en 1978 mis primas de la comunidad
Me fui de vacaciones a uno de esos hoteles de playa all inclusive, tan estandarizados que siempre parece que se está en el mismo, con su plan de ruidosas actividades alrededor de la piscina diseñado para que nadie pueda descansar, sus bufetes temáticos y sus espectáculos nocturnos. Uno de ellos, dedicado a la música disco, me trasladó a aquellas noches de los setenta, de las fiestas de la secundaria y el pre, de una música que conocíamos como en sueños.
Porque cuando empezamos a oír a Silver Convention, KC and the Sunshine Band, Donna Summer o los Bee Gees no sabíamos cómo se bailaban esos ritmos y les inventamos nuestras propias coreografías, sin más nociones que la creatividad propia de la juventud. Dábamos una serie de saltos consecutivos que no eran, ni con mucho, parecidos al flotar de los danzantes de la disco music. Saturday night fever (1977), Grease (1978) o Fame (1980), aquellas academias fílmicas, nunca pasaron en los cines cubanos y las vimos en televisión ya bien avanzados los ochenta.
La música era un poco más fácil de conseguir, pero siempre con ese hálito de complicidad y contrabando. Quienes tenían amistades en las emisoras de radio, podrían gestionar que les hicieran alguna copia en aquellas enormes grabadoras de carretes; ésas siempre quedaban mejor que las que copiábamos directamente del aparato de radio en rudimentarias caseteras, artefactos de lujo a los que no todos podíamos aspirar. Y como estábamos en la edad del entusiasmo hormonal, nunca faltaban las malísimas canciones románticas de José Augusto, los Pasteles Verdes o Roberto Carlos, prohibido por entonces vaya usted a saber por qué. Así, de mano en mano, se iban haciendo las copias y armando las fiestas de los sábados en la noche.
1978 fue el escenario de dos sucesos fundamentales en la inopia insular: negociaciones entre Jimmy Carter y el gobierno de la isla permitieron el regreso de los cubanos asentados desde hacía más de una década en Estados Unidos, con los cuales habíamos tenido tácitamente prohibida toda comunicación. Con el retorno de los parientes de la comunidad llegaron —además de otras cosas deslumbrantes y exóticas como tenis, pantalones de mezclilla y equipos de música— los discos de moda: a nosotras, las primas de Miami nos llevaron un long play de los Bee Gees; Manolito y Violeta tenían Rivers of Babylon de Bonnie M; Adita y Sara, una recopilación de lo mejor del disco con Tavares, los Bee Gees, Barbra Streisand y Barry Gibbs, entre otros miles de artistas a los que amábamos. Los amigos de Piri tenían grabaciones de Michael Jackson y Kool & the Gang y hasta había adaptaciones al español-cubano de algunas de aquellas canciones que se gritaban a coro en las fiestas, como la que decía: “Eh, pa’ la USA/ a comprar pitusa/ y popis también”... Se había despertado nuestro espíritu consumista. Traducción: pitusa llamamos a los jeans; popis a los zapatos deportivos.
El segundo suceso ocurrido ese año fue el inicio de un programa —tal vez sería más apropiado decir un fenómeno— que reuniría a la familia cubana todos los domingos a las dos de la tarde ante la televisión: Para bailar. Sobre la base de una simple competencia de baile, había demostraciones y clases rápidas de los ritmos “desterrados”. En este país en el que me ha tocado vivir, siempre me asombra, como al Beny, la soltura con que bailan los mexicanos el danzón, el mambo o el chachachá. Los cubanos nacidos con la revolución no supimos danzar esos ritmos —y solíamos despreciarlos— hasta que surgió Para bailar.
Porque hasta eso pareció querer quitarnos la adustez de la dirigencia política. Como dice una de mis mejores amigas: los tiranos no saben bailar. No se sueltan, no se divierten, les parece ridículo. Y así parecieron sancionarlo los de mi país cuando declararon “impropia” toda gozadera —a no ser la que ellos autorizaran— y hasta el bolerístico sufrir de la tradición musical cubana anterior a 1959. Hace unos meses mi amiga salvadoreña Dina Posada me mandó una presentación en Power Point dedicada a recordar a grandes cantantes cubanos; la mayoría de ellos (Xiomara Alfaro, Zoraida Marrero, Fernando Albuerne, Desi Arnaz, Enrique Chia, Guillermo Portabales Olga Choens y Tony Álvarez) eran completamente desconocidos para mí, proscriptos como fueron. Justo eso pasó con los viejitos del Buena Vista Social Club: tuvo que irlos a “rescatar” Ry Corder del sepulcro en vida en que vegetaban.
Ayer mismo, después de leer la entrevista a Olga Guillot que anda circulando por internet desde hace unos días, Maya se asombraba de saber que a la gran santiaguera no la programan las emisoras cubanas. Ni a Celia Cruz, querida Maya, ni a la Sonora Matancera, ni a Rolando Laserie, ni a ninguno de los gusanos traidores y apátridas que se fueron después del ‘59... Y si se portaban mal, ni a Barbarito Diez ni a Joseíto Fernández, que al fin y al cabo “La guantanamera” la canta hasta Rosita Fornés.
Ahora —ya lo he dicho en otras ocasiones—, nos es fácil entender que muchas de aquellas “prohibiciones” deben haber respondido, más que al aspecto puramente político, a una imposibilidad de pagar los derechos de reproducción y distribución que exigen las empresas disqueras y los agentes artísticos en el resto del mundo. Pero, lógicamente, aquel orgulloso prefería hacer ver que él prohibía a los enemigos que confesar la otra verdad, que hubiera sido como aceptar públicamente que no éramos el ombligo del mundo, como nos hacían creer, sino sólo una islita dejada de la mano de Dios con un cancerbero muy gritón. Musicalmente hablando, no olviden aquello de “odio quiero más que indiferencia/ porque el rencor duele menos que el olvido”...
Para bailar fue, entonces, un parteaguas. Con sus lógicas limitaciones, porque era un programa con supervisión estatal, como todos los canales de televisión —es decir los dos que había: el 6 y Tele Rebelde—, que eran —lo son aún— monopolio del gobierno. El equipo de conductores fue excelente: Salvador, Cary, Lili, Albertico y Néstor eran cinco muchachos simpáticos, alegres, de sangre ligera. A ellos se le unieron —o llegaron luego en sustitución de los que salían— Mara y el pesado de Carlos Otero. Allí se bailó y se enseñó a bailar de todo: desde guagancó hasta charleston, desde areíto hasta ruedas de casino y música disco.
Toda Cuba bailaba entonces. Como las discotecas tampoco existían más que en los hoteles, limitada la entrada a los huéspedes, las fiestas eran en nuestras casas. Cada viernes se preguntaba: “¿adónde es fiesta?”, y siempre había quién tenía la lista de todas las que habría en la ciudad. E íbamos aunque no fuéramos invitados; incluso aunque no conociéramos al dueño de la fiesta. Se hacían molotes de muchachos en las puertas de las casas y, como en todas las discotecas del mundo, se reservaba el derecho de admisión. Si no nos permitían el acceso o ya no había cupo en la más popular, siempre habría otras dos o tres a las que acudir.
Ya adentro, tomábamos sólo agua o alguna bebida preparada con alcohol de 90° robado de algún hospital, rebajado con agua en una proporción de 50/50 o, en el mejor de los casos, mezclado con extracto de menta robado en alguna fábrica de licores, o un chorrito de café que le diera sabor. Generalmente no se ofrecía nada de comer —quién podría alimentar y emborrachar a tal cantidad de muchachos, la mayor parte de ellos desconocidos—. Eran espacios sólo para bailar. Porque el cubano no concibe una fiesta donde no haya baile. Fiesta y baile son sinónimos.
Muchas veces, como estábamos en esa ya referida etapa del descocamiento y los cubanos solemos ser bastante precoces y procaces, después de una primera tanda de brincos simiescos y profuso sudor, acabábamos apretando en lo oscurito con los novios al amparo del gato que está triste y azul o de los riquísimos gemidos calenturientos de love to love you baby... Entonces venía el verdadero show: las mamás encendiendo la luz y los hijos apagándola, una y otra vez, hasta que las más puritanas o autoritarias terminaban la fiesta de un solo alumbrón.
Last dance, last chance for love… canta dentro de mi cabeza aquella negra portentosa del veraniego apellido. Let’s dance toooniiiiiiiiight… le contesto, me enredo en la nuca el brazo de Tony Manero, el personaje de Travolta en Saturday night fever, y doy vueltas y vueltas mientras la bola de vidrio echa puñales de colores resplandecientes a nuestro alrededor.