superada alrededor de los 13 años. Buena muestra es el primo Manolín. Si bien es cierto que las niñas siempre somos más románticas y recatadas, está clarísimo que cuando uno empieza a besarse y toquetearse con el novio es para llegar a un objetivo final que, especialmente en los varones —ya lo dije, el orgasmo femenino, más esquivo y discreto, es un tesorito que tarda en ser descubierto—, se consigue siempre. Es para eso que se inician los jugueteos y se prosiguen in crecendo hasta lograrlo. Cuando las muchachas ya saben de qué se trata, es insatisfactorio que un varón no se lo proporcione de una u otra forma.
Y volviendo a Martí, “piensa el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”. Las bestiecillas encerradas en su isla creen que para el resto del mundo el sexo es tan fundamental como para ellos que aseguran, convencidísimos —porque lo tienen confirmado en la práctica cotidiana—, que todos los problemas se resuelven en la cama y que quien está satisfecho sexualmente lo estará en el resto de los aspectos de su vida, andará con más entusiasmo y energía, será más pleno, llegará más lejos.
Y si buscando esa lejanía cruzan el mar y creen que al otro lado será igual, basados —tal vez— en que hay tanto turista que va a Cuba en busca de alocada diversión y placeres para el cuerpo… ¡oh decepción! Y no es que esté mejor o peor una que otra manera —cada quien tiene sus costumbres y se acomoda a sus modos—, pero de que las diferencias a veces se tornan insuperables… ¡lo llegan a ser!