
Como ahora todo es público y compartido —buena razón tenía aquél, tan visionario, con que “el futuro pertenece por entero al socialismo”—, se ha puesto de moda “colgar” —como se dice en la jerga cibernética, muy a tono con esa gran vecindad que es la aldea global— álbumes de fotos personales, a veces íntimas, en sitios de internet. Las favoritas, además de las familiares, suelen ser las de viajes. Así, el público vidente —que puede ser cualquiera, esas redes son indiscriminadamente abiertas e inclusivas—, podrá saber si vas a Cancún o puebleas, si eres turista o viajero.
En uno de esos álbumes una amiga incluyó hace unos días las fotos de su reciente estancia en México. Entre ellas, un cartel que halló expuesto en un lugar del Centro con la mítica foto de Fidel, Camilo y las palomas. Para quienes no conocen la anécdota, en uno de los primeros actos públicos de 1959, el 8 de enero en el cuartel general de Columbia, de pronto, inesperada, una paloma blanca se posó sobre el hombro del orador. En ese mismo discurso, al afirmar que los peligros que asediaran a la naciente revolución habrían de enfrentarse y resolverse “sin tiros” —¡mira tú!—, Fidel interpeló a su acompañante: “¿Voy bien, Camilo?”, a lo que el otro barbudo respondió: “Vas bien, Fidel”; diálogo que se antoja muy revelador, irónico seguramente —¿cuándo en la vida aquél le ha preguntado a nadie si va bien? ¡Si él nunca se equivoca!—, ahora que sabemos que entre ambos hombres hubo diferencias tan grandes que acabaron en la inexplicable desaparición del Comandante del Pueblo, del Señor de la Vanguardia, del Héroe de Yaguajay, cuando sólo unos meses después el avión en que regresaba de Camagüey cayó en las aguas transparentes y poco profundas de la plataforma insular y nunca fue encontrado.
Volviendo a nuestro asunto, como esos democráticos espacios de internet permiten no sólo enterarse de la vida y milagros de la gente, sino también opinar al respecto —“¡qué chundo está este güey!”, “¡mamaciiita, cómo has creciiido!”, “¡qué bien te sienta el rojo, amigui!”—, la imagen de los líderes de la revolución cubana despertó, en sus círculos cercanos, encarnizado debate ideológico —¡ah, la batalla de ideas!— que obligó a mi amiga a dar explicaciones acerca de sus intenciones al tomar y publicar la foto. Tan candente se puso la cosa, que a punto estuvo de borrarla del álbum virtual.
Estamos enfermos los cubanos. ¿A qué mente calenturienta puede ocurrírsele que esta señora, que vive en Estados Unidos desde los años sesenta, hubiera hecho la foto por devoción a los comandantes y no por asombro hacia la veneración que siguen despertando esas figuras en las izquierdas políticas y en los pueblos del mundo. Veneración de tintes mercadológicos la mayor parte de las veces porque son iconos sembrados en la conciencia visual que ya no resultan objeto de cuestionamiento alguno: suelen aceptarse con la misma indiferente naturalidad que los anuncios de McDonald’s o de la Coca.
Pero a ver, si a uno le diera la reverendísima gana de poner en la sala de su casa, en su mesa de noche o en su álbum de Hi5 o de Facebook un retrato de Ho Chi Minh, del Subcomandante Marcos o de Obama porque le cae bien el tipo, le gusta el colorcito de fondo o espantan a los malos espíritus… ¿a quién le importa eso? ¿Por qué nos sentimos con el derecho de montar de inmediato un acto de repudio justamente a lo Fidel Castro? ¿Acaso no podemos superar esa odiosa influencia, esa impronta de dictador absolutista, de “sólo es bueno lo que yo hago o pienso”, de “están conmigo o en mi contra”? ¿No podemos ser lo que se llama democráticos, respetar los gustos y las predilecciones de los demás sin considerarlas deslices o errores que tenemos la misión impostergable de corregir?
La semana antepasada el músico cubano Paulito FG, que aún vive en la isla, hizo en Miami una de las escalas de su gira. En entrevista para un programa del canal GenTV, dijo algo así como que “creer en Fidel hasta cierto punto ha sido una suerte, nosotros hemos sido por toda una vida gente que ha creído en el Comandante y hemos vivido tranquilamente, honradamente, haciendo nuestros sueños artísticos'” y añadió que nunca ha tenido trabas para realizar su trabajo, por lo cual es un hombre “sin temor a nada”.
Qué suerte la de Paulito, digo yo… qué bueno que ama a Fidel. Porque tener que vivir en Cuba sin amarlo es un verdadero calvario. Qué bueno que nunca ha tenido obstáculos, acosos ni censuras… porque tenerlos nos encaminó a nosotros hacia estas otras tierras. Dichoso él. Claro que no todos piensan con mi acostumbrada naturalidad: las afirmaciones del músico revolvieron el avispero y de inmediato hubo convocatorias para boicotear su presentación en el Sunshine State. Reproduzco textualmente una anécdota que, en tono muy cubano, circuló por internet:
Al otro día de las declaraciones de Paulito FG en Miami era su concierto en el Club La Covacha. Los bailadores, sin hacer caso del llamado del exilio histórico, llegaban en sus carros listos a sumergirse en la salsa del cubano italiano fideliano.
Enfrente del club se encontraba la siempre presente Vigilia Mambisa dándole un acto de repudio “tipo Mariel” a cada uno de los que entraban: ¡Comunistas! ¡Fidelistas! ¡Hijeputistas!
Se agolpaban allí los noticieros hispanos, las cadenas de TV americanas, los reporteros de la prensa plana, las agencias de noticias. En eso, un Lexus negro último modelo dejó bajar a una mujer con traje largo negro, elegantísima y repleta de joyas. Mientras le gritaban miró a la multitud enardecida, se remangó el traje y gritó: “¡Me sale del boooollooooooo!” delante de las cámaras de TV y de todos los reporteros que se quedaron pasmados primero y después irrumpieron en una carcajada.
Dígame usted con qué confundido criterio alguien le exige a otro que no baile con la música que le gusta. ¿No es exactamente lo que hizo el gobierno cubano cuando prohibió la difusión, la venta de discos y la escucha incluso doméstica de Celia Cruz, Olga Guillot, Valladares, los Estefan, El Puma, Feliciano, Roberto Carlo, Oscar de León o tantos otros cuando dijeron o hicieron algo que no le gustó al máximo líder? ¡Estamos enfermos los cubanos!
También hace unos días alguien me preguntó —palabras más, palabras menos— cómo es posible que insista en hablar y en citar a Silvio Rodríguez a estas alturas, después de todo lo que ha pasado. Cuando traté de responderle, me vi trepada en un balance de la sala de mi casa de Santiago, con una tiza húmeda en la mano, escribiendo en la pared: “Mejor ser felices como nuestros padres/ y hacer de la lástima amores eternos/ hasta que a la larga te tape el invierno”. La guitarra de Silvio es un tiempo de muchachos llenando de letreros las paredes; un tiempo en el que un grupo decía “que una canción tiene que ser muy fácil para la razón” y él les echaba en cara: “¡No han abierto los ojos/ al mundo!/ Miren qué decir eso/ con tanto motivo/ para no reírse/ como hay”. En medio de aquel mar de confusiones de los veinte años, su voz nos repetía como una palmada en el hombro:
A los tristes amores mal nacidos
y condenados por su rebelión
daré algún día mi canción de amigo
y fundiré mi vino con su vino
sin perder el sueño por la excomunión.
En una entrevista a Sandra Lorenzano, a propósito de su novela Saudades, me topé una vez más aquella absurda pregunta de qué salvarías de un naufragio, qué te llevarías a una isla desierta. Siempre he dudado ante ese planteamiento. Qué libro elegiría entre miles de libros, qué foto, qué objeto material… ¡Y desde cuándo se anuncian los naufragios para que uno tome previsiones y provisiones!… Para reconocer el valor de las cosas —o las cosas a las que les damos valor— no deberían ser necesarias pérdidas tan drásticas.
Sin embargo respondí. Papel y plumas, arriesgué esta vez. “Todo lo que no esté en papel se perderá en el fin del mundo”, suelo decir cuando me da por el catastrofismo. Pero allí, en la isla hipotética, para qué serviría un papel más que para avivar el fuego o para ciertos requerimientos higiénicos de los primeros tiempos… Allí vendría mejor una caña de pescar, una coa para la siembra, un recipiente para recoger el agua limpia. Lo demás son vacuas elucubraciones de intelectuales fantasiosos. Entonces pienso que en esa isla —y en todas— lo único que sobreviviría es la memoria y, en la mía, junto a Sabina y a Fito, junto a Serrat, Víctor Manuel, Ana Belén, Los Van Van y Son 14 —Quiero ir a Bayamo de noche…—, siempre cantará Silvio, siempre seguirá oyéndose su guitarra.
PD: Sí, me gusta Shakira… ¿algún problema?