
Me gustan los aviones, me gustas tú…
Manu Chao
…soñando con el pie en la escalerilla.
Yo, en “Candela como el macao”
Manu Chao
…soñando con el pie en la escalerilla.
Yo, en “Candela como el macao”
Me encantan los aeropuertos. Hay, en medio de las muchedumbres que los recorren y los constantes anuncios de los altavoces, espacios de libertad, de autoconfort, donde encuentro soledad y silencio interior para mi alma. Inquietudes paso, no lo niego. Formada en la cola de documentar, siempre me carcome el temorcillo, sembrado en el fondo de mi ser, de que haya algún inconveniente: que no esté confirmada la reservación, que esté mal mi visa, que se acaben los asientos, que la maleta pese más de lo que deba… Y suelo recordarme en la sala de vuelos internacionales de Rancho Boyeros —el aeropuerto de La Habana— el 10 de febrero de 1992, con veinte dólares metidos en el zapato —¡mi única fortuna… e ilegal! (portar dólares todavía era penado por ley)—, con el sobresalto de que en cualquier momento nos dirían que no podíamos abordar. Agustín y yo no queríamos respirar fuerte para pasar inadvertidos, ni pensar… no fuera a ser que alguien nos leyera la mente.
Superada esa inquietud viene la otra: esconder el cortaúñas. Quienes me conocen, saben de la espantosa manía. ¿En la maleta de abajo?, ¿en un resquicio de la bolsa?, ¡en el bolsillo no!... que me acusarán de amenazar al piloto con mocharle las pestañas —chac chac chac— en un intento de secuestro para quedarme en el aire para siempre.
Pero del otro lado del aparato de rayos equis, respiro profundo y ya soy robinsona entre desconocidos que pasan apurados y tenderas que sonríen a lo lejos, invitándome a cruzar el umbral de alguna librería donde suelo tener la calma que no tengo en el ritmo alucinante de una ciudad donde no quedan tiempo ni ánimo para ir a ningún lado. En las librerías de los aeropuertos me entero de las novedades editoriales, puedo asombrarme con los precios —¡qué recaros están los libros dondequiera!—, acariciar las páginas del tomo, leer las primeras oraciones y dejarme transportar adonde quiera el autor llevarme.
Y como ahora hay que esperar una eternidad, a veces más tiempo del que duran los vuelos, después de las consabidas compras de cremas caras, perfumes tax free y recuerditos autóctonos a precios de oro, todavía tengo tiempo de anotar en mi libreta versos como éstos:
Superada esa inquietud viene la otra: esconder el cortaúñas. Quienes me conocen, saben de la espantosa manía. ¿En la maleta de abajo?, ¿en un resquicio de la bolsa?, ¡en el bolsillo no!... que me acusarán de amenazar al piloto con mocharle las pestañas —chac chac chac— en un intento de secuestro para quedarme en el aire para siempre.
Pero del otro lado del aparato de rayos equis, respiro profundo y ya soy robinsona entre desconocidos que pasan apurados y tenderas que sonríen a lo lejos, invitándome a cruzar el umbral de alguna librería donde suelo tener la calma que no tengo en el ritmo alucinante de una ciudad donde no quedan tiempo ni ánimo para ir a ningún lado. En las librerías de los aeropuertos me entero de las novedades editoriales, puedo asombrarme con los precios —¡qué recaros están los libros dondequiera!—, acariciar las páginas del tomo, leer las primeras oraciones y dejarme transportar adonde quiera el autor llevarme.
Y como ahora hay que esperar una eternidad, a veces más tiempo del que duran los vuelos, después de las consabidas compras de cremas caras, perfumes tax free y recuerditos autóctonos a precios de oro, todavía tengo tiempo de anotar en mi libreta versos como éstos:
Compro baratijas para ti
en los aeropuertos
muñequitas de folclor
tazas de letras
cántaros pequeños y vacíos
que llenaré de luz
para echarla en tus manos
y que así me acaricies
luminosa
espléndida invención de tus dedos
mi cuerpo.
en los aeropuertos
muñequitas de folclor
tazas de letras
cántaros pequeños y vacíos
que llenaré de luz
para echarla en tus manos
y que así me acaricies
luminosa
espléndida invención de tus dedos
mi cuerpo.
Y si disfruto las terminales, no quiero decirles los aviones… Los miro pasar desde la ventana de mi casa y corro, desde donde esté, dejando lo que estuviera haciendo, cuando escucho, como canto de sirenas, la turbina de uno enorme, como esos Jumbo de Lufthansa o KLM. Y sé perfectamente los horarios en los que sobrevuelan la ciudad de México, a punto de aterrizar. Lo único que odio de esos gigantes son los asientos del medio en las filas de tres. A quién se le ocurre que puede uno comer —¡empuñando tenedor y cuchillo!— con las manos apretadas al ancho del cuerpo o tratar de dormir apuntalada por los codos de ambos vecinos, que se disputan con malsana fruición el descansabrazos.
Pero una ventanilla es el lugar más cercano a la Gloria —así, con mayúscula—. Desde ellas observo, con asombro de niña, todas las maniobras del despegue y del aterrizaje, esa inigualable postal que es la vista del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl nevados o la enormidad sin horizontes de la ciudad de México, las caprichosas formas que hacen las nubes blanquísimas sobre el tope del cielo, la maqueta del mundo que se ve desde arriba, la sombra diminuta del avión sobre los campos o el mar, el humito que sale de las llantas cuando tocan la pista. Desde ellas me pregunto —y me respondo— qué son las turbulencias sino Dios jugando como un gato con un haz de luz.
Desde una ventanilla, en un vuelo de regreso de Nueva York, fui testigo, una tras otra, de la más impresionante y rojísima puesta de sol y de la más aterradora tormenta eléctrica. Ese día anoté:
El duende del terror
relampagueando
dibuja en la ventana la silueta de un ángel
jinete al rojo vivo sobre el azul rielado
sombra chinesca en la fragua de Vulcano.
Desde una de Air France vi la silueta de Irlanda en un amanecer de otoño, y desde otra de TACA, tocando en mi bolsillo al Elegguá viajero que siempre me acompaña, escribí de un tirón “Hija del aire”:
Hija del aire
hacia el aire voy
en el aire sostengo las palabras
con alfileres invisibles
con cintas de papel
que el aire desperdiga.
Encima de las nubes
danzo
como un corcel sin riendas
libre al fin.
hacia el aire voy
en el aire sostengo las palabras
con alfileres invisibles
con cintas de papel
que el aire desperdiga.
Encima de las nubes
danzo
como un corcel sin riendas
libre al fin.
Nada en la tierra se le compara: lo que veo desde arriba es lo mismo que ve Dios. Su mirada en la mía. Un momento Kodak de la Divinidad.