
“Mi vida no tiene sentido”, afirmé lloriqueante hace unos días haciendo gala de ese gen melodramático que hizo a Piri actriz y a mí, escritora de historias trágicas. Acababa de ver el último capítulo de 24 ―muy aburrida, por cierto, la séptima temporada― en el que, como siempre, Jack Bauer, poniendo en riesgo su salud y su vida, había salvado a media humanidad de la más amplia gama de catástrofes que puedan ocurrir en un solo día.
Claro que a pesar de esa mala costumbre que a veces nos hace creer que sólo los héroes merecen la vida porque se la han “ganado”, dar los saltos y brincos de Bauer tal vez no sea, a estas alturas, mi mayor aspiración. Otro abanico de reflexiones, angustias e impotencias, más de diván que de guerrilla, me han hecho debatirme —¡si lo sabrán ustedes!— en los tiempos recientes.
También “merecen la vida”, me decía, los médicos, que —aunque de pronto maten a un par— salvan de las enfermedades y la muerte. Y quienes luchan por una causa justa o dedican su trabajo a ayudar a los demás. Y los científicos y los inventores y los cantantes que nos alegran o nos ponen a bailar. Y, sobre todo, más que todo, los padres, que perpetúan la especie cuando le regalan la existencia a sus vástagos y se entregan a ellos aun a costa de sí mismos… Pero, ¿qué hace alguien sin hijos en una comunidad cuyos formatos y esquemas preestablecidos de convivencia responden a lo que una sesuda ex reina de belleza llamó el otro día, muy apropiadamente, la “sociedad de la gente casada”? ¿Cómo puede evitarse el sufrimiento de aquellos a quienes se quiere? ¿Sirve para algo una escritora de versitos en un mundo que apenas lee? ¿Cómo encajar en un rompecabezas que no parece nuestro?... Todas esas interrogantes me planteo en medio de esos raros cambios y revisiones de la quinta década, o sea, de los cuarenta y tantos.
“Me voy al cielo y al mar, a que su inmensidad me regrese a mi verdadera dimensión”, escribí en el Facebook el lunes, agobiada de “sinsentidos” y falta de explicaciones, minutos antes de salir hacia el aeropuerto a tomar el vuelo que nos llevaría a San José del Cabo, Baja California Sur. Y ni siquiera tuve que esperar el reencuentro con el océano; cuando el taxi avanzaba por el Viaducto, a un lado de la Ciudad Deportiva y el velódromo, de allí donde vienen ese tipo de mensaje me llegó la señal: “Demasiado ego”, decía el pensamiento ―o lo que fuera― dentro de mi cabeza, “y, por lo tanto, demasiada carga”. Me puse atenta, lo dejé fluir: “Eres una criatura, estás aquí con la simple misión de vivir de la mejor manera la vida que te toca. Hay cosas que no está en tus manos resolver por más que quieras y te esfuerces y te empeñes, porque no te corresponde resolverlas; no está a tu nivel. Déjate acunar por la fuerza superior que te protege; alíviate de ese peso que no es tuyo. De ahí vienen la impotencia y el dolor. Sosiégate, déjate llevar”.
De más está decirles lo necia que soy, nieta de asturiano. De inmediato, contrario al sosiego sugerido, empecé a cuestionar. ¿Entonces está todo previsto, programado, y hay que dejarse llevar como hoja al viento? Cuando nos repiten que cada uno es “el arquitecto de su propio destino", ¿nos engañan? ¿Venimos sólo a ser engranajes de un mecanismo que ni siquiera podemos ver? ¿Ésa es la verdadera dimensión del ser humano: contribuir a un plan superior cuya finalidad nunca sabremos? ¿Es inútil hacer esas preguntas, buscar esas respuestas?
El atardecer me regalaría dos sorpresas. Cuando cayó la noche, sin prisa, las estrellas empezaron a encenderse en la inmensidad del cielo. Tal vez voy a decir una obviedad pero, citadina al fin y al cabo, uno suele dar las cosas por sentadas: alzas la mirada y como las ves brillando, impertérritas, crees que siempre estuvieron ahí. Pues no es tan sencillo: se alumbran guiño a guiño como las antiguas lámparas fluorescentes. De pronto se insinúan y al segundo vuelven a esconderse. Aguza uno la vista y puede adivinarlas pero sólo un instante. Como si coquetearan. Así van iluminándose una a una, poco a poco, dosificando la magia y la emoción.
Ya oscuro, bajé al mar, a mojarme en la espuma, a asombrarme con otra maravilla. Unos animalitos como calamares milimétricos, con cabeza luminosa, azulada, llegaban con cada ola y trazaban en la arena una réplica del firmamento. Podía tomarlos en mi mano, verlos brillar, celestes, en mi palma, entre mis dedos. ¿Eran esas manifestaciones de la naturaleza una respuesta a mis interrogantes, un recordatorio de mi nivel de criatura ante la inmensidad?
Cuando la tarde del jueves vi formarse ante mí, al menos tres veces consecutivas, aquella mole de más de dos metros de altura, no sé si dije “Dios mío” o “No mames” que, para el caso, significaban exactamente lo mismo: la naturaleza mostraba su poder y, de paso, me ubicaba de nuevo en “mi lugar”: “Ésa eres tú, una mujercitita a la que voy a aplastar si no corres en este mismo instante orilla arriba”, parecía decir.
Cuando rompió esa primera ola, supe que el agua llegaría hasta donde dejé las chancletas, unos diez metros atrás, subiendo la pendiente. Por unos segundos me debatí entre “salvarlas” y luchar contra la resaca que enterraba mis pies hasta los tobillos y me jalaba sin miramientos. Logré recuperar una, pero los rieles de agua enfurecida que regresaban a su origen se llevaban la otra a una velocidad inimitable. “Mira de lo que soy capaz ―oí que me dijo―, así que olvídate de la ridícula chancla y corre por tu vida”. Otro muro verde se alzó y cayó sobre sí mismo con una fuerza estrepitosa, levantando arena y espuma tierra adentro mientras los que me rodeaban y yo retrocedíamos sin poder evitar que, aun así, nos bañara totalmente e intentara arrastrarnos, como a muñequitos plásticos, hacia el vientre del océano.
Entre asustada y admirada, ya a buen recaudo, lo vi volver a hacerlo al menos tres veces más. Me preguntaba quién tuvo la ocurrencia de llamar Pacífico a ese mar con tan malas pulgas.
