
Seguramente por esa falda tan hembra que me habían puesto.
Gracias a Inesita por la escaneada de urgencia.
Cuando faltaban veinte minutos para las once de la mañana del 23 de enero de 1964, esa niña de la foto abrió sus ojos, su boca y sus pulmones en la ciudad de Santiago de Cuba, “rebelde ayer, hospitalaria hoy, heroica siempre”. Así, como me ven en esa vieja placa, me he pasado la vida: gritando, peleando, buscándome los más ajenos pleitos y los más propios. Necia, irracional, inconforme… acuariana con ascendente en Aries criada por un asturiano bruto que se pasó la vida diciendo que había que “nadar río arriba”, o sea, ir siempre contra la corriente.
A veces, quién sabe por qué condescendientes conveniencias, uno traza retratos de sí misma que no coinciden del todo con la realidad. Viendo a esa niña que grita, pienso que nunca fui tan obediente y correcta como mis buenas notas y galardones escolares sugerían y los otros repetían. No lo era aunque pasara mucho tiempo tranquila y calladita y no me gustara salir a jugar con los demás niños. No, no era tan santa: me emborraché desde muy joven, amé por igual a hombres y mujeres, apretaba en las fiestas con más de uno, a veces los novios de mis amigas, y decía que la fidelidad sólo podía guardarse hacia una misma porque cómo pedirle abstinencia o contención al cuerpo de otra persona con otras necesidades.
La rebeldía y la transgresión no se limitaron a la vida íntima: nunca quise —y no lo hice— estudiar magisterio ni ir adonde la revolución me necesitara si eso iba en contra de mis planes. Aun muy joven cuestionaba lo incuestionable: desde la supuesta pureza inmaculada de Martí —¿te acuerdas, Bertha?— hasta por qué donarle un central azucarero a Nicaragua cuando nosotros estábamos en la ruina o qué hacían las tropas cubanas en Granada al momento de la invasión estadounidense.
No lo hacía discretamente, persianas adentro como casi todos, sino que abría mi bocota —¡esta gran bocota mía!— o, lo que es peor, lo escribía. Y plasmadas en un papel, a las palabras ya no se las lleva el viento. En cierta ocasión me llamó a su oficina el secretario general de la Juventud de la Universidad de Oriente para “manifestarme su preocupación” por mis planteamientos en una carta personal que le había hecho a un amigo de Camagüey, en la cual comentaba la poca simpatía que me despertaban los comandantes sandinistas, que entonces me parecían aduladores y gorrones. ¿La carta fue interceptada en el correo?, ¿me vigilaban la correspondencia?, ¿me delató el amigo camagüeyano?... Eso ya no importa mucho a estas alturas y no es tema para esta conversación.
Cuando decidí hacer mi tesis de licenciatura sobre los primeros cuentos de Eduardo Heras León, que fue castigado mandándolo a trabajar a una siderúrgica y obligado a adscribirse al realismo socialista precisamente gracias a esas historias indispensables para la literatura cubana pero aborrecidas por el régimen, un viejo profesor le dijo a mi mamá que no me dejara meterme en lío con “aquellos dos locos”, o sea, Lino Verdecia y Pepe Pequeño, mis asesores y amigos, de quienes aprendí, entre otras cosas y sobre todo, a tener los cojones bien puestos aunque no los tuviera.
Ningún regaño me bastó; yo seguí cuestionándolo todo, criticona como soy: desde los premios a las comparsas del carnaval hasta las obras de teatro de Reynaldo o el Cabildo; desde las telenovelas nacionales hasta el songo de Juan Formell y Los Van Van. Incluidos los métodos de funcionamiento de la Asociación Hermanos Saíz, de la que era vicepresidenta en la provincia. De modo que cuando me fui a La Habana —enamorada, es cierto, ésa fue la razón, al menos la aparente— en Santiago ya tenían minados todos los caminos. “Demasiado problemática”, decían. Hipercrítica, sí, como buena parte de los miembros de aquella Generación de los Ochenta entonces en apogeo.
Cuando empecé a escribir narrativa, Mabel me preguntó por qué la recurrencia de protagonistas adolescentes o muy jóvenes. Entonces no lo tenía claro, ahora creo que sí. Hay quien dice que uno tiene la misma edad —¿debería decir nivel de madurez?— desde que nace hasta que se muere. Cuando coincide esa edad mental con la física, se viven los momentos de mayor conciliación con uno mismo, ésos en los que nos sentimos como pez en el agua. En mi caso, ésos fueron, al menos hasta ahora y sin lugar a dudas, aquellos años de la adolescencia y la primera juventud.
El texto publicado la semana pasada en este Parque del Ajedrez ha provocado múltiples reacciones; algunas inesperadas. Agradezco sus muchísimas muestras de cariño y amistad, sus llamadas, sus mensajes, sus comentarios públicos y privados. Después de leer algunos, tuve una revelación: la niña Odette, esa rebelde que todo lo quiere y todo cree merecerlo; astuta, manipuladora y chantajista, le está haciendo un gran berrinche —como el de la foto— a la adulta Odette quien, con lógica de mujer madura, ha tomado —o no— algunas decisiones que a la otra no le gustan. ¿Pudiera ser eso, más que la edad crítica y los cambios hormonales, este volcán que me ruge dentro y no me deja paz?
Tengo que confesarles que pensé matar a la niña Yo. “Enséñala a ser paciente antes de que te mate a ti” sugirió, sabiamente y muy a tiempo, Margarita. Entonces pensé que si ella y yo somos una misma, como cantara Timbiriche —¡no me hagan caso!, chistoretes mexicanos…—; si ella soy yo y como diría aquella canción de Angelito Quintero: “Soy lo que fui/ y lo que soy/ es lo que seré mañana también”… entonces tenemos que reconciliarnos. Además, aunque quisiera —y la verdad es que no quiero—, no podré deshacerme de ella porque es ahí donde radican mi curiosidad y mi esencia indagadora, necesitada del enigma, la novedad y las sorpresas.
Al mediodía del sábado antepasado ya estaba listo ese controvertido texto del martes anterior donde cuestiono la existencia de un fin o misión que guíe nuestras vidas y nuestro actuar. La tarde siguiente deambulaba por la librería de Sanborns en busca de una novelita ligera, de detectives y suspenso, de ésas que me gustan tanto, para regalármela de cumpleaños. Me detuve delante de la mesa de las ofertas —porque, Jesús de Veracruz, mira que están caros los libros— y tomé, al azar, la que estaba encimita: Manuscrito ms 408 del francés Thierry Maugenest. La contraportada no decía gran cosa y sin embargo, la compré. Se trata de una historia de ficción, actual, tejida alrededor de un manuscrito en clave escrito en el siglo XIII por Roger Bacon, que durante siglos han tratado de descifrar miles de especialistas porque contiene “el verdadero fin de la existencia”. Así, textualmente. Y me dije en perfecto cubano: “Coño, me cago en Dios, ¿el universo me estará respondiendo?”
Uno de los protagonistas, Marcus Calleron, agente del FBI que, para más señas y sin venir al caso, es hijo de un balsero cubano, se pregunta si “habría vivido y se habría extinguido sin conocer jamás la razón de ello, […] si todo era azar o si existía un principio creador”. Y aunque sabe que “la brusca intrusión de la Verdad en el lugar y el espacio de nuestros viejos saberes haría estallar nuestro cerebro, del mismo modo que el sol cegaría los ojos acostumbrados a la oscuridad”, se cuestiona: “¿es mejor conocer la verdad y perder el juicio, o vivir en la ignorancia con el fin de preservar la felicidad, aunque esta sea ilusoria?”
Conozco esos largos pozos de la inconformidad y del deseo. Siempre he sabido que esa curiosidad, esa urgencia de saber, me traerá dolores y decepciones, me pondrá ante difíciles caminos. Pero tampoco me resigno a ser un pinche gato doméstico que lame su lechita y ronronea, aunque eso no se oye nada mal. “Aprende a ser paciente”, me parece escuchar a Margarita hablándome desde esas friísimas tierras del norte. “No seas tan inflexible y rigurosa contigo misma”, sugieren otros. Trataré, les respondo. Trataré.