
Hace unos días recibí el email de una amiga que, refiriéndose a su existencia fuera de Cuba, me contaba: “Soy muy feliz en este lugar, me gusta la vida que llevo, lo que puedo estudiar, aprender, lograr, viajar… pero siempre me falta algo. Aunque no tenga un nombre exacto para llamarlo, siempre siento una necesidad que tampoco sé qué es”.
Es miedo, le digo. El miedo a lo desconocido, a lo imprevisible, a lo incontrolable, sobrevive en las personas que han sido víctima de peligros constantes e indefensión. En los niños y las mujeres sometidos a violencia y abusos, en los masacrados, en los prisioneros de guerra… en los cubanos, que hemos sido por décadas obligados, bajo amenaza, a hacer lo que se nos ordenara, aunque no nos gustara o no lo aprobáramos: trabajos voluntarios, escuelas al (o en el) campo, labores agrícolas o en la construcción, militancias políticas, actividades militares, delaciones públicas y privadas, mítines y manifestaciones, aplausos, aplausos, aplausos y silencio sin disensión.
Al sentirnos más o menos libres —que la libertad absoluta e incondicional no existe— de tomar nuestras propias decisiones y de vivir algo parecido a la felicidad o la plenitud, aunque sean momentáneas, no tenemos la tranquilidad de espíritu que nos permita disfrutarlo. En el fondo —aunque sea a nivel inconsciente—, nunca creemos merecerlo o tememos perderlo en un instante y que haya sido sólo un sueño. O nos sentimos culpables de habernos salvado, de poder vivir lo que nuestros hermanos no. O simplemente no sabemos hacerlo porque casi siempre otros tomaron por nosotros las decisiones, incluso las más individuales.
Pero no nos sintamos, como buenos cubanos, tan exclusivos en las desgracias y en la suerte: les pasa a todos en todas partes. Al pobre Jesús, el nazareno, lo crucificaron por andarse haciendo el especial, sin que su padre, el mismísimo Todopoderoso, moviera un solo dedo para librarlo del escarnio y del tormento. Ésa es la base de la educación occidental: nuestro héroe primigenio, el ejemplo a seguir, fue un sacrificado, un obediente, un perdedor. Un pobre diablo. Sobre ese yunque nos machacan la cabeza en esos campos de concentración que son la infancia, la familia y la escuela —¡ya no digamos las iglesias!—; instituciones cuya misión es regularizarnos, o sea, hacernos no buenos, sino “regulares”. “Iguales”, dirán algunos tratando de corregirme, pero las igualdades siempre son mediatizadoras.
Cuentan que los niños vienen al mundo con capacidades extrasensoriales que les permiten observar fenómenos y seres interdimensionales. Ésos no son poderes extraordinarios, sino habilidades naturales que desaparecen con la educación, cuando se normatizan sus percepciones, cuando se les convence de que no existen los “amigos invisibles” y que están enfermos, esquizofrénicos, mal del coco, si los ven. Y que serán objeto de burla o carne de manicomio si insisten en esas boberías.
Si algún rasgo individual logramos rescatar después de nuestra “formación”, no es gracias a esos castrantes institutos sino muy a su pesar. Que a nadie lo educan para ser un rebelde, un inconforme, un respondón o un desadaptado. Otra cosa sería que nos dijeran que los verdaderos pecados capitales son la pereza —ésa sí—, la cobardía, la mansedumbre, la sumisión, el conformismo, la abstinencia involuntaria y la mediocridad. Pero no… ninguna escuela nos dice eso. De ellas salimos seres sociales, animales de manada, intolerantes a la individualidad —a la que solemos llamar egoísmo—, sin que cuente en lo más mínimo el pequeño detalle, no tan insignificante, de que nacemos y morimos solos.
Así, desarrollamos el miedo a la libertad. No es fácil sacudirse esos condicionamientos casi hereditarios, aprendidos —y aprehendidos— durante toda la vida. Y la libertad, queridos míos, como la felicidad, es un destello, el guiño de una estrella. La libertad sólo existe en el desapego, en el no tener nada. Las posesiones —materiales o sentimentales— amarran. Sólo es libre quien está solo, quien no necesita, quien no engendra ataduras.
Hace unos días, leyendo un poema en el que la venezolana Eleonora Requena insta a amar sin lazos, pensaba que, efectivamente, los lazos son las sogas con las que se les impide todo movimiento a las reses o a los cautivos. Tejer lazos es inmovilizar, maniatar, reducir. ¿Podría entonces haber libertad? Replanteo la pregunta: ¿podría haber libertad en un mundo donde todas las relaciones se establecen sobre la premisa de ese tipo de amarres, donde los lazos —de todo tipo— suelen ser tan apreciados? ¿Por qué nos siembran entonces esa semilla, ese ideal raramente alcanzable?
La libertad es una noción irresponsable; el que quiere ser libre, no puede preocuparse de ser correcto. Recuerdo a aquellos muchachos que en los ochenta recorríamos la isla leyendo poemas incendiarios, buscándole la quinta pata al gato. Aquella pasión con la que podíamos arriesgarlo todo, hasta la libertad, sin pensarlo dos veces. Aquel fuego que nos impulsaba a romper todos los lazos. Nunca fuimos tan libres y tan desamparados. Porque la libertad tiene mucho de desamparo, de desgaire, de orfandad.
Mientras rememoro, en medio de los crujidos que hacía la aguja en los discos de acetato, oigo la voz de la Massiel:
Voy buscando libertad
y no quieren oír.
Es una necesidad
para poder vivir.
Y la de Serrat:
Harto ya de estar harto, ya me cansé
de preguntarle al mundo por qué y por qué.
La rosa de los vientos me ha de ayudar
y desde ahora vais a verme vagabundear.
Entre el cielo y el mar
vagabundear.
Suenan a melodías tan viejas…