
Hace un par de semanas, una mariposa enorme de alas labradas, más grande que cualquier mariposa conocida, voló en mis sueños. Aparatosamente, cual corresponde a un insecto de ese tamaño, se posó sobre mi hombro izquierdo. Sentí miedo. Pedí que me la quitaran, pero finalmente fue mi mano quien trató de espantarla. Entonces sentí que era dura. Como de cartón o madera. Creo que desperté al tocarla y pensar que se partiría como una película de chocolate congelada.
El sábado, al despertarme, volvió a aparecer ante mis ojos ya abiertos. No la mariposa, sino su recuerdo. Entonces, en una de esas asociaciones casi mágicas que ocurren celerísimas cuando nos estamos durmiendo o despertando, evoqué aquella vieja canción de Alfredo Zitarrosa. “Mariposa marrón de madera”, tarareé, sin poder recordar el ritmo ni el siguiente verso. “Algo niño que se desespera”, me decía, mientras mi memoria se negaba a traerme del pasado la frase completa. Inquieta, terminé los quehaceres relacionados con el desayuno y, al apretar el botón de encendido de la computadora, se prendió también el fuego del recuerdo y canté, ya con su ritmo regresado: “Mariposa marrón de madera,/ niño violín que se desespera…”
En lo que abrían los programas salté a la siguiente estrofa: “Porque a Becho le duelen violines/ que son, como su amor, chiquilines,/ Becho quiere un violín que sea hombre,/ que al dolor y al amor no los nombre”. Entonces supe por qué había salido aquella mariposa de la caja de Pandora de mi subconsciente. Becho, para que su violín fuera hombre, lo obligaba inútilmente a no sentir amor “porque amar y cantar, eso cuesta”. ¿A cuántos varones vi en mi familia así de tristes, resignados a no dejarse fluir hacia esa pasión a la que yo misma, fiel a la masculinísima tradición, he etiquetado tantas veces como “el peor de los sentimientos humanos” por ser el que nos halla y el que nos deja más débiles e indefensos?
“Oye, Miguel, los hombres no lloran/ Oye, Miguel, los hombres no lloran”, repetía el viejo son cubano como para fijarlo en la conciencia del género, de la nación y de la lengua… ¿Por qué aprehendí yo, tan dulce, llorona y sentimental, esas durezas masculinas? ¿Por qué me armé de esos escudos ajenos que a ratos pesan tanto? ¿Por qué regresan así, de pronto, esos recuerdos?
Creo que estaba dormida cuando llegaron las imágenes de la casa de mi tía Cachitica. La cocina de luz brillante con ese olor característico, el patiecito mínimo en el que para tender la ropa había que elevarla con unos palos preparados para tal fin, la máquina de coser Singer junto a la ventana, el armario de caoba, mi bisabuela Liduvina siempre en cama, el enorme refrigerador en la tiendita de ultramarinos que la Reforma Urbana le nacionalizó al tío Eugenio. Y Felo recién nacido en la cunita e Isel, con quien ahora no puedo comunicarme porque es médico militar y mi cercanía ―incluso en la distancia― podría perjudicarla.
Así mismo apareció detrás de mis párpados, una buena madrugada, el muro de la iglesia de San Francisco y escribí aquel poema que titulé “Santiago de Cuba”:
Mis pies han vuelto desnudos
al hosco palpitar de los senderos
una huella reseca sobre el fango
donde una mano ayer echó la maldición.
En la pared mohosa se refleja el contorno
de los flacos arbustos ya sin hojas.
Como una cicatriz
los rieles del tranvía parten la calle en dos
una suave pendiente los arroja hacia el mar
con destellos que ciegan.
Allí están las amigas
bajo la sombra calma
sudor entre los dedos
caricia apenas que presagia el beso.
Allí están los muchachos riendo a carcajadas.
Allí estoy yo
tomada de sus manos
y la tarde es un juego de penumbras que descienden.
Mientras cuento esta historia he buscado en Youtube canciones del Flaco Zitarrosa y oigo el “Adagio a mi país”: “En mi país qué belleza/ cuando empieza/ a amanecer…” Aquellas melodías que sólo programaban en la radio cubana los días de luto nacional. Porque la nueva trova y la nueva canción eran, para buena parte del pueblo y para los programadores radiales, “música de muertos”.
Muertos están casi todos los nombres de mi infancia: mis abuelos, mi papá, Liduvina, Cachitica y Eugenio, mis tíos Enzo y Pepín… Manolito Borjas con su sonrisa enorme. ¿Están muertos? ¿Es la muerte un estado permanente o tan sólo una circunstancia, cuestión de tiempo y dimensión, el momento del salto?
El sábado iba yo muy tranquila en un taxi ecológico hacia la oficina de la editorial. El carrito avanzaba con bastante fluidez por Sánchez Azcona y luego por Monterrey, mientras Leonardo Favio dilucidaba si “cuando llegue mi amor le diré tantas cosas… o quizás simplemente le regale una rosa”. Al atravesar Baja California, cuando Juan Luis Guerra quería ser un pez para bordar de cayenas su cintura y hacer siluetas de amor bajo la luna, el coche de adelante frenó intempestivamente y estuvimos a un tris de estamparnos en su carrocería después de haber patinado ruidosamente como metro y medio.
Volví a acordarme de Manolito, a quien la muerte se llevo a los veintitantos en la curva fatal de Melgarejo. ¡Cómo cambia la vida en un segundo! Como vienen, de pronto, una noticia, un papel, un vómito, un frenazo, una punzada, un aluvión de imágenes y modifican lo que era simple rutina, tranquilo y automático vivir. Canta el bardo uruguayo: “Dice mi padre que ya llegará/ desde el fondo del tiempo otro tiempo”. Una enorme mariposa se despega de mi hombro. La vida es como su vuelo, pienso y me reinvento otra voz que viene de muy lejos: “Hoy recuerdo mariposas que ayer sólo fueron humo,/ mariposas, mariposas que emergieron de lo oscuro/ bailarina, silenciosa…”