
En los días recientes despertar ha sido una hazaña. La alarma del reloj parece lejanísima entre las brumas de ese amanecer tardío que ya exige la vuelta al horario normal (que el verano se acabó). Como el Sol tampoco se despereza tan temprano, acabo arrebujándome de nuevo en las cobijas hasta que inevitablemente se hace tarde. Y si abrir los ojos ha resultado un reto, levantarme es una herculada (interprétenlo como quieran): las energías huyen, todos los días parecen jueves. ¿Es casual que esté tan cansada a principios de semana?, me pregunto mientras pienso en las tormentas geomagnéticas que están teniendo lugar desde el sábado en las capas superiores de la atmósfera terrestre y en la ruta de esa cosa cósmica, cometa o estrella, a la que han llamado Elenin.
Hay que vivir para aprender. Quienes me conocen más o menos —si es que fuera posible “conocer” a otra persona—, saben que desentrañar el sentido de la existencia es uno de mis leitmotives más recurrentes. Y ponerle tanto cacumen a un tema puede arrojar, finalmente, ciertas conclusiones y argumentos para mí misma, que sólo al individuo le funcionan sus explicaciones —aunque las comparta— porque, como bien decían las abuelas, nadie experimenta —ni escarmienta— en cabeza ajena.
Con esa mala costumbre de repetir que no entendemos las ciencias exactas, solemos pasar por alto, una y otra vez, lo que la física ha dicho siempre sin tapujos: sólo somos energía en movimiento, transformándose de un estado al otro. “Energía en función del planeta en que vivimos”, pensé esta mañana al sentirme tan desenergetizada. Es decir, pilas de las que el Universo se alimenta. Energía con sentimientos, en todo caso, porque son ellos —nuestros odios y nuestros amores— los que desprenden el efluvio.
Envuelta en todas esas reflexiones y nuevas certezas salí de la casa y caminé por la acera de Rébsamen. A media cuadra hay un kínder en cuya puerta las maestras cuelgan cada mañana un cartel donde explican a las criaturas ciertos valores humanos y comunitarios. “¡Pilas, eso somos, pilas!”, iba diciendo en mi cabeza cuando, al levantar la vista, me topé con el letrero de hoy: en letras mayúsculas de color anaranjado decía: “Las PILAS son…” y toda una explicación de cómo reciclarlas.
Minutos después, en el vagón del metro, observé con otros ojos a mis compañeros de viaje. Mirando sus patillas delineadas, nuestras ropitas de colores, los aparatitos en sus manos o sus orejas, los pelos peinados con gel, por fin tuve la respuesta que tanto he pedido: ¡somos un juego de video! ¡Por fin lo entiendo! Todo es perfecto. No necesito más.