
Santiago de Cuba, policromada
estampa criolla que derrite el sol…Beny Moré
estampa criolla que derrite el sol…Beny Moré
A mis coterráneos, a mis amigos de siempre.
En una pecera panorámica situada por encima de las cabezas, un pulpo amarillento enreda entre sus tentáculos a Chichí, nuestro gato barcino. Mi padre, al que nunca, ni por error, le interesaron los felinos, me dice orgulloso: “Mira, lo mordió”, pero sé que aquella dentellada de Chichí no lo salvará, que tiene el tiempo contado, que en cualquier momento empezará a convulsionar en medio del patio de mosaicos rojos. Cuando abro los ojos, pasan unos segundos largos antes de que sobre mi ventana actual se disipe la imagen clarísima de las persianas de mi cuarto de Santiago, donde dormí los primeros 25 años de mi vida.
“Tendrás mucho que contar de la casa de Aguilera”, profetizó hace unos meses, cuando abrí el Parque del Ajedrez, mi amiga Inés María. Mucho podría contar y, sin embargo, enmudezco. Aquella casa enorme es el escenario de todas mis pesadillas. O se mueren los gatos, o ha entrado un ladrón que debemos perseguir aterrorizadas, o una presencia oscura se oculta en la penumbra de las habitaciones, o alguien quiere a la fuerza abrir la puerta que ya no podemos sostener. Podría arriesgar algunas explicaciones a este terror onírico, pero sospecho que ninguna sería suficientemente acertada ni convincente. Ni siquiera para mí.
Hace unos meses mi madre, que vive confinada en un diminuto apartamento en una bulliciosa zona de La Habana profunda, me contaba cuánto extraña su casa de Santiago, el lugar que es para ella fuente de recuerdos inagotables, donde acontecieron su infancia y su juventud, la muerte de sus viejos, el nacimiento de sus hijas, y al que tuvo que renunciar, como hacen siempre las madres, para darle una vida más estable a Piri, que deambulaba entre horrores por la capital. Yo, sin embargo, no quiero regresar nunca a aquella casa. Ni en las vidas siguientes. Ya bastante tengo con los malos sueños y con memorias esquivas que suelen asomarse cuando nadie las llama.
Tratando de borrarlas, vuelvo a acomodarme sobre la almohada y entonces, sin abrir los ojos, despierto en una de las banquitas forradas de azulejos del jardín de la Clínica Los Ángeles. Siempre he referido como mi primer recuerdo la entrada de Piri, recién nacida, con esos ojos profundos y las cejas negrísimas, en la sala de la casa de Aguilera; sin embargo, en el fondo de mi memoria hay una tarde nublada de noviembre —que nublada ha de haber sido porque era día de los santos inocentes— en que mi abuelo José y yo subimos, como fugitivos, la oscura escalera de la clínica para ver a mi prima Isel, que nació mes y medio antes que mi hermana.
A la Clínica Los Ángeles me llevaron unos meses después con la mano derecha atravesada por una herida absurda y dos décadas más tarde, allí esperamos a mi madre los tres —Alonso, Piri y yo—, en esos tiempos en que todo se revuelve dentro de una mujer. En la esquina santiaguera donde se ubica ese hospital, se juntan el final de la Carretera Central y Garzón, avenidas que revivo amplísimas a esta distancia. Desde ahí empieza a descolgarse una de las infinitas lomas que suben o bajan en todas direcciones desde y hacia el centro de la ciudad. Ésa, la que se desprende de la carretera central, va a parar a Trocha, la calle emblemática de los carnavales santiagueros.
Y en tarde de carnaval veo bajar al apóstol Santiago en su caballo de madera por la empinada escalinata del Cabildo Teatral. Pomares (†), Meneses (†), Fátima, Caldas, enfundados en sus respectivas caracterizaciones, sacan a la calle el tradicional teatro de relaciones que da vida a personajes y situaciones hilarantes y críticas, carnavalescas. Con ellos van Saskia, Odalis, Dagmara y Mercedes enseñando de nuevo lo que en su Asamblea de mujeres sorprendió a media ciudad. En cualquier momento, por cualquier esquina desembocarán la conga de Los Hoyos o la de San Pedrito, con sus caperos adornados de plumas coloreadas, canutillos y lentejuelas, sus cornetas chinas que erizan la piel y esos tambores que retumban en el centro del cuerpo, en ese espacio entre el estómago y el corazón donde dicen que se asienta el alma.
Un olor a cerveza y orines inunda la ciudad junto a la música irredenta. Cerca del mar, por la estación de ferrocarriles, estará instalada la tribuna desde donde un jurado evaluará el espectáculo que presenten carrozas, congas y comparsas en una competencia que a veces se torna encarnizada. El desfile previo, encabezado por esos muñecones espantosos que tanto miedo le daban a Piri, bajará Aguilera desde la Plaza de Marte, pasando justo frente a la puerta de mi casa. Hacia todos los confines de la ciudad, miles de calles se convertirán en verbenas populares, con quioscos donde se vende cerveza aguada y ron en grandes vasos encerados y hallacas, los tamales santiagueros, mientras en las tarimas las orquestas hacen bailar toda la noche a sus fanáticos.
Por una de esas calles, una mañana límpida, voy de la mano de mi abuelo José que me lleva a montarnos en los trenes, a buscar frutas al Caney, a ver los aviones despegar del aeropuerto, a cruzar el mar en la lanchita que atraviesa la bahía. O con mi abuela Cristina tomamos la ruta 7 hasta la última parada para ir a recoger florecitas en el cauce seco del río Marimón, o la 9 para llegar hasta el zoológico o la loma de San Juan y treparnos en los cañones de la gran batalla en la que se perdieron todos los sueños de libertad.
En vacaciones, mi mamá contrataba aquellas excursiones a la Gran Piedra o el Puerto de Boniato en guagüitas que serpenteaban por los senderos sostenidos en las faldas de las montañas, desde las que veíamos cambiar el clima y la vegetación a medida que subían. Todos esos trayectos me sembraron la noción del viaje, la sed del desplazamiento y del descubrimiento, la certeza de que dejarse encerrar entre límites, los que fueren, es una muerte adelantada, más dolorosa y agonizante que la verdadera.
Todavía afirmo, convencida, que ningún sitio hay tan hermoso como aquel risco donde se alza el Castillo del Morro. Que ningún mar es tan brillante al mediodía. Que no hay balcón que se asome al Caribe con más encanto que aquél. Allí, entre sus muros, entre viejas historias carcelarias, instrumentos de tortura y pozos que van a dar a la fosa de Bartlett, me sentía pirata y era feliz. Como lo era desandando los caminos rodeados de maleza que unen los pequeños poblados costeros. Por allá nos sorprendió muchas veces el anochecer. Al desembocar en alguna de las curvas de la carretera a Punta Gorda, el olor a pescado inundaba la guagua y se impregnaba en la piel. Un olor profundo que no había en las mañanas, cuando sólo olía a mar.
Y si era feliz jugando a ser pirata o mambí y blandiendo como espada el flaco palo de hervir la ropa —¡quién soñaba con lavadoras en aquellos tiempos!—, lo que no me gustaba nadita era ser bombero (believe it or not). Contrariamente a la fascinación que veo en los niños “modernos” hacia esa heroica profesión, la visión de las llamas achicharrándolo todo me aterrorizó desde muy chica. Posiblemente desde que mi abuelo José me llevó a observar el fuego —así llamábamos entonces a los incendios— de la cartonera, un almacén que ardió sin control. “¿A quién se le ocurre llevar a una niña a ver eso?”, peleaba mi abuela esa noche en que yo no podía conciliar el sueño. Todavía impresionada, recuerdo la columna de humo negro que veíamos los días siguientes desde las alturas de la Normal.
Ahora, que no puedo escribirle a Isel porque es médico militar y le desgraciarían la vida si mantiene relaciones con su prima gusana, el humo y el olor del tabaco me traen siempre el recuerdo de su abuelo Eugenio y del sabor de la materva, que nunca más tomamos después que le nacionalizaron la tiendita. En aquellas tardes calurosísimas, el paseo hasta la tienda fue sustituido por otros entretenimientos, como hacer burbujas de jabón o bañarnos con la manguera los días en que llegaba el agua. Después, mi abuela Lola haría una champola de guanábana o Pepín enfriaría la chicha fermentada de la cáscara de piña mientras veíamos trepar por la pared a aquel gordo lagarto verde al que él bautizó como Percival, con acento en la última sílaba, o mientras escuchábamos a mi tía Noris contarnos de la nueva espiritista que le habían recomendado.
O en gran aventura familiar, nos iríamos a la playa, lidiando con las guaguas repletas que llevaban a Siboney, a Mar Verde, a Caletón, desde cuyas ventanillas era un misterio fascinante divisar los cascos oxidados de los barcos hundidos a principios de siglo en aquella misma batalla. Después, con los años, la playa fue exclusividad de los amigos, de los amores adolescentes. La playa, las primeras borracheras y todas las que siguieron.
Un collage de callejones, esquinas, quicios y resquicios me obnubila. El banquito de la universidad donde nos sentábamos todas, amontonadas, a esperar la hora de clases. Los escalones y los edificios de Becas Quintero, el show de Rancho Club, los viajes a Contramestre, todos los despertares. La casona de la UNEAC, el patio del Cabildo, el Parque del Ajedrez, el Balcón de Velásquez, la escalinata de Padre Pico y en su base, una tarima donde cantarían Nicolás, Quevedo, Urquijo, y leería poemas con Gabi Soler y Alfredo Quintana.
Y el café con menta de La Isabelica, las noches culturales de la calle Heredia, la Casa de la Trova, esos ojos que cambiaron mi rumbo en el salón de actos de la biblioteca Elvira Cape, el refugio de Inés María en las alturas del Copa y algunas tardes sentadas en las periqueras de la tienda del Fondo de Bienes Culturales en los bajos de la Catedral. Y en la casa de José María, el primer poeta romántico de la lengua, donde me reúno con los amigos del taller literario municipal, los sábados tocan Aquiles y el Grupo Muralla, canta el coro del Conservatorio Esteban Salas. La ciudad entera era entonces una feria cultural.
Alguna noche acabo en La Escalera, pero no todas, porque León me prohibió llevar allí a mis amigos maricones. Y otra noche, en represalia por disentir de los métodos y estrategias de dirección de la AHS provincial —y por tantas otras cosas que no podían llamarse por su nombre—, mis jefes me degradaron a recortar papelitos de periódico y me confinaron a la Galería de Arte Universal. La lejanía física del centro de la ciudad era también, por supuesto, un intento de alejarme de todo lo demás, una táctica de domesticación y aplastamiento.
Sin saberlo, habían marcado mi destino. Meses después, mientras el avión se elevaba entre las lomas y el océano, escribiría los versos de “Llanto por la ciudad cuando me alejo”:
Oh ciudad
cuánto amor se me cae
qué triste te me vuelves entre tanta montaña.
Qué sola estás.
A qué manos entregaste tu vejez
con qué artificios te cubren el semblante.
Cómo es posible ciudad
cómo es posible
este patriótico olvido en que te dejan.
cuánto amor se me cae
qué triste te me vuelves entre tanta montaña.
Qué sola estás.
A qué manos entregaste tu vejez
con qué artificios te cubren el semblante.
Cómo es posible ciudad
cómo es posible
este patriótico olvido en que te dejan.
Como fondo musical, Pedro Luis Ferrer cantaba: Santiago, cuna y pan, Santiago…
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Los invito a leer 5 preguntas a Odette Alonso, entrevista que me hizo Luis de la Paz para el Diario Las Américas, publicada el domingo pasado en Miami.